Apuntes II

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Esta es la segunda parte de la autobiografía de Servando Blanco Déniz 

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No quise seguir ese día allí, ni en el instituto donde yo había estudiado; mi antigua profesora, no me dijo
nunca que la tuteara; una de dos, o estaba ya desvariando y no se daba cuenta que yo la trataba de usted, o yo
le parecía demasiado pardillo para ella.
Lo que me impactó algo, era que ahora la profesora usaba ropa en tonos azules; cuando me dio clases,
la usaba en tonos marrones y en tonos pastel.
Resultado, tenía un nuevo trabajo, por lo que mi estrés aumentaba.
D. Rafael me propuso que fuera a firmar todos los días las recetas, nada más que a eso, a firmar. Me
pagaba por ello unas quince o dieciocho mil al mes. Acepté. No es sólo que tuviera un trabajo, no, ahora estaba
pluriempleado. No se me ocurrió pensar en esos días que uno valía para algo, sino que me parecía estar casi más
ocupado de lo que estaba antes; esto en realidad, no era cierto, pues en total trabajaba menos horas; ahora dormía
más, aunque en mi casa, le dedicaba más tiempo al trabajo.
Junto a mi telegrama, le mandaron otro a uno de La Aldea, un profesor de dibujo. Tardó unos diez o más
días en aparecer. Debe ser porque en La Aldea, se toman la vida de forma muy relajada. No le llegué nunca a
preguntar por qué tardó tanto en presentarse ante el director. Yo fui al día siguiente de recibir el telegrama.
El primer día de clase, lo que hice, fue hacerles un examen a los chicos, con el motivo de ver cómo andaba
la clase, en definitiva para ver el nivel de la clase. Realmente, y es mea culpa, lo hacía para romper el hielo del
primer día. Nada más entrar, me presenté:
—Soy Antonio; estoy en sustitución de la profesora de matemáticas.
-¿Cuánto tiempo va a estar “profe”? —me preguntaban algunos.
En todas las clases me hicieron la misma pregunta.
—No sé, creo que un mes.
Respondía yo, con muy poca picardía; en realidad les debía decir que no sabía, pues de esa forma, ya
estaban sobre aviso del tiempo que les iba a dar clases, y esto les hacía ser uno pasotas absolutos. Yo suponía
que seguramente eso no les fuera a influir
Pequé de buenazo, sobre todo con la clase de la que era tutor; en esta última, creo, y me di cuenta al final,
que sólo me hacía caso uno, un pibito, que de seguir como iba, llegaría lejos. Me ponía enfermo cada vez que debía
ir a esa clase; me habían perdido todo el respeto; había una gran escandalera, gritos, risas, tizas volando, algunos
oyendo música, etc, etc. De eso quizás tengo yo la culpa, pues al principio, les dije:
-¿Qué, conmigo tienen más libertad que con la otra profesora, no?
Lo que no sabía era que se reían de mí. Cuando algo de esto empecé a sospechar, me dije, “Bueno,
esperemos que llegue la evaluación, entonces ya veremos”. Esto lo pensé, a raíz de hablar con una compañera de
Bellas Artes, que me dijo eso precisamente, que estando ella en un colegio particular, empezó su primera sustitución,
se le rebeló una clase; al llegar la evaluación suspendió a casi todos, después fue ella quien se rió. Nunca
más se le volvieron a revelar.
También tenía problemas con otras clases. De la que era tutor, era de un tercero. Daba también clases a
segundo y a primero, y a otro tercero, afortunadamente, no daba clases a C.O.U.
Los profesores veteranos estaban todos revueltos, pues se decía que iban a empezar otra vez a haber
oposiciones para optar a catedrático, pero que ese año, sería sólo por concurso de méritos, por lo que la mayoría
de los veteranos, estaban alterados, mejor “desarretados”, mirando a ver si con los cursos a los que habían
asistido, y demás, llegaban a las puntuaciones pedidas en los baremos. Yo no me metía en sus discusiones, todo
lo contrario, me sentaba a charlar con los jovencitos.
Uno de los veteranos, me dijo, refiriéndose a nosotros: “cuando yo empecé, estábamos todas las semanas
de chuletadas y demás fiestas al campo o donde fuera; lo cierto es que siempre estábamos de reunión en
reunión con los compañeros”. Yo sinceramente no deseaba eso, a mí lo que me gustaba era estar de reunión con
mis amigos, los de siempre (que ya saben, no había estado siempre con ellos). Me refería a Control y al Lu, y por
otro lado con Charli.
