Legión – El exorcista II

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Estuvo pensando en la muerte, en sus infinitos gemidos, en los aztecas arrancando corazones vivos, y en el cáncer, y en niños de tres años enterrados vivos, y se preguntó si Dios era extraño y cruel, pero entonces recordó a Beethoven y la heterogeneidad de las cosas y de la alondra, en el «Hurra por Karamazov», y en la bondad. Contempló el sol que asomaba por detrás del Capitolio y teñía el Potomac de matices anaranjados. Miró después el horror que yacía a sus pies. Algo había ido mal entre el hombre y su creador, y la evidencia estaba aquí, en este embarcadero.

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—Creo que lo han encontrado, teniente.


—¿Qué?
—El martillo. Lo han encontrado.
—El martillo. Ah, sí…
Los pensamientos de Kinderman se aferraron al mundo. Miró hacia arriba y vio al equipo del laboratorio de lo criminal en el muelle. Estaban recogiendo con un cuentagotas, un tubo de ensayo y fórceps; registrando con una cámara fotográfica, un bloc de dibujo y yeso. Sus voces quedaban ahogadas, eran simples fragmentos susurrantes, y se movían sin hacer ningún ruido, como las figuras de un sueño. Cerca de allí palpitaban los motores del buque-draga color gris de la Policía, complementando el espanto de aquella mañana.
—Bueno, creo que ya casi hemos terminado aquí, teniente.
—¿De veras? ¿Hemos terminado?
Kinderman miró bizqueando, a causa del frío. El helicóptero de búsqueda se alejaba, volando bajo por encima del agua parda por el lodo y haciendo parpadear sus suaves luces rojas y verdes. El detective lo contempló mientras iba empequeñeciéndose hasta desaparecer en la aurora como una esperanza desvanecida. Kinderman escuchó, inclinando un poco la cabeza; después se estremeció y metió las manos más profundamente en los bolsillos de su abrigo. Los chillidos de la mujer se habían vuelto más penetrantes. Se agarraban a su corazón y a los bosques recónditos y silenciosos a las orillas del helado río.


Oyó un ruido aleteante, como de tejido. Miró y vio a Stedman, el policía patólogo, arrodillado junto a la pesada sábana de lona que acaba de utilizar para cubrir algo abultado en el muelle. Estaba mirándolo con atención, frunciendo el entrecejo y concentrándose. Su cuerpo estaba inmóvil. Únicamente su respiración tenía vida. Alentaba helada y desaparecía después en el ávido aire. Bruscamente, Stedman se puso en pie y se volvió hacia Kinderman.


—Sabes, esos cortes en la mano izquierda de la víctima…
—¿Qué piensas de esos cortes?
—Pues, creo que siguen cierta pauta.
—¿Estás seguro?
—Sí, así lo creo. Un signo del zodíaco. Me parece que Géminis.
El corazón de Kinderman perdió un latido. Aspiró con fuerza, Después miró hacia el río. Una larga embarcación de remos de la Universidad de Georgetown se deslizó en silencio pasando ligera junto al casco voluminoso del buque-draga. Reapareció después, para desaparecer por debajo del Puente Key. Centelleó una luz, Kinderman miró hacia abajo, a la lona y lo que cubría. No. No podía ser —pensó—. No podía ser.


El patólogo siguió la mirada de Kinderman, y su mano, moteada de manchas rojas a causa del aire helado, tiró de las puntas del cuello de su abrigo para unirlas con más fuerza. Lamentó no haberse traído la bufanda. La había olvidado ese día. Se había vestido con demasiada prisa.


—Vaya modo extraño de morir —dijo con suavidad—. Tan antinatural…
La respiración de Kinderman era enfisematosa; en sus labios quedaba prendido un vaporcillo blanco.
—Ninguna muerte es natural —murmuró.
Alguien había creado el mundo. Eso tenía sentido. Pues, ¿por qué un ojo querría formarse? ¿Para ver? ¿Y por qué debería ver?
¿Para sobrevivir? ¿Y por qué debería sobrevivir? ¿Y por qué? ¿Y por qué? La pregunta infantil rondaba en la nebulosa, un pensamiento en busca de su hacedor que arrinconaba la razón en un laberinto sin salida y daba a Kinderman la certeza de que el universo materialista era la mayor superstición de su época. Kinderman creía en maravillas, pero en lo imposible: no creía en una infinita sucesión de azares, o en que el amor y los actos de la voluntad quedaban reducidos a neuronas que se encendían en el cerebro.


—¿Cuánto tiempo hace que el «Géminis» ha muerto? —preguntó Stedman.
—Diez, doce años —respondió Kinderman—. Doce.
—¿Tenemos la seguridad de que ha muerto?
—Está muerto.
En cierto modo —pensó Kinderman—. Parcialmente. El hombre no era todavía un nervio. El hombre tenía un alma. ¿Cómo podría, en otro caso, la materia reflejarse en sí misma? ¿Y cómo era que Cari Jung había visto un fantasma en su cama y que la confesión de un pecado podía curar una enfermedad corporal y los átomos de su cuerpo estaban cambiando de continuo, y sin embargo todas las mañanas se despertaba y seguía siendo él mismo? Sin una vida en el más allá, ¿cuál era el valor del trabajo? ¿Cuál era el punto de la evolución?


—Está muerto en cierta manera.
—¿Qué ha dicho, teniente?
—Nada.
Los electrones cruzaban de un punto a otro sin atravesar nunca el espacio entre ambos. Dios tenía Sus misterios. Yahvé: «Yo estaré allí; como aquel que yo soy estaré allí.» Muy bien. Amén. Pero todo era tan confuso, cuánta confusión. El Creador hizo al hombre conocer y distinguir entre el bien y el mal, sentirse afrentado ante todo aquello que era monstruoso y maligno; y, sin embargo, el propio esquema de la creación era afrentoso, pues la ley de la vida era la ley de nutrirse en un universo lleno de un extremo a otro de estrellas estallantes y mandíbulas sangrientas.

