Vlad Taltos – Jhereg

 

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La serie de Vlad Taltos es ciclo de novelas que narran las aventuras y desventuras de un asesino humano en un imperio dominada por los dragaeranos, unos seres parecidos a las humanos pero casi inmortales. Practican la magia, son muy numerosos, y sus muy altas esperanzas de vida les permitan efectuar planes  a lo largo de siglos. Están divididos en clases sociales que toman los nombres de diferentes animales.

Vlad Taltos es un hombre muy peligroso, un asesino que vive en Adrilankha, capital del imperio dragaerano. Se denomina a si mismo oriental (ser humano) en la sociedad los dragaeranos. Estos son más rápidos, altos, fuertes y malos que él y poseen el honor y las tradiciones que duran centenares de millares de años. Él es un “outsider” que se ha atrevido a jugar su propio juego y batirlos en él.

Jhereg
Un joven decidido y hábil con la espada dispone de muchos métodos para abrirse camino en la vida. Vlad Taltos escogió el camino del asesino. En Adrilankha, capital del imperio dragaerano, nunca falta trabajo para un asesino. Incluso si es humano.


Vlad Taltos, además, cuenta con armas poco comunes. Aparte de ciertos conocimientos de brujería, un arte que la mayoría desprecia, tiene la ayuda de un pequeño jhereg, cuyas alas correosas y venenosa mordedura responden siempre a sus órdenes. Nunca se ha arrepentido del pacto que hizo con la madre del jhereg: "Ofrezco a tu huevo una vida larga, carne fresca y roja sin esfuerzo, y ofrezco mi amistad. A cambio pondré ayuda en mis empeños, pues está en su poder. Pediré su sabiduría y pediré su amistad".


Jhereg, primera novela dedicada al personaje de Vlad Taltos, tiene el ritmo vertiginoso y la potencia narrativa de las mejores novelas de fantasía que se hayan publicado nunca. Su autor, Steven Brust (nacido en 1955), ha logrado en pocos años consagrar al personaje entre los más populares de la historia del género. Los motivos son evidentes: después de unas pocas páginas, es imposible dejar a un lado sus novelas.

 

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Prólogo

Existe una similitud, si me permitís una excursión al reino de las metáforas tenues, entre la sensación de una brisa helada y la sensación de una hoja de cuchillo, cuando acarician tu nuca. Si me esfuerzo, puedo convocar recuerdos de ambas. La brisa helada siempre constituirá un recuerdo más agradable. Por ejemplo…


Tenía once años y limpiaba mesas en el restaurante de mi padre. Era una noche tranquila, pues sólo estaban ocupadas un par de mesas. Un grupo acababa de irse y me encamine hacia la mesa que habían utilizado.


La mesa de la esquina era un caos; un macho, una hembra. Ambos dragaeranos, por supuesto. Por algún motivo, los humanos no solían frecuentar nuestro local quizá porque nosotros éramos también humanos, y no deseaban en el estigma, o algo por el estilo. Mi padre siempre evitaba hacer negocios con otros «orientales”.


Había tres en la mesa situada junto a la pared del fondo. Todos machos, y dragaeranos. Observé que no había propina en la mesa que estaba limpiando, y oí una exclamación ahogada detrás de mí.


Me volví justo cuando uno de los tres dejaba caer la cabeza en el plato de pierna de lyorn con pimientos rojos. Mi padre me había dado permiso para preparar la sala, y la primera idea loca que me vino a la mente fue si habría cometido alguna equivocación.
Los otros dos se levantaron con tranquilidad, como si su amigo no les preocupara en absoluto. Empezaron a caminar hacia la puerta, y comprendí que tenían la intención de irse sin pagar. Miré a mi padre, pero estaba en la pared.


Eché otro vistazo a la mesa y me pregunté si debería echar una mano al tipo que se había atragantado, o bien interceptar a los dos que intentaban largarse sin pagar.
Entonces vi la sangre.


La empuñadura de un cuchillo sobresalía de la garganta del individuo con la cara hundida en el plato. Comprendí poco a poco lo sucedido, y decidí que no, no iba a pedir dinero a los caballeros que se marchaban.


