El que esquivaba las balas

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El trasporte estaba cargado, listo para partir a medianoche. Los pies se arrastraban sobre las largas planchadas de madera. Se oía cantar muchas canciones. Muchos se despedían silenciosamente del puerto de Nueva York. Las numerosas luces hacían brillar las insignias militares …
Johnny Choir no tenía miedo. Sus brazos temblaban dentro de su uniforme color caqui por la excitación y la inseguridad; pero no tenía miedo. Se apoyó en la baranda y pensó. El pensamiento descendió sobre él corno una envoltura brillante, aislándolo de los soldados, el trasporte, el ruido. Pensó en los días de su vida …

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EL QUE ESQUIVABA LAS BALAS
por Ray Bradbury
("Weird Tales", noviembre de 1943)

El trasporte estaba cargado, listo para partir a medianoche. Los pies se arrastraban sobre las largas planchadas de madera. Se oía cantar muchas canciones. Muchos se despedían silenciosamente del puerto de Nueva York. Las numerosas luces hacían brillar las insignias militares …
Johnny Choir no tenía miedo. Sus brazos temblaban dentro de su uniforme color caqui por la excitación y la inseguridad; pero no tenía miedo. Se apoyó en la baranda y pensó. El pensamiento descendió sobre él corno una envoltura brillante, aislándolo de los soldados, el trasporte, el ruido. Pensó en los días de su vida …
Algunos años atrás … en esos días pasados casi inadvertidamente …
Días en el verde parque, junto al arroyo, bajo los umbrosos robles y olmos, cerca de los bancos de tablones grises y las alegres flores. Los chicos, entre ellos él mismo, bajaban las altas laderas como una avalancha adolescente, gritando, riendo, saltando.
A veces usaban trozos de madera tallada que tenían como gatillos broches sacados de la soga para tender ropa; y como municiones, tiras de goma que chasqueaban y revoloteaban en el aire estival. Otras tenían revólveres de cebita, que hacían estallar mientras se apuntaban uno al otro. Y la mayor parte de las veces, cuando no tenían dinero para cebitas, simplemente se apuntaban con sus revólveres de latón y gritaban:
— ¡Bang! Estás muerto.
— ¡Bang, bang! ¡Te di!
Sin embargo, la cosa no era tan simple. Las disputas surgían, rápidas, cortas, violentas, y terminaban en un minuto.
— ¡Bang, te di!
— ¡No, erraste por una milla! Bum ¡Ahora yo te di!
— ¡No, tampoco me diste! ¿Cómo podías darme? Yo tiré antes. Estabas muerto. No podías tirarme. »
—Ya te dije que erraste. Yo me agaché.
—Vamos, no puedes esquivar una bala. Yo te apunté bien.
—Pero yo la esquivé.
—Estás loco. Siempre dices eso, Johnny. No sabes jugar. Yo te disparé. ¡Tienes que estar tirado!
—Pero yo soy el sargento; no puedo morir.
—Y yo soy más que un sargento. Soy un capitán.
—Si tú eres un capitán, yo soy un general.
—Y yo soy un general de división.
—No juego más. Tú no juegas limpio.
Y la eterna pelea para ver quién tenía razón, y la sangre que salía por la nariz, y la prometida venganza: Se lo voy a contar a mi papá. Todo esto como una parte importante de la existencia de un potrillo salvaje de once años, con el entusiasmo incomparable de un largo verano que nunca parecía concluir.
Y solo en otoño los padres salían a correr detrás de ti y los otros potrillos terribles, para atarte y ponerte la marca del agua y el jabón detrás de las orejas, y para encerrarte en ese corral de paredes de ladrillos rojos, y una mohosa campana en la torre …
Eso fue hace tanto tiempo. Hace apenas … siete años.
Por dentro seguía siendo un chico. Su cuerpo había crecido, se había estirado y alargado; su piel se había curtido; sus músculos se habían endurecido; la mata de sus cabellos, de color rubio oscuro, se había oscurecido; y las líneas de la mandíbula y los ojos se habían vuelto más marcadas; sus dedos y nudillos se habían engrosado; pero el cerebro no daba la impresión de haber crecido en armonía con el resto. Todo estaba verde aún, lleno de robles y olmos altos y lozanos en el verano; un arroyo corría por allí, y los chicos andaban trepando por sus curvas, gritando: — ¡Por aquí, muchachos! ¡Tomaremos por el atajo y los detendremos en el Desfiladero del Hombre Muerto!
