Torbellino

Presiona aqui para descargar el libro «Torbellino» 

 

Lee las primeras paginas del libro Online

En las montañas Zagros: a la puesta de sol. El sol tocaba ya el horizonte y el hombre cabalgaba cansinamente sobre su caballo, contento de que la hora de la oración hubiese llegado.
Hussain Kowissi era un fornido iraní de treinta y cuatro años, de tez clara y ojos y barba muy oscuros. De su hombro colgaba un fusil soviético de asalto «AK47». Iba bien preparado contra el frío: llevaba un turbante blanco, ropaje oscuro raído por los viajes, una chaqueta nómada de piel de cordero, una «Kash’kai», anudada a la cintura y unas botas muy baqueteadas. Al llevar las orejas tapadas, no oyó el alarido distante del helicóptero jet que se aproximaba. Detrás de él, su fatigado camello de carga tiró del ronzal, impaciente por comer y descansar. Con aire ausente, lo maldijo mientras desmontaba.
El aire, a aquella altura de casi dos mil quinientos metros, era cortante, frío, muy frío, y el suelo estaba cubierto por una espesa capa de nieve que el viento arremolinaba a rachas, haciendo que el sendero fuese resbaladizo y traicionero. Abajo, el poco conocido camino, recorría, zigzagueante, valles lejanos hasta Esfahan, donde él había estado. Más adelante, serpenteaba peligrosamente hacia arriba, entre riscos, luego, a otros valles que daban al Golfo Pérsico y al pueblo de Kowiss donde él naciera, en el que ahora vivía y del que había tomado el nombre al convertirse en mollah.
El peligro o el frío le tenían sin cuidado. El peligro le parecía tan definido como el mismo aire.
«Es casi como si volviese a ser un nómada —pensó—, con el abuelo conduciéndonos como en los viejos tiempos, cuando todas nuestras tribus del Kash’kai podían trasladarse de los pastos invernales a los de verano, cada hombre con su caballo y su arma y rebaños a placer. Teníamos multitud de ovejas, de cabras y de camellos, nuestras mujeres llevaban la cara descubierta, vivíamos libres, como lo hicieran nuestros antepasados durante siglos, sometidos tan sólo a la Voluntad de Dios. Esos viejos tiempos terminaron hace apenas sesenta años —se dijo, sintiendo arder la ira de nuevo—, cuando Reza Khan, aquel soldado advenedizo, usurpó el trono con la ayuda de los malditos británicos, proclamándose a sí mismo Sha Reza, el primero de los Sha Pahlevi. Y, entonces, con el respaldo de su regimiento de cosacos, nos doblegó
e intentó expulsarnos.
»Fue obra de Dios el que, en su momento, el Sha Reza fuera humillado y desterrado por sus odiosos amos británicos, muriendo en el olvido; obra de Dios el que el Sha Mohammed se viera obligado a huir hace sólo unos días; obra de Dios el que Jomeiny retornara para ponerse al frente de Su revolución. Voluntad de Dios el que mañana, o cualquiera de estos días, yo sea martirizado. Deseo de Dios el que seamos arrastrados por Su torbellino y que haya un juicio final para todos los extranjeros y los lacayos del Sha.»
El helicóptero estaba ya más cerca pero él seguía sin oírlo, contribuyendo a apagar aquel sonido el lamento del viento racheado. Satisfecho, sacó su alfombra de oración y la extendió sobre la nieve, doliéndole aún la espalda por los verdugones que el vergajo le produjera. Luego, cogió un puñado de nieve. Siguiendo el ritual, se lavó el rostro y las manos, preparándose para la cuarta oración del día. Después, se colocó cara al Suroeste, hacia la Ciudad Santa de La Meca, que se encontraba a mil seiscientos kilómetros de distancia, en Arabia Saudita, y concentró su mente en Dios.