Ni siquiera corrieron. Caminaron con rapidez y sigilo hacia la puerta. Yo no me moví. Creo que ni siquiera respiraba. Recuerdo que, de pronto, fui mucho mas consciente de los latidos de mi corazón.


Unos pasos se detuvieron justo detrás de mi. Me quedé petrificado, mientras en mi mente llamaba a Verra, la Diosa Demonio.
En aquel momento, algo frío y duro tocó mi nuca. Yo estaba demasiado petrificado para encogerme. Habría cerrado los ojos de haber podido. En cambio, clavé la vista al frente. En aquel momento no me di cuenta, pero la muchacha dragaerana me estaba mirando, y empezó a levantarse. Me fijé cuando su compañero extendió una mano para detenerla, pero ella la apartó.


Entonces oí una voz suave, casi sedosa, junto a mi oído.
—No has visto nada —dijo—. ¿Comprendes?
Si hubiera tenido tanta experiencia como ahora, habría sabido que no corría auténtico peligro; de haber querido matarme, ya lo habría hecho. Pero no la tenía, de manera que me estremecí. Creí que debía asentir, pero no lo logré. La chica dragaerana casi había llegado a mi lado, y supongo que el tipo debió de darse cuenta, porque la hoja se esfumó de súbito y oí pasos que se alejaban.


Temblaba de forma incontrolable, la alta dragaerana posó una mano sobre mi hombro. Vi simpatía en su cara, algo que jamás había observado en un dragaerano, y a su manera, era tan aterrador como la experiencia que acababa de vivir. Sentí el impulso de derrumbarme en sus brazos, pero no me lo permití. Tomé conciencia de que estaba hablando en voz baja y afectuosa.


—Ya se han marchado. No va a pasar nada. Tómatelo con calma, ya ha pasado todo…
Mi padre irrumpió en la sala.
—¡Vlad! —gritó—. ¿Qué ha pasado allí? ¿Por qué…?


Enmudeció. Vio el cadáver. Of que vomitaba y sentí vergüenza por él. la mano sobre mi hombro aumentó su presión. Noté que dejaba de temblar y miré a la chica que tenía delante.


¿Chica? Era muy difícil calcular su edad, pero siendo dragaerana, podía tener entre cien y mil años. Iba vestida de negro y gris. lo cual significaba que pertenecía a la Casa jhereg. Su compañero, que se acercaba a nosotros, también era un jhereg. Los tres que habían ocupado la otra mesa eran de la misma Casa. No tema nada de especial. Nuestro restaurante era frecuentado sobre todo por jheregs, y algún ocasional teckla (cada Casa dragaerana lleva el nombre de alguna bestia nativa).


Su compañero se detuvo detrás de ella.
—¿Te llamas Vlad? —preguntó la chica.
Asentí.
—Yo soy Kiera.
Asentí de nuevo. Ella sonrió una vez más y se volvió hacia su compañero. Pagaron la cuenta y se marcharon. Yo volví a limpiar el desastre ocasionado por el muerto… y por mi padre.


Kiera —pensé para mis adentros—. No te olvidare.»
Cuando los guardias del Fénix llegaron un rato más tarde, yo estaba en la trastienda, y oí a mi padre decirles que no, que nadie había visto lo ocurrido, que estábamos en la trastienda. Sin embargo, nunca olvidé la sensación de la hoja del cuchillo, apoyada sobre mi nuca.

Y otro ejemplo…
Tenía dieciséis años y caminaba solo por las selvas que se extienden al oeste de Adrilankha. La ciudad se encontraba a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, y era de noche. Estaba gozando con la sensación de soledad, e incluso con el leve temor que se infiltraba en mi mente si pensaba en la posibilidad de toparme con un dzur salvaje, un lyorn, o incluso, Verra me asista, un dragón.


La tierra crujía y chapoteaba bajo mis botas. No hacía el menor esfuerzo por moverme con sigilo. Confiaba en que los ruidos asustaran a cualquier bestia que, de lo contrario, me asustaría a mí. Esa lógica se me escapa ahora.


Levanté la vista, pero no se vera ni una brecha en las nubes que cubren el imperio dragaerano. Mi abuelo me había dicho que su hogar oriental natal no poseía aquel cielo rojoanaranjado. Decía que de noche se veían estrellas, y yo las había visto a través de sus ojos. Podía abrirme su atente, y lo hacía a menudo. Era parte de su método para enseñar brujería, método que me llevó, a los dieciséis años, a las selvas.