Las sirenas del barco sonaron con toda su fuerza. Los edificios de metal de Manhattan lanzaron al aire el eco de su sonido. Las planchadas resonaron ruidosamente. Gritaban las voces de los hombres.
Johnny Choir se dio cuenta de todo, súbitamente. Sus rápidos y desordenados pensamientos fueron ahuyentados por la realidad del barco que salía lentamente del puerto. Sintió que sus manos le temblaban sobre la fría barandilla de hierro. Algunos muchachos cantaban Hay un largo camino a Tipperary, formando un grupo cálidamente bullicioso.
—Termina con eso, Choir —dijo alguien. Era Eddie Smith. Se acercó y rozó el codo de Johnny Choir: —Un centavo por tus pensamientos —dijo.
Johnny contemplaba toda esa agua oscura y reluciente. Dijo simplemente: —¿Por qué no estoy en 4—F? 
Eddie Smith contempló el agua él también y se rió. —¿Por qué?
Johnny Choir dijo: —No soy más que un chico. Tengo diez años. Me gustan los cucuruchos, las barras de caramelo y los patines con ruedas. Quiero a mi mamá.
Smith se acarició el pequeño mentón blanco.
—Tienes el más retorcido sentido del humor, Choir. ¡Dios me ayude! Dices todo lo que tienes que decir con una expresión tan solemne, que cualquiera podría pensar que estás hablando en serio …
Johnny escupió lentamente del otro lado de la barandilla, en forma experimental, para ver cuánto tardaba la saliva en llegar al agua. No mucho tiempo. Entonces trató de observar adonde caía para ver durante cuánto tiempo podía seguir viéndola. No mucho tiempo, tampoco.
Smith dijo: —Y aquí vamos. No sabemos adonde, pero vamos. Quizás a Inglaterra, quizás al África; quizás, ¿quién sabe adonde?
—Esos, ¿esos otros tipos juegan limpio, recluta Smith?
—¿Eh?
Johnny Choir gesticuló. —Si les disparas a esos otros tipos en el frente, ellos tienen que caer, ¿no?
—Pues claro. Pero, ¿por qué …. ?
—Y ellos no pueden volver a tirar si les tiras primero.
—Ese es uno de los principios básicos de la guerra. Tú le disparas primero al otro tipo, y lo dejas fuera de combate. Pero, ¿por qué tú … ?
—Está bien, entonces —dijo Johnny Choir. Su estómago se aflojó en forma dulce y agradable en su interior. Quedó tranquilo y alegre, y sus manos no se volvieron a crispar sobre la barandilla.
—Mientras que eso sea una regla básica, no tengo nada que temer, recluta Smith. Jugaré. Jugaré bien a la guerra. Smith miró con asombro a Johnny.
—Si juegas a la guerra en la forma en que tú hablas, va a ser un tipo de guerra muy extraño, se me ocurre.
El sonido de la sirena del barco chocó contra las nubes. El buque abandonaba el puerto de Nueva York bajo las estrellas.
Y Johnny Choir durmió durante toda esa noche como un osito de juguete …
El desembarco en África fue caluroso, rápido, simple y tranquilo. Johnny cargó su equipo en sus grandes manos, que balanceaba naturalmente, encontró el camión de la compañía a la que lo habían destinado, y comenzó la larga y tórrida salida hacia el interior desde Casablanca. Se sentó, el más alto de su fila, frente a otra fila de amigos en la parte trasera del camión. Saltaron, se movieron, rieron, fumaron y bromearon durante todo el trayecto, y fue bastante divertido.
Una de las cosas que notó Johnny Choir fue la circunspección que mantenían los oficiales entre sí. Ninguno de los oficiales pataleaba o gritaba: —' ¡Si no soy general no juego!' —'¡Si no soy capitán no juego!' Recibían órdenes, daban órdenes, anulaban órdenes y pedían órdenes en un cortante estilo militar que a Johnny le pareció el mejor juego que había visto jamás. Parecía una cosa difícil estar actuando de ese modo durante todo el tiempo, pero ellos lo hacían. Johnny los admiraba por ello y nunca discutía el derecho de ellos a darle órdenes. En todas las oportunidades en que él no sabía cómo hacer algo, ellos se lo decían. Eran serviciales. Seguro. Eran muy buenos. No era como en los viejos días cuando todos discutían sobre quién iba a ser general, sargento o cabo.
