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 LOCO
Servando Blanco Déniz 

Los primeros años


NACÍ UN diecisiete de enero en una clínica privada,
tras mi madre haber roto aguas en su casa, situada
ésta en una calle que daba al mar, aunque fue a
la clínica varias horas después, tras mi padre afeitarse,
ducharse y avisar a su madre. Por lo visto, a
mi buena madre le tuvieron que dar pastillas para
poder parirme, por todo el tiempo que había pasado
tras la rotura de la bolsa.
Nací sano, después de todo eso, aunque a lo mejor
no tanto como creí, según deduzco por lo que
llevo leído últimamente acerca de una enfermedad.
De los primeros años de mi vida, prácticamente
no recuerdo nada, salvo una fiesta en la que estaban
el cura del barrio y mi padre, ambos con la
mirada dirigida al suelo, fija, marcando una trayectoria
concreta, lo que me hizo suponer que aquellos
dos seres eran muy inteligentes. En ese baile
infantil, yo no sabía bailar, por lo que no hacía más
que dar tumbos de un lado para otro, vamos, daba
saltos de un lado a otro.

Mi amigo de esos años era Falino, a quien si ahora
lo veo, seguro que no lo conozco; así y todo, era
el mejor amigo que tenía en el barrio, lo que ocurre
es que en ese barrio estuve muy poquito tiempo,
prácticamente nada.
Si no estuvimos mucho tiempo en esa casa fue
porque al poco fuimos a lo que muchos hoy llaman
una casa terrera, pero que por aquel entonces todos
llamaban un chalet. Sí, mi padre entre otras
cosas era farmacéutico, había hecho Magisterio,
estudiado Perito Agrónomo, Óptica, y luego se había
dedicado por su cuenta a los negocios, aparte
de que tenía su propia farmacia.
Mi buen padre no se cansaba de decir que de él
no íbamos a ver ni un duro, yo creo que por lo mal
estudiantes que eran sus tres primeras hijas, hasta
que llegué yo, que sacaba en la primera etapa
unas notas magníficas, todo lo mejor de lo mejor.
En la primera casa, me perdí en un par de ocasiones,
pues me quedaba hasta altas horas de la noche
en la arena de la playa, jugando a las casitas con
mis hermanas, y luego, no es de extrañar que ellas
se despistaran conmigo, y que yo me echara a caminar
por la avenida. Sé que como mínimo, dos veces
me perdí, hasta el punto de que mi madre tuvo
que pedir auxilio a la policía.
Los juegos en esa primera casa vendrían marcados
por los pasatiempos de mis hermanas las
mayores, las que dictaban las pautas de éstos,
pues debía salir a la calle a jugar con ellas: Saso,
Maru y Pine, en orden descendente.
Cuando nos cambiamos de casa, mucho más lejos,
a una zona residencial de la ciudad, aunque li-

geramente aislada del resto, robaron a mi padre el
primer día de estar en ella, resultado de lo cual se
compraría una pistola, que al paso de los años sustituiría
por un martillo. Mi hermano el más pequeño,
Jose (como todos le llamamos, sin el acento),
nacería casi justo cuando fuimos a vivir a la nueva
casa, con lo que tiene la misma edad casi que ella.
Una vez en la segunda casa, no dejé de ir al mismo
colegio, uno particular, cuyo dueño y director
era un amigo de mi padre: Chago para ellos; Don
Santiago para nosotros. En éste pasé toda la primera
etapa, de la que recuerdo un profesor magistral
que me dio clases: D. Juan Lorenzo, con el que
le cogí el gusto a la literatura, de la que él era un
amante. Nos preguntaba todos los días la lección;
yo siempre estuve entre los primeros puestos de
la fila de alumnos a la que él preguntaba, de tal forma
que los que se iban sabiendo las preguntas pasaban
a los puestos delanteros, al lugar de los que
no se las sabían. Recuerdo en especial un día en
que, habiendo estado enfermo, cuando llegué a clase
me tuve que poner en el último puesto, pues ésa
era la norma y ese mismo día pasé del último puesto,
poco a poco, al primero. Sí, fue todo un triunfo.
Del colegio fueron importantes para mí Romano
G., Domingo N., Antonio, Mari Carmen L., y posiblemente
algunos otros que ahora mismo no recuerdo.
La última no sólo era importante por ser del
sexo opuesto, sino porque solía tomar sobres de vitamina
C, lo que a mí me desconsolaba, diciéndome
que debían de estar sabrosísimos, aunque a la vez
no encontraba yo que debieran ser muy saludables,
por mucho que alegara que los tomaba por pres-