El cielo iluminaba la selva lo bastante para que pudiera orientarme. No hacía caso de los arañazos que el follaje dejaba en mi cara y brazos. Poco a poco, mi estómago se calmé, después de las náuseas que lo habían asaltado cuando me teleporté aquí.


Me di cuenta de la ironía: utilizar la magia dragaerana para trasladarme al lugar donde podría dar el siguiente paso en el aprendizaje de la brujería. Acomodé la mochila que llevaba a la espalda y entre en un claro.


Por su aspecto, decidí que tal vez serviría. Espesa hierba ocupaba lo que era, mas o menos. un circulo de unos doce metros de diámetro. Di la vuelta con lentitud y cautela mis ojos se esforzaban en captar todos los detalles. Sólo me faltaba caer en un nido de chreothas


Pero mi claro estaba vacío. Me acerqué al centro y dejé la mochila. Extraje un pequeño brasero negro. Una bolsa de carbón, una sola vela negra, una vara de incienso, un teckla muerto y algunas hojas secas, las hojas eran de la planta denominada gorynth, que es sagrada para algunas religiones de Oriente.


Machaque las hojas con cuidado hasta transformarlas en un polvo grueso Después, recorrí el perímetro del claro y lo espolvoreé ante mi mientras andaba.


Volví al centro. Me senté un rato y celebré el ritual de relajar cada músculo de mi cuerpo, hasta que casi caí en trance. Con el cuerpo relajado, la mente no tuvo otro remedio que imitarlo. Cuando estuve preparado coloqué los pedazos de carbón en el brasero, lentamente, de uno en uno. Sostenía cada uno durante un momento, sentía su forma y textura, dejaba que el hollín se depositara en mis palmas. En la brujería todo puede convertirse en un ritual. Incluso antes de que el conjuro empiece los preparativos se han de realizar como es debido Siempre es posible arrojar la mente fuera, desde luego concentrarse en el resultado deseado y esperar. De esta forma las probabilidades de éxito no son muy buenas. Cuando se hace bien la brujería es mucho más satisfactoria que la magia.


Cuando hube colocado los pedazos de carbón en el brasero. Dispuse el incienso entre ellos. Cogí la vela, fijé la vista en la mecha y deseé que ardiera. Podía utilizar un pedernal, incluso la magia, para ello, pero hacerlo de esta forma servía para preparar mi mente

Creo que la noche era propicia para la brujería. Al cabo de pocos minutos, vi que salía ¡Rimo de la vela, seguido de una diminuta llama. también me sentí complacido de no experimentar rastro del agotamiento mental que acompaña a la consecución de un hechizo importante, En tiempos todavía recientes encender una vela Inc había dejado demasiado debilitado, incluso para la comunicación psiónica.


Estoy aprendiendo, abuelo.
Después, utilicé la vela para encender los carbones, y deseé que ardiera un buen friego. Cuando fue así, planté la vela en el suelo. El aroma del incienso, agradablemente dulce, llegó a mi olfato. Cerré los ojos. El círculo de hojas de gorynth trituradas impediría que los animales me estorbaran. Esperé.