Johnny no decía nada de lo que pensaba" a nadie. Cuando tenía tiempo para ello, simplemente alimentaba sus pensamientos y rumiaba sobre ellos. Era algo tan asombroso. Este era el juego más grande que había jugado en su vida, con uniformes, armas más grandes y todo lo demás y …
El largo y polvoriento viaje tierra adentro, por caminos traqueteantes y benditos senderos para el ganado, significó poco más que porrazos, gritos y sudor para Johnny Choir. Esto no olía a África. Olía a sol, barro, calor, sudor, cigarrillos, camiones, aceite, gasolina. Olores universales que negaban toda la oscura amenaza del África de los viejos libros de geografía. Miraba atentamente pero no veía a ningún hombre de color con pintura juju en el rostro negro. El resto del tiempo estaba demasiado ocupado en llevarse comida a la boca, y en volverse a colocar en la fila de la comida para obtener una segunda ración.
Y en un tórrido mediodía, a cien millas de la frontera de Túnez, y con Johnny terminando el almuerzo, surgió del sol un Stuka alemán, y vino derecho hacia Johnny. Lanzaba ráfagas de balas.
Johnny permaneció donde estaba y lo observó. Los platos de hojalata, los cubiertos y los cascos cayeron estrepitosamente, brillando a la luz del sol, sobre la dura arena, mientras los restantes miembros de la compañía se dispersaban dando alaridos, y enterraban sus narices en las trincheras y detrás de las piedras, detrás de los camiones y de los jeeps.
Johnny permaneció donde estaba, sonriendo con el tipo de sonrisa que uno siempre tiene cuando mira directamente al sol. Alguien gritó: — ¡Agáchate, Choir!
El bombardero que venía en picada ametralló con violencia, baleando, perforando. Johnny se mantuvo erguido, con la cuchara levantada en dirección a la boca. Los impactos trazaron una hilera de pequeños hoyos que hacían volar arena hasta una distancia de pocos centímetros de él. Observó cómo la línea se acercaba instantáneamente hacia él y seguía prolongándose unos pocos metros más, hasta que el Stuka levantó sus doradas alas y se fue.
Johnny lo observó hasta que se perdió de vista.
Eddie Smith se asomó por encima del borde del jeep: —Choir, eres un loco. ¿Por qué no te pusiste detrás del camión?
Johnny volvió a comer. —Ese tipo no le acertaría ni a la hoja de la puerta de un granero con un balde de pintura.
Smith lo miró como si fuera un santo en el nicho de una iglesia. —O eres el tipo más valiente que conozco, o si no el más estúpido.
—Supongo que quizá soy valiente —dijo Johnny aunque
su voz sonó un poco insegura, como si le costara decidirse.
Smith resopló. —Diablos, ¡qué manera de hablar!

El movimiento hacia el interior continuaba. Rommel se había atrincherado en Mareth y la 8a. división británica se estaba alistando, preparando su artillería pesada para el fuego concentrado que, según los rumores, iba a comenzar en unos cinco días. La larga hilera de camiones llegaba hasta la frontera de Túnez.
El Afrika Korps había lanzado un ataque por el paso de Kasserine hasta casi la frontera de Túnez, y ahora estaban retrocediendo hacia Gafsa.
—Eso es magnífico —era todo lo que decía Johnny Choir—. Eso es lo que tenía que pasar.
La infantería de Choir avanzó finalmente para entrar en acción por primera vez. Iban a ver por primera vez la forma en que el enemigo corría, caía, se levantaba o permanecía quieto durante un período más largo, se escapaba, disparába, gritaba, o simplemente se desvanecía en una nube de polvo.
Cierta cómica tensión recorrió a los miembros de su unidad. Johnny la sintió y no la pudo entender. Pero también fingió estar tenso, de vez en cuando. Era divertido. No fumaba los cigarrillos que le ofrecían.
—Me hacen sofocar — explicaba.