A Charli lo solía ver casi a diario en el trabajo, pues yo iba ahora arriba, a la mesa donde se “hacían” las
recetas, allí firmaba, un servidor, las del día anterior.
El día que más trabajo tenía eran los lunes, pues debía firmar las del viernes (días por otro lado de gran
trabajo en la farmacia) y las del sábado. Juntos hacían más de dos mil y pico, que había que liquidar antes del fin
del día. Allí Charli me dijo claramente cómo él firmaba algunas que a mí se me pasaban, yo le di mi consentimiento,
pues ya decía D. Rafael, que eso era una tontería.
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A Charli, le confesaba que estaba cada vez más, pensando en escribir, aunque otras veces pensaba en
hacer otra carrera; no se me pasaba aún por la cabeza hacer una de letras, todo lo contrario, pensaba hacer una de
ciencias, cosa que creía lógica por otro lado.
Charli, como sabía que yo iba a escribir o que al menos eso pensaba, se hacía el gracioso diciéndome
payasadas y niñadas, yo le reía la gracia, aunque maldita risa que me causaba; la cosa consistía en que él me iba
narrando un cuento que yo podía contar en mis libros, e incluso hacer un libro con esos cuentos. Desconozco si
la calidad literaria de éste es buena o mala, lo que sí puedo decir es que lo que él contaba, era nefasto, total y
absolutamente nefasto. Me daba vergüenza ajena oírlo; supongo que él se quedaría tan pancho, e incluso no se
extrañen de que se considerara muy inteligente; no Charli, lo siento, no lo eres; eras mas bien aburrido y poco
original. Lo mejor de mi relación con Charli, es que veía las películas porno del Canal plus grabadas del día anterior
o de la anterior semana, en el vídeo en su casa. Está claro que él vería todas. La verdad que las mozas estaban muy,
pero que muy potentes; los varones no recuerdo cómo estaban.
Seguía, y quizás con más ganas, esperando a que llegara el fin de semana; ahora más concretamente el
viernes. Ese era el día que yo soltaba, y hasta el lunes; no me lo podía creer, los sábados ya no tenía que trabajar.
El viernes salía con el Lu y Control, y el sábado con Charli; el que él me robaba, cada vez se hacía más patente.
Íbamos generalmente a cenar al chino, al Nan-King, quizá de los mejores de Las Palmas. Yo siempre iba
de punta en blanco; iba a cobrar una pasta gansa por mi trabajo; por cierto, ahora debía dejar un tiempo disponible
para estudiar lo que debía explicar cada día, y mejor lo de un par de días, por si me quedaba corto algún día.
El esquema de mis clases, era casi siempre el mismo. Explicar la parte de la lección para ese día, después
marcarles ejercicios que se relacionaran con lo explicado, y por último las correcciones en clase; la forma de
corregir era sacando a alguien que pensase que lo tuviese bien; si nadie quería salir, yo les sacaba, solía sacar
tanto a los de las primeras filas como a los de las últimas.
Tenía también algunos problemas con las clases de primero de B.U.P., sobre todo con un payaso, que
como siempre, los hay en cada clase. Yo fui durante mucho tiempo, uno de ellos. Cosa de la que ahora me
avergüenzo, pues después vi lo absurdo que era ese papel; la cosa es querer destacar.
De un segundo, me acuerdo de tres jóvenes, dos chicos orientales, uno de ellos quería que le llamara
Javier, a pesar de su nombre oriental; parecían que pasaban de sus raíces, y sin embargo se mostraban muy
equilibrados y muy participativos; diría incluso que inteligentes, sobre todo el más hablador; su compañero era
más apocado. Otra, una canaria, parecía más pelota, aunque también era una estudiante muy buena. Esa clase
daba gusto, allí entraba y salía a mis anchas.
La otra clase de tercero, parecía que me tenían miedo; a mí al menos, nada más entrar, se me oprimía el culo
y me ponía tenso. Me preguntaba si sería yo igual que Arturo; hay que ver la diferencia de una clase a otra. Ésta
era todo lo contraria de la que yo era tutor. No eran todos tan santurrones; había un adolescente al que yo quería
conocer; él me saludaba y le pregunté de qué lo conocía, contestó que del examen de conducir (el que le había
cogido el coche al padre el fin de semana). Era muy golfo; después de pasar lista se me escapaba siempre.