Al cabo de un rato (ignoro su duración), volví a abrir los ojos. Los carbones proyectaban una tenue luz. El perfume del incienso impregnaba el aire. Los ruidos de la selva no traspasaban las fronteras del claro. Estaba dispuesto.
Contemplé fijamente los carbones y, al ritmo de mi respiración, entoné el cántico, muy lentamente, como me habían enseñado. Al tiempo que pronunciaba cada palabra. la arrojaba, la enviaba hacia la selva. Lo más lejos y con la mayor claridad posible. Mi abuelo había dicho que era un conjuro antiguo. y que había sido utilizado en Oriente durante miles de años, inmutable.
Me demoré en cada palabra, en cada sílaba, la exploré, dejé que mi lengua y mi boca investigaran y saborearan cada sonido, forcé a mi cerebro a comprender por completo cada pensamiento que enviaba. Cuando una palabra se alejaba de mí, quedaba impresa en mi consciencia. y daba la impresión de ser algo vivo.
Los últimos sonidos murieron poco a poco en la noche, y se llevaron algo de mí con ellos.
Entonces sí que me sentí exhausto. Como siempre que lanzaba un hechizo de tal magnitud, tenía que ir con cautela para no sumirme en un profundo trance. Respiré con regularidad, profundamente. Como un sonámbulo, recogí el teckla muerto y lo trasladé al borde del claro, donde pudiera verlo desde donde iba a sentarme. Después, espere.
Creo que sólo habían transcurrido unos breves minutos cuando oí un aleteo cerca de mí. Abrí los ojos y vi un jhereg en el borde del claro, cerca del teckla muerto. Me estaba mirando.
Nos miramos durante un rato, y luego, vacilante, avanzó un poco y cogió un pedazo de mí ofrenda.
Si se trataba de una hembra, era de tamaño normal, y un poco grande si era macho. Si mi conjuro había funcionado, sería hembra. La longitud de cada ala equivalía a la distancia entre mi hombro y mi muñeca, y medía un poco menos desde la cabeza, similar a la de una serpiente, hasta el extremo de la cola, la lengua bífida se deslizó sobre el roedor, probó cada bocado antes de cortar un pedazo pequeño, lo masticó y lo tragó. Comía con gran parsimonia, sin dejar de mirarme.
Cuando vi que casi había terminado, empecé a preparar mi mente para el contacto psiónico, esperanzado.
No tardó en llegar. Sentí un leve pensamiento inquisitivo en mi interior. Dejé que aumentara. Adquirió definición.
¿Qué deseas?, oí con sorprendente claridad.
Llegaba el momento de la verdad. Si aquel jhereg había acudido como resultado de mi hechizo, sería hembra, con una nidada, y lo que ¡ha a sugerir no la impulsaría a atacar, azuzada por la rabia. Si era un jhereg que pisaba por casualidad y había visto una carroña a su libre disposición, podría acarrearme problemas. Llevaba unas hierbas que me protegerían de morir por obra del veneno del jhereg aunque tal vez no.
Madre, pensé, con la mayor claridad posible, quiero uno de tus huevos.
No me atacó. y no percibí ni asombro ni irritación ante la sugerencia. Bien. Mi conjuro la había atraído y, corno mínimo, seria receptiva al trueque. Noté que el nerviosismo crecía en su interior, y lo aplaqué. Me concentré en la jhereg. Esta parte casi constituía un ritual en sí misma, aunque no del todo. Todo dependía de lo que la jhereg pensara de mí.
¿Qué ofreces?, preguntó.
Ofrezco una vida larga, conteste. Carne fresca y roja sin esfuerzo, y ofrezco mi amistad.
El animal reflexionó unos instantes.
¿Y qué pides a cambio?, preguntó.
Pediré ayuda en mi empeño, pues está en su poder. Pediré su sabiduría, y pediré su amistad.
Durante un rato, no pasó nada. La jhereg permaneció en su sitio, sobre los restos del teckla, mirándome.
Me acercaré, dijo por fin.
La jhereg caminó hacia mí. Sus garras eran largas y afiladas, pero mas útiles para correr que para pelear. Después de un buen ágape, los jheregs descubrían que pesaban demasiado para remontar el vuelo, y debían correr para escapar de sus enemigos.
Se paró ante mí y me miró a los ojos. Era extraño distinguir inteligencia en aquellos ojos diminutos de serpiente, así como entablar una comunicación casi a nivel humano con un animal cuyo cerebro no era mayor que la primera articulación de mi dedo. Parecía antinatural, como así era, pero no lo descubrí hasta pasado un tiempo.
Al cabo de un rato, la jhereg «habló» de nuevo.
Espera aquí, dijo. Se volvió y extendió las alas, similares a las de un murciélago. Tuvo que correr unos pasos antes de remontar el vuelo, y entonces me quedé solo.
Solo…
Me pregunté qué diría mi padre, si estuviera vivo. No lo aprobaría, por supuesto. La brujería era demasiado «oriental» para él, y estaba demasiado ocupado en convenirse en dragaerano.
Mi padre murió cuando yo tenía catorce años. Nunca conocí a mi madre, pero mi padre murmuraba algo en ocasiones acerca de la «bruja» con quien se había casado. Poco después de su muerte, gastó todo cuanto había ganado en el restaurante durante cuarenta años en un esfuerzo por hacerse aún más dragaerano: compró un título. De esta forma nos convertimos en ciudadanos, y nos encontramos vinculados al Orbe Imperial. El vínculo nos permitía utilizar la magia. práctica que mi padre alentaba. Conocía a una bruja de la Mano Izquierda de jhereg que unció que practicaría la brujería. Después, encontró a un maestro de esgrima que accedió a enseñarme esgrima al estilo dragaerano. Mi padre me anunció que estudiaría esgrima oriental.
Pero mi abuelo seguía vivo. Un día, le expliqué que, pese a ser va adulto, era demasiado bajo y débil para llegar a ser un buen espadachín tal como me enseñaban, y que la magia no me interesaba. Nunca pronunció una palabra de crítica contra mi padre, pero empezó a enseñarme esgrima y brujería.
Cuando mi padre murió, estaba satisfecho de que hubiera aprendido bastante magia para poder teleportarme; ignoraba que las teleportaciones me enfermaban. No sabía con cuánta frecuencia utilizaba la brujería para disimular las contusiones que me causaban los matones dragaeranos, si me sorprendían a solas y me informaban sobre lo que pensaban acerca de los orientales con pretensiones Y nunca llegó a saber que Kiera me había enseñado a moverme con celeridad, a caminar entre una multitud. como si no existiera. Utilicé aquellas habilidades. Una noche salí con un garrote. Encontré solo a uno de mis torturadores y le rompí unos cuantos huesos.
No sé. Tal vez, si hubiera profundizado mis en la magia, habría podido salvar a mi padre. Pero no lo sé.
Después de su muerte, me resultó más fácil encontrar tiempo para estudiar brujería y esgrima, pese al trabajo añadido de dirigir el restaurante. Empecé a ser un brujo muy bueno. Lo bastante, de hecho, para que mi abuelo dijera por fin que ya no podía enseñarme más cosas, y me dio instrucciones para dar el siguiente paso, ya sin su ayuda. El siguiente paso era, por supuesto…