 

Evita servir de alimento y siempre queda la posibilidad de que mueras en una inundación de lodo, o en un terremoto, o en tu cuna, o que te dieran veneno de ratas por mano de tu propia madre, o ser frito en aceite por Genghis Khan o ser despellejado vivo o decapitado, o sofocado, simplemente por la emoción o la diversión que ello proporcionara. Cuarenta y tres años en el Cuerpo de Policía, y él lo había visto. ¿No lo había visto ya todo? Y ahora esto. Por un momento, intentó hallar huidas familiares: imaginar que el universo y todo lo que había en él eran simplemente pensamientos en la mente del Creador; o de que el mundo de la realidad externa no existía en ninguna parte sino en su propia mente, de modo que nada fuera de él mismo sufría de veras. Algunas veces esto daba resultado. No ocurrió así esta vez.


Kinderman observó el bulto debajo de la lona. «No, no era esto —pensó Kinderman—: no era el daño que nosotros escogemos o infligimos.» El horror era el mal en el tejido de la creación. Las canciones de las ballenas eran encantadoras y adorables, pero el león desgarraba y abría la barriga del ñu, y los diminutos icneumónidos se alimentaban con los cuerpos vivos de las orugas debajo de las hermosas lilas y en los prados; y el pajarillo que guía hasta la miel, de garganta negra, gorjea alegremente, pero deposita sus huevos en los nidos ajenos, y cuando el polluelo guía está incubado, inmediatamente mata a sus hermanastros con un gancho duro y afilado situado cerca del extremo de su pico del que se desprende tan pronto como ha cometido su criminal acto. ¿Qué mano u ojo inmortales? Kinderman frunció el ceño ante el espantoso recuerdo de la sala infantil psiquiátrica de un hospital. En una habitación había cincuenta camas dentro de una jaula, todas ellas ocupadas por un niño chillón. Y entre ellos un niño de ocho años cuyos huesos no se habían desarrollado desde la infancia. ¿Podía quizá la gloria y la belleza de la creación justificar el dolor de un niño semejante? I van Karamazov se merecía una respuesta.
—Los elefantes se mueren de coronarias, Stedman.
—¿Cómo dices?
—En la selva. Están muñéndose por la tensión del suministro de su alimento y su agua. Tratan de ayudarse mutuamente. Si uno de ellos se muere demasiado lejos, los otros llevan sus huesos hasta el cementerio.
El patólogo parpadeó y se agarró más fuertemente a los pliegues de su abrigo.
Había oído hablar de estos despropósitos, de estos arranques inesperados y de que últimamente se habían estado produciendo con frecuencia; pero ésta era la primera vez que los oía personalmente. En la Comisaría circulaba el rumor de que Kinderman, pintoresco o no, estaba volviéndose senil, y ahora Stedman le observó con aire de interés profesional, no viendo nada anormal en el modo de vestir del detective: el abrigo gris de cheviot, desaseado y grande de talla; los pantalones arrugados, haciendo bolsas y con vueltas; el sombrero de fieltro, deslucido, luciendo en la cinta una pluma arrancada de algún pájaro moteado, ignominioso. Ese hombre es una tienda ambulante de ropa usada, pensó el patólogo, y su mirada observó aquí y allá una mancha de huevo. Pero este había sido siempre el estilo de Kinderman, Stedman lo sabía. En eso no había nada de anormal. Ni tampoco en su ser físico: los dedos cortos y regordetes, tenían las uñas bien cuidadas, sus mofletes relucían por el jabón, y sus húmedos ojos castaños caídos en los extremos parecían estar todavía contemplando tiempos pasados. Como siempre, sus maneras y sus delicados movimientos sugerían un padre vienes, del viejo mundo, perpetuamente ocupado en el arreglo de las flores.
—Y en la Universidad de Princeton —continuó Kinderman—, están haciendo experimentos con chimpancés. El chimpancé tira de una palanca y de la máquina sale un hermoso plátano. Hasta aquí, maravilloso, ¿no es así? Pero ahora los buenos doctores han construido una pequeña jaula y han colocado otro chimpancé dentro de ella. Entonces ahí llega el primer chimpancé en busca de su premio habitual, sólo que esta vez cuando tira de la palanca, consigue su plátano, sí, pero el chimpancé ve a su colega dentro de la jaula que ahora chilla a causa de un choque eléctrico. Después de eso, a pesar de su apetito, o aunque esté hambriento, el primer chimpancé no tirará de la palanca mientras vea otro chimpancé dentro de la jaula. Lo intentaron con cincuenta, con cien chimpancés, y cada vez ocurrió lo mismo. De acuerdo, quizás algún goniff, algún sabelotodo, tipo Dillinger, algún sádico, tiraría de la palanca; pero el noventa por ciento de las veces no lo harían.
—No sabía eso.
