MAESTRO
Khalil Gibrán
1. VIAJE DEL MAESTRO A VENECIA
Y sucedió que el Discípulo vio al Maestro pasear en
silencio arriba y abajo del jardín, y en su pálido semblante
mostrábanse señales de profunda .tristeza. El
Discípulo saludó al Maestro en nombre de Alá y le preguntó
cuál era la causa de su dolor. El Maestro hizo un
ademán con el báculo y rogó al Discípulo que se sentase
en la piedra junto al estanque de los peces. Así lo
hizo el Discípulo, preparándose a escuchar la voz del
Maestro.
Y éste dijo:
Quieres que te relate la tragedia que mi Memoria repite
cada día y cada noche en el escenario de mi corazón.
Estás cansado ya de mi prolongado silencio y del secreto
que no te revelo, y te atribulas ante mis suspiros y lamentaciones.
Te dices a tí mismo: «Si el Maestro no me
admite en el templo de sus tristezas, ¿cómo voy a poder
penetrar jamás en la morada de sus afectos?»
Escucha mi historia… Préstame oído, pero no me
compadezcas, porque la piedad es parados débiles, y yo
estoy fuerte todavía en medio de mi aflicción.
Desde los días de mi juventud me ha venido persiguiendo
en el sueño y en la vigilia el fantasma de una
extraña mujer. La veo cuando estoy a solas por la noche,
sentada junto a mi lecho. En el silencio de la medianoche
escucho, su dulce voz. Muchas veces, al cerrar los ojos,
siento el tacto de sus suaves dedos en mis labios; y cuando
abro los ojos, el miedo me invade y repentinamente
empiezo a escuchar el susurro de los ecos de la Nada…
Frecuentemente me siento desorientado y me digo:
«¿No será mi fantasía la que me hace dar vueltas hasta
parecer que me pierdo entre las nubes? ¿No habré forjado
yo desde lo más hondo de mis sueños una nueva divinidad
de voz melodiosa y manos tibias? ¿He perdido
acaso los sentidos y, en medio de mi locura, he creado
esta cara y amada compañera? ¿Me he retirado de la
sociedad de los hombres y del bullicio de la ciudad para
poder estar a solas con el objeto de mi adoración? ¿Habré
cerrado los ojos y los oídos a las formas y rumores
de la Vida, para poder admirarla mejor y escuchar su
melodiosa voz?
Me pregunto a mí mismo muchas veces: «¿Soy un
loco a quien le place estar solo, y que de los fantasmas
de su soledad modela una compañera y esposa para su
alma?»
Te hablo de una Esposa y te asombra el oír esta palabra.
Pero, ¿cuántas veces nos desconcertamos ante
una experiencia extraña que rechazamos como imposible,
aunque su realidad no puede borrarse de nuestra
mente por mucho que lo intentemos?
Esta mujer de mis visiones ha sido en realidad mi
esposa, y ha compartido conmigo los gozos y sinsabores
de la vida. Cuando me despierto por la mañana, la veo
reclinada sobre mi almohada, mirándome con ojos
rutilantes de bondad y amor maternal. Está conmigo
cuando planeo cualquier empresa y me ayuda a realizarla.
Cuando me siento a comer, ella toma asiento junto a
mí e intercambiamos ideas y palabras. Al anochecer,
está conmigo de nuevo y me dice:
—Llevamos mucho tiempo encerrados en este lugar.
Salgamos a caminar por los campos y las praderas.
Entonces dejo mi trabajo y la sigo por el campo, nos
sentamos en una piedra elevada y contemplo el horizonte
distante. Ella me señala la nube dorada y me hace
notar la canción que gorjean los pájaros antes de retirarse
a pasar la noche, agradeciendo al Señor por la
dádiva de su libertad y de su paz.