La jhereg volvió al claro con un batir de alas. Esta vez se posó ante mis piernas cruzadas. Aferraba en la garra derecha un huevo diminuto. Me lo tendió.
Calmé mi nerviosismo. Había funcionado! Extendí la mano derecha. después de comprobar que no temblaba. El huevo cayó en mi palma. El calor que desprendía me sorprendió. Cabía en mi palma. Me lo guardé con cuidado en el justillo, pegado al pecho.
Gracias; madre, pensé. Que tu vida sea larga, tu alimento abundante y numerosa tu progenie.
Larga vida y buena caza para ti, contestó.
No soy cazador, dije.
Lo serás, respondió. Entonces, dio media vuelta, extendió las alas y salió volando del claro.
Durante la semana siguiente, estuve a punto de aplastar el huevo dos veces pese a que lo llevaba apretado contra el pecho. La primera vez me vi enredado en una pelea con un par de esbirros de la Casa de la Orca; la segunda, ocurrió cuando apoyé contra mi pecho una caja de especias, en el restaurante.
Los incidentes me alarmaron, y decidí tomar medidas para que el huevo no volviera a correr peligro. Para protegerme de lo primero, estudié diplomacia. En cuanto a lo segundo, vendí el restaurante.
Aprender diplomacia fue la tarea. más difícil. Mis inclinaciones naturales no iban por esos derroteros, y tuve que estar en guardia todo el tiempo. Por fin, descubrí que era. capaz de ser muy educado con un dragaerano que me estaba insultando. En ocasiones, pienso que, más que todo lo demás, fue lo que me preparó para lograr el éxito, tiempo después.
Vender el restaurante constituyó un alivio, sobre todo. Estaba al frente desde la muerte de mi padre, y me ganaba bastante bien la vida, pero nunca pensé que mi futuro estuviera en la restauración.
Sin embargo, me planteó con crudeza el problema de qué iba a hacer para vivir, a corto plazo y durante el resto de mi vida. Mi abuelo me ofreció entrar como socio en su negocio de brujería, pero yo era muy consciente de que apenas le daba para ir tirando. También recibí una oferta de Kiera, que quería enseñarme su profesión, pero los ladrones orientales no obtienen buenas recompensas de la esgrima dragaerana. Además, mi abuelo no aprobaba el robo.
Vendí el local sin haber resuelto todavía el problema, y viví un tiempo de lo obtenido. No os diré qué gané; aún era joven. Me mudé a una nueva vivienda, pues el nuevo propietario iba a ocupar el piso situado encima del restaurante.
También compré una espada. Se trataba más bien de un estoque, hecho a medida por un herrero de la Casa jhereg, que me cobró un precio desmesurado. Era lo bastante fuerte para parar las estocadas de las espadas dragaeranas, más pesadas, pero también lo bastante ligero para sorprender a los espadachines orientales, cuya sabiduría no sobrepasaba la ecuación ataque-defensa-ataque.
Con el futuro aún incierto, me volví a sentar y cuidé de mi huevo.

