America

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Indecisa, no, temblorosa, me había colado en una fiesta que tenía lugar en el comedor privado de un hotel. El ambiente en el interior también era invernal, pero a nadie entre las mujeres con elegantes vestidos y los hombres de levita que pululaban por la larga sala de tonalidad oscura parecía importarle el frío, por lo que disponía para mí sola de la estufa recubierta de azulejos que estaba en un rincón. Abracé el grueso armatoste que se alzaba hasta el techo (habría preferido las llamas rugientes de una chimenea, pero me encontraba allí, en un lugar donde las habitaciones se calientan con estufas) y entonces me restregué mejillas y palmas para devolverles un poco de calor. Cuando hube entrado en calor, o estaba más serena, me aventuré a cruzar la sala desde el extremo en que me hallaba. Desde una ventana, a través del grueso lienzo de copos de nieve que caían silenciosos iluminados desde el fondo por un aro de luz lunar, contemplé allá abajo la hilera de trineos y coches de caballos, los cocheros arrebujados en ásperas mantas que dormitaban en los pescantes, los rígidos animales moteados por la nieve y con las cabezas gachas. Oí las campanas de una iglesia cercana que daban las diez. Varios invitados se habían agrupado cerca del enorme aparador de roble al lado de la ventana. Volviéndome a medias, presté oído a su conversación, casi toda ella en una lengua que yo desconocía (estaba en un país que había visitado una sola vez, hace trece años), pero de alguna manera, y sin que me preguntara cómo era posible tal cosa, sus palabras tenían sentido para mí. Hablaban con vehemencia acerca de una mujer y un hombre, un retazo de información que me apresuré a mejorar suponiendo, ¿por qué no?, que estaban casados. Entonces, con idéntica vehemencia, los contertulios se refirieron a una mujer y dos hombres, por lo que, sin dudar de que la mujer era la misma, supuse que si el primer hombre era su marido, el segundo debía de ser su amante, y me reconvine a mí misma por imaginar unas cosas tan convencionales. Pero tanto si se trataba de una mujer y un hombre como de la mujer y dos hombres, yo seguía sin comprender por qué estaban hablando de ellos. Si todos estaban familiarizados con lo que les había sucedido, desde luego no habría ninguna necesidad de volver a contarlo. Pero tal vez los invitados hablaban así adrede, a fin de que no se les entendiera demasiado bien porque, pongamos por caso, la mujer y el hombre, o ambos hombres, si había dos, también estaban presentes en la fiesta. Esta posibilidad hizo que se me ocurriera mirar una tras otra a las mujeres que estaban en la sala, todas ellas con peinados ondulantes y, en la medida en que puedo juzgar el gusto indumentario de aquella época, vestidas con elegancia, para ver si una de ellas destacaba de las demás. En cuanto las miré con esa intención, la vi, y me pregunté por qué no había reparado antes en ella. Ya no estaba en su primera juventud, como entonces decía la gente de una mujer atractiva que había rebasado los treinta años; de estatura mediana, tenía la espalda recta, una masa de cabello rubio ceniza en la que introducía nerviosamente algunas hebras huidizas, y su belleza no era excepcional. Pero cuanto más la observaba, más convincente me parecía. Podía ser, tenía que serlo, la mujer de la que estaban hablando. Cuando deambulaba por la sala, siempre estaba rodeada de gente; cuando hablaba, siempre la escuchaban. Me pareció entender su nombre, que o bien era Helena o bien Maryna, y, suponiendo que identificar a la pareja o el trío me ayudaría a descifrar la historia y que no había mejor comienzo que darles nombres, decidí llamarla Maryna. Entonces busqué a los dos hombres. En primer lugar, rastreé en busca de uno al que pudiera considerarse el marido. Si fuera un marido que la adorase, como imaginaba que tendría aquella Helena, quiero decir Maryna, lo encontraría cerca de ella, sin que ninguna otra persona le distrajese nunca durante largo rato. Y, en efecto, al no apartar la vista de Maryna, llegué a tener la seguridad de que era ella quien daba la fiesta, o bien que la daban en su honor; la vi acompañada de un hombre de facciones y figura angulosas, el cabello delgado y sedoso peinado hacia atrás, que dejaba al descubierto la noble frente alta y muy arqueada, el cual asentía con expresión afable a cuanto ella decía. Pensé que debía de ser el marido. Ahora tenía que encontrar al otro hombre, quien, si era el amante (o, lo que era igual de interesante, resultaba no serlo), probablemente sería más joven que el aristócrata de aspecto amable. Si el marido rondaba los treinta y cinco años, uno o dos menos que su esposa, aunque, desde luego, parecía mucho mayor que ella, supuse que el joven andaría por los veinticinco. Era bastante guapo, evidenciaba la inseguridad de la juventud o, más probablemente, de la posición social inferior, y su indumentaria era un poco recargada. Podría ser… veamos, un periodista prometedor o un abogado. Entre los diversos asistentes a la fiesta que respondían a esa descripción, el que me atrajo más era un individuo corpulento y con gafas que, en el momento en que me fijé en él, se estaba tomando confianzas con la doncella que colocaba las mejores cubertería de plata y cristalería sobre una espaciosa mesa en el otro extremo de la sala. Vi que le susurraba al oído, le tocaba el hombro, jugueteaba con su trenza. Pensé que sería divertido que aquel hombre fuese el candidato a amante de mi belleza rubio ceniza: no un soltero inhibido, sino un libertino empedernido. Es él, tiene que serlo, decidí con alegre certidumbre, al tiempo que también decidía mantener otro joven en reserva para el papel, un hombre esbelto, con chaleco amarillo, un tanto wertheriano, por si me convencía de que un pretendiente más casto, o por lo menos mas circunspecto, armonizaría mejor con las identidades de los otros dos. Entonces dirigí mi atención a otro grupo de invitados, aunque tras unos minutos de atenta y disimulada escucha, no logré informarme más de la historia sobre la que también ellos discutían. Era de esperar que, a aquellas alturas, oiría ya los nombres de los dos caballeros, o por lo menos el del marido, pero ninguno de los que se dirigían al hombre que ahora no estaba lejos de mí en el grupo apiñado en torno a la mujer (yo estaba segura de que era su marido) pronunciaba jamás su nombre de pila, y así, fortalecida por el inesperado regalo de su nombre (sí, sabía que podría ser Helena, pero había decidido que sería, o debería ser, Maryna), resolví descubrir el nombre del caballero con o sin pistas auditivas. ¿Cómo podría llamarse el marido? Adam. Jan. Zygmunt. Intenté pensar en el nombre que mejor le cuadraría, pues cada persona tiene un nombre así, en general el nombre que le han puesto. Finalmente, oí que alguien le llamaba… Karol. No puedo explicar por qué razón ese nombre no me satisfizo; tal vez, enojada porque no era capaz de desentrañar la historia, me limitaba a descargar mi frustración sobre aquel hombre de rostro alargado, pálido y armonioso cuyos padres le pusieron un nombre tan eufónico. Así pues, aunque no tenía duda alguna de lo que había oído, no podía afirmar que estaba insegura, como me sucediera con el nombre de su esposa (Maryna o Helena), determiné que no podía llamarse Karol, que había entendido mal su nombre, y me permití bautizarlo de nuevo con el nombre de Bogdan. Sé que éste no es un nombre tan atractivo como Karol en la lengua en que escribo, pero me propongo acostumbrarme a él y confío en que resistirá bien. Acto seguido me volví en mi mente hacia el otro hombre, tal como lo concebía, el cual se había dejado caer en un sofá de piel para escribir algo en un cuaderno (parecía demasiado largo para ser el texto de una cita con la doncella). Segura de que aún no había oído su nombre, pues no había captado nada que me permitiera entenderlo bien o mal, en este caso tenía que ser arbitraria, y decidí aventurarme y convertirle en Richard, tal como aquellas gentes llamaban a Richard: Ryszard. A su sustituto del chaleco amarillo —ahora yo actuaba con rapidez— le pondría el nombre de Tadeusz. Aunque empezaba a pensar que no me serviría de nada, por lo menos en ese papel, parecía más fácil ponerle nombre ahora, mientras me hallaba en vena denominadora. Entonces presté de nuevo atención a lo que decían, tratando de captar el hilo del relato que, de una manera cada vez más audible, inquietaba a la mayoría de los asistentes a la cena. Por lo menos adiviné que no se trataba de que la mujer estuviera a punto de abandonar a su marido e irse con el otro hombre. De eso estaba segura, aunque el invitado que escribía sentado en el sofá fuese de hecho el amante de la mujer rubio ceniza. Yo sabía que en la fiesta tenía que haber cierto número de aventuras románticas y de adulterios, como sucede en toda sala llena de personas ataviadas con estilos airosos y atractivos que son amigos, colegas, parientes. Pero esto, aunque es precisamente