Allahu Akbar, Allahu Akbar. La illah illa Allah… Mientras repetía
el Chahada, se postró dejando que las palabras árabes lo envolvieran. «Dios es el más Grande. Dios es el más Grande. Atestiguo que no hay otro Dios que Dios y que Mahoma es Su Profeta. Dios es el más Grande, Dios es el más Grande. Atestiguo que no hay otro Dios que Dios y que Mahoma es Su Profeta…»
El viento arreció, más frío aún. Y entonces, a través de su cubre orejas, le llegó el palpitar del motor del jet, el cual fue aumentando cada vez más hasta penetrar en su cerebro y acabar con su paz, haciendo que perdiese la concentración. Enfadado, abrió los ojos. El helicóptero se hallaba muy cerca ya, apenas a sesenta metros del suelo y volando directamente hacia él.
En un principio, creyó que se trataba de un aparato del Ejército, y un miedo súbito lo atenazó al pensar que le estuvieran buscando.
Luego, reconoció los colores rojo, blanco y azul de los británicos y los familiares rasgos del audaz «SG» alrededor del león rojo de Escocia en el fuselaje, la misma compañía de helicópteros que operaba desde la base aérea, en Kowiss, y sobre todo Irán. Por lo tanto, su miedo desapareció aunque no su ira. Lo observó, embargado por el aborrecimiento que sentía hacia lo que representaba. La ruta que seguía era prácticamente sobre su cabeza, aunque no representara peligro alguno para él. Dudaba de que quienes estuviesen a bordo pudieran descubrirle, allí, al abrigo de un saliente, pero aun así, se resentía con todo su ser de aquella intrusión en su paz y de la destrucción de sus plegarias. Y a medida que aquel ensordecedor estruendo aumentaba, su ira crecía.
La illah illa Allah… Intentó reanudar sus oraciones pero el aire desplazado por las hélices le lanzaba la nieve a la cara. Detrás de él, su caballo piafaba y se encabritaba acometido de un pánico súbito, mientras que todo aquel movimiento hacía que resbalase y se escurriese. El camello de carga, sujeto por el ronzal, presa igualmente de pánico, pateó y se agitó de un lado a otro sobre tres patas, sacudiendo su carga y enredando las ataduras.
Su furia se desbordó.
—¡Infiel! —aulló al aeroplano, que ahora estaba a la altura del borde de la montaña, al tiempo que se ponía en pie de un salto. Cogió su arma, le quitó el seguro y disparó una ráfaga. Luego, corrigiendo la puntería, vació el cargador,
—¡SATANÁS! —gritó en el súbito silencio.
Cuando los primeros proyectiles alcanzaron al helicóptero, el joven piloto, Scot Gavallan, se quedó momentáneamente paralizado, mirando, estupefacto, los agujeros que habían aparecido en la bóveda de plástico, delante de él.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó con voz entrecortada: era la primera vez que disparaban contra él.
Sus palabras quedaron ahogadas por el hombre instalado junto a él, en el asiento delantero, cuyas reacciones, acostumbrado a la lucha, eran rápidas y fulminantes.
—¡Toma tierra! —La orden explotó en los auriculares.
—!Toma tierra! —vociferó Tom Lochart de nuevo a través de su micrófono manual. Luego, como él no disponía de mandos, apartó la mano izquierda del piloto y accionó la palanca colectiva hacia abajo, cortando bruscamente elevación y energía. El helicóptero osciló, descontrolado, perdiendo altura al punto. En aquel momento, la segunda descarga de disparos los alcanzó. Un ominoso estallido se produjo encima y atrás; por alguna otra parte, una bala hizo impacto sobre metal, los jets resollaron, y el helicóptero cayó del cielo.
Era un «Jet Ranger 206», capaz para un piloto y cuatro pasajeros, uno delante y tres detrás, e iba completo. Hacía una hora que Scot, siguiendo la rutina, había recogido a los demás de vuelta de un mes de permiso, en el aeropuerto Shiraz, a unos ochenta kilómetros al Sureste, pero en aquellos momentos la rutina se había convertido en una pesadilla y la montaña se precipitaba hacia ellos hasta que, justamente sobre una cresta, la tierra se alejó como por milagro y el helicóptero se hundió en una depresión, dándole un fugaz instante de respiro para recuperar energía y parte del control.