Generalmente iba vestido con pantalones azules, camisa azul y chaleco del mismo color.
Había en esa clase un par de golfos, que desentonaban con el resto del curso; no es que fueran buenos,
sino que parecían serios y aplicados, al final no lo eran tanto, pues les puse una serie de problemas, que nunca me
supieron responder.
Me decía: “Si en tercero me tengo que preparar las clases, no digo nada de C.O.U.” Esa sustitución no me
tuve que enfrentar al C.O.U., curso que según parece nadie quiere, pues tiene cerca la selectividad. Me juego que
la mayoría de los profesores, no saben lo que tienen entre manos.
Había en esa clase muchas chicas; el aula era amplia, por lo que los jóvenes se ponían donde querían,
estaban sentados en filas, pero estas no eran simétricas ni estaban alineadas.
En esa clase, parecía que tenía tanto poder, que no perdonaba una. Ya se me habían escapado algunos,
ciertos días; pero un día, no quise soportarlo más, por lo que fui detrás de los fugados, pero antes de salir dije:
—El delegado, o la delegada, que mantengan el orden —lo dije en tono imperativo.
Salí detrás del golfo, le di alcance cuando ya se iba. Lo llevé a que lo amonestaran y a que le echaran de
mi clase.
Primeramente había tenido una discusión con el director del instituto, el cual, junto con la jefa de
estudios, me llamó una vez a su despacho; empezó diciendo cosas como que después de hacer el C.A.P. y no sé
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qué más; en definitiva, encima de lo amargado que me tenían los alumnos, me venían estos con milongas, por lo
que me enfurecí y les dije a grito pelado:
-¡Si lo que pretenden decirme es que no sirvo para este trabajo, me lo dicen y me busco otro!
Les dije esto prácticamente gritando. El director pensando en que se iba a encontrar con uno apocado y
esquivo, se quedó asombrado, y a partir de ese día, me saludaba con mucho respeto.
A saber, quizás lo que me quería decir era que yo no sabía mantener respeto en el aula. Tenía razón, pues
yo en las aulas no hablaba.
Me dijo también, que siempre llegan rumores sobre los profesores, pero es que le habían mandando una
carta firmándola todos los alumnos. Yo le pedí que me dijera que clase era, para saber en cual me tenía que corregir;
él me dijo que no me lo podía decir, seguro, porque pensaba que tomaría represalias. Me convenció muy poco.
Hice migas con una que llevaba todo el año sustituyendo, era una chica de clásicas, el latín y el griego
me perseguían. Ésta era infinitamente más fina, y más señorita que Águeda, quizás ahora sean las dos grandes
señoras, que nunca se sabe, Águeda tenía una voz un poquito (bastante) basta.
A los que cogí fugados, les echaron una semana del centro. Eso, según parece, con la L.O.G.S.E., ya no
se puede hacer. No es seguro. El director me había dicho, que ellos respetarían todas las decisiones que yo tomara,
sobre todo, las relacionadas a establecer el orden.
Con el grupo que era yo tutor, no había nada que hacer; una cosa mala que hice fue que les pregunté a
unos al principio del mes de sustitución, si conmigo estaban más a gusto, más relajados; les di la mano y ellos se
cogieron no tan sólo todo el brazo, sino todo mi ser.
Cuando volvía a la clase que había dejado a medias por los fugados, me encontré, que no había sublevación
ninguna; yo llegaba dispuesto a darles caña.
Todas las clases, me las pude estudiar por donde me dijo que las estudiara el jefe del seminario.
A las reuniones del seminario, también iba Feluco, quien iba vestido muy seriamente; me extrañó mucho
el que fuera sudando más de lo habitual. No le correspondía a su personalidad, lo tan estricto que se hacía, de
profesor implacable.
Le conté mis temores con C.O.U. y él me dijo que él los prefería pues estudiaban más; esto me dejó
asombrado. Se imponía en las reuniones a base de gritos; yo me decía: “Este no es mi Feluco”.
Efectivamente, a los pocos meses lo vi con una gran depresión y debía dejar de dar clases, según tengo
entendido. Forzaba mucho la situación, y ya no era él, sino uno que se había inventado, usurpando su personalidad.
Me extrañó que tan pronto hubiera olvidado lo que era ser alumno.