Ahora se habían dado las órdenes. Las unidades norteamericanas descenderían a la llanura de Túnez y efectuarían un rápido ataque contra Gafsa. Johnny Choir iría con ellos como soldado raso.
Vociferaron instrucciones y proporcionaron mapas a los jefes de las compañías, a las agrupaciones de tanques, a los autos—orugas antitanques, a la artillería, a la infantería.
Los aviones de caza surcaron el cielo brillando intensamente. Johnny pensó que tenían un aspecto muy hermoso.
Comenzaron las explosiones. La ardiente planicie era atravesada por una marea letal de disparos de tiradores emboscados, fuego de ametralladoras, explosiones de artillería. Y Johnny Choir corrió detrás de una formación de tanques que avanzaban, con Eddie Smith a unos diez metros delante de él.
—Mantén la cabeza agachada, Johnny. ¡No te quedes tan derecho!
—No me pasará nada —jadeó Johnny—. Tú sigue. Yo estoy bien.
—Solo te digo que mantengas tu cabezota agachada, ¡nada más!
Corrieron. Johnny respiraba afanosamente. Se sentía como debe sentirse un prestidigitador que traga brasas cuando toma una bocanada de llamas. El aire africano quemaba como los vapores de alcohol de gas. Secaba las gargantas y los pulmones.
Corrieron. Tropezando sobre lagos de guijarros y repentinas elevaciones. Todavía no habían llegado completamente a la lucha de contacto. Los hombres corrían por todas partes, como hormigas de color caqui sobre el pasto quemado. Corrían por todas partes. Johnny vio que un par de ellos caían y se quedaban tirados.
"Ah, no saben cómo hay que jugar", fue el comentario que hizo mentalmente.
Las piedras que rodaban a sus pies eran exactamente como aquellos brillantes guijarros que regaban el viejo arroyo seco de Fox River, Illinois. Ese cielo era el cielo de Illinois, calcinado, de color azul muy oscuro, y que brillaba con luz trémula. Impulsó su húmedo cuerpo hacia adelante, con largos saltos. Ante su vista apareció una colina, verde, alta, vasta, extrañamente verde en medio de ese calor abrasador. En cualquier momento a partir de ahora los "chicos" bajarían gritando por la ladera de esa colina …
Un fuego de artillería brotó de esa colina como la erupción de alguna febril enfermedad. La artillería abrió fuego desde atrás de la colina. Las bombas caían tras dejar oír el largo gemido de su paso. En el lugar donde caían levantaban la tierra y la sacudían, la sacudían, la sacudían. Y Johnny reía.
La emoción del momento se apoderó de Johnny Choir. Con sus pies en continuo avance, los tímpanos oprimidos por el martilleo de la sangre en su cabeza, balanceando naturalmente los largos brazos, y aferrando su rifle automático …
Un proyectil se desprendió del cálido cielo, enterró su cabeza a diez metros de Johnny Choir y estalló con fuego, roca, metralla, violencia.
Johnny dio un largo salto.
—¡Fallaste! ¡Fallaste!
Saltó hacia adelante, apoyando continuamente un pie después del otro.
— ¡Baja la cabeza, Johnny! ¡Tírate al suelo, Johnny! —vociferaba Smith.
Otro proyectil. Otra explosión. Más metralla.
A solo ocho metros esta vez. Johnny sintió la poderosa fuerza, el aire, el empuje y la potencia del proyectil. Gritó:
—¡Fallaste otra vez! ¡Te engañé! ¡Fallaste otra vez! —y siguió corriendo.
Treinta segundos más tarde se dio cuenta de que estaba solo. Los otros habían hecho cuerpo a tierra para enterrarse, porque los tanques que los habían protegido tenían que
virar y dar vuelta a la colina. Esta era demasiado empinada como para poder escalarla con un tanque. Y sin la protección de los tanques, los hombres se enterraban. Los proyectiles zumbaban por todos lados.

Johnny Choir estaba solo y eso le gustaba. Por Dios, él mismo capturaría a esa maldita colina toda entera. Si los demás querían quedarse atrás, entonces toda la diversión sería para él solo.
A doscientos metros delante de él había un vibrante nido de ametralladoras, del que salían ruido y fuego como el chorro de una potente manguera de jardín. Castigaba y rociaba. Los proyectiles que rebotaban llenaban el aire cálido y estremecido de la ladera.