—¡Cuidado, por Dios Bendito! —exclamó Lochart.
Scot ya había visto el peligro, aunque no con tanta rapidez. Ayudándose de manos y pies, hizo que el aparato girase bruscamente alrededor del escarpado saliente, golpeando con el patín izquierdo del tren de aterrizaje contra las rocas; el choque resonó, a modo de protesta, y volvieron a bajar hasta quedar a unos metros apenas de la fragosa superficie de rocas y árboles.
—Bajo y rápido por ese lado, Scot… —dijo Lochart—. No, por ese lado, por allí, abajo de esa cresta, en la garganta. ¿Te ha alcanzado?
—No, no lo creo. ¿Y a ti?
—No, ahora vas bien. Desciende por la garganta. ¡Vamos! ¡Rápido!
Scot Gavallan obedeció las instrucciones y voló, demasiado bajo y demasiado de prisa, sin habérsele serenado todavía la mente. Aún sentía el sabor amargo de la bilis en la boca y el corazón latiéndole con fuerza. A través del tabique de separación, y pese al ruido de los motores, podía oír los gritos y las maldiciones de los pasajeros que ocupaban los asientos de atrás. Sin embargo, no podía arriesgarse a volver la cabeza para mirar hacia atrás, por lo que habló a través del intercomunicador.
—¿Ha resultado alguien herido ahí, Tom? —preguntó ansioso.
—¡Olvídalos, concéntrate y vigila la cresta. Yo me ocuparé de ellos! —respondió Tom Lochart con tono apremiante, recorriéndolo todo con la mirada. Era un canadiense de cuarenta y dos años, antiguo piloto de la RAF, antiguo mercenario y, por entonces, piloto jefe de su base, Zagros Tres—. Vigila el saliente y procura estar preparado para evitarlo de nuevo. Aférrate a la palanca y manténla baja. ¡Cuidad0000!
El saliente se encontraba ligeramente sobre ellos y se precipitó a su encuentro demasiado de prisa. Gavallan vio el colmillo de rocas directamente en su ruta. Apenas había tenido tiempo de soslayarlo cuando un violento golpe de viento lo empujó peligrosamente cerca de la parte escarpada de la garganta. Corrigió en exceso y escuchó una serie de obscenidades a través de los auriculares. Recuperó el control de nuevo. Entonces, delante de él, vio los árboles, las rocas y el repentino final en la garganta, y supo que estaban perdidos.
De repente, todo pareció ralentizarse para él.
—¡Dios Todo…!
—¡A babor todo…! ¡Vigila la roca!
Scot sintió que sus manos y pies obedecían, y observó cómo el helicóptero hacía una pirueta, esquivaba la roca por unos centímetros, se lanzaba hacia los árboles para sobrevolarlos y se sumergía en el espacio abierto.
—Toma tierra por aquella parte, lo más de prisa que puedas.
Se quedó mirando a Lochart con la boca abierta, con el estómago todavía en la boca.
—Claro. Más vale que le echemos un vistazo, que comprobemos en qué estado se encuentra —dijo Lochart apremiante, desesperado de no poder tener los controles—. He oído algo.
—Y yo también. Pero, ¿qué me dices del tren de aterrizaje? Podría quedar destrozado.
—Sólo tienes que mantener el peso. Yo bajaré a comprobarlo. Si todo está en orden, lo dejarás en tierra y le haré una rápida revisión. Es más seguro así. Sólo Dios sabe si las balas han partido alguna conducción de combustible o cualquier cable. —Lochart vio a Scot apartar los ojos del calvero y echar una ojeada a sus pasajeros—. Al diablo con ellos. Yo me ocuparé. Tú concéntrate en la toma de tierra —ordenó tajante.
