Peter Pan

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1.    Aparece Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguien-te manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Su¬pongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al cora-zón y exclamó:
-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!


No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora en¬cantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conse-guir, aunque allí estaba, bien visible en la comi¬sura derecha.


Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban ena¬morados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiem-po renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.


El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo respe-taba. Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por su-puesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo enten¬día y comentaba a menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cual-quier mujer lo respetara.


La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desapa-recer coliflores enteras y en su lu¬gar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuan¬do debería haber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.


Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas tras la llegada de Wendy estu¬vieron dudando si se la podrían quedar, pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y calculando gas¬tos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confun¬día haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar desde el principio.
-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis cheli-nes, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques… ¿quién está moviéndose?… ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete… no hables, mi amor… y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta… calla, niña… coma y me llevo, niña… ¡ves, ya está mal!… ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?


-Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.
-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadora¬mente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines… no hables… sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis pe¬niques… no muevas el de-do… tos ferina, pongamos que quince chelines…


Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total dis¬tinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas re¬ducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sa¬rampión considerados como uno solo.


Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al jardín de Infan¬cia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.


A la señora Darling le encantaba tener todo como es de¬bido y el señor Darling estaba obsesionado por ser exacta¬mente igual que sus vecinos, de forma que, como es lógico, tenían una niñera. Como eran pobres, debido a la cantidad de leche que bebían los niños, su niñera era una remilgada perra de Terranova, llamada Nana, que no había pertene¬cido a nadie en concreto hasta que los Darling la contrata¬ron. Sin embargo, los niños siempre le habían parecido im¬portantes y los Darling la conocieron en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo li¬bre asomando el hocico al interior de los cochecitos de los bebés y era muy odiada por las niñeras descuidadas, a las que seguía hasta sus casas y luego se quejaba de ellas ante sus señoras. Demostró ser una joya de niñera.

 

Qué meticu¬losa era a la hora del baño, lo mismo que en cualquier mo¬mento de la noche si uno de sus tutelados hacía el menor ruido. Por supuesto, su perre-ra estaba en el cuarto de los ni¬ños. Tenía una habilidad especial para saber cuándo no se debe ser indulgen-te con una tos y cuándo lo que hace falta es abrigar la garganta con un calcetín. Hasta el fin de sus días tuvo fe en remedios anticuados como el ruibarbo y soltaba gruñidos de desprecio ante toda esa charla tan de moda sobre los gérmenes y cosas así. Era una lección de decoro verla cuando escoltaba a los niños hasta la escuela, caminando con tranquilidad a su lado si se portaban bien y obligándolos a ponerse en fila otra vez si se dispersaban.

 

En la época en que John comenzó a ir al colegio jamás se olvidó de su jersey y normal-mente llevaba un paraguas en la boca por si llovía. En la escuela de la señorita Fulsom hay una ha¬bitación en el bajo donde esperan las niñeras. Ellas se sen¬taban en los bancos, mientras que Nana se echaba en el sue¬lo, pero ésa era la única diferencia. Ellas hacían como si no la vieran, pues pensaban que pertenecía a una clase social inferior a la suya y ella despreciaba su charla superficial. Le molestaba que las amistades de la señora Darling visitaran el cuarto de los niños, pero si llegaban, primero le quitaba rápidamente a Michael el delantal y le ponía el de bordados azules, le arreglaba a Wendy la ropa y le alisaba el pelo a John.


Ninguna guardería podría haber funcionado con mayor corrección y el señor Darling lo sabía, pero a ve-ces se pre¬guntaba inquieto si los vecinos hacían comentarios.
Tenía que tener en cuenta su posición social.
Nana también le causaba otro tipo de preocupación. A ve¬ces tenía la sensación de que ella no lo admira-ba.