De cuando en cuando viene a mi habitación, en mis
momentos de ansiedad y tribulación. Pero, en cuanto la
diviso, todos mis cuidados y zozobras se truecan en alegría
y calma. Cuando mi espíritu se subleva contra la injusticia
del hombre para el hombre, y veo su rostro entre
otros rostros de los cuales estoy dispuesto a huir,
sosiégase la tempestad de mi corazón, a la que sucede
su voz celestial de paz. Cuando estoy sólo y los crueles
dardos de la vida despedazan mi corazón y me encadenan
a la tierra los grilletes de la vida, observo que mi
compañera me mira con los ojos llenos de amor, y mi
amargura se torna en mansedumbre, y la Vida se me
antoja un Edén de felicidad.
Acaso me preguntes cómo puedo estar contento con
esta existencia tan rara, y cómo un hombre como yo, en
plena primavera de la vida, es capaz de encontrar alegría
en fantasmas y ensueños. Pero yo te digo que los
años que he pasado en tal estado constituyen la piedra
angular de cuanto he llegado a conocer sobre la vida, la
Belleza, la Dicha y la Paz.
Porque la compañera de mi fantasía y yo hemos sido
como pensamientos que flotan libremente ante la luz
del Sol o sobre la superficie de las aguas, entonando un
cántico a la luz de la Luna… Un cántico de paz que endulza
el espíritu y conduce a la belleza inefable.
Vida es lo que vemos y experimentamos a través del
espíritu; pero llegamos a conocer el mundo que nos rodea
a través de nuestro entendimiento y de nuestra razón.
Y ese conocimiento nos produce gran alegría o tristeza.
Yo estaba destinado a experimentar la tristeza
antes de llegar a los treinta años. Ojalá hubiese muerto
antes de alcanzar los años que secaron la sangre de mi
corazón y la savia de mi vida, dejándome como un árbol
seco con ramas que ya no se columpian a la dulce brisa,
y en las que no construyen sus nidos los pájaros.
El Maestro se calló y sentándose junto a su Discípulo,
continuó:
Hace veinte años, el gobernador del Monte Líbano
me mandó a Venecia en una misión de estudio, con una
carta de recomendación para el alcalde de la ciudad, a
quien había conocido en Constantinopla. Zarpé del Líbano
a borde de una nave italiana en el mes de Nisán. El
aire primaveral era fragante y las nubes blancas se cernían
sobre el horizonte como hermosas pinturas. ¿Con
qué palabras podré describirte el júbilo que sentí durante
la travesía? Todas son muy pobres y muy escasas
para expresar los sentimientos que laten en el corazón
del hombre.
Los años que pasé con mi etérea compañera estuvieron
llenos de gozo, de delicias y de paz. Jamás sospeché
que el Dolor estuviese esperándome, ni que el Sufrimiento
acechase en el fondo de mi copa de Alegría.
Cuando el vehículo me apartaba de mis montañas y
valles nativos y me acercaba a la costa, mi compañera
iba sentada a mi lado. Estuvo conmigo los tres días
jubilosos que pasé en Beirut, recorriendo la ciudad junto
a mí, deteniéndose donde yo me detenía, sonriendo
cuando me topaba con algún amigo.
Cuando me senté en el balcón del hotel que dominaba
la ciudad, ella se incorporó a mis sueños.
Pero un gran cambio se efectuó en mí cuando estaba
a punto de embarcarme. Sentí una mano misteriosa que
me agarraba y tiraba de mí hacia atrás; y oí en mi interior
una voz, que murmuraba:
—¡Regresa! ¡No te vayas! ¡Vuélvete al puerto antes
de que se dé el barco a la vela!
Pero yo no quise escuchar aquella voz. Cuando izaron
las velas, me sentí como un pájaro que de repente
hubiera caído entre las garras de un halcón y que lo
arrebataba a lo alto del cielo.
Al anochecer, cuando las montañas y las colinas del
Líbano no se perdían en el horizonte, me encontré solo
en la popa de la embarcación. Miré en torno, buscando a
la mujer de mis sueños, a la mujer que amaba mi corazón,
a la esposa de mis días, pero ya no estaba junto a
mí. La hermosa doncella cuyo semblante veía cada vez
que miraba al cielo, cuya voz escuchaba en el sosiego de
la noche, cuya mano sostenía cuando vagaba por las calles
de Beirut… ya no estaba junto a mí.