Kinderman continuó mirando fijamente la lona. Se examinaron dos esqueletos de Neandertal descubiertos en Francia, y se comprobó que habían vivido durante dos años a pesar de graves heridas que les incapacitaban. Era evidente, pensaba él, que la tribu los había mantenido vivos. Y fíjate en los niños, consideró. No había nada más agudo, el detective lo sabía, que el sentido de justicia de un niño, el sentido de lo que era propio, de cómo debían ser las cosas. ¿De dónde procedía eso? Y cuando mi Julie tenía tres años, no podías darle una golosina o un juguete pues lo regalaba en seguida a algún otro niño. Después aprendió a atesorarlo para ella. No era el poder lo que corrompía, creía él; era los empellones y las injusticias del mundo de la experiencia y un saco de cosas de poco peso. Los niños venían a este mundo sin ningún bagaje, excepto su inocencia. Su bondad era innata. No se aprendía y tampoco era un egoísmo ilustrado. ¿Qué chimpancé hubo que alguna vez le dorara la píldora a una compradora para que se quedara con toda la colección de su serie primaveral de negligés? Es ridículo. Realmente. ¿Quién ha oído contar algo semejante? Y ahí precisamente estaba la paradoja. La maldad física y la bondad moral se entrelazaban como las aletas de una doble hélice incrustadas en el código ADN del cosmos. ¿Pero cómo puede ocurrir esto?, se preguntaba el detective. ¿Habría algún marrullero suelto en el universo? ¿Un Satán? No. Es estúpido. Dios le atizaría tan fuerte en la cabezota que se pasaría la eternidad contándole al sol que, en cierta ocasión, había conocido a Arnold Schwarzenegger y le había estrechado la mano. Satán dejaba intacta la paradoja, una herida sangrienta de la mente que nunca se curaba.
Kinderman cambió su peso de un pie a otro. El amor de Dios ardía con un calor oscuro y vivo, pero no daba ninguna luz. ¿Habría sombras en Su naturaleza? ¿Era Él brillante y sensible, pero torcido? Después de todo lo dicho y hecho, ¿estaba la respuesta a lo que había dejado de ser misterio en que Dios era realmente Leopold y Loeb? ¿O sería quizá que estaba más cerca de ser un putz de lo que nadie había imaginado ahora, un ser de asombroso pero limitado poder? El detective se imaginó un dios semejante alegando ante un tribunal: «Culpable con una explicación, su Señoría.» La teoría tenía atractivo. Era racional y obvia, y, ciertamente, la más sencilla que se acomodaba a todos los hechos. Pero Kinderman la rechazó de inmediato y subordinó la lógica a su intuición, tal como hacía en tantos de sus casos de homicidio.
—Yo no vine a este mundo para vender a Guillermo de Occamm de puerta en puerta —se le había oído decir a menudo a colegas confundidos, e incluso, en una ocasión, a una computadora—. Mi presentimiento, mi opinión —solía decir.
Y ahora sentía de ese modo respecto al problema de la maldad. Algo murmuraba en su alma que la verdad era confusa y relacionada de algún modo con el Pecado Original; pero sólo por analogía y vagamente.
Algo era distinto. El detective alzó la mirada. Los motores del buque-draga se habían parado. Y también los chillidos de la mujer. En medio del silencio Kinderman oyó los embates del agua en el muelle. Se volvió y encontró la mirada paciente de Stedman.
—Primer punto, no podemos  seguir encontrándonos de este modo. Punto dos, ¿has intentado alguna vez meter el dedo en una sartén al rojo vivo manteniéndolo allí un rato? —No, no lo he hecho.
—Yo lo he intentado. Es imposible. Duele demasiado. Uno lee en los periódicos que alguien murió en el incendio de un hotel. «Treinta y dos personas perdidas en el incendio del "Mayflower"», dice el periódico. Pero uno nunca llega a saber realmente lo que eso significa. Uno no puede apreciarlo, no puede imaginarlo. Pon un dedo en la sartén y entonces lo sabrás.
Stedman asintió en silencio. Los párpados de Kinderman cayeron y después miró fija y tristemente al patólogo. Mírale —pensó—; cree que estoy loco. Es imposible hablar de cosas como ésta. —¿Hay algo más, teniente?
Sí. Shadrack, Meshack y Abednego. «Y entonces el rey, estando enojado, ordenó traer sartenes y calderos de bronce para calentarlos; y ordenó que cortasen la lengua de aquel que había hablado el primero, y habiéndole arrancado la piel de la cabeza, que también le cercenaran las manos y los pies. Y ahora le ordenó, pues seguía aún con vida, que fuese traído junto al fuego y se le friera en la sartén.»
—No, nada más.
—¿Podemos llevarnos el cuerpo? —Todavía no.
«El dolor tenía su utilidad —reflexionó Kinderman—, y el cerebro podía eliminarlo en cualquier momento.» ¿Pero cómo? El Gran Espíritu en el Cielo no nos lo ha dicho. No se han podido saber, por medio de algún error básico, las claves secretas descodificadoras del dolor. Rodarán cabezas, pensó sombríamente Kinderman. —Stedman, vete. Esfúmate. Ve a tomar café. Kinderman estuvo observándole mientras Stedman se dirigía a la casa del embarcadero en donde se le reunió el equipo del laboratorio de lo criminal, el Dibujante y el Hombre de la Evidencia, y el Medidor y el Jefe Anotador. Sus maneras mostraban indiferencia. Uno de ellos rió con malicia. Kinderman se preguntó qué es lo que se habría dicho, y pensó en Macbeth y en el entorpecimiento gradual del sentido moral.
El Anotador entregó una libreta de notas a Stedman. El patólogo asintió y los del equipo se marcharon. Sus pasos hicieron crujir la grava del camino que les condujo con rapidez más allá de una ambulancia y de los enfermeros que esperaban, y muy pronto estarían echando pullas y quejándose de sus mujeres en las vacías calles adoquinadas de Georgetown. Iban apresurados, probablemente dispuestos a desayunar, quizás en la agradable «White Tower» de la calle M. Kinderman echó una mirada a su reloj y movió afirmativamente la cabeza. Sí. La «White Tower». Estaba abierta toda la noche. Tres huevos no muy hechos, por favor, Louise. Mucho tocino, ¿de acuerdo? Y el bollo tostado. El calor servía para algo. Dieron la vuelta a la esquina y desaparecieron de su vista. Resonó una carcajada.