Dos meses después de vender el restaurante, me encontraba sentado a una mesa de juego. Hacía apuestas bajas en un local que permitía la entrada a los orientales. Aquella noche era el único humano presente, y había unas cuatro mesas en acción.
Oí voces airadas en la mesa contigua, y ya iba a darme la vuelta, cuando algo se estrelló contra mi silla. Experimenté una momentánea oleada de pánico, pues había estado a punto de aplastar el huevo contra el borde de la mesa, y me puse en pie. El pánico dio paso a la cólera y, sin pensarlo dos veces, cogí la silla y la rompí sobre la cabeza del tipo que se había derrumbado sobre mí. Se desplomó como un halcón y quedó inmóvil. El tipo que le había empujado me miró como si dudara entre darme las gracias o atacarme. Yo sostenía aún la pata de la silla en la mano. La levanté y aguardé su reacción. Entonces, una mano aferró mi hombro y sentí una frialdad conocida en la nuca.
—Aquí no queremos peleas, patán —dijo una voz junto a mi oído derecho.
Tenía la adrenalina bastante alta, así que estuve a punto de dar media vuelta y destrozar la cara del bastardo, pese al cuchillo que apretaba contra mí, pero el adiestramiento que había recibido vino en mi ayuda, y me oí decir con voz firme:
—Disculpadme, buen señor. Os aseguro que no volverá a ocurrir.
Bajé el brazo derecho y dejé caer la pata de la silla. Era inútil intentar explicarle lo que había pasado si no lo había visto…, y también en caso contrario. Cuando hay problemas, y un oriental se encuentra en medio, no cabe duda sobre de quién es la culpa. No me moví.
A continuación, sentí que el cuchillo se apartaba de mi cuello.
—Tienes razón —dijo la voz—. No volverá a pasar. Lárgate de aquí y no vuelvas.
Asentí una sola vez. Dejé mi dinero sobre la mesa y salí sin mirar atrás.
Me calmé un poco camino de casa. El incidente me irritaba. No tendría que haber golpeado al tipo, decidí. Había permitido que el miedo me dominara, y reaccionado sin pensar. No servía de nada.
Mientras subía la escalera que conducía a mi apartamento, mi mente volvió al viejo problema de qué iba a hacer. Había dejado sobre la mesa un buen puñado de imperiales, el alquiler de media semana. Daba la impresión de que mis únicos talentos se reducían a la brujería y a apalizar dragaeranos. Poca cosa, mirado con objetividad.
Abrí la puerta y me relajé en el sofá. Saqué el huevo, lo sostuve un rato para calmar mis nervios, y me quedé inmóvil. Había una pequeña grieta. Debió de ocurrir cuando golpeé la mesa, aunque creía que no había sufrido daños.
Fue en aquel momento, a la edad de dieciséis años, cuando aprendí el significado de la ira. Una llama al rojo vivo me abrasó cuando recordé la cara del dragaerano que había empujado al otro contra mí, y asesinado de paso a mi huevo. Aprendí que era capaz de matar. Tomé la determinación de buscar a aquel bastardo y acabar con su vida. En mi mente, no cabía la menor duda de que era hombre muerto. Me levanté y avancé hacia la puerta, sin soltar el huevo…
…y me detuve de nuevo.
Algo sucedía. Un presentimiento, que no podía concretar, estaba atravesando la barrera de mi cólera. ¿Qué era? Contemplé el huevo y, de pronto, experimenté un inmenso alivio.
Si bien no era consciente de ello, había establecido un vínculo psiónico con el ser que habitaba en el interior del huevo. Yo percibía algo, a cierto nivel, y eso significaba que mi jhereg seguía vivo.
La ira se evaporó con tanta rapidez como había aparecido, y me dejó tembloroso. Volví al centro de la habitación y deposité el huevo en el suelo, con la mayor suavidad posible.