Choir corrió. Corrió, riéndose. Con su enorme boca abierta, mostrando los dientes, hizo alto súbitamente, apuntó, disparó, rió, y siguió corriendo nuevamente.
Hablaron las ametralladoras. Una línea de balas se dibujó en la tierra, como un crochet tejido por un idiota, alrededor de Johnny.
Saltó, zigzagueó, corrió, saltó y zigzagueó otra vez. Cada pocos segundos gritaba: —¡Erraste!— o —¡Pude esquivar ésa!— y entonces, como algún tipo especial de nuevo tanque, avanzaba trepando la ladera, blandiendo su fusil.
Se detuvo. Apuntó. Disparó.
—¡Bang! ¡Te di! —gritó.
Un alemán cayó en el nido de ametralladoras.
Corrió nuevamente. Las balas caían velozmente como una muralla sólida y mortífera. Johnny se deslizaba a través de ella, como se desliza un actor entre telones grises, tranquilo, con naturalidad, sereno.
— ¡Erraste! ¡Erraste, erraste! ¡La esquivé, la esquivé!
Estaba tan lejos delante de los otros, que apenas podía verlos. Tropezando más allá, efectuó tres disparos. ¡Te di! ¡Y a ti, y a ti! ¡A los tres!
Tres alemanes cayeron. Johnny gritó con alegría. El sudor le hacía brillar las mejillas, sus ojos azules estaban luminosos y ardientes como el cielo.
Las balas llovían. Las balas corrían, resbalaban, destrozaban las piedras que estaban encima, alrededor, cerca, debajo, detrás de él. Saltó. Zigzagueó. Se rió.
Las esquivó.
El primer nido de ametralladoras alemán había sido silenciado. Johnny se dirigió hacia el segundo. Escuchó que desde alguna parte, muy lejos, una ronca voz gritaba: — ¡Regresa, Johnny, maldito tonto! ¡Regresa! —la voz de Eddie Smith.
Pero había tanto ruido que no podía estar seguro.
Vio la expresión de las caras de los cuatro alemanes que manejaban la ametralladora más arriba de la colina. Sus rostros estaban pálidos bajo el color tostado del desierto, y tiesa y ferozmente contraídos, sus bocas estaban abiertas, sus ojos muy abiertos.
Apuntaron su ametralladora directamente hacia él y abrieron fuego.
— ¡Erraste!
Un proyectil de artillería bajó silbando desde el otro lado de la colina, y aterrizó a unos diez metros de distancia.
Johnny se arrojó violentamente. — ¡Cerca! ¡Pero no lo suficiente!
Dos de los alemanes, huyeron, corrieron fuera del nido, gritando extravagantes palabras. Los otros dos siguieron con la ametralladora, con los rostros pálidos, derramando plomo sobre Johnny.
Johnny les disparó.
Dejó que los otros dos se fueran. No quería dispararles por la espalda. Se sentó y se apoyó en el nido de ametralladoras, y esperó que el resto de su unidad lo alcanzara.
Observó cómo los norteamericanos brotaban como muñecos de cajas de sorpresa de un extremo a otro de la base de la colina, y venían corriendo.
En unos tres minutos Eddie Smith entró tropezando en el nido. En su cara tenía la misma mirada que habían tenido los alemanes en sus rostros. Gritó al ver a Johnny. Lo agarró, lo palpó y lo miró de arriba abajo.
—¡Johnny! —gritó—. ¡Johnny, estás bien, no estás herido!
Johnny pensó que lo que decía era algo muy gracioso. —Claro que no —respondió Johnny—. Te dije que no me pasaría nada.
Smith abrió la boca. —Pero vi que caían proyectiles de artillería cerca de ti, y ese niego de ametralladora …
Johnny frunció el ceño. —Eh, recluta Smith, mira tu mano.
La mano de Ed estaba roja. La metralla, alojada en la muñeca, había hecho salir un veloz hilo de sangre.
—Tendrías que haberte agachado, rechita Smith. Maldición, te lo digo todo el tiempo, pero tú nunca me haces caso.
Eddie Smith lo miró en forma peculiar. —Tú no puedes esquivar las balas, Johnny.