Me preguntaba qué tal me iban las clases, y yo decía que bien gracias. Nos reuníamos una vez en
semana, aunque por las mañanas, por lo que por suerte me tocaba en mi turno de clase, las que las daba por las
mañanas.
Todos los profesores, sobre todo las profesoras, estaban de acuerdo en que el director lo único que
hacía era hablar por teléfono. Era el primero, al concluir la hora del recreo, en levantar el vuelo; ahora, cuando me
veía siempre me saludaba de lejos.
Me iba a tomar el cortado con los chicos de mi edad al bar de la esquina, luego volvía enseguida, o
cuanto antes me permitieran, para hablar con las chicas (caballeroso que uno siempre ha sido).
La de clásicas, me atraía algo, aunque su nombre no lo recuerdo, quizás mejor sea así; ella era delgadita
y parecía poca cosa, pero me atraía. También se sentaba con nosotros una machona (y gorda), de filosofía, algo
verdaderamente poco agradable a la vista, pero hay que ser demócratas y aceptar todo lo que hay (sí, pero no
someterse, más que a lo que la mayoría quiere).
Por de pronto, otra profesora, que iba siempre igual vestida, con un vaquero, una chamarra de cuero, y
un pañuelo anudado al cuello, se llevaba muy bien con la obesa (vamos a no ser tan despectivos pues mis
queridos amigos, son bastante obesos, y no por eso me meto contra ellos).
Deseaba que llegara el fin de semana para salir con mis amigos, ahora salía con más frecuencia los
viernes y los sábados, pero no entre semana.
El Lu, muchas veces para ganar más dinero, se ponía a trabajar en horario de noche, por lo que ciertas
semanas trabajaba tres días y otras cuatro; los que trabajaban de noche, trabajaban más horas cada día, pero
menos días a la semana; cuando él trabajaba el viernes, o bien ese día salía con Charli, o bien me iba con Control.
Estaba más que harto de las clases; encima, con los compañeros no se podía contactar mucho, sobre
todo uno que había hecho la carrera de Física por la U.N.E.D.
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Mi tío Domingo, me había dicho que hacer la carrera por la U.N.E.D., era muy, pero muy difícil; yo no lo
creía tanto, pues estaba acostumbrado a estar solito y estudiando por apuntes que nunca había oído ni visto en
mi vida. Me supongo que lo diría por eso, y porque son más imparciales. Aún ando con la mosca detrás de la oreja
de por qué lo dijo.
El mes de sustitución iba pasando, y cada vez estaba más y más cabreado; se habían desmadrado
completamente los alumnos de los que era tutor; una de las veces, recuerdo como entró hasta el dintel una
profesora, quien se extrañó muchísimo por el alboroto tan grande que había en el aula, más se asombró cuando vio
que dentro había un profesor.
Ya casi no tenía autoridad ni para hacer entrar a los alumnos a la clase; y eso que me ponía más bien serio,
sin muchas sonrisas ni cosas por el estilo. Podría ser que hubiera dado por perdido el recuperar mi autoridad, pero
eso era lo que pasaba, y pensaba: “Ya me quedan pocos días y me podré quitar a estos niñatos de delante”.
Uno de los días, incluso, un alumno, mientras yo explicaba, se tiró un sonoro eructo, lo que hizo que yo
saltara inmediatamente, me diera la vuelta y dijera:
-¿Quién fue?
—Yo —dijo uno.
Menos mal que ese reconoció su culpa, pues si todos se hubieran solidarizado y nadie decía que había
sido él, entonces sí que me las vería canutas; no habría sabido reaccionar ante toda la clase. No fue así, y le dije:
—Vete abajo, y que te apunten.
Algo de eso dije; no sé si fue o no, pues después no pregunté por él ni nada.
Me parecía una falta de respeto, pero no muy grande, piensen que D. Camilo José Cela, una vez se quedó
dormido, y se largó un peo en la Real Academia Española. Al menos estas salidas de tono se le atribuían a él; lo
que tenga de cierto o no, lo ignoro, entre otras cosas, porque Pepe Armas, me dijo una vez que eso de “¿Estaba
usted dormido?; no durmiendo, respondía. Es igual, le contestó el superior. No, no es lo mismo estar jodido que
jodiendo”, que yo pensaba que también era cosa de D. Camilo, pero él me dijo que había sido hacía muchos años
antes aunque no sabía de quién. Yo no le dije quién creía yo que había sido.