Por vez primera en mi vida me encontré completamente
solo en un bajel que surcaba el mar profundo. Me
puse a pasear por cubierta, llamándola desde el fondo de
mi corazón, mirando a las olas con la esperanza de descubrir
su rostro. Pero todo fue en vano. A medianoche,
cuando todos los pasajeros se habían retirado, yo seguía
en cubierta, solo, atormentado y lleno de ansiedad.
De repente levanté los ojos, ¡y allí estaba la compañera
de mi vida, por encima de mí, en una nube, a corta
distancia de la proa! Salté de gozo, abrí anchurosamente
los brazos y exclamé:
—¡Por qué me has abandonado, amada mía! ¿Adónde
te has ido? ¿Dónde has estado? ¡Acércate amorosamente
a mí y ya no me dejes solo jamás!
Pero ella no se movió. En su cara advertí señales de
pena y amargura, que jamás hasta entonces había visto.
Hablando quedamente y en tono triste, me dijo:
—He surgido de las profundidades del mar para
verte una vez más. Vete ahora a tu camarote y duérmete,
entregado al sueño.
Dichas estas palabras, se fundió con las nubes y se
desvaneció. La llamé a gritos frenéticamente, como un
niño hambriento. Abrí los brazos en todas las direcciones,
pero lo único que estrecharon fue el aire nocturno,
denso de humedad. Bajé a mi litera, sintiendo dentro
de mí el flujo y el reflujo de los furiosos elementos. Era
como si estuviese a bordo de otra nave completamente
distinta, agitado por las ríspidas marejadas de la Perplejidad
y la Desesperación.
Por extraño que parezca, en cuanto toqué con el rostro
la almohada, me quedé profundamente dormido.
Soñé, y en mi sueño vi un manzano en forma de
cruz, pendiente de la cual, como crucificada, estaba la
compañera de mi vida. De sus manos y pies manaban
gotas de sangre, que caían sobre las flores marchitas
del árbol.
La embarcación bogaba día y noche, pero yo me sentía
como en trance, no sabiendo si era un ser humano
que viajaba a un clima distinto o un espectro que se
movía a través de un cielo encapotado. En vano imploré
a la Providencia para que me concediese oír el rumor de
su voz, o ver un atisbo de su sombra, o gozar la suave
caricia de sus frágiles dedos sobre mis labios.
Transcurrieron catorce días y seguía todavía solo.
El día decimoquinto, a la luz de la Luna, avistamos la
costa de Italia a lo lejos y entre dos luces arribamos al
puerto. Un gentío a bordo de góndolas ornamentadas
con insignias salió al encuentro de la nave para dar la
bienvenida de la ciudad a los pasajeros.
La ciudad de Venecia está situada sobre muchas pequeñas
islas, próximas la una a la otra. Sus calles son
canales y sus numerosos palacios y residencias están
construidas sobre el agua. Las góndolas son su único
medio de transporte.
Mi gondolero me preguntó adónde iba, y cuando le
dije, que quería visitar al alcalde de Venecia, me miró
con extraño misterio. Según nos internábamos por los
canales, la noche fue extendiendo su manto negro sobre
la ciudad. Brillaban luces en las ventanas abiertas de
los palacios y de las iglesias, y sus reflejos en el agua
daban a la ciudad el aspecto de algo entrevisto en la visión
fantasmagórica de un poeta, hechicera y encantadora
a la vez.
Cuando la góndola llegó a la confluencia de los canales,
escuché de pronto el trágico tañido de las campanas
de una iglesia. Aunque estaba en trance espiritual, ausente
totalmente de la realidad, los ecos se hundieron
en mi corazón y me deprimieron el espíritu.
La góndola atracó y quedó amarrada al pie de una
escalinata de mármol que llevaba a una calle enlosada.
El gondolero señaló hacia un suntuoso palacio que se
erguía en medio de un jardín, y me dijo:
—Aquí está tu destino.
Lentamente fui subiendo los peldaños que conducían
hasta el palacio, seguido por el gondolero que cargaba
mis pertenencias. Al llegar a la puerta, le pagué y
despedí, dándole las gracias.
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