Johnny rió. Era el sonido de la risa de un chico. El sonido de un chico que conoce muy bien la rutina de la guerra, y cómo llega y pasa. Johnny rió.
—No discutieron conmigo, recluta Smith —dijo tranquilamente. —Ninguno de ellos discutió. Eso fue extraño. Todos los otros chicos discutían en esos casos.
—¿Qué otros chicos, Johnny?
—Oh, pues, los otros chicos. En el arroyo, allá en casa. Siempre discutíamos sobre quién estaba herido y quién estaba muerto. Pero hace un momento cuando yo decía "Bang, estás muerto", esos tipos jugaban como se debe. Ninguno de ellos discutió. Ninguno de ellos dijo: —"Bang, yo te di primero. ¡Tú estás muerto!" . No. Me dejaron ganar todo el tiempo. En los viejos tiempos ellos discutían tanto …
—¿Discutían?
—Claro.
—Ahora, ¿qué es lo que les decías, Johnny? ¿Realmente les decías "BANG, estás muerto"!
—Claro.
—¿Y ellos no discutían?
—No. ¿No es eso magnífico de su parte? La próxima vez creo que es justo que yo juegue como muerto.
—No —interrumpió Smith. Tragó saliva y se enjugó el sudor de la cara—. No, no lo hagas, Johnny. Sigue, sigue haciéndolo exactamente como lo has hecho hasta ahora. Volvió a tragar. —Escúchame … en cuanto a eso de que esquivaste las balas, y que ellos erraban …
—Claro que erraban. Claro que las esquivé.

Las manos de Smith temblaban.
Johnny Choir lo miró.—¿Qué pasa, recluta?
—Nada. Solo … la excitación. Y ahora me preguntaba …
—¿Qué?
—Me preguntaba cuántos años tienes, Johnny.
—¿Yo? Tengo diez, para once—. Johnny se interrumpió y se sonrojó con culpa. —No. ¿Qué me está pasando? Tengo dieciocho, para diecinueve.
Johnny miró los cadáveres de los soldados alemanes.
—Ahora diles que se levanten, recluta Smith.
—¿Eh?
—Diles que se levanten. Ya pueden levantarse si quieren.
—Bueno, este … mira, Johnny. Claro … ¡Ah! Mira, Johnny, se levantarán después que nos vayamos. Sí, así es. Después que nos vayamos. Es contra las … reglas … que ellos se levanten ahora. Quieren descansar un rato. Sí… descansar.
—Oh.
—Oye, Johnny. ¡Quiero decirte algo ahora mismo!
—¿Qué?
Smith se pasó la lengua por los labios, movió los pies, tragó saliva y maldijo en voz baja. —Oh, no es nada. Absolutamente nada. Maldición. Excepto que estoy envidioso de ti. Ojalá … Ojalá no hubiera crecido tan duramente y tan rápido. Mira, Johnny, tú vas a salir de esta guerra. No me preguntes cómo, tengo la sensación de que saldrás, eso es todo. Algo de esto está en la Biblia… Quizá yo no salga. No soy ya una criatura… Y, como no soy un chico, quizá no tenga la protección que Dios da a un niño sólo porque es un chico. Quizás crecí creyendo en cosas equivocadas … aceptando como verdaderas la muerte y las balas. Quizá sea un loco por imaginar cosas acerca de ti. Claro que lo soy. Es solo mi imaginación lo que me hace pensar
que tú eres… oh. No importa lo que suceda. Johnny, recuerda esto: Yo te voy a apoyar.
—Claro que sí. Esa es la única forma en que jugaré —dijo Johnny.
—Y si alguno tratara de decirte que no puedes esquivar las balas, ¿sabes lo que le voy a hacer?
—¿Qué?
— ¡Le voy a dar una buena patada en los dientes! Eddie, sacudiéndose nerviosamente, mostró una extraña sonrisa en los labios.
—Ahora ven, Johnny, vayámonos, y vayámonos rápido. Hay otro juego … que comienza a jugarse en la colina. Johnny se entusiasmó. —¿Hay otro?
—Sí —dijo Smith—. Vamos.
Pasaron juntos la colina. Johnny Choir saltando, zigzagueando y riendo, y Eddie Smith siguiéndolo de cerca, mirándolo con el rostro pálido y con los ojos grandes y llenos de envidia …
 

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