-Sé que te admira horrores, George -le aseguraba la seño¬ra Darling y luego les hacía señas a los niños pa-ra que fueran especialmente cariñosos con su padre. Entonces se organi¬zaban unos alegres bailes, en los que a veces se permitía que participara Liza, la única otra sirvienta. Parecía una pizca con su larga falda y la cofia de doncella, aunque, cuando la contrataron, había jurado que ya no volvería a cumplir los diez años. ¡Qué alegres eran aquellos juegos! Y la más alegre de todos era la señora Darling, que brincaba con tanta ani¬mación que lo único que se veía de ella era el beso y si en ese momento uno se hubiera lanzado sobre ella podría haberlo conseguido. Nunca hubo familia más sencilla y feliz hasta que llegó Peter Pan.
La señora Darling supo por primera vez de Peter cuando estaba ordenando la imaginación de sus hijos. Cada noche, toda buena madre tiene por costumbre, después de que sus niños se hayan dormido, rebuscar en la imaginación de és¬tos y ordenar las cosas para la mañana siguiente, volviendo a meter en sus lugares correspondientes las numerosas cosas que se han salido durante el día. Si pudierais quedaros des¬piertos (pero claro que no podéis) veríais cómo vuestra pro¬pia madre hace esto y os resultaría muy interesante obser¬varla. Es muy parecido a poner en orden unos cajones. Supongo que la veríais de rodillas, repasando divertida al¬gunos de vuestros contenidos, preguntándose de dónde habíais sacado tal cosa, descubriendo cosas tiernas y no tan tiernas, acariciando esto con la mejilla como si fuera tan suave como un gatito y apartando rápidamente esto otro de su vista. Cuando os despertáis por la mañana, las travesuras y los enfa-dos con que os fuisteis a la cama han quedado re¬cogidos y colocados en el fondo de vuestra mente y enci-ma, bien aireados, están extendidos vuestros pensamientos más bonitos, preparados para que os los pon-gáis.
No sé si habéis visto alguna vez un mapa de la mente de una persona. A veces los médicos trazan mapas de otras par¬tes vuestras y vuestro propio mapa puede resultar interesan¬tísimo, pero a ver si alguna vez los pilláis trazando el mapa de la mente de un niño, que no sólo es confusa, sino que no para de dar vueltas. Tiene líneas en zigzag como las oscila¬ciones de la temperatura en un gráfico cuando tenéis fiebre y que probablemente son los caminos de la isla, pues el País de Nunca Jamás es siempre una isla, más o menos, con asom¬brosas pinceladas de color aquí y allá, con arrecifes de coral y embarcaciones de aspecto veloz en alta mar, con salvajes y guaridas solitarias y gnomos que en su mayoría son sastres, cavernas por las que corre un río, príncipes con seis herma¬nos mayores, una choza que se descompone rápidamente y una señora muy bajita y anciana con la nariz ganchuda. Si eso fuera todo sería un mapa sencillo, pero también está el primer día de escuela, la religión, los padres, el estanque re¬dondo, la costura, asesinatos, ejecuciones, ver-bos que rigen dativo, el día de comer pastel de chocolate, ponerse tirantes, dime la tabla del nueve, tres peniques por arrancarse un diente uno mismo y muchas cosas más que son parte de la isla o, si no, consti-tuyen otro mapa que se transparenta a tra¬vés del primero y todo ello es bastante confuso, sobre todo porque nada se está quieto.