cripción facultativa. Está claro que mucho más sanas
son un par de naranjas al día, un rato largo.
El colegio Santiago Apóstol (que así se llamaba)
era bastante pequeño, y ocupaba tan sólo un
chalecito medianamente grande. José Ramón G.
sería el mejor amigo de mi infancia en este tramo
de mi vida en mi nueva casa; a él también lo conocí
en el colegio, lo que pasa es que él, al igual que Mari
Carmen, o que Romano, no eran muy buenos estudiantes.
Al pobre José Ramón (“Dun Jose”), le rompería
yo un diente al subirse él encima de mí (cuando
estábamos jugando en el recreo del colegio), ya que
en ese momento me hice para abajo, con lo que se
cayó de bruces mi amigo y se partió una de sus prominentes
paletas contra el suelo.
En ese patio del colegio, recuerdo jugar varias
peleas de escupitajos, en las que los de a pie debíamos
conquistar el “castillo”, que no era otra cosa
que una subida con un parterre que daba a la calle,
aunque esa puerta estaba siempre cerrada.
Otro día fuimos varios por unas alcantarillas;
los que dirigíamos la expedición éramos Domingo
N. y yo, pero recuerdo que el primero encendió una
tea a modo de antorcha, y tuvimos que salir todos
al estarnos asfixiando, pues aquello largaba un humo
infernal.
En ese colegio jugué mucho a las estampitas y
a los boliches, y no puedo decir que era de los mejores
en eso, aunque tampoco de los peores.
Un buen año, me hice portero del equipo de fútbol
del colegio, y con ellos conseguí unas cuantas
victorias, aunque ninguna copa ni ningún otro trofeo
oficial. También sufrí (debido a la tensión ner-

viosa por verme en campos enormes y yo solo debajo
de la portería), al acabar los partidos, ciertos
vahídos que me preocupaban mucho, pero que con
agua y azúcar se me quitaban.
No tenía uniforme en ese colegio.
Unas Navidades, me pusieron junto con otro
alumno a cuidar la comida para los más pobres, la
que llevaban muchos alumnos para tal fin. Cuando
estaba cumpliendo mi misión, vino uno que quiso
coger algo, pero lo vimos y fuimos tras él, y como
se metió en el balcón, tras él fui, pero al no ver la
puerta, y al querer atraparlo, metí la mano por el
cristal, rompiéndolo con la muñeca. Las primeras
curas me las hizo una señora que vivía por allí, cerca
del colegio.
Cuando vino la señorita Marisol, ésta me arreó
un guantazo de aúpa, como resultado de los nervios
que cogió, aunque luego, tras hablar con el director,
fue a pedirme perdón; disculpas que le acepté,
hasta el punto de que nada dije en mi casa.
Cuando ese día fui a mi casa, llevé las notas
manchadas de sangre, por la mano, pero como eran
muy buenas, no pasó nada con mis padres.
A la mañana siguiente, mi madre se levantó
oliendo a podrido, por lo que me llevó a la Cruz
Roja, a ver qué me pasaba en la mano. Allí fui con
ella y con mi tío Joaquín, alto ejecutivo como su
hermano, el que cuando empezó a ver lo que me
hacían en la mano, tuvo que salir de la sala, pues
le estaban entrando unas fatigas que lo estaban
dejando lívido. Me quitaron todos los pellejos de
alrededor de la herida sin anestesiarme, al igual
que los cristales que tenía dentro de ésta. Después