La mirada de Kinderman pasó de nuevo al patólogo. Otra persona estaba hablando ahora con él, el sargento Atkins, el ayudante de Kinderman. Joven y endeble, llevaba un chaquetón verde de la Marina sobre la americana de su traje de franela marrón y un gorro marinero de lana negra hundido hasta las orejas, que ocultaba un cabello corto y erizado. Stedman le estaba entregando la libreta. Atkins asintió, se alejó algunos pasos y se sentó en el banco que había delante de la casa del muelle. Abrió la libreta y estudió su contenido. No lejos de él se sentaban la llorosa madre y una enfermera. La enfermera rodeaba con sus brazos a la mujer, consolándola.
Ahora Stedman estaba solo y se quedó de pie allí, observando atentamente la madre, muy quieto. Kinderman se fijó con interés en su expresión. De modo que sientes algo, Alan —pensó—; tantos años de mutilaciones y finales violentos, pero dentro de ti todavía queda algo de sentimiento. Muy bien. También lo hay en mí. Nosotros somos parte del misterio. Si la muerte fuese como la lluvia, únicamente natural, ¿por qué habríamos de sentir de esta manera, Alan? Tú y yo en particular. ¿Por qué? Kinderman ansiaba estar en su casa, en su cama. El cansancio le penetraba hasta los huesos de las piernas, y después en la tierra debajo de él, pesado.
—¿Teniente?
Kinderman se volvió y dijo:
—¿Qué hay?
Era Atkins.
—Soy yo, señor.
—Sí, ya veo que eres tú. Puedo verlo perfectamente.
Kinderman fingía mirarle con desdén, dirigiendo miradas reprobadoras al abrigo y al gorro antes de mirarle a los ojos. Los ojos de Atkins eran pequeños y color jade. Giraban un poco hacia adentro, proporcionándole un aspecto meditativo permanente. A Kinderman le recordaba un monje, del tipo medieval, de esos que uno veía en las películas, con su expresión austera, honesta y estúpida. Atkins no era estúpido, el teniente lo sabía. Treinta y dos años y veterano naval del Vietnam, salido de la Universidad Católica, detrás de aquella máscara inexpresiva, Atkins ocultaba algo brillante y fuerte que desplegaba actividad, algo maravilloso y destinado a morir, que no ocultaba por malicia, en opinión de Kinderman, sino a causa de cierta gentileza de espíritu. Aunque de constitución ligera, en una ocasión había desarmado a un gigantón drogado que blandía un cuchillo en la garganta de Kinderman; y cuando la hija de Kinderman había tenido aquel accidente de automóvil, casi fatal, Atkins había pasado doce días con sus noches en la sala de visitas de su hospital. Se había tomado las vacaciones para poder hacerlo. Kinderman le amaba. Atkins era leal como un perro.
—Yo también estoy aquí, Martin Luther, y estoy escuchando. Kinderman, el judío sabio, es todo oído. —¿Qué otra cosa podía hacerse ahora, sino eso? ¿Llorar?—. Estoy escuchando a Atkins, a ti, anacronismo andante. Cuéntame. Infórmame de las buenas nuevas de Ghent. ¿Y las huellas dactilares?
—Muchas. En los remos. Pero están bastante confusas, teniente.
—Una lástima.
—Algunas colillas de cigarrillo —ofreció Atkins con esperanza. Esto era útil. Las examinarían para el tipo de sangre—. Algunos cabellos sobre el cadáver.
—Esto está bien. Muy bien. —Ayudaría a poder identificar al criminal.
—Y también hay esto —dijo Atkins. Le tendió un sobre de celofán.
Kinderman lo cogió delicadamente por el extremo y frunció el entrecejo al alzarlo al nivel de sus ojos. Dentro había algo plástico y rosado.
—¿Qué es?
—Un clip. Para cabello femenino.
Kinderman estrechó los ojos, acercándose más el sobre.
—Parece que hay algo impreso.
—Sí. Dice «Great Falls, Virginia».
Kinderman bajó el sobre y miró a Atkins.
—Lo venden en un tenderete de recuerdos en Great Falls —explicó—. Mi hija Julie tenía uno. Eso ocurrió hace años, Atkins. Yo se lo compré. Le traje dos iguales. Tenía dos. —Devolvió el sobre a Atkins y respiró—. Es de una niña
Atkins se encogió de hombros. Echó una mirada hacia la casa del embarcadero y se metió el sobre en el bolsillo.
—Tenemos ahí a esa mujer, teniente.
—¿Podrías quitarte ese ridículo gorro? No estamos haciendo el papel de Dick Powell en Aquí llega la Marina, Atkins. No sigas exhibiendo tu Haiphong; todo ha terminado.
Dócilmente, Atkins se quitó el gorro y lo metió en el otro bolsillo de la chaqueta. Se estremeció.
—Póntelo otra vez —le dijo Kinderman con suavidad.
—Estoy bien.
—Yo no. Ese corte de pelo es mucho peor. Póntelo otra vez.
Atkins vaciló, y entonces Kinderman añadió:
—Vamos, póntelo. Hace frío.
Atkins se ajustó nuevamente el gorro a la cabeza.
—Ahí tenemos a esa mujer —repitió.
—¿Tenemos a quién?
—A esa mujer vieja.
El cuerpo había sido descubierto en la casa del embarcadero aquella mañana de domingo, 13 de marzo, por Joseph Mannix, el barquero, al acudir para ocuparse del negocio: cebos y equipos, y alquiler de kayaks, canoas y botes de remo. La declaración de Mannix haba sido concisa:

DECLARACIÓN DE JOSEPH MANNIX
Me llamo Joe Mannix y…, qué?
(Interrupción del agente investigador.) Sí, sí, ya le he entendido, lo entiendo. Mi nombre es Joseph Francis Mannix, y vivo en el número 3.618 de la calle Prospect de Georgetown, Washington, D.C. Soy propietario y dirijo el «Potomac Boathouse». Llegué allí aproximadamente a las cinco y media. Entonces es cuando suelo abrir, preparar el cebo y preparar el café. Los clientes vienen a eso de las seis; algunas veces cuando llego ya me están esperando. Hoy no había nadie. Recogí el periódico que se hallaba delante de la puerta y…, ¡oh! Oh, Jesús. Jesús…
(Interrupción: el testigo se recupera.) Llegué allí, abrí la puerta, entré, comencé a preparar el café. Entonces salí para contar los botes. Algunas veces los desamarran. Cortan la cadena con unos alicates. Así que los conté. Hoy todos estaban allí. Entonces vuelvo a entrar y veo el carrito del chico y la pila de periódicos y veo…, veo…
(El testigo hace un ademán hacia el cadáver de la víctima; no puede continuar; el agente investigador pospone proseguir el interrogatorio.)

La víctima era Thomas Joshua Kintry, un muchacho negro de doce años, hijo de Lois Annabel Kintry, viuda, treinta y ocho años, y profesora de Lengua en la Universidad de Georgetown. Thomas Kintry tenía una ruta de reparto de periódicos y entregaba el Washington Post. Debía haber hecho su entrega aquella mañana en la casa del embarcadero, aproximadamente, a las cinco de la madrugada. La llamada de Mannix a la Comisaría de Policía llegó a eso de las cinco y treinta y ocho minutos de la madrugada. Se identificó de inmediato a la víctima porque llevaba una etiqueta con su nombre —con dirección y número de teléfono— bordado en su anorak a cuadros verdes: Thomas Kintry era mudo. Sólo hacía quince días que sé ocupaba de aquella ruta de reparto, de otro modo Mannix le hubiera reconocido. No fue así. Pero sí lo reconoció Kinderman; había identificado al muchacho por sus trabajos en el club de la Policía.
—Esa mujer vieja —dijo Kinderman en un triste eco.
Sus cejas se juntaron entonces en una expresión de asombro y miró hacia la lejanía, en dirección al río.
—La tenemos en la casa del embarcadero, teniente.
Kinderman volvió la cabeza y miró a Atkins de forma penetrante.
—¿Está caliente? —preguntó—. Asegúrate de que no tenga frío.
—La hemos abrigado con una manta y la chimenea está encendida.
—Debería de comer algo. Dale sopa, sopa caliente.
—Se ha tomado un caldo.
—El caldo es bueno… Asegúrate de que esté caliente.
La patrulla la había recogido a unos cincuenta metros más arriba de la casa del embarcadero, donde estaba de pie, entre la hierba de la orilla sur del antiguo Canal «C & O», ahora seco, un canal en desuso por el que en otros tiempos las barcazas de madera tiradas por caballos transportaban pasajeros hacia uno y otro lado de sus ochenta kilómetros de longitud; ahora lo utilizaban sobre todo para hacer jogging. Probablemente setentona, cuando el equipo de búsqueda la rescató, la mujer estaba temblando, de pie, con los brazos apretados en jarras mirando intensamente a su alrededor con lágrimas en los ojos como si estuviera perdida, desorientada y asustada. Pero no podía, o no quería, responder a las preguntas y daba la impresión de que era o bien senil, o aturdida, o catatónica. Nadie sabía lo que había estado haciendo allí. Cerca del lugar no había alojamientos. Llevaba un pijama de algodón estampado con unas florecillas pequeñas debajo de una bata de lana con cinturón, y zapatillas color rosa pálido forradas de piel. La temperatura exterior era congeladora.
Stedman reapareció.
—¿Ha terminado ya con el cadáver, teniente?
Kinderman dirigió su mirada hacia la lona manchada de sangre.
—¿Ha terminado con Thomas Kintry?
Llegaron nuevamente los sollozos hasta sus oídos. Sacudió la cabeza.
—Atkins, lleva a Mrs. Kintry a su casa —murmuró—. Y a la enfermera, llévate también a la enfermera. Dile que se quede con la madre hoy, todo el día. Yo mismo le pagaré las horas extras, no importa. Llévala a casa.
Atkins comenzó a decir algo, pero fue interrumpido.
—Sí, sí, sí, la mujer vieja. Me acuerdo. Iré a verla.
Atkins se marchó para cumplir la orden de Kinderman. Y entonces Kinderman dobló una rodilla, jadeando y gruñendo con el esfuerzo por inclinarse.
—Thomas Kintry, perdóname —murmuró con suavidad, y entonces apartó la lona que le cubría y recorrió poco a poco con la mirada los brazos, el pecho y las piernas.
Son tan delgadas, como las de un jilguero, pensó. El muchacho era huérfano y había padecido pelagra. Lois Kintry lo había adoptado cuando el chico tenía tres años. Una nueva vida. Que ahora terminaba. El chico había sido crucificado, clavado por las muñecas y pies a las partes planas de los extremos de unos remos de kayak dispuestos en forma de cruz; y los mismos clavos gruesos de casi diez centímetros le habían sido clavados en la coronilla, formando un círculo, penetrando en el hueso y finalmente en el cerebro. La sangre le corría por encima de los ojos, muy abiertos todavía por el terror, llegando hasta una boca que aún perduraba abierta en lo que debió ser un grito silencioso del muchacho de miedo y de insoportable dolor.
Kinderman examinó los cortes de la mano izquierda de Kintry. Era cierto: presentaban un dibujo: el signo de Géminis. Entonces observó la otra mano y vio que faltaba el dedo índice. Había sido cercenado. El detective sintió un escalofrío.
Volvió a cubrir el cuerpo con la lona y se incorporó pesadamente y respirando con dificultad. Miró entonces hacia abajo. Yo encontraré a tu asesino, Thomas Kintry, pensó.
Aunque fuese Dios.
—De acuerdo, Stedman, ve a dar un paseo —dijo—. Llévate el cadáver y sal de mi vista. Llevas el hedor del formaldehído y de la muerte.
Stedman se volvió para ir a buscar al personal de la ambulancia.
—No, no, espera un momento —le gritó Kinderman.
Stedman se volvió. Kinderman se acercó a él y le habló con suavidad.
—Espera hasta que su madre se haya marchado.
Stedman asintió.
El buque-draga estaba amarrado. Un sargento de Policía que llevaba una chaqueta de cuero negro con forro de vellón, saltó con ligereza al muelle y se acercó. Llevaba algo envuelto en un paño y estaba a punto de hablar cuando Kinderman le interrumpió.