Como es lógico, los Países del Nunca jamás son muy dis¬tintos. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamen¬cos que volaban por encima y que John cazaba con una esco¬peta, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas que volaban por encima. John vivía en una barca encallada del revés en la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas muy bien cosidas. John no tenía amigos, Michael tenía amigos por la noche, Wendy tenía un lobito abandonado por sus padres; pero en general los Países de Nunca Jamás tienen un parecido de fa¬milia y si se colocaran inmóviles en fila uno tras otro se po¬dría decir que las narices son idénticas, etcétera. A estas má¬gicas tierras arriban siempre los niños con sus barquillas cuando juegan. También nosotros hemos estado allí: aún podemos oír el ruido del oleaje, aunque ya no desembarca¬remos jamás.
De todas las islas maravillosas la de Nunca jamás es la más acogedora y la más comprimida: no se trata de un lugar grande y desparramado, con incómodas distancias entre una aventura y la siguiente, sino que todo está agradable¬mente amontonado. Cuando se juega en ella durante el día con las sillas y el mantel, no da ningún miedo, pero en los dos minutos antes de quedarse uno dormido se hace casi realidad. Por eso se ponen luces en las mesillas.
A veces, en el transcurso de sus viajes por las mentes de sus hijos, la señora Darling encontraba cosas que no conseguía entender y de éstas la más desconcertante era la palabra Pe¬ter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en las mentes de John y Michael aparecía aquí y allá, mientras que la de Wendy empezaba a estar invadida por todas partes de él. El nombre destacaba en letras mayores que las de cualquier otra palabra y mientras la señora Darling lo contemplaba le daba la impresión de que tenía un aire curiosamente descarado.
-Sí, es bastante descarado -admitió Wendy a regañadien¬tes. Su madre le había estado preguntando.
-¿Pero quién es, mi vida?
-Es Peter Pan, mamá, ¿no lo sabes?
Al principio la señora Darling no lo sabía, pero después de hacer memoria y recordar su infancia se acor-dó de un tal Peter Pan que se decía que vivía con las hadas. Se contaban historias extrañas sobre él, como que cuando los niños mo¬rían él los acompañaba parte del camino para que no tuvieran miedo. En aquel entonces ella creía en él, pero ahora que era una mujer casada y llena de sentido común dudaba se¬riamente que tal persona existiera.
-Además -le dijo a Wendy-, ahora ya sería mayor.
-Oh no, no ha crecido -le aseguró Wendy muy convenci¬da-, es de mi tamaño.
Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente; no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
La señora Darling pidió consejo al señor Darling, pero éste sonrió sin darle importancia.
-Fíjate en lo que te digo -dijo-, es una tontería que Nana les ha metido en la cabeza; es justo el tipo de co-sa que se le ocu¬rriría a un perro. Olvídate de ello y ya verás cómo se pasa.
Pero no se pasaba y no tardó el molesto niño en darle un buen susto a la señora Darling.
Los niños corren las aventuras más raras sin inmutarse. Por ejemplo, puede que se acuerden de comentar, una sema¬na después de que haya ocurrido la cosa, que cuando estu¬vieron en el bosque se encontraron con su difunto padre y jugaron con él. De esta forma tan despreocupada fue como una mañana Wendy reveló un hecho inquietante. Aparecie¬ron unas cuantas hojas de árbol en el suelo del cuarto de los niños, hojas que ciertamente no habían estado allí cuando los niños se fueron a la cama y la señora Darling se estaba pregun-tando de dónde habrían salido cuando Wendy dijo con una sonrisa indulgente:
-¡Seguro que ha sido ese Peter otra vez!
-¿Qué quieres decir, Wendy?
-Está muy mal que no barra -dijo Wendy, suspirando. Era una niña muy pulcra.
Explicó con mucha claridad que le parecía que a veces Pe¬ter se metía en el cuarto de los niños por la no-che y se senta¬ba a los pies de su cama y tocaba la flauta para ella. Por des¬gracia nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
-Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie puede entrar en la casa sin llamar.
-Creo que entra por la ventana -dijo ella.
-Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.
-¿No estaban las hojas al pie de la ventana, mamá?
Era cierto, las hojas habían aparecido muy cerca de la ven¬tana.
La señora Darling no sabía qué pensar, pues a Wendy todo aquello le parecía tan normal que no se podía desechar diciendo que lo había soñado.
-Hija mía -exclamó la madre-, ¿por qué no me has con¬tado esto antes?
-Se me olvidó -dijo Wendy sin darle importancia. Tenía prisa por desayunar.
Bueno, seguro que lo había soñado.
Pero, por otra parte, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó atentamente: eran hojas secas, pero estaba segura de que no eran de ningún árbol propio de Inglaterra. Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de una vela en busca de huellas de algún pie extraño. Metió el atizador por la chime¬nea y golpeó las paredes. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la acera y era una caída en picado de treinta pies, sin ni siquiera un canalón al que agarrarse para trepar.
Desde luego, Wendy lo había soñado.
Pero Wendy no lo había soñado, según se demostró a la noche siguiente, la noche en que se puede decir que empeza¬ron las extraordinarias aventuras de estos niños.
La noche de la que hablamos todos los niños se encontra¬ban una vez más acostados. Daba la casualidad de que era la tarde libre de Nana y la señora Darling los bañó y cantó para ellos hasta que uno por uno le fueron soltando la mano y se deslizaron en el país de los sueños.
Tenían todos un aire tan seguro y apacible que se sonrió por sus temores y se sentó tranquilamente a co-ser junto al fuego.
Era una prenda para Michael, que en el día de su cum¬pleaños iba a empezar a usar camisas. Sin embargo, el fue¬go daba calor y el cuarto de los niños estaba apenas ilumi¬nado por tres lamparillas de noche y al poco rato la labor quedó en el regazo de la señora Darling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con gran delica-deza. Estaba dormida. Mi¬radlos a los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí y la se¬ñora Darling junto al fuego. Debería haber habido una cuarta lamparilla.
Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nun¬ca jamás estaba demasiado cerca y que un ex-traño chiquillo había conseguido salir de él. No le daba miedo, pues tenía la impresión de haberlo visto ya en las caras de muchas muje¬res que no tienen hijos. Quizás también se encuentre en las caras de algunas madres. Pero en su sueño había rasgado el velo que oscurece el País de Nunca Jamás y vio que Wendy, John y Michael atisbaban por el hueco.
El sueño de por sí no habría tenido importancia alguna, pero mientras soñaba, la ventana del cuarto de los niños se abrió de golpe y un chiquillo se posó en el suelo. Iba acom¬pañado de una curiosa luz, no más grande que un puño, que revoloteaba por la habitación como un ser vivo y creo que debió de ser esta luz lo que despertó a la señora Darling.
Se sobresaltó soltando un grito y vio al chiquillo y de algu¬na manera supo al instante que se trataba de Peter Pan. Si vo¬sotros o Wendy o yo hubiéramos estado allí nos habríamos dado cuenta de que se parecía mucho al beso de la señora Darling. Era un niño encantador, vestido con hojas secas y los jugos que segre-gan los árboles, pero la cosa más deliciosa que tenía era que conservaba todos sus dientes de leche. Cuando se dio cuenta de que era una adulta, rechinó las pe¬queñas perlas mostrándolas.

