Las fuentes perdidas

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El hombre del traje de terciopelo acarició el ankh que adornaba el lóbulo de su oreja izquierda con un gesto que, de tan lento, parecía no tener lugar. Llevaba más de media hora observando la puerta que tenía ante él: una locura tallada en madera negra que daba un nuevo significado al término colosal. La flanqueaban dos majestuosas estatuas de Thot —la deidad egipcia de la sabiduría— tan altas que, desde donde se encontraba, apenas distinguía sus cabezas de ibis. Las sombras de ambas estatuas se precipitaban viscosas contra el piso de tierra.
El caballo azul junto al hombre relinchaba y corcoveaba sin parar, aterrorizado por la puerta y lo que se escondía tras ella. Sólo el hechizo de dominación que lo ataba a su amo hasta más allá de la muerte impedía que escapara. Un poco más atrás, sujetando una antorcha de fuego blanco, se encontraba el segundo hombre: un joven fibroso de ojos ávidos y nariz aguileña. Su cabello negro, largo y descuidado, estaba tan grasiento que brillaba a la luz fantasmal de la antorcha tanto o más que las cadenas con las que adornaba su vieja cazadora de cuero. Su montura, del mismo tono azul que la de su compañero, tenía la mirada velada por cuajarones de sangre. Hacía tiempo que había dejado de respirar y sólo una suerte de inercia mágica la mantenía en pie. Mientras aguardaba a que el otro tomara una decisión, el joven arrancó con sus dedos una larga tira de carne del lomo de su caballo y se la llevó a la boca, masticándola despacio. El animal ni siquiera se inmutó. Toda su grupa era una carnicería.
Después de una eternidad de espera, el hombre del traje oscuro sacudió la cabeza, abatido, y de un potente salto montó sobre su caballo. El animal se encabritó, sus cascos delanteros hendieron el aire y de sus belfos desencajados escaparon largas hilachas de espuma. No hubo palabras entre los dos hombres. No hacía falta. El jinete del caballo azul y el jinete del caballo muerto volvieron grupas a la oscuridad flanqueada por las estatuas y, espoleando sus monturas, partieron al galope, llevándose el resplandor blanco de su antorcha con ellos. Las tinieblas se acomodaron de nuevo en la enorme caverna, y sólo quedaron holladas por el alto brillo de los ojos de Thot.
El nigromante pasó la última página del libro que sostenía ante su rostro. Estaba tumbado bajo el delicado dosel de la cama de su habitación veneciana, atrapado por la telaraña de sombras que la tenue luz que atravesaba la ventana era incapaz de conjurar. Los únicos sonidos en la estancia eran el de la respiración del mago y, de cuando en cuando, el leve susurro de una página al ser pasada. El nigromante no tenía problemas para leer bajo una luz tan débil: prácticamente se sabía el libro de memoria. Hubiera podido leerlo con los ojos cerrados de haber querido, acariciando con el dedo las palabras impresas como los católicos acarician las cuentas de sus rosarios.
El libro se titulaba Mientras me desangro. Era un libro fino, formado por un prólogo de veintiocho páginas, un epílogo de cuarenta y cinco y, entre ambos, los veintiocho versos que había escrito Ernest Albor mientras, como indicaba el título, se desangraba y moría. El poeta escribía a la par que la conciencia se le escapaba, ahíta de absenta y talismanes, por las profundas heridas paralelas que, en vertical, se había practicado en la muñeca izquierda con una espina de rosa azul. La última palabra del poema aparecía truncada; la inconsciencia que precede a la muerte le había arrebatado la pluma de la mano antes de que pudiera terminarla. Si Albor había finalizado la palabra en la otra vida, era algo que el hechicero no podía averiguar. El poeta suicida había muerto la verdadera muerte, la muerte que tarde o temprano, vivos, muertos, fantasmas y ecos deben morir. Y la verdadera muerte era un territorio vedado para los nigromantes.
Tras saborear durante unos segundos la palabra truncada, aquélla que remataba el poema, dejó el libro sobre la mesilla de noche. En ese mismo momento, un susurro procedente do la estancia contigua, le hizo aguzar el oído, atento a una posible repetición del sonido que le indicara que éste no había sido casual, que no había sido el viento o el crujido de la madera acomodándose.