Observó cómo el joven piloto enrojecía, aunque le obedeció. Luego, tratando de contener las repentinas náuseas, Lochart se volvió hacia atrás, esperando encontrarse todo salpicado de sangre y entrañas y a alguien lanzando alaridos, ahogados por el fragor de los motores, y sabiendo que no podría hacer nada hasta que encontraran refugio y tomaran tierra. La primera obligación era tomar tierra sin incidentes.
Se sintió dolorosamente aliviado al comprobar que los tres hombres instalados en los asientos traseros, dos mecánicos y otro piloto, parecían haber resultado ilesos, aunque todos se mantenían agazapados y Jordon, el mecánico que se sentaba exactamente detrás de Scot, estaba lívido y se sujetaba la cabeza con las manos. Lochart se volvió de nuevo.
En aquellos momentos se encontraban ya a unos quince metros, con excelente aproximación, bajando con rapidez. En el calvero, el suelo aparecía desnudo, blanco y liso, sin que se viera emerger un puñado de hierba siquiera, con la nieve acumulándose en los bordes. Se trataba, al parecer, de una buena elección. Había espacio suficiente para maniobrar y tomar tierra. Pero, ¿cómo calcular la profundidad de la nieve y el estado del terreno oculto bajo ella? Lochart sabía cómo maniobrar si él manejara los mandos, pero no los tenía. No era el capitán aunque fuese un jefe superior.
—Atrás todos están bien, Scot.
—Gracias a Dios —repuso Scot Gavallan—. ¿Preparado para salir?
—¿Qué te parece el terreno?
Scot notó la cautela en el tono de Lochart, y al punto suspendió el aterrizaje, aumentó la energía y permaneció inmóvil.
«Santo Cielo —pensó casi embargado por el pánico ante su propia estupidez—. Si Tom no me hubiese advertido, hubiera tomado tierra ahí y sólo Dios sabe el espesor de la nieve o lo que pueda haber debajo de ella.» Se afirmó a treinta metros y escudriñó la ladera de la montaña.
—Gracias, Tom. ¿Qué te parece allí?
El nuevo calvero era algo más pequeño, a unos centenares de metros del otro lado del valle, y con una buena ruta de salida algo más abajo por si la necesitaban, y al abrigo del viento. El suelo estaba casi limpio de nieve, áspero aunque utilizable.
—También me da la impresión de que es mejor —comentó Lochart, quitándose uno de los auriculares y volviéndose a mirar hacia atrás—. ¡Eh, JeanLuc! —gritó intentando dominar el ruido de los motores—. ¿Estás bien?
—Sí. He oído algo.
—También nosotros. ¿Estás bien, Jordon?
—Por supuesto que estoy condenadamente bien, ¡por todos los cielos! —vociferó Jordon a su vez con tono desabrido. Era un australiano duro y enjuto que sacudía la cabeza como un perro—. Sólo me he golpeado mi condenada cabeza. ¡Vaya con esas condenadas balas! Creí que Scot había dicho que las cosas iban condenadamente mejor después de irse el condenado Sha y con el condenado regreso de Jomeiny. ¿Mejor? ¡Ahora resulta que esos condenados están disparando contra nosotros! Jamás habían hecho algo así antes. ¿Qué condenados demonios pasa?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Quizá se trate de algún chiflado que disfruta dándole al gatillo. Si el tren de aterrizaje está en condiciones, tomaremos tierra y tú y Rod podréis darle un repaso.
—¿Cómo está la condenada presión del aceite? —vociferó Jordon.
—En verde —respondió Lochart acomodándose de nuevo y repasando de manera automática los mandos, el calvero, el cielo, la derecha, la izquierda, arriba y abajo. Iban descendiendo suavemente. A través de sus micrófonos, escuchó a Gavallan musitar con tono monótono:
—Lo has hecho muy bien, Scot.
—Maldita sea —dijo el más joven tratando de parecer indiferente—. Lo hubiera estrellado. Cuando nos dieron me quedé prácticamente paralizado, y si no hubiese sido por ti hubiera capotado.