2. La sombra

La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llama¬da, se abrió la puerta y entró Nana, que volvía de su tarde li¬bre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó ágilmente por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez an¬gustiada por él, pues pensó que se había matado y bajó co¬rriendo a la calle para buscar su cuerpecito, pero no estaba allí; levantó la vista y no vio nada en la oscuridad de la no¬che, salvo algo que le pareció una estrella fugaz.
Regresó al cuarto de los niños y se encontró con que Nana tenía una cosa en la boca, que resultó ser la sombra del chi¬quillo. Al saltar éste por la ventana Nana la había cerrado rá¬pidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su som¬bra no le había dado tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó.
Os aseguro que la señora Darling examinó la sombra atentamente, pero era una sombra de lo más co-rriente. Nana no tenía dudas sobre qué era lo mejor que se podía hacer con esta sombra. La colgó fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que vuelve a buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde la pueda coger fácilmente sin molestar a los niños.»
Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla col¬gando de la ventana: parecía parte de la colada y no era dig¬no del prestigio de la casa. Se le ocurrió enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enro¬llado en la cabeza para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía perfectamente lo que él diría:
-Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.
Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara un momento adecua-do para de¬círselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!
El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser viernes, có-mo no 1.

1. Recordemos que según la superstición anglosajona el viernes es el día de mala suerte.

-Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes -le decía después a su marido, mientras a lo mejor Nana es¬taba a su otro lado, sujetándole la mano.
-No, no, -le decía siempre el señor Darling-, yo soy el res¬ponsable de todo. Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.
Había sido educado en el estudio de los clásicos.
Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle que-daba gra¬bado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.
-Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 -decía la señora Darling.
-Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana -decía el señor Darling.
-Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina -de¬cían los ojos húmedos de Nana.
-Por culpa de mi afición a las fiestas, George.
-Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida. -Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, que-ridos amos.
Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por com¬pleto; Nana por pensar: «Es cierto, es cierto, no deberían ha¬ber tenido un perro de niñera.» Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos de Nana con un pañuelo.
-¡Ese canalla! -exclamaba el señor Darling y Nana lo apo¬yaba con un ladrido, pero la señora Darling nunca vitupera¬ba a Peter: había algo en la comisura derecha de su boca que no quería que insultara a Peter.
Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, re¬cordando con fervor hasta el más mínimo detalle de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta él su¬bido en el lomo.
-No quiero irme a la cama -chilló él, como quien piensa que tiene la última palabra sobre el asunto-. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis. Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no me quiero bañar, no y no!
Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había arreglado temprano por-que a Wendy le encantaba verla en traje de noche, con el collar que Geor¬ge le había regalado. Llevaba la pulsera de Wendy en el bra¬zo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la pulsera a su madre.
Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre en el día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo:
-Señora Darling, me complace comunicarle que es usted madre -y lo dijo exactamente en el mismo tono en que el señor Darling lo podría haber dicho en la auténtica oca¬sión.
Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho la auténtica señora Darling.
Luego nació John, con la pompa extraordinaria que según él se merecía el nacimiento de un varón y Mi-chael volvió del baño y pidió nacer también, pero John dijo cruelmente que ya no querían más.
Michael casi se echó a llorar.
-Nadie me quiere -dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche no pudo soportarlo.
-Yo sí -dijo-. Yo sí que quiero un tercer hijo.
-¿Niño o niña? -preguntó Michael, sin demasiadas espe¬ranzas.
-Niño.
Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan insignifi¬cante para que se acordaran de ella ahora el se-ñor y la señora Darling y Nana, pero no tan insignificante si aquella iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los niños.