Por ese tiempo, le concedieron a D. Camilo el Premio Nobel; fue todo un acontecimiento; al premiarle
salió por la tele y una de las veces dijo que las tres debilidades del hombre (o algo por el estilo, que no recuerdo
bien, aunque luego lo leí) eran: sexo, afán de mando y estómago; esto se me quedó grabado, y pensaba, “Será eso
más cierto que lo que todo hombre desea es salud, dinero y amor”; mi caso casi iba ligado a lo otro. De todas
formas unas no son del todo excluyentes de las otras, casi más bien están unas incluidas en las otras, o al menos
son intersección unas de otras (para algo sirven las matemáticas que repasé esos años).
Otra vez, que quizás fuera el mismo día, las chicas de la primera fila estaban revolucionadas, y se reían
unas con otras; le dije a una que vino de otra fila a charlar con las de delante:
—Vete a tu sitio.
—Es que vamos a hacer los problemas en grupo.
Allí se quedó. Había perdido toda mi autoridad. De los más que revolucionaban en clase, era uno con un
yeso, no muy inteligente por su parte (aunque esté mal que lo diga). Encima destacaba de entre los demás por su
enorme cuerpo y constitución (no voy a caer en la metedura de pata de decir: “de gran envergadura”, tal y como
decía antes de leer al hasta hace poco presidente de la Real Academia Española, D. Fernando Lázaro Carreter),
encima era el más golfo de todos. Allí los golfos de siempre, los “moteros” y matraqueros, eran santos comparados
con ellos; estaban estos escuchando música, y no se metían con nada ni con nadie.
En una ocasión, estaba tan harto y con tantas ganas de marcharme, que un poco porque no me acordaba
que tenía que estar en ella hasta que sonara la sirena y otro, porque me quería ir, lo cierto es que terminé una clase
antes de tiempo; me fui lanzado a la calle, a pesar de tener cierto remordimiento por irme antes, de diez a veinte
minutos; era de la clase de segundo, con los que mejor me llevaba, pues eran aunque niños, los menos alborotadores.
Después de recibir el toque de atención del director, me volví más serio y amargado, que se reflejaba en
un peor humor; así no se puede llevar bien una clase. Me preparaba lo mejor posible las clases, para ello dedicaba
aproximadamente de una hora a hora y media todos los días, salvo el último tema de tercero en el que tuve que
pedir nuevamente ayuda al jefe de seminario, quien me aconsejó un libro del seminario; me lo llevé y por allí estaba
mejor explicado; aunque con un nivel superior; eso no me importaba; lo llevé “cogido con trabas”, y fui aprendiendo
a medida que lo iba explicando en las clases; lo que pedía era que no se me atrofiara la mente, tal y como
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decía Luis de los profesores, cosa que igual tenía razón, si excluimos a los catedráticos y demás intelectuales. Ese
tema fue el último que expliqué. En la clase de los fugados, saqué a uno a la pizarra; tenía muy buen concepto de
él, aunque luego vi que estaba en un gran y grave error, pues no tenía ni idea de nada, pero de nada en absoluto.
En cambio, unas chicas a las que consideraba más trabajadoras que inteligentes, lo supieron resolver, cosa de las
que no les creía capaz. Bien por ustedes, chicas, demostraron la superación del hombre sobre el hombre. Las
chicas, esas al menos, me fallaron menos que los chicos. Mientras lo explicaba, iba concentrado para ver que no
se me quedara nada atrás, con la explicación trataba deducir las distintas fórmulas de diversas figuras geométricas.
Iba paso a paso y constatando de vez en cuando; no estaba totalmente seguro, aunque pensaba que lo
estaba haciendo bien. “Era difícil, pero con mi explicación, quedaría todo bien claro”, me autoconvencía, no fue
así, en ninguna de las clases.
Cuando en esta clase pasaba lista, y llegaba al nombre del fugado, me decían sus amigos:
—Es el que usted expulsó de clase.
A mí esto me hacía mucha gracia, pues sabía que no tenía esa falta la menor importancia, no al menos para
mí. Sus amigos, por el tono de voz parecían que se habían solidarizado con él, y estaban por tanto en contra mía.
Esos niñatos me hacían la “mar de gracia”. Llegué por último a la clase de la que era tutor; allí creo que me
preguntaron si era el último día que daba clase.
—No sé exactamente, creo que sí.