—Sforza…—dijo una voz tan suave que convertiría un suspiro en un grito.
Ése era su apellido como Adriano era su nombro. Ya no había lugar a dudas: lo llamaban. Bajó de la cama y se encaminó hacia la habitación vecina. Avanzaba desnudo, despacio, con una elegancia depredadora. Su espalda, pálida y huesuda, estaba cubierta por largas manchas de sangre. La nube de moscas que hasta entonces había dormitado en el interior de la pantalla de la lámpara sobre la mesilla, desplegó sus alas y echó a volar hacia él, dándole escolta.
—Sforza… —repitió el silencio.
El nigromante giró el pomo y abrió la puerta. En la luz mortecina de la habitación flotaban diminutas perlas de sangre, una llovizna carmesí que no llegaba a caer. Tras la lluvia quieta pudo ver el cuerpo despellejado sobre la cama; estaba atado a ella con cuerdas tejidas con sus propias vísceras y empalado al colchón por sus propias costillas. Cuando se percató de la presencia de Sforza, aquello trató de incorporarse; su rostro roto se asomó en la carnicería que era su cuello y le dedicó la mirada llorosa y mugrienta de unos ojos sin párpados. En la boca desencajada de lo que días antes había sido una mujer, palpitaba un corazón al que le tenían prohibido morir.
Sforza, el nigromante, tal vez no supiera lo que acontecía al traspasar el velo de la verdadera muerte, pero conocía mil modos para retrasarla y retorcerla a su antojo. Sí, Adriano Sforza conocía antiguas artes y ciencias, todas ellas emparentadas con el horror y el asesinato, con el dolor y la agonía.
—Te buscan… Sforza… —dijo la voz tras el corazón palpitante—. Te buscan.
El nigromante se acarició la barbilla en la habitación de la sangre quieta, pensativo. Las moscas se posaron sobre sus hombros y bebieron, a lentos sorbos, la sangre a medio secar que allí se acumulaba.
El hombre de piedra comprobó por enésima vez la roca gris que era la palma de su mano. En ella, apenas esbozada, veía una silueta difusa recortándose contra un páramo color ceniza. La figura se aproximaba cada vez más, pero de manera lenta, indolente; sin embargo, algo en su figura, en su porte, traducía ese movimiento perezoso en amenaza. ¿Qué sentido tenía aquella visión? ¿Qué era lo que le mostraba la roca calcárea de su mano? ¿Le mostraba al que había mandado llamar o era otra presencia la que se aproximaba?
El rumor de los rezos de la congregación aumentó una octava. La gruta circular en la que se encontraban parecía orar también, envolviéndolos a todos con su lastimero eco de piedra muerta y con el lento baile de un millar de sombras.
La visión seguía siendo oscura, pero le perturbaba de un modo aterrador. El hombre de piedra estaba tan tenso como las placas tectónicas que intuyen la inminencia del terremoto. Tal vez fuera simple nerviosismo ante los acontecimientos que pronto se iban a poner en marcha… ¿Era lícito tener miedo de una sombra? ¿Podía permitirse mostrar debilidad cuando todo estaba a punto de dar comienzo? Sus acólitos seguían rezando a su alrededor, lanzando plegarias a dioses oscuros y terribles. El hombre de piedra invocó su alfanje negro y, con dos movimientos gemelos en altura pero no en dirección, decapitó a los dos orantes más próximos. No hubo el menor titubeo en los rezos de la congregación. Las plegarias siguieron fluyendo con la misma monótona cadencia con la que respondía el eco y danzaban las sombras.
Hizo desaparecer el alfanje y contempló de nuevo la piedra gris que era la palma de su mano. Tres gotas de sangre habían ocultado en parte la figura lejana: ahora su cabeza parecía teñida de rojo. El hombre de piedra cerró violentamente el puño y disfrazó un escalofrío de pánico con una maldición que ni siquiera el eco osó repetir.
