El Criterio

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     El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.

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 Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.


§ II
Diferentes modos de conocer la verdad
     A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente.


     Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.


§III
Variedad de ingenios
     El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.


     Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no hay más mundo.


     Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón.» Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.


§ IV
La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas


     El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste, mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se ocupa.


§ V
A todos interesa el pensar bien
     Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.


§ VI
Cómo se debe enseñar a pensar bien
     El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos. A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y hacen que en seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla(1)

Capítulo II
La atención
     Hay medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos que nos impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los segundos es el objeto del arte de pensar bien.


§ I
Definición de la atención. -Su necesidad
     La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el conocimiento que
de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos, nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.


     Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.


§ II
Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta
     Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada.


     Los que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.


§ III
Cómo debe ser la atención. -Atolondrados y ensimismados
     Creerán algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan. Cuando hablo de atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que éste se clava, por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y reposada que permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con la agilidad necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta atención no es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro que el esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse de cosas trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la amenidad de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los arroyos o al canto de las aves.


     Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de que se trata.


     El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención.


§ IV
Las interrupciones
     Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje. En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole lo deja todo remediado(2)

Capítulo III
Elección de carrera
§ I
Vago significado de la palabra «talento»
     Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más las ciencias y las artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad absoluta, creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices disposiciones para una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso; un hombre puede ser sobresaliente, extraordinario, de una capacidad monstruosa para un ramo, y ser muy mediano, y hasta negado, con respecto a otros. Napoleón y Descartes son dos genios y, sin embargo, en nada se parecen. El genio de la guerra no hubiese comprendido el genio de la filosofía, y si hubiesen conversado un rato es probable que ambos habrían quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría exceptuado entre los que con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.


     Podría escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las profundas diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la experiencia de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable. Hombres oímos que discurren y obran sobre una materia con acierto admirable, al paso que en otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y desatentados. Pocos serán los que alcancen una capacidad igual para todo, y tal vez pudiérase afirmar que nadie, pues la observación enseña que hay disposiciones que se embarazan y se dañan recíprocamente. Quien tiene el talento generalizador no es fácil que posea el de la exactitud minuciosa; el poeta, que vive de inspiraciones bellas y sublimes, no se avendrá sin trabajo con la acompasada regularidad de los estudios geométricos.


§ II
Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta
     El Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes grados, les comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la inclinación muy duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante seguro de que nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y repugnancia, que no puede superarse con facilidad, es señal de que el Autor de la Naturaleza no nos ha dotado de felices disposiciones para aquello que nos desagrada. Los alimentos que nos convienen se adaptan bien a un paladar y olfato, no viciados por malos hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor y olor ingratos nos advierten cuáles son los manjares y bebidas que, por su corrupción u otras calidades, podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos cuidado del alma que del cuerpo.


     Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha nacido.


     El mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de doce años tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente inclinado, qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en que adelanta con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más ingenio y destreza.


§ III
Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño
     Sería muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos muy variados, conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición particular de cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor se le adapta. Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador inteligente formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la máquina de un reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y es bien seguro que si entre ellos hay alguno de genio, mecánico muy aventajado se dará a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.


     Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las aves.


     El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de escoger una profesión cualquiera(3)
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Capítulo IV
Cuestiones de posibilidad
§ I
Una clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones que se le pueden ofrecer
     Para mayor claridad dividiré los actos de nuestro entendimiento en dos clases: especulativos y prácticos. Llamo especulativos los que se limitan a conocer, y prácticos, los que nos dirigen para obrar.


     Cuando tratamos simplemente de conocer alguna cosa se nos pueden ofrecer las cuestiones siguientes: primera, si es posible o no; segunda, si existe o no; tercera, cuál es su naturaleza, cuáles sus propiedades y relaciones. Las reglas que se den para resolver con acierto dichas tres soluciones comprenden todo lo tocante a la especulativa.


     Si nos proponemos obrar, es claro que intentamos siempre conseguir algún fin, de lo cual nacen las cuestiones siguientes: primera, cuál es el fin; segunda, cuál es el mejor medio para alcanzarle.