Utilicé el vínculo mental para identificar la emoción que percibía: determinación. Un propósito ciego, sin depurar. Jamás había establecido contacto con una finalidad tan decidida. Era sorprendente que algo tan pequeño pudiera experimentar un sentimiento tan potente.
Me alejé del huevo, supongo que impulsado por un deseo irracional de «darle rienda suelta», y miré. Se oyó un «tap tap» casi inaudible, y la grieta se ensanchó. Entonces, de repente, el huevo se partió, y apareció aquel feo reptil diminuto, entre los fragmentos rotos de la cáscara. Tenía las alas apretadas contra el cuerpo, y los ojos cerrados. Las alas no eran mayores que mi pulgar.
Aquello… ¿Aquello? Él. comprendí de repente. Intentó moverse; fracasó. Probó de nuevo, sin resultado. Pensé que debía hacer algo, aunque ignoraba qué. Sus ojos se abrieron, pero dio
la impresión de que no se enfocaban en nada. La cabeza, apoyada sobre el suelo, se movió penosamente.
Indagué mediante el vínculo, y ahora capté confusión y un poco de miedo. Intenté enviarle sensaciones de bienestar, protección y todo eso. Poco a poco, me acerqué y extendí la mano.
Por sorprendente que parezca, debió de ver mi movimiento. Es evidente que no relacionó los movimientos con los pensamientos que recibía de mí, porque percibí una rápida explosión de miedo, y trató de apartarse. No lo logró, y lo cogí con cautela. Obtuve dos resultados: el primer mensaje claro del ser y mi primera mordedura de jhereg. El mordisco fue muy leve, y el veneno demasiado débil para afectarme, pero ya tenía colmillos. El mensaje fue sorprendentemente nítido.
¿Mamá?, dijo.
Exacto. Mamá. Medité unos instantes, y después intenté enviarle mi propio mensaje.
No, papá, dije.
Mamá, corroboró.
Dejó de removerse y pareció calmarse en mi mano. Comprendí que estaba demasiado agotado, y después comprendí que yo también. Además, los dos teníamos hambre. Entonces se me ocurrió: ¿con qué demonios voy a alimentarle? Durante todo el tiempo que le había llevado encima supe que algún día saldría del huevo, pero nunca asumí que dentro había un auténtico jhereg vivo.
Lo llevé a la cocina y me puse a buscar. Veamos… Leche. Empezaremos con eso.
Conseguí sacar un platillo y verter un poco de leche en él. Lo dejé sobre la encimera y deposité al jhereg al lado, con la cabeza en el plato.
Lamió un poco, en apariencia sin problemas, de modo que rebusqué un poco más y descubrí por fin un pedazo de ala de halcón. Lo puse en el plato; lo encontró casi al instante. Desgarró un trozo (ya tenía dientes; estupendo) y empezó a masticar. Lo masticó durante casi tres minutos antes de engullirlo, pero lo consiguió, y lo tragó sin dificultades. Me tranquilicé.
Después, dio la impresión de estar más cansado que hambriento, de modo que lo cogí y me lo llevé al sofá. Me tendí y lo coloqué sobre mi estómago. Me adormecí al poco rato. Compartimos sueños agradables.
Al día siguiente, alguien llamó a mi puerta, a eso de media tarde. Cuando abrí, reconocí al tipo de inmediato. Era el que conducía la partida el día anterior y me había dicho que no volviera…, con un cuchillo apoyado en mi cuello para mayor énfasis.
Le invité a entrar, porque soy curioso.
—Gracias —dijo—. Me llamo Nielar.
—Os ruego que toméis asiento, mi señor. Soy Vlad Taltos. ¿Vino?
—No, gracias. No pienso quedarme mucho rato.
—Como gustéis.
Le acerqué una silla y me acomodé en el sofá. Cogí mi jhereg y lo abracé. Nielar arqueó las cejas, pero no dijo nada.
—¿Qué puedo hacer por vos? —pregunté.
—He llegado a la conclusión de que ayer tal vez me equivoqué cuando te culpé del incidente.