Alexandre contempló el ataúd que flotaba y giraba en el campo de gravedad nula. Era un féretro de cristal, tan fino que parecía tejido en el mismo aire que lo rodeaba. En su interior reposaba el cuerpo de Ada, vestida con una liviana túnica de color crema que apenas se ceñía a su menudo cuerpo; su pelo color miel estaba recogido en una larga coleta anudada al cuello. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho; entre ellas, una flor de vidrio negro se deshacía en destellos, salpicando de arco iris el interior del ataúd. Alexandre la observaba desde la plataforma que rodeaba las paredes del gigantesco mausoleo, fabricado en aquel mismo cristal casi insustancial. Se aferraba con tanta fuerza a la barandilla de la plataforma que sus manos apenas tenían color. Se sentía varío, tan terriblemente vacío que ni siquiera era capaz de experimentar pena por la pérdida de la que había sido su compañera, su amiga, su amante… No sentía nada, tan sólo carencia, una carencia brutal; como si en lo más profundo de su ser se hubiera abierto una grieta por la que se fuera derramando, sin remisión, pero de una forma tan apática como indolora.
Una voz femenina a su espalda le hizo girarse:
—Vine en cuanto recibí tu mensaje, Alexandre…
Era Gema Árida. Alexandre no la había oído llegar, pero había escuchado los ruidos de amarre de una nave a la estructura de atraque del cementerio orbital. Gema Árida estaba ataviada con los hábitos que la identificaban como espiritista: una holgada blusa blanca, el cinturón ancho del color azul propio de su gremio —y de sus ojos— y una larga falda negra. Él agradeció su presencia y aceptó la mano que le tendía, estrechándola con fuerza.
—¿Puedes hablar con ella? —preguntó, casi logrando sustraer toda impaciencia de su voz—. ¿Puedes hacerlo?
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—Puedo. Puedo. Puedo… —contestó ella, retirando la mano de su presa—, Todavía no ha traspasado el velo de la muerte verdadera y está a mi alcance…. ¿Pero de verdad quieres que lo haga?
Él asintió con vehemencia.
—Por favor.,, —sus ojos, negros, sin rastro de iris ni pupila, se contrajeron, suplicantes—. Sólo dije que la echo de menos… Sólo eso… Nada más…
La espiritista miró el rostro congestionado de Alexandre, asintió y desvió la vista hacia el ataúd que flotaba en el centro del mausoleo. Concentró todo su pensamiento en la conciencia que todavía residía en aquel cuerpo. E! mero hecho de encontrarla, un pulsátil ovillo en la garganta, le costó un gran esfuerzo; había forzado mucho su poder en los últimos días y, lo que en otras ocasiones hubiera sido algo sencillo V rutinario, sé convirtió en un auténtico reto. Gema Árida, preocupada por el viaje que a punto estaba de iniciar, había buscado el consejo de viejos oráculos y sibilas, y el esfuerzo de comunicarse con ellos la había agotado por completo. Se centró en la tarea: la conciencia vital de Ada era esponjosa y tibia, una redecilla de recuerdos y sentimientos que latía envuelta en un resplandor nacarado. En cualquier otra ocasión no habría tenido problema alguno en comunicarse al instante con ella, pero, agotada como estaba, tardó unos minutos en hacerla reaccionar y darle el mensaje que Alexandre le había transmitido. Tras un breve silencio —que no era silencio sino la apertura de lo que se aproximaba— en la mente de la espiritista se desplegaron palabras en forma de rocío multicolor: «Estoy muerta. Dile que lo amé y que disfruté de su amor. Dile que debe aprender a vivir su vida sin mí. Y déjame ahora, quiero descansar…»
Gema Árida asintió despacio mirando el cuerpo en el ataúd. Suspiró y se giró hacia Aíexandre, que la observaba expectante.
—Tiene miedo… —dijo Gema con la voz quebrada—. Siente que le han arrebatado la vida antes de que la disfrutara en la medida adecuada. Y te echa de menos…
La espiritista apoyó su mano en el hombro de Alexandre, tratando de insuflarle las fuerzas que se le escapaban, tratando de mantenerlo en pie sólo con el contacto de la palma de su mano.
—Hay un modo… —le recordó ella.
Él asintió, meditabundo, con la mirada perdida más allá de las frágiles paredes de cristal del mausoleo en órbita a la Tierra. Sus ojos negros parecían, más que nunca, cuajados de sombras.
Delano Gris estaba concentrado en su jarra de cerveza, entornando los ojos y haciendo temblar un Lucky apagado entre sus labios. El reloj de pared se arrastraba con exasperante lentitud hacia las dos en punto de la mañana. En el local, una cafetería con nombre de río y vals —Danubio— escondida en una plaza de Madrid, sólo quedaban Delano y el abatido camarero que deambulaba tras la barra con una bayeta en la mano.