—Espere un minuto, espere; ahora no, un minuto nada más.
El sargento siguió la mirada de Kinderman. Atkins estaba hablando con la enfermera y con Mrs. Kintry. Mrs. Kintry asintió y las mujeres se levantaron. Kinderman tuvo que desviar la mirada, pues por un momento Mrs. Kintry estuvo mirando la lona. A su chico. Kinderman esperó un momento y después preguntó:
—¿Se han marchado?
—Sí, están entrando en el coche —dijo Stedman.
—Bien, sargento —replicó Kinderman—, veamos de qué se trata.
El sargento desplegó en silencio la envoltura de tejido oscuro y puso a la vista lo que parecía ser un mazo de cocina de picar carne; tuvo cuidado de no tocarlo con las manos.
Kinderman lo observó y explicó después:
—Mi esposa tiene algo parecido a eso. Para el schnitzel. Pero es más pequeño.
—Es de un tipo que suele utilizarse en los restaurantes —dijo Stedman—. O en las grandes cocinas de las instituciones. Yo los he visto en el Ejército.
Kinderman alzó la mirada hacia él.
—¿Esto pudo ser el arma? —preguntó.
Stedman asintió.
—Déselo a Delyra —ordenó Kinderman al sargento—. Yo voy a entrar ahí para ver a esa anciana.
El interior de la casa del embarcadero era cálido. Ardían y crepitaban unos leños en la gran chimenea alrededor de la cual se habían situado grandes piedras redondas. Las paredes aparecían adornadas con unas conchas.
—¿Podría usted decirnos su nombre, por favor, señora?
La mujer estaba sentada en un desgarrado diván amarillo «Naughahyde», frente a la chimenea, y cerca se hallaba una mujer policía. Kinderman quedose ante ellas, jadeante, sosteniendo el sombrero delante de él cogido por el ala. La anciana parecía no verle ni oírle, y su mirada ausente parecía fija en algo dentro de ella. Los ojos del detective se agrandaron arrugándose en una expresión de asombro. Se sentó en una silla delante de la mujer, y, con cuidado depositó el sombrero sobre una pila de viejas revistas tiradas, sin cubierta y rotas, olvidadas en una pequeña mesa de madera que había entre ellos; el sombrero cubrió un anuncio de whisky.
—¿Podría darnos a conocer su nombre, querida?
No hubo respuesta. Los ojos de Kinderman lanzaron una pregunta silenciosa a la mujer policía, que inmediatamente asintió y le dijo bajito:
—Ha estado haciendo eso continuamente, excepto cuando le hemos dado comida. Y cuando le cepillé el pelo —añadió.
La mirada de Kinderman volvió a la mujer, que estaba haciendo unos curiosos movimientos rítmicos con las manos y los brazos. Su mirada recayó entonces en algo que antes no había visto, algo pequeño y rosado cerca de su sombrero encima de la mesa.
Lo recogió y leyó el pequeño impreso:
—Great Falls, Virginia.
Faltaba la n de Virginia.
—No pude encontrar la otra —dijo la mujer policía—, así que al cepillarle el cabello se la saqué.
—¿Ella llevaba esto?
—Sí.
El detective sintió un estremecimiento, por la emoción del descubrimiento y de asombro. Era concebible que la anciana hubiese sido testigo del crimen. Pero, ¿qué habría estado haciendo a esa hora en el muelle? ¿Y con este frío? ¿Qué había estado haciendo allá arriba, también, en el «Canal C&O», allí donde la habían encontrado? Inmediatamente se le ocurrió que este viejo ser enfermizo era senil y quizás habría estado paseando un perro. ¿Un perro? Sí, a lo mejor el perro se alejó corriendo de ella y no pudo encontrarle. Eso justificaría la forma en que lloraba. Entonces se le ocurrió una sospecha aún más terrible: la mujer podía haber sido testigo del crimen, lo cual había podido traumatizarla y desequilibrarla; por lo menos de forma temporal. Experimentó una mezcla de piedad, excitación e inquietud. Debían conseguir que hablase.
—¿No puede usted decirnos su nombre, por favor, señora?
Ninguna respuesta. En medio del silencio, continuó con sus misteriosos movimientos. Fuera, una nube se deslizó por delante del sol, y la débil luz solar invernal penetró como una gracia inesperada a través de una ventana próxima. Iluminó tenuemente el rostro y los ojos de la anciana, dándole un aspecto de tierna compasión. Kinderman se inclinó un poco; creyó percibir una pauta continuada en sus movimientos: con las piernas juntas, apretadas, la anciana movía alternativamente una mano hacia la cadera, hacía un raro y ligero movimiento, y después alzaba la mano en lo alto, por encima de su cabeza, en donde terminaba la secuencia con unas pequeñas sacudidas.
Kinderman continuó observándola durante un buen rato, y después se levantó.
—Retenía en la sala de detenidos, Jourdan, hasta que descubramos quién es.
La mujer policía asintió.
—Has cepillado su cabello —le dijo el detective—. Eso ha estado muy bien. Permanece con ella.
—Sí.
Kinderman se dio la vuelta y abandonó la casa del embarcadero. Impartió algunas instrucciones, desconectó su mente y se dirigió a su hogar, una pequeña y cálida casa Tudor en las cercanías de Foxhall Road. Hacía sólo seis años que, para complacer a su esposa, había roto con el hábito de vivir en un apartamento, y todavía seguía hablando del «campo» cuando se refería a esta zona ligeramente rústica.
Entró en la casa y gritó:
—Dumpling [Apelativo cariñoso. En realidad, una especie de budín. (N. del T.)], estoy en casa. Soy yo, tu héroe, el inspector Clouseau.
Colgó su sombrero y su abrigo en el perchero del pequeño recibidor, se quitó la correa de la pistolera, desenfundó la pistola y lo guardó todo bajo llave en el cajón de un pequeño escritorio oscuro, junto al perchero.
—¿Mary?
Nadie respondió. Olía a café recién hecho y se dirigió con pesadez hacia la cocina. Julie, su hija de veintidós años debía estar dormida, sin duda alguna. Pero, ¿dónde se hallaba Mary? ¿Y Shirley, su suegra?
La cocina era de estilo colonial. Kinderman lanzó una triste mirada hacia los potes de cobre y los varios utensilios que colgaban de ganchos fijos en la campana del fogón, tratando de imaginarlos colgando en la cocina de cualquier persona en un ghetto de Varsovia; a continuación, se acercó desmañadamente hasta la mesa de la cocina.
—Arce —murmuró en voz alta, pues cuando estaba solo solía hablar consigo mismo—. ¿Qué judío distinguiría el arce del queso? No podrían saberlo, es imposible, es extraño.
Vio una nota encima de la mesa. La cogió y la leyó.