—Mucha de la culpa ha sido mía. Manejé la colectiva sin advertirte. Lo siento pero teníamos que salir rápidamente de la línea de fuego de ese bastardo. Lo aprendí en Malaya. —Lochart había pasado un año allí con las fuerzas británicas, en su lucha contra los rebeldes comunistas—. No tenía tiempo de advertirte. Toma tierra tan rápido como puedas.
Con expresión aprobadora, observó cómo Gavallan se quedaba inmóvil, escudriñando el terreno cuidadosamente.
—¿Viste al que nos disparó, Tom?
—No, pero tampoco esperaba fuerzas hostiles. ¿Hacia dónde vas a tomar tierra?
—Hacia allí, bien alejados del árbol caído. ¿De acuerdo?
—Me parece muy bien. Hazlo lo más aprisa posible. Manténte inmóvil a medio metro, más o menos.
A unos centímetros sobre la nieve, la inmovilidad fue perfecta, tan firme como las rocas que quedaran abajo, aun cuando soplaba un viento racheado. Lochart abrió la portezuela. El repentino frío lo dejó helado. Se subió la cremallera de su chaquetón de vuelo forrado, y comenzó a salir con extremado cuidado, manteniendo la cabeza bien baja para evitar las aspas giratorias.
La parte delantera del patín tenía raspaduras y estaba muy abollada, así como algo retorcida, pero los remaches que la sujetaban al bastidor del tren de aterrizaje estaban intactos. Rápidamente examinó el otro lado, de nuevo repasó el patín dañado y luego alzó los pulgares indicando vía libre. Gavallan accionó las válvulas de admisión muy levemente y posó el aparato con la suavidad de un vilano.
Al punto, los tres hombres instalados en los asientos de atrás salieron del aparato. JeanLuc Sessonne, el piloto francés, se hizo a un lado para dejar que los dos mecánicos empezaran su labor, uno a babor, y el otro a estribor, inspeccionando todo el aparato, desde el morro a la cola. El viento producido por las aspas les agitaba la ropa. Lochart se encontraba debajo del helicóptero buscando posibles filtraciones de aceite o combustible, mas no encontró ninguna, por lo que se levantó y siguió a Rodrigues. El hombre era americano y un mecánico muy bueno, su propio mecánico el cual, desde hacía un año, se ocupaba del «212» con el que habitualmente volaba. Rodrigues soltó la abrazadera de un panel de inspección y atisbó en su interior con el canoso cabello y la ropa agitados por la corriente de aire.
Las normas de seguridad general en «SG» eran las más altas de todos los operadores de helicópteros iraníes, así que aquel laberinto de cables, tuberías y conducciones de combustible aparecía limpio, bien cuidado y en óptimo estado. Pero, de repente, Rodrigues indicó algo. Había una profunda muesca en el cárter donde un proyectil había rebotado. Siguieron cuidadosamente la trayectoria de la bala. De nuevo, él señaló un punto en aquel laberinto, utilizando una linterna esta vez. Una de las conducciones de aceite tenía una hendidura. Sacó la mano llena de aceite.
—¡Mierda! —exclamó.
—¿Lo cierras, Don? —gritó Lochart.
—Diablos, no. Aún puede andar por ahí alguno de esos bastardos aficionados a darle al gatillo y éste no es un buen sitio para pasar la noche —repuso Rodrigues sacando un trozo de desagüe y una llave—.
Comprueba a popa, Tom.
Lochart le dejó con su tarea, mirando incómodo en derredor en busca de un posible refugio por si hubieran de pasar la noche allí. Al otro lado del calvero, JeanLuc orinaba con aire indiferente contra un árbol derribado, un cigarrillo en la boca.
—No vayas a helarte, JeanLuc —gritó, viéndole orientar el chorro de orina en varias direcciones con buen humor.
—Eh, Tom.