Se les veía relajados y descojonados; expliqué lo mejor que supe, lo mismo que en la clase anterior. Al
final, un alumno, en el que no me había fijado, fue a preguntarme una duda, era el más inteligente de todos los que
había visto; al menos así lo decían sus ojos. Se lo volví a explicar y creo que fue al final de los pocos que lo
entendieron.
Como despedida, cuando llegué a mi casa, me encontré un folio, firmado según parece por todos los
alumnos de esa clase, en el que me llamaban de todo: subnormal, tolete, imbécil, etc., etc. Gracias chicos. Fue algo
que horadó mi orgullo, de tal manera que incluso hoy día, el recordarlo, me lastima.
Me fui, más asqueado que satisfecho; así no se podía seguir, nada me gustaba, nada me reconfortaba, a
no ser el tiempo que estaba sin dormir en mi casa; digo sin dormir, pues mi exceso de sueño, me da la sensación de
que son horas que le cedo a la muerte, todo lo contrario a lo que Águeda decía de que se rejuvenecía la piel
durante el mismo.
Me solía tomar el cortado, tal ya dije, con los colegas jóvenes, pero aún me tomaba otro más a la llegada
al instituto; era como esa copa que se toma uno para darse ánimos, no es ni más ni menos que eso; en esos
momentos de soledad en que uno se dice: “Venga, ya te queda poco”.
Entraba por la entrada de los alumnos, pues no sabía cómo entrar por la otra; a parte de eso estaba la
costumbre que había adquirido, de tantos años yendo a ese instituto, tan odiado como siempre, que incluso
ahora, entrando por la puerta grande, me sentía raquítico, pequeño, insatisfecho.
Me tocaba guardia un día a la semana en la biblioteca, que no era otra cosa que mantener el orden en ella;
junto a eso, debía vigilar que nadie estuviese en el pasillo que daba al bar, ni siquiera creo que dejaran entrar al bar.
La última semana entré en él, y pedí un bocadillo de tortilla y un cortado. El del bar, persona que me
resultaba enormemente conocida, me dijo:
—Tú estudiaste aquí.
—Sí —contesté, sin ánimos de alargar la conversación.
—Yo me acuerdo de tu cara – me respondió él.
Enseguida pensé: “Claro, no se va a acordar de mi con lo golfo que yo era. Mi tamaño y mi pelo, seguro
que no le pasarían desapercibidos”.
Una vez recuerdo que salí de clase y del instituto con otro profesor, uno de filosofía, iba haciendo chistes
por el trayecto; yo, como siempre, iba muy serio, o quizás será mejor decir, muy amargado iba.
Me extrañaba un huevo que la gente dure tanto en los puestos de trabajo, al menos por mí lo digo. Me
juego que seguro que el del bar no tenía el carné de manipulador de alimentos; debería ir un inspector por allí y
pedírselo, tanto a él como a la que al menos estaba antes con él, una mujer gorda y descuidada, a la que no sé por
qué yo calificaba como su mujer.
Me chocaba mucho y eso que fui un par de veces, el ir al baño de los profesores, y no al de los alumnos,
al que yo estaba tan acostumbrado a ir.
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Mientras, en la biblioteca, no creo que nadie, y por mí mismo lo digo, pudiera estudiar, lo intenté, pero
estaban las muchachas y muchachos hablando sin parar. Según me dijeron estaban haciendo un trabajo; en vista
de lo cual, hice “mutis por el foro”, les dejé a ellos hacer sus trabajos.
Me senté en el pasillo, y allí pensé esperar el fin de la guardia, en ese momento aparecieron unos
muchachos ya crecidos, no recuerdo lo que me dijeron, pero no me convencieron en absoluto, seguro que se
habían pegado la “fugona”. Les dejé como si me hubiera creído lo que me decían. No recuerdo si salieron al patio,
cuya puerta, por otro lado, siempre estaba cerrada, a excepción de la hora del recreo.
El instituto estaba masificado, tal y como ocurría en todos los de la zona. Esto va en detrimento de la
calidad de la enseñanza, pero según parece no hay más dinero para la enseñanza, ni para los centros, ni para más
enseñantes. ¡Falso!, pues no hace mucho leí cómo no se habían gastado todas las partidas destinadas a ese
ministerios.
Alguna vez, me llevó mi hermano Jose en el coche, un “Mini”, bastante viejo aunque bastante valiente;
él trabajaba ya de repartidor, según tengo entendido, lo gana bien, no tan bien como yo en aquella época, pero él
no había sufrido casi nada para conseguir ese puesto de trabajo.