Mi muy querido Billy:
No te enfades, pero cuando el teléfono nos despertó, Mamá insistió en que nos fuéramos de visita a Richmond, como un castigo, supongo, de modo que he creído que era mejor que saliéramos temprano. Ella ha dicho que, en el Sur, los judíos deberían mantenerse unidos. ¿Quién hay en Richmond?
¿Te has divertido con tu Grupo de Policías? No veo el momento de llegar a casa y enterarme. Te he preparado lo de costumbre y lo he guardado en el frigorífico. ¿Crees que estarás esta noche en casa, o, como de costumbre piensas ir a patinar sobre el hielo del Potomac con Ornar Sharif y Catherine Deneuve?
Besos. Yo.

Una sonrisa cálida, breve, puso calor en su mirada. Dejó la nota, buscó la crema de queso, los tomates, el salmón, los encurtidos y una golosina de almendras, todo ello colocado en un plato en el frigorífico. Rebanó y tostó un par de panecillos, se sirvió café y se sentó a la mesa. Vio entonces en la silla de su izquierda el Washington Post del domingo. Miró el plato de comida delante de él. Tenía el estómago vacío, pero no podía comer. Había perdido el apetito.
Permaneció sentado un rato, tomando el café. Alzó la mirada. Un pájaro estaba cantando fuera. ¿Con este tiempo? ¿Deberían encerrarlo en un manicomio. Está enfermo, necesita ayuda.
—Y yo también —murmuró el detective en voz alta.
El pájaro calló entonces, y el único ruido audible fue el tictac del péndulo del reloj de pared. Miró la hora: eran las ocho y cuarenta y dos minutos. Todos los goyim estarían camino de la iglesia. No les haría ningún daño. Rezad por Thomas Kintry, por favor.
—Y por William F. Kinderman —añadió en voz alta.
Sí. Y otro. Bebió el café a pequeños sorbos. «Qué coincidencia tan retorcida —pensó Kinderman— que una muerte como la de Kintry ocurriera en un día como hoy, en este duodécimo aniversario de una muerte tan chocante, violenta y misteriosa como ésta.»
Kinderman alzó la mirada hacia el reloj. ¿Se habría parado? No. Funcionaba. Se removió inquieto en su asiento. Presentía algo extraño en la cocina. ¿Qué sería? Nada. Estás cansado. Cogió la golosina, la desenvolvió y se la comió. No es tan buena sin haber saboreado primero la conserva —se lamentó.
Sacudió la cabeza y se puso en pie con un suspiro. Apartó el plato de comida, aclaró su taza de café en el fregadero, salió de la cocina y subió la escalera hacia el segundo piso. Pensó que podría echar un sueñecito y dejar a su subconsciente libre, para que ordenara las pistas que él nunca sabía había visto, pero en la cima de la escalera se detuvo y murmuró: «Géminis.»
¿El «Géminis»? Imposible. Aquel monstruo murió; no podría ser. «¿Por qué entonces se le ponían de punta los pelitos en el dorso de la mano?», se preguntó. Sostuvo las manos en alto, con las palmas hacia abajo. Sí. Están de punta. ¿Por qué?
Oyó a Julie que se despertaba y acudía a su cuarto de baño. Permaneció quieto allí mismo durante un rato, perplejo e inseguro. Debería hacer algo. Pero, ¿qué? Las normas usuales de investigación e inducción quedaban excluidas, estaban buscando un maníaco, y el laboratorio no tendría ninguna información hasta aquella noche. Presintió que ya se había sacado de Mannix todo lo poco que pudiera saber, y en estos momentos no podía presionarse a la madre de Kintry. De todos modos, el muchacho no tenía conocidos o costumbres malsanos; eso ya lo sabía Kinderman por su relación habitual con el chico. El detective agitó la cabeza. Tenía que salir, moverse, perseguir. Oyó la ducha de Julie. Se volvió y bajó la escalera hasta el recibidor. Recuperó su pistola, se puso el sombrero y salió a la calle.
Una vez fuera se quedó con la mano en el tirador de la puerta, preocupado, pensativo e inseguro. El viento empujaba un vaso de plástico por la avenida, y Kinderman estuvo escuchando sus leves impactos de desamparo; entonces se paró. Bruscamente se dirigió hacia su coche, entró y se alejó de allí.
Sin saber cómo había llegado hasta allí, Kinderman se encontró estacionado ilegalmente en la Calle 33, cerca del río. Salió del vehículo. Aquí y allá vio un Washington Post en el escalón de la puerta. Esa visión le pareció triste y desvió su mirada. Cerró el auto con llave.
Caminó cruzando un pequeño parque hasta un puente que atravesaba el canal. Siguió un sendero hasta la casa del embarcadero. Los curiosos ya se habían reunido allí, vagando y charlando, aunque nadie parecía saber exactamente lo que había ocurrido. Kinderman se dirigió a las puertas de la casa. Estaban cerradas con llave y un letrero rojo y blanco indicaba CERRADO. Kinderman miró el banco junto a las puertas, y se sentó, respirando con dificultad mientras se dejaba caer apoyando la espalda en la pared de la casa del embarcadero.
Observó a la gente que había en el muelle. Sabía que los criminales psicópatas frecuentemente se complacían en la atención que promovían sus hechos violentos. Podía estar aquí, en medio de este grupo del muelle, quizá preguntando:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Lo sabe usted? ¿Han asesinado a alguien?
Buscó alguna persona con una sonrisa demasiado fija, o con un tic nervioso o con mirada de drogado y, muy especialmente, a alguien que hubiera oído lo que había sucedido, pero que seguía allí haciendo las mismas preguntas a otro recién llegado. Kinderman había metido la mano en un bolsillo interior de su abrigo; solía guardar allí alguna novela de bolsillo. Sacó Claudio el Dios y contempló la cubierta con desánimo. Deseaba fingir que era un viejo que estaba pasando el domingo junto al río, pero la novela de Robert Graves presentaba el peligro de que sin desearlo se enfrascara en su lectura y permitiera al criminal esquivar su escrutinio. Ya la había leído un par de veces y conocía bien el peligro de quedar absorto nuevamente en su lectura. La metió de nuevo en el bolsillo y sacó con rapidez otro libro. Miró el título. Era Esperando a Godot. Suspiró aliviado y pasó al segundo acto.