me anestesiaron y me cosieron. Antes que a mí,
atendieron a uno urgentemente que por lo visto se
había caído de la casa a la calle. Iba todo ensangrentado,
y casi sin conocimiento. Fue una experiencia
grande para mí, y encima, a la salida me tomé un
refresco, nada más para no hacer gastos. Estaba
temblando, pero satisfecho de que me hubieran curado
ya; eso de ir al médico es un reconstituyente
para los niños.
A finales de un verano de esas fechas, decidieron
que Piluca (mi hermana pequeña, la que me sigue)
y yo, debíamos ir a aprender a nadar. En una semana
pasé todos los grupos y me hice nadador del
Club Natación Metropole, el más importante del archipiélago.
Como consecuencia de ser nadador, debía
ir a entrenar todos los días, hiciera frío o calor,
allí debía ir. Luego, comía allí mismo pagando con
unos ticket que compraba en el mismo club; el almuerzo
me salía unas treinta pesetas diarias, lo
que incluso en aquel entonces no era mucho, con
lo que ya se imaginarán, que lo que almorzaba no era
mucho, máxime después del gran ejercicio que nos
hacían realizar. Total, que adelgazaba una barbaridad.
Después de comer debía ir otra vez al colegio,
por lo que recuerdo ir caminando a éste mientras
me decía lamentándome, que era un triste infeliz,
que no podía ver a la familia casi.
Una mañana, después de que el micro me dejara
en el paso de peatones por el que debía cruzar
para ir al club a nadar, crucé por delante de éste,
y en eso pasó un coche que me atropelló, desplazándome
un par de metros. Me cogieron los del coche
y me llevaron a la Cruz Roja, donde preguntaron

por uno, pero al no estar éste, me volvieron a llevar
al paso de peatones, y de ahí me dirigí a nadar.
Cuando estaba realizando el entrenamiento, oí que
por megafonía me llamaban diciéndome que tenía
una llamada telefónica, por lo que salí de la piscina
y fui a hablar por éste: era mi madre, la que me
decía que fuera inmediatamente para mi casa, que
cogiera un taxi y fuera para la casa. Eso haría.
Recuerdo, cuando nadaba ese día, que notaba
una sensación rara en la pierna, como si el agua
me pasara por el tobillo y se detuviera en este rodeándolo
todo. Por suerte, eso no fue nada.
En una ocasión, en el micro hice un negocio con
Quique, el hijo del chofer, que consistía en dar vueltas
a una malla dentro de la cual había varios boliches,
y todo aquel que quería ver el espectáculo
debía pagar un boliche por ello. Hubo muchos incautos
que accedieron a dar uno por ver el espectáculo.
De esa vez me hice con una gran cantidad
de ellos, los que me durarían varios años en una
lata tubular azul, hasta que los cogió un sobrino mío,
a quien se los dio mi madre. A Quique lo vería en
un par de ocasiones, siendo ya jóvenes adultos, y
aunque siempre nos saludábamos como dos viejos
camaradas, jamás nos cruzábamos muchas palabras.
De la primera etapa, poco más es importante,
a no ser que mi padre, cuando veía mis notas, me
decía escuetamente: “Enhorabuena”.
Y tras firmarlas me las daba, aunque algunas
veces le ponía notas a los profesores, sobre todo
cuando veía que mi rendimiento bajaba algo. Siempre
me exigía al máximo, y como yo no lo entendía,
pensaba que era muy estricto y que no me quería,

como así dije una vez, apesadumbrado, a mi abuelo
materno: “Mi padre no me quiere…”
Y esto enfureció tanto a mi abuelo, que poco faltó
para que fuera a darle una bofetada a mi progenitor.
Mis dos abuelos maternos eran unas excelentes
personas, quienes no siendo ricos, tenían para
vivir. Mi abuela paterna, era rica, y encima tenía a
todos sus hijos trabajando, para seguir aumentando
la producción: Manolo era dentista, Joaquín era director
de un archivo importante, Dulcina estaba
empleada en la farmacia en la que su hermana Mila
era la regente de su difunto padre. Sí, esa familia estaba
toda más o menos bien situada. Bueno, muy
bien situada, diría yo, encima tenían muchas propiedades
y terrenos en las islas.
Mis abuelos maternos, tenían a dos hijas amas
de casa, y a un hijo que llevaba la contabilidad de
una pequeña empresa. No habían logrado grandes
triunfos en el mundo laboral, pero eran todo amor.
La que peor iba, sentimentalmente hablando,
era mi madre, a pesar de ser la que mejor iba en el
aspecto económico.
Mi padre cada vez bebía más, lo que no impedía
para que cumpliera en sus trabajos, a los que tengo
la impresión de que no le pedía más que dinero
y más dinero. Era un buen profesional. Pero el dinero
no lo quería para su familia, sino para ahorrarlo
y gastarlo con sus amigos, de los que tan mal hablaba
mi madre.
En mi casa, bien fuera por parte de mi madre,
como de mi padre, había siempre problemas y discusiones;
yo los veía calladamente, repitiéndome
que yo no sería así ni con mi mujer ni con mis hijos.