     Ruego encarecidamente al lector que fije la atención sobre las divisiones que preceden y procure retenerlas en la memoria, pues además de facilitarte la inteligencia de lo que voy a decir le servirán muchísimo para proceder con método en todos sus pensamientos.


§ II
Ideas de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones
     Posibilidad. La idea expresada por esta palabra es correlativa de la imposibilidad, pues que la una envuelve necesariamente la negación de la otra.


     Las palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes, según se refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda producir. Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como veremos luego. Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con respecto a un ser, prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y cuando se atiende a una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la aparente sencillez y claridad de esta división, observaré que no es dable formar concepto cabal de lo que significa hasta haber descendido a las diferentes clasificaciones, que expondré en los párrafos siguientes.


     A primera vista se podrá extrañar que se explique primero la imposibilidad que la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este método es muy lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como negativa, expresa, no obstante, muchas veces una idea que a nuestro entendimiento se le presenta como positiva; esto es, la repugnancia entre dos objetos, una especie de exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por manera que, en desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la posibilidad. De aquí nacen las expresiones de «esto es muy posible, pues nada se opone a ello»; «es posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como quiera, en sabiendo lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y viceversa.


     Algunos distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y moral. Yo adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la imposibilidad de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me fundo. También advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad absoluta a la metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.


§ III
En qué consiste la imposibilidad metafísica o absoluta
     La imposibilidad metafísica o absoluta es la que se funda en la misma esencia de las cosas, o, en otros términos, es absolutamente imposible aquello que, si existiese, traería el absurdo de que una cosa sería y no sería a un mismo tiempo. Un círculo triangular es un imposible absoluto, porque fuera círculo y no círculo, triángulo y no triángulo. Cinco igual a siete es imposible absoluto, porque el cinco sería cinco y no cinco y el siete sería siete y no siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no fuera vicio a un mismo tiempo.


§ IV
La imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina
     Lo que es absolutamente imposible no puede existir en ninguna suposición imaginable, pues ni aun cuando decimos que Dios es todopoderoso entendemos que pueda hacer absurdos. Que el mundo exista y no exista a un mismo tiempo, que Dios sea y no sea, que la blasfemia sea un acto laudable, y otros delirios por este tenor, es claro que no caen bajo la acción de la omnipotencia, y, como observa muy sabiamente Santo Tomás, más bien debiera decirse que estas cosas no pueden ser hechas que no que Dios no puede hacerlas. De esto se sigue que la imposibilidad intrínseca absoluta trae consigo la imposibilidad extrínseca, también absoluta; esto es, que ninguna causa puede producir lo que de suyo es imposible absolutamente.


§ V
La imposibilidad absoluta y los dogmas
     Para afirmar que una cosa es absolutamente imposible es preciso que tengamos ideas muy claras de los extremos que se repugnan; de otra manera hay riesgo de apellidar absurdo, lo que en realidad no lo es. Hago esta advertencia para hacer notar la sinrazón de los que condenan algunos misterios de nuestra fe, declarándolos absolutamente imposibles. El dogma de la Trinidad y el de la Encarnación son, ciertamente, incomprensibles al débil hombre, pero no son absurdos. ¿Cómo es posible un Dios trino, una naturaleza y tres personas distintas entre sí, idénticas con la naturaleza? Yo no lo sé, pero no tengo, derecho a inferir que esto sea contradictorio.

 

¿Comprendo, por ventura, lo que es esta naturaleza, lo que son esas personas de que se me habla? No; luego cuando quiero juzgar si lo que de ellas se dice es imposible o no, fallo sobre arcanos desconocidos. ¿Qué sabemos nosotros de los arcanos de la divinidad? El Eterno ha pronunciado algunas palabras misteriosas para ejercitar nuestra obediencia y humillar nuestro orgullo, pero no ha querido levantar el denso velo que separa esta vida mortal del océano de verdad y de luz.