Permaneció en aquel lugar hasta el mediodía, sin ver a nadie sospechoso. Hacia las once de la mañana no había nadie más en el muelle y había parado la afluencia, pero Kinderman había esperado la hora extra, confiado. Ahora miró su reloj, y después los botes amarrados al muelle. Algo le mortificaba. ¿Qué era? Estuvo pensando en ello un buen rato pero no pudo identificarlo. Guardó el Godot y se marchó.
Encontró un papel de multa en el parabrisas de su coche. Lo sacó de debajo del limpiaparabrisas, y lo miró con incredulidad. El coche era un «Chevrolet Cámaro» sin marca, pero llevaba las placas de la Comisaría de Policía. Arrugó el billete que se metió en el bolsillo, abrió la puerta, entró y se marchó. No tenía una idea clara de adonde ir, y acabó en la Comisaría de Georgetown. Una vez dentro, se acercó al sargento de guardia detrás del mostrador.
—¿Quién ha estado poniendo multas de aparcamiento en la Treinta y Tres cerca del Canal durante esta mañana, sargento?
El sargento alzó la mirada hasta él.
—Robín Tennes.
—Estoy emocionado por estar vivo en un tiempo y un lugar en el que hasta una chica ciega puede convertirse en policía —le dijo Kinderman.
Después le entregó la multa y se alejó anadeando.
—¿Hay noticias sobre el chico, teniente? —voceó el sargento.
Todavía no había examinado el papel de la multa.
—No hay noticias, no hay noticias —replicó Kinderman—. Nada.
Subió la escalera y cruzó la sala de la patrulla, esquivando las preguntas de los curiosos, hasta que, finalmente, llegó a su despacho. Todo el espacio de una pared estaba ocupado por un mapa finamente detallado de la zona noroeste de la ciudad, mientras el de otra aparecía cubierto por una pizarra. En la pared detrás del escritorio, entre dos ventanas encaradas hacia el Capitolio, colgaba un cartel de Snoopy, regalo de Thomas Kintry.
Kinderman se sentó detrás de su escritorio, conservando el sombrero y el abrigo, este último abrochado. Sobre el escritorio había un bloc calendario, un ejemplar en rústica del Nuevo Testamento y una caja de plástico de color claro que contenía pañuelos de papel. Sacó uno y se secó la nariz, y después contempló las fotografías empotradas en la parte frontal de la caja: su esposa, su hija. Secándose todavía, giró un poco la caja, mostrando la fotografía de un sacerdote de cabello oscuro; Kinderman siguió inmóvil entonces, leyendo la inscripción.
—Continúa vigilando a esos dominicos, teniente.
La firma decía «Damien». La mirada del detective se detuvo en la sonrisa del rostro arrugado, y después en la cicatriz sobre el ojo derecho. Bruscamente, arrugó el pañuelo de papel que tenía en la mano, lo arrojó a la papelera y estaba a punto de coger el teléfono cuando Atkins entró. Kinderman alzó la mirada mientras aquél cerraba la puerta.
—Oh, eres tú.
Soltó el teléfono y juntó fuertemente las manos delante de él, tomando el aspecto de un Buda de barrio vestido.
—¿Tan pronto?
Atkins se acercó y se sentó en una silla delante del escritorio. Se sacó el gorro, desviando su mirada hasta el sombrero de Kinderman.
—No te preocupes de la insolencia —le dijo Kinderman—. Te dije que te quedaras con Mrs. Kintry.
—Han venido su hermana y su hermano. Y otras personas de la escuela, de la Universidad. He creído que debía regresar.
—Excelente Atkins. Tengo montones de cosas que puedes hacer.
Kinderman esperó mientras Atkins sacaba una pequeña libretita roja y un bolígrafo. Continuó entonces:
—En primer lugar, ponte en contacto con Francis Berry. Fue el jefe investigador de la brigada «Géminis» hace algunos años. Sigue todavía en Homicidios, en San Francisco. Quiero todo lo que tenga sobre el asesino «Géminis». Todo. Quiero todo el expediente.
—Pero el «Géminis» ya hace doce años que está muerto.
—¿Es así de verdad? ¿Realmente, Atkins? No tenía ninguna idea. ¿Quieres decir que todos esos titulares en los periódicos eran ciertos? ¿Y en la Radio y la Televisión, Atkins? Sorprendente. De veras… Me siento derrotado.
Atkins estaba escribiendo, mostrando en sus labios curvados una sonrisa breve, maliciosa. La puerta crujió al abrirse y asomó la cabeza del jefe del laboratorio de lo criminal.
—No te quedes ahí perdiendo el tiempo en el umbral, Ryan. Entra, acércate —le dijo Kinderman.
Ryan entró y cerró la puerta detrás de él.
—Escucha Ryan —siguió Kinderman—. Fíjate en el joven Atkins. Estás en presencia de la majestad, de un gigante. No, de verdad. Un hombre ha de recibir justo reconocimiento. ¿Te gustaría enterarte de los más esplendorosos momentos de la carrera de Atkins con nosotros? Ciertamente. No deberíamos cubrir las estrellas con un cesto de quimbombó. La semana pasada, por decimonona…
—Vigésima —le corrigió Atkins, sosteniendo en alto su bolígrafo para dar mayor énfasis.
—Por vigésima vez, nos ha traído a Mishkin, el notorio malhechor. ¿Su crimen? Su habitual modus operandi. Entra en los apartamentos y traslada todos los muebles del lugar. Renueva la decoración. —Kinderman trasladó sus observaciones a Atkins—. Esta vez lo enviaremos a «Psicosis», lo juro.
—¿Y qué tiene que ver Homicidios con eso? —preguntó Ryan.
Atkins se volvió hacia él, inexpresivo.
—Mishkin deja mensajes amenazando con la muerte si alguna vez vuelve y encuentra algo fuera de su lugar.
 

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