Siguen con sus recuerdos.
-Fue entonces cuando entré yo como un huracán, ¿ver¬dad? -decía el señor Darling, maldiciéndose a sí mismo y es cierto que había sido como un huracán.
Quizás podría disculpársele un poco. También él se había estado arreglando para la fiesta y todo iba bien hasta que lle¬gó a la corbata. Es increíble tener que decirlo, pero este hom¬bre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no conse¬guía dominar la corbata. A veces la prenda cedía ante él sin presentar batalla, pero había ocasiones en que habría sido mejor para la casa si se hubiera tragado el orgullo y se hubie¬ra puesto una corbata de nudo hecho.
Ésta fue una de esas ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con la terca corbata toda arruga-da en la mano.
-Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?
-¡¿Que qué ocurre?! -aulló él, porque aulló de verdad-. Pues esta corbata, que no se anuda.
Se puso peligrosamente sarcástico.
-¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya lo creo, veinte veces he lo-grado ponerla al¬rededor del barrote de la cama, pero alrededor de mi cuello, no! ¡Que, por favor, la discul-pe!
Le pareció que la señora Darling no había quedado debi¬damente impresionada y siguió muy serio:
-Te advierto, mamá, que como esta corbata no esté alre¬dedor de mi cuello no salimos a cenar esta noche y, si no sal¬go a cenar esta noche, no vuelvo a la oficina en mi vida y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y nuestros hijos se verán arrojados al arroyo.
Incluso entonces la señora Darling no perdió la calma.
-Déjame intentarlo, querido -dijo y en realidad eso era lo que él había venido a pedirle que hiciera y con sus suaves y frescas manos ella le anudó la corbata, mientras los niños se apiñaban alrededor para ver cómo se decidía su destino. A algunos hombres les habría sentado mal que lo hiciera con tanta facilidad, pero el señor Darling tenía un carácter de¬masiado bueno para eso: le dio las gracias descuidadamente, se olvidó al instante de su furia y un momento después bai¬laba por la habitación con Michael a la espalda.
-¡Con cuánta alegría bailamos! -dijo ahora la señora Darling, al recordarlo.
-¡Nuestro último baile! -gimió el señor Darling.
-Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael me dijo de pronto: «¿Cómo me conociste, mamá?»
-¡Ya lo creo que me acuerdo!
-Eran muy buenos, ¿no crees, George?
-Y eran nuestros, nuestros y ahora ya no los tenemos.
El baile terminó al aparecer Nana y por mala fortuna el se¬ñor Darling se chocó con ella, llenándose los pantalones de pelos. No sólo eran pantalones nuevos, sino que además eran los primeros que tenía en su vida con trencillas y tuvo que morderse el labio para evitar las lágrimas. Como es lógi¬co, la señora Darling lo cepilló, pero él volvió a decir que era un error tener a un perro de niñera.
-George, Nana es una joya.
-No lo dudo, pero a veces me da la desagradable impre¬sión de que ve a los niños como si fueran perritos.
-Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.
-No sé yo -dijo el señor Darling pensativo-, no sé yo.
A su esposa le pareció que era la ocasión de hablarle del chiquillo. Al principio rechazó la historia con desdén, pero se quedó muy serio cuando ella le mostró la sombra.
-No es de nadie que yo conozca -dijo, examinándola cui¬dadosamente-, pero sí que tiene aire de pillastre.
-¿Te acuerdas? Todavía estábamos hablando de ello -dice el señor Darling-, cuando entró Nana con la medicina de Michael. Nana, nunca volverás a llevar el frasco en la boca y todo por mi culpa.
Siendo como era un hombre fuerte, no hay duda de que tuvo una actitud bastante tonta con lo de la medi-cina. Si al¬guna debilidad tenía, ésta era creer que toda su vida había tomado medicinas con valentía y por eso, en esta ocasión, cuando Michael rehuyó la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono reproba-dor:
-Pórtate como un hombre, Michael.
-No quiero, no quiero -lloriqueó Michael de malos mo¬dos. La señora Darling salió de la habitación para ir a bus¬carle una chocolatina y al señor Darling le pareció que aque¬llo era una falta de firmeza.
-Mamá, no lo malcríes -le gritó-. Michael, cuando yo te¬nía tu edad me tomaba las medicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queridos padres, por darme remedios para poner¬me bien.»
Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba en camisón, también lo creía y dijo, para animar a Michael:
-Papá, esa medicina que tú tomas a veces es mucho peor, ¿verdad?
-Muchísimo peor -dijo el señor Darling con gallardía-, y me la tomaría ahora mismo para darte un ejem-plo, Michael, si no fuera porque he perdido el frasco.
No lo había perdido exactamente: se había encaramado en medio de la noche a lo alto de un armario y lo había escondi¬do allí. Lo que no sabía era que la fiel Liza lo había encontrado y lo había vuelto a colocar en el estante de su lavabo.
-Yo sé dónde está, papá -exclamó Wendy, siempre feliz por ser útil-. Te lo traeré.