Siempre dije, que lo menos que yo ganaría siempre, es lo que estaba ganando, que incluso el de profesor,
sería un sueldo bajo, comparando con lo que podría ganar en otros puestos; no es esto tan cierto como pensaba,
ni mucho menos. Era más bien todo lo contrario; se ganaba más allí que en la mayoría de los puestos de trabajo.
Tenía menos de treinta años, aunque estaba próximo a cumplirlos. Me sentía pletórico de fuerzas, y sobre
todo, joven; tenía en mis manos la juventud, delicia de esta vida, como no bombardea la publicidad; no sé si es
preferible cambiar sabiduría, si es que ahora tengo alguna, por la juventud; decidan ustedes, yo me reservo,
aunque sea por única vez, mi derecho a guardarme mi opinión. Bueno, no, la diré, me decía mi abuelo: “¡Ay! quién
tuviera unos años menos con lo que sé ahora”, pues sí, todos prefieren la sabiduría a la inexperiencia de la
juventud; eso de que durante nuestra juventud el cuerpo funciona como un reloj, no siempre es así, como ya había
observado en mí, de seguro porque uno no se cuidaba como debiera. No obstante, no hay que olvidar el refrán
que dice: “Juventud, divino tesoro”. Hoy día me quejo de que no tengo dinero ninguno, pero creo que llevo un
estilo de vida más acertado, que el que llevaba en la veintena, época de muchos cambios, de clases al trabajo, de
sano como un roble a enfermo por completo, cambios de trabajo, etc.; todo eso ha aguantado el cuerpo, quizás
menos estoicamente que ahora. A medida que envejece, tiene uno más afán por aprovechar el tiempo, aunque
siga, al menos yo, pensando en que aún lo derrocho mucho con ciertas cosas. Hablaba un día D. Pedro Laín
Entralgo de la amistad, yo como ahora la tengo, quizás no la valore tanto; todo lo contrario, algunas veces la
menosprecio e increpo a mis amigos con que no hay que perder tanto el tiempo. Yo ya sé lo que es sentirse total
y absolutamente solo; recuerden si no mi brote, ¿a qué se debía?, a mi soledad, y a no saber soportarla. Pero,
¿sabrá ese personaje lo que es la amistad; lo sabrá él mejor que otros, o por el contrario está tan arriba que se
encuentra totalmente solo? Ni idea, a veces pienso en esos grandes hombres, y que me gustaría ser como ellos;
otras veces pienso que soy tal como soy, y que subiré (si subo) pero siendo lo que soy, ¿es eso posible? En manos
de ustedes lo dejo (aquí tendría que haber puesto vosotros, en lugar de ustedes, pero es que aunque no siendo
congénitas estas palabras, sí las he mamado de siempre).
Estuve aproximadamente una semana parado, y me empezaba a preocupar; no sólo por el dinero, sino
porque no me volvieran a llamar, quizás porque no fuera buen profesor, me reprochaba. También lógicamente me
preocupaba el dinero, pero tenía algo de ahorros; mi banco, en esa época, La Caja de Canarias, me tenía bastante
indignado, pues no sólo había que hacer cola para ir a ella, sino que no me daban ningún tipo de ventajas;
tampoco el personal era muy amable, todo lo contrario, por lo que presentía le caía mal a algunos allí, sobre todo
a un gordo (no pez gordo ¡ojo!, sino a uno que era obeso) que me miraba atravesado, y que después íbamos a los
mismos sitios (en cuestión de terrazas, no de discotecas), y no nos saludábamos; dónde vivía él, eso ya no lo
puedo decir.
Mis hermanas y Tomi, me daban ánimos; me decían que no me preocupara, que ya vería como me
llamaban otra vez para a trabajar. Yo en el fondo estaba muy dolido con el papel en el que mis alumnos me
humillaban, no se lo dije a nadie, y espero querido lector que no “ventiles” tan horrenda y enorme derrota. ¿Me
salía todo mal, o es que yo era pesimista? En la farmacia estaba a disgusto, y en Educación y Ciencia, no sólo esta
estresado, sino que no me salía nada como yo quería; seguro que fue por un mal planteamiento de dicho trabajo
pues mientras Pine me decía:
—Vete de serio, impón orden, que tiempo de cambiar siempre habrá.

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