Era Jordon quien llamaba. Al punto, se deslizó por debajo del botalón de cola para reunirse con el mecánico. Se sobresaltó. También Jordon había abierto un panel de inspección. Había dos orificios de bala en el fuselaje, justo encima de los tanques. «Santo cielo, un segundo escaso más tarde y los tanques hubieran explotado —pensó—. Si yo no hubiese bajado el colectivo, nos la hubiéramos cargado todos. Definitivamente, a no ser por eso, ahora estaríamos desperdigados por toda la ladera de la montaña. ¿Y para qué? Jordon, tirándole de la manga, volvió a señalar, siguiendo la trayectoria de la bala. Había otra muesca en la columna del rotor.
—No comprendo cómo ese condenado idiota no le dio a las condenadas palas —gritó con el gorro de lana roja, que siempre llevaba puesto, metido hasta las orejas. —No era nuestra hora.
—¿Cómo?
—Nada. ¿Has descubierto algo más? —Aún no, condenación. ¿Estás bien, Tom?
—Claro.
Un repentino crujido hizo que todos se volviesen, atemorizados, pero sólo había sido una de las ramas de un inmenso árbol la cual, recargada de nieve, acababa de desgajarse del tronco.
—Espéce de con —murmuró JeanLuc escudriñando el cielo, consciente de que la luz iba declinando. Luego, encogiéndose de hombros, encendió otro cigarrillo, y comenzó a pasear, golpeando los pies contra el suelo para combatir el frío.
Por su lado, Jordon no encontró ningún otro desperfecto. Los minutos pasaban. Rodrigues aún seguía farfullando y maldiciendo todavía mientras tanteaba en las entrañas del compartimiento. Detrás de él, los demás permanecían acurrucados en grupo, observándole, bien alejados de las palas. El ambiente era ruidoso y poco confortable y la buena luz no duraría mucho más tiempo. Aún tenían que volar treinta kilómetros y no tenían otro sistema de orientación en aquellas montañas que la pequeña mensajera de su base que unas veces trabajaba y otras no.
—¡Vamos, por Dios Santo! —farfulló alguien.
«Sí», pensó Lochart ocultando su inquietud.
En Shiraz, la tripulación saliente, dos pilotos y dos mecánicos, a la que ellos estaban remplazando, se había despedido apresuradamente, precipitándose hacia su «125» de la compañía, un jet particular de ocho plazas y dos motores para transporte o fletes especiales…, el mismo jet con el que ellos volaran desde el aeropuerto internacional de Dubai a través del Golfo y con un mes de permiso: Lochart y Jordon, en Inglaterra; JeanLuc, en Francia y Rodrigues de cacería en Kenya.
—¿Por qué diablos tanta prisa? —había preguntado Lochart una vez que el pequeño jet hubo cerrado las portezuelas y se deslizaba por la pista.
—El aeropuerto es parcialmente operativo todavía, todo el mundo se encuentra en huelga, pero no hay de qué preocuparse —había dicho Scot Gavallan—. Tienen que despegar antes de que el oficioso y maldito tipo de la torre de control, que se considera un regalo hecho por Dios al Control de Tráfico Aéreo, cancele su condenada vía libre. Y más vale que tomemos la delantera antes de que empiece a fastidiarnos. Subid vuestras cosas a bordo.
—¿Y qué hay de la aduana?
—Todavía siguen en huelga, amigo. Junto con todos los demás… Los Bancos están cerrados… No importa. Dentro de una semana o así volveremos a la normalidad.
—Merde —exclamó JeanLuc—. Los periódicos franceses dicen que Irán es une catastrophe con Jomeiny y sus mollahs, las fuerzas armadas dispuestas a dar en cualquier momento un golpe de Estado, los comunistas amedrentando a todo el mundo, el Gobierno de Bajtiar impotente, y la guerra civil inevitable.
—¿Qué sabrán en Francia, amigo? —dijo Scot Gavallan con ligereza mientras cargaban sus equipos—. Los fr…
—Los franceses están enterados, mon vieux. Todos los periódicos dicen que Jomeiny jamás cooperará con Bajtiar porque éste ha sido designado por el Sha y cualquiera relacionado con el Sha está acabado. Acabado. El viejo tragador de fuego ha dicho cincuenta veces que no trabajará con nadie que haya sido designado por el Sha.

Scroll to Top