§ VI
Idea de la imposibilidad física o natural
     La imposibilidad física o natural consiste en que un hecho esté fuera de las leyes de la Naturaleza. Es naturalmente imposible que una piedra soltada en el aire no caiga al suelo, que el agua abandonada a sí misma no se ponga al nivel, que un cuerpo sumergido en un fluido de menor gravedad no se hunda, que los astros se paren en su carrera, porque las leyes de la Naturaleza prescriben lo contrario. Dios que ha establecido estas leyes, puede suspenderlas; el hombre, no. Lo que es naturalmente imposible lo es para la criatura, no para Dios.


§ VII
Modo de juzgar de la imposibilidad natural
     ¿Cuándo podremos afirmar que un hecho es imposible naturalmente? En estando seguros de que existe una ley que se opone a la realización de este hecho y que dicha oposición no está destruida o neutralizada por otra ley natural. Es ley de la Naturaleza que el cuerpo del hombre, como más pesado que el aire, caiga al suelo en faltándole el apoyo; pero hay otra ley por la cual un conjunto de cuerpos unidos entre sí, que sea específicamente menos grave que aquel en que se sumerge, se sostenga y hasta se levante aun cuando alguno de ellos sea más grave que el fluido; luego unido el cuerpo humano a un globo aerostático dispuesto con el arte conveniente, podrá remontar por los aires, y este fenómeno estará muy arreglado a las leyes de la Naturaleza. La pequeñez de ciertos insectos no permite que su imagen se pinte en nuestra retina de una manera sensible; pero las leyes a que está sometida la luz hacen que por medio de un vidrio se pueda modificar la dirección de sus rayos de la manera conveniente para que, salidos de un objeto muy pequeño, se hallen desparramados al llegar a la retina y formen allí una imagen de gran tamaño, y así no será naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo imperceptible a la simple vista se nos presente con dimensiones grandes.


     Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que la Naturaleza es muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin ayuda de caballos ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho como naturalmente imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los caminos de hierro saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por medio de agentes puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en los tiempos futuros y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez siglos? Seamos enhorabuena cautos en creer la existencia de fenómenos extraños y no nos abandonemos con demasiada ligereza a sueños de oro; pero guardémonos de calificar de naturalmente imposible lo que un descubrimiento pudiera mostrar muy realizable; no demos livianamente fe a exageradas esperanzas de cambios inconcebibles, pero no las tachemos de delirios y absurdos.


§ VIII
Se deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo
     De estas observaciones surge al parecer una dificultad que no han olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que, por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención divina, y, por tanto, de nada sirven para apoyar la verdad de la religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.


     Un hombre de humilde nacimiento, que no ha aprendido las letras en ninguna escuela, que vive confundido entre el pueblo, que carece de todos los medios humanos, que no tiene donde reclinar su cabeza, se presenta en público enseñando una doctrina tan nueva como sublime; se le piden los títulos de su misión y él los ofrece muy sencillos. Habla, y los ciegos ven, los sordos oyen, la lengua de los mudos se desata, los paralíticos andan, las enfermedades más rebeldes desaparecen de repente, los que acaban de expirar vuelven a la vida, los que son llevados al sepulcro se levantan del ataúd, los que, enterrados de algunos días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en su mortaja y salen de su tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir afuera. Este es el conjunto histórico.

 

El más obstinado naturalista, ¿se empeñará en descubrir aquí la acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará de imprudentes a los cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios no pudieran hacerse sin intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya de descubrirse un secreto para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino haciéndolos levantar a la simple voz de un hombre que los llame? La operación de las cataratas, ¿tiene algo que ver con el restituir de golpe la vista a un ciego de nacimiento? Los procedimientos para volver la acción a un miembro paralizado, ¿se asemejan, por ventura, a este otro: «Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa»? Las teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán nunca a encontrar en la mera palabra de un hombre la fuerza bastante para sosegar de repente el mar alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas bajo sus pies y que camine sobre ellas, como un monarca sobre plateadas alfombras?


     ¿Y qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías cumplidas, la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la pureza de la moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y afrentas, sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la frente, la dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y perdón?


     No se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no se oponga a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?…» Esta dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido común.
 

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