¿Cómo? ¿Un ciragaerano pidiendo perdón a un oriental? Me pregunté si el mundo estaba llegando a su fin. Era algo sin precedentes en mi experiencia anterior, por decirlo de una manera suave. Yo era un humano de dieciséis años, y él un dragaerano que debía de estar próximo al milenio.
—Sois muy amable, mi señor —logré articular.
Él desechó mis palabras con un ademán.
—Añadiré que también me gustó tu manera de comportarte.
¿De veras? Pues a mí no. ¿Qué estaba pasando?
—Lo que quiero decir —prosiguió— es que podría emplear a alguien como tú, si decides trabajar para mí. Tengo entendido que estás sin trabajo en este momento, y…
Terminó con un encogimiento de hombros.
Había varias preguntas que deseaba formularle, por ejemplo: «¿Cómo has averiguado tantas cosas sobre mí, y por qué?», pero no sabía qué reacción provocaría, de modo que dije:
—Con todos los respetos, mi señor, no sé qué podría hacer por vos.
Volvió a encogerse de hombros.
—Para empezar, impedir el tipo de problemas que tuvimos anoche. Además, necesito ayuda de vez en cuando para cobrar deudas. Ese tipo de cosas. Por lo general, hay dos personas que me ayudan a llevar el local, pero una de ellas sufrió un accidente la semana pasada, así que en este momento voy corto de personal.
Su forma de decir «accidente» se me antojó extraña, pero no dediqué tiempo a elucubrar sobre su significado.
—De nuevo con todos los respetos, mi señor, no me parece que un oriental pueda parecer muy intimidador cuando se enfrente a un dragaerano. Ignoro si…
—Estoy convencido de que no comportará ningún problema —me interrumpió —. Tenemos una amiga común, y me ha asegurado que eres muy capaz de manejar este tipo de cosas. De hecho, le debo uno o dos favores, y me pidió que pensara en tomarte a mi cargo.
¿Una amiga? Ya no había la menor duda, por supuesto. Kiera velaba de nuevo por mí, bendito sea su corazón. De pronto, todo empezó a aclararse.
—Tu paga —continuó— serían cuatro imperiales a la semana, más un diez por ciento de las deudas pendientes que vayas a cobrar. En realidad, la mitad, pues trabajarás con mi otro ayudante.
¡Uf! ¿Cuatro imperiales a la semana? Eso ya era más de lo que solía ingresar cuando regentaba el restaurante. Y la comisión, aunque tuviera que partírmela con…
—¿Estáis seguro de que ese ayudante no se opondrá a trabajar con un…, um, oriental?
Los ojos del dragaerano se entornaron.
—Ése es mi problema —dijo—. De hecho, ya lo he hablado con Kragar, y no le importa en absoluto.
Asentí.
—Tendré que pensarlo —contesté.
—Estupendo. Ya sabes dónde encontrarme.
Asentí de nuevo y le acompañé a la puerta, con palabras amables por ambas partes. Miré a mi jhereg cuando la puerta se cerró.
—Bien, ¿qué opinas? —le pregunté.
El jhereg no contestó, pero yo tampoco lo esperaba. Me senté a meditar y me pregunté si la cuestión de mi futuro se estaba solucionando, o sólo aplazando. Después, deseché el pensamiento. Tenía una cuestión más importante que resolver: ¿qué nombre iba a ponerle a mi jhereg?

Le llamé «Loiosh». Él me llamó «Mamá». Le adiestré. Me mordió. Poco a poco, en el curso de los siguientes meses, desarrollé una inmunidad a su veneno. Con mayor lentitud todavía, con el paso de los años, desarrollé una inmunidad parcial a su sentido del humor.
A medida que avanzaba en mi profesión, Loiosh me prestó su ayuda. Poca al principio, mucha después. Al fin y al cabo, ¿quién se fija en otro jhereg que vuela por la ciudad? El jhereg, por su parte, se fija en muchas cosas.
Gradualmente, con el paso del tiempo, acumulé más habilidad, nivel social, amigos y experiencia.
Y, tal como su madre había predicho, me convertí en cazador.
 

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