Y salió corriendo antes de que pudiera detenerla. Al ins¬tante se le bajaron los humos de una forma curio-sísima.
-John -dijo, estremeciéndose-, es un potingue asquero¬so. Es esa cosa horrible, dulzona y pegajosa.
-Será cosa de un momento, papá -dijo John alegremente y entonces entró Wendy corriendo con la medi-cina en un vaso.
-Me he dado toda la prisa que he podido -dijo jadeando.
-Has sido maravillosamente rauda -contestó su padre, con una cortesía vengativa que a ella le pasó inad-vertida.
-Primero Michael -dijo obstinado.
-Primero papá -dijo Michael, que era de natural descon¬fiado.
-Me voy a poner malo, ¿sabes? -dijo el señor Darling en tono amenazador.
-Vamos, papá -dijo John.
-Tú cállate, John -le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.
-Yo creía que no te costaba tomarla, papá.
-No se trata de eso -contestó él-. Se trata de que en mi vaso hay más que en la cuchara de Michael.
Su orgulloso corazón estaba a punto de estallar.
-Y eso no es justo; lo diría aunque estuviera a punto de dar mi último suspiro: eso no es justo.
-Papá, estoy esperando -dijo Michael con frialdad.
-Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también estoy esperando.
-Papá es un cobardica.
-Tú sí que eres un cobardica.
-Yo no tengo miedo.
-Tampoco tengo miedo yo.
-Pues entonces tómatela.
-Pues entonces tómatela tú. Wendy tuvo una espléndida idea.
-¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?
-Claro -dijo el señor Darling-. ¿Estás preparado, Mi¬chael?
Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medi¬cina, pero el señor Darling se puso la suya detrás de la es¬palda.
Michael soltó un aullido de rabia y Wendy exclamó:
-¡Oh, papá!
-¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? -inquirió el señor Darling-. Deja de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero… fallé.
Era espantoso cómo lo miraban los tres, como si no lo ad¬miraran.
-Escuchad todos -dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo metido en el cuarto de baño-, se me acaba de ocurrir una broma estupenda. Pondré mi medici¬na en el tazón de Nana y se la beberá, creyen-do que es leche.
Era del color de la leche, pero los niños no tenían el senti¬do del humor de su padre y lo miraron con re-proche mien¬tras vertía la medicina en el tazón de Nana.
-Qué divertido -dijo no muy convencido y ellos no se atrevieron a delatarlo cuando regresaron Nana y la señora Darling.
-Nana, perrita -dijo, dándole palmaditas-, te he puesto un poco de leche en el tazón, Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a la¬merla. Y luego, qué mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arras¬trándose en su perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no cedió. En medio de un horrible silencio la señora Darling olisqueó el tazón.
-Pero George -dijo-, ¡si es tu medicina!
-Sólo era una broma -rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy abrazaba a Nana.
-Pues sí que sirve de mucho -dijo él amargamente-, que yo me mate tratando de hacer gracias en esta ca-sa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
-Muy bien -gritó él-. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a ver por qué, por qué, por qué!
-George -le rogó la señora Darling-, no grites tanto, que ten van a oír los criados.
Por alguna razón habían adquirido la costumbre de lla¬mara Liza los criados.
-Pues que me oigan -contestó él sin miramientos-. Que me oiga el mundo entero. Pero me niego a dejar que ese pe¬rro siga haciéndose el amo del cuarto de mis niños una hora más.
Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él supli¬cante, pero él la apartó. Volvía a sentirse un hombre fuerte.
-Es inútil, es inútil -exclamó-, el lugar que te correspon¬de es el patio y allí es donde te voy a atar en este mismo ins¬tante.
-George, George -susurró la señora Darling-, recuerda lo que te he dicho sobre ese chiquillo.
Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar quién era el amo de esa casa y cuando las órde-nes no consi¬guieron hacer salir a Nana de su perrera, la sacó engatusán¬dola con dulces palabras y agarrán-dola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que ansiaba ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el desdichado padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos.
Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama en medio de un inusitado silencio y había encendido sus lamparillas de noche. Oían ladrar a Nana y John dijo llo¬riqueando:
-Es porque la está atando en el patio.
Pero Wendy era más perceptiva.
-Ése no es el ladrido de queja de Nana -dijo, sin sospe¬char lo que estaba a punto de ocurrir-, ése es el la-drido de cuando huele algún peligro.
¡Peligro!
-¿Estás segura, Wendy?
-Oh, sí.
 

4 thoughts on “Peter Pan”

  1. Oscar A. Gómez M.

    Peter Pan
    Estimados amigos estoy triste por no poder bajar el libro Peter Pan ya que sólo aparece una raya. Saludosv

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