Pasé a la segunda etapa, pero ésta la cursaría
en otro colegio, ahora en uno estatal, donde el director
también era Don Santiago, y donde como profesor
también estaba D. Juan Lorenzo.
En esas clases aprendí a disfrutar, y a sufrir con
la literatura, a sufrir porque me hicieron recitar,
sin haberlo previsto, el Auto de los Reyes Magos,
delante de todo el colegio, cuando había ido a ver
una actuación de otros compañeros, aunque ésa infinitamente
más moderna.
A ese colegio sí iba con uniforme, y como caminaba
tanto, llevaba unas botas vaqueras, a las que
les puse un pegoste para rasgar los fósforos, para
hacer como los hombres rudos del oeste.
Ya fumaba cigarros, y practicaba el onanismo
con cierta frecuencia, hasta tal punto que una vez,
en una clase de D. Juan, se me cayó un juego de naipes
de señoritas sin ropa, y éste los cogió y se los
guardó, aunque nada me dijo, lo que no quitó para
que yo sí me preocupara bastante. En las notas eso
no influyó para nada.
Recuerdo en especial cuando íbamos a hacer
gimnasia, a pesar de haber sido ya nadador (aunque
no coseché grandes triunfos con esto), cómo me
daba cierto apuro desnudarme en el vestuario, por
lo que lo hacía bajando la mirada, sin mirar a nadie,
mientras escuchaba los comentarios jocosos
de los demás estudiantes, mientras se hacían los
hombres rudos y liberales, cuando en realidad lo
que ocurría era que todos éramos unos simples mocosos.
De pequeño era sumamente tímido, hasta el
punto de que casi no hablaba con nadie.

Me salían algunas pretendientas, con las que
yo no salía nunca, alegando que con la que lo hiciera
debía ser por amor, y por supuesto, con la mujer
con la que me acostara debía ser mi esposa.
Las clases eran por la tarde, a las que yo iba
antes de la hora, para ponerme a fumar con mis
amigos a la entrada del colegio, sentado en el estrecho
bordillo del muro exterior, por fuera, pues
lógicamente dentro no podíamos fumar. Esto llegó
al punto, de que una vez Don Santiago me llamó a
su despacho y mientras me decía unas cosas, me
dijo que él sabía que yo fumaba.
“¡No, yo no fumo!”, repliqué atemorizado y acobardado,
y él venga a decir que sí, que él sabía que yo
fumaba, así un par de veces, hasta el punto de que
el director, que en paz descanse, me ofreció que fumara
allí. Esto no influyó para que me volviera más
cauto y no fumara delante de los compañeros de
clase, sino que seguía siendo el medio golfillo que
era. Así y todo, las notas seguían siendo excelentes,
y mi padre seguía felicitándome con el escueto:
“Enhorabuena”.
Una de las chicas que quería salir conmigo era
una tal Viky, con la que yo no quería salir por encontrarla
algo llenita, ancha de caderas, y tener la
cara siempre brillante. Esta niña, en cierta ocasión,
me insinuó que quería acostarse conmigo: yo quería
ir virgen al matrimonio.
Mientras nosotros fumábamos allí, había un grupo
de chicas golfas, que iban a hacerlo al cementerio
que había por allí cerca, y yo me decía que no
sabía qué encontraban de agradable en ello, pues
yo no veía nada de divertido en ir a estar con los

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