El establecimiento estaba dividido en tres plantas: por unas angostas escaleras de madera se accedía a una sala ocupada por varias mesas y sillas antiguas, las dos puertas de acceso a los servicios —el dibujo de una bella guitarra para ellas y un serio clarinete para ellos—, y un piano acotado por cuerdas y adornado por el inevitable cartel de No tocar. Por una segunda escalera sólo un poco más ancha que su vecina se descendía a una pequeña librería, que anunciaba los extraordinarios descuentos que suelen anteceder al cierre por quiebra. Toda la cafetería estaba alicatada con azulejos de un color desvaído e impreciso, entre el azul y el blanco. Dos exposiciones diferentes se repartían las paredes: una desafortunada colección de retratos antiguos con los rostros de los modelos distorsionados hasta hacerlos irreconocibles, y una serie de pentagramas musicales enmarcados cuyas notas habían sido sustituidas por mariposas de distintas formas y colores, claveteadas sobre las líneas paralelas.
Había algo de hogareño y amable en la cafetería con su librería en quiebra. A excepción del ocasional carraspeo del camarero, todo parecía particularmente cálido, como si alguien conocido y familiar, largo tiempo perdido, largo tiempo olvidado, estuviera a punto de entrar con buenas noticias y un montón de abrazos. Desde fuera llegaba el frenético parloteo suicida de la lluvia, haciendo aún más confortable si cabía la tibieza del interior.
La aguja del minutero hizo un supremo esfuerzo y saltó un minuto más; Delano casi creyó verla dudar antes de dar el paso final. Una mosca trazaba perezosos círculos en el aire, perseguida de cerca por su zumbido. Las sillas ya habían sido colocadas cabeza abajo sobre las mesas. La música clásica que había brotado de los cuatro altavoces de la cafetería había muerto en armónico silencio hacía más de quince minutos. El camarero carraspeó por tercera vez. Estaba deseando que el extravagante cliente del pelo gris ratón se decidiera a marcharse de una vez para poder dar por terminada la jornada. La cuestión era que Delano no tenía la menor intención de cumplir sus deseos: tenía una cita.
Buscó su mechero de hueso de grifo y lo encendió; la ¡lama blanca prendió el cigarro a la primera y Delano aspiró una honda bocanada de nicotina, alquitrán, papel y humo.
—Perdone —el camarero se acercó hasta él, como si la chispa de su mechero hubiera sido el banderazo de salida a su ruego—, es tarde ya, cerramos a la una y media y tengo que cumplir el horario.
Delano Gris levantó la vista de su jarra de cerveza y miró alternativamente al camarero y al reloj de pared, con la expresión somnolienta del que ha sido levantado de la cama por causas de fuerza mayor. Para corroborar esa impresión se permitió un largo bostezo antes de contestar:
—Hagamos la vista gorda por una vez ¿de acuerdo? —dijo, fundiendo el principio de su frase con el final de su bostezo—. Si no le dices a nadie que estuve aquí a estas horas, yo no le contaré a nadie que has cerrado tarde.
—¿Perdón? —el camarero parecía confuso.
—Olvídalo. Mira, te cuento —se encaramó en el taburete para acercarse al camarero, que equilibró su movimiento retrocediendo un paso hacia el interior de la barra, preguntándose tal vez si aquel hombre podría llegar a ser peligroso. Su espalda chocó contra la cafetera apagada. Delano siguió hablando—: Tengo una cita, y, por lo que parece, a esa gente se la trae floja que la cafetería esté cerrada, porque la cita es a las dos.
—Lo lamento, señor, pero yo tengo que cerrar… Hace veinte minutos que acabó mi jornada. Puede esperar fuera…
—¡Está lloviendo! —se quejó él, señalando en dirección a la puerta.
El camarero se encogió de hombros, salió de la barra, entró en un pequeño cuarto y volvió a salir con una escoba de cepillo de paja en una mano y un recogedor rojo en la otra.
—Mire, haremos una cosa: puede quedarse mientras barro y ordeno las cámaras —concedió—. No me llevará mucho, pero puede que su cita llegue mientras tanto…
—Está bien. Gracias.

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