lo que una espera cuando se dispone a escribir un relato acerca de una mujer y un hombre, o una mujer y dos hombres, no era lo que esa noche causaba la agitación de los invitados. Oí decir: Pero tiene el deber de quedarse aquí. Es irresponsable y sin ningún… y: Pero toda idea noble parece alocada. Al fin y al cabo, ella… y, en tono firme: Que Dios los proteja, esto último dicho por una anciana que se tocaba con un sombrero de terciopelo malva, y que al finalizar la frase se santiguó. No era aquélla precisamente la manera en que la gente habla de una aventura sentimental. Pero, como sucede con ciertas aventuras sentimentales, tenía el sello de la temeridad, y parecía dividir a los invitados en censores y partidarios en idéntica proporción. Y si al principio la historia parecía concernir sólo a la mujer y el hombre (Maryna y Bogdan) o a la mujer y los dos hombres (Maryna, Bogdan y Ryszard), a veces parecía incluir a más personas que esas dos o tres, pues oí que algunos de los invitados que permanecían en pie aquí y allá, sus copas de vino caliente con especias en una mano mientras gesticulaban con la otra, decían nosotros (y no sólo ellos), y empecé a oír otros nombres, Bárbara y Aleksander, Julián y Wanda, que no parecían hallarse entre los circunstantes sino formar parte del relato, ser incluso conspiradores. Tal vez ahora estaba yo actuando con una rapidez excesiva. Pero, con conspiración o sin ella, la idea de la conspiración acudió con naturalidad a mi mente, puesto que aquellas personas, pese a su boato y sus comodidades, no habían hecho nada mejor que nacer en un país sometido durante décadas a los decretos punitivos en diverso grado de una triple ocupación extranjera, de manera que muchas acciones ordinarias, es decir, aquello que en mi país se consideraría un ejercicio ordinario de la libertad, habrían tenido allí el carácter de una conspiración. E incluso si lo que habían hecho o planeaban hacer resultara ser legal, yo había llegado a comprender que otros, y no sólo unos pocos, tenían papeles en esta historia de la mujer y el hombre o la mujer y los dos hombres (ya conocéis sus nombres), incluidos algunos de los que estaban cerca y seguían discutiendo sobre si era moralmente «correcto» o no. No sé por qué he puesto esta palabra entre comillas, pues no ha sido tan sólo porque es la palabra que he oído pronunciar; debe de ser porque en el tiempo en que vivo esta palabra se emplea con mucha menos confianza, incluso como pidiendo disculpas, a menos que seas un intolerante satisfecho de ti mismo o un vengador letal, mientras que gran parte de la fascinación que ejercen esas personas y su época, es que sabían, o creían saber, qué significaba lo moralmente «correcto» o no. En efecto, se habrían sentido completamente desnudos sin su «correcto» e «incorrecto», su «bien» y «mal», conceptos que siguen una vida después de la muerte quejumbrosa y mustia en mi propio tiempo, tanto como sus, ahora completamente desacreditados, «civilizado» y «bárbaro», «noble» y «plebeyo», sus, ahora incomprensibles, «abnegado» y «egoísta»… perdonadme las comillas (no tardaré en dejar de usarlas), tan sólo me propongo dar el apropiado relieve mordaz y profundo a estas palabras. Y pensé que esto podría explicar, por lo menos en parte, mi presencia en aquella sala, pues me conmovía la manera en que ellos eran dueños de esas palabras y, en virtud de ellas, se consideraban obligados a actuar de determinadas maneras. Yo sólo percibía ardor y sinceridad en las expresiones pronunciadas en voz baja: deberíamos, no deberían, ¿cómo puede…? (él o ella o ellos), yo en su lugar, ella aún no tiene el derecho, pero el honor exige… Disfrutaba con la repetición. ¿Me atreveré a decir que me sentía en armonía con ellos? Casi era así. Esas temidas palabras, temidas por otros, no por mí, parecían caricias. Gratamente entumecida, me sentía transportada por su música… hasta que oí a un hombre calvo y con barbita puntiaguda, que, con una aspereza de tono como yo no había percibido hasta entonces, observó: Claro que pueden, si ella quiere. Él es rico. Eso era un fragmento de realidad. Al margen de lo que estuvieran debatiendo, parecía requerir dinero, y mucho. Además, parecía más que posible que ninguno de los presentes fuese verdaderamente rico, aunque uno de ellos poseyera un título nobiliario (el hombre al que yo había decidido considerar el marido), y todo el mundo luciera signos de una prosperidad convencional. Una prueba más de su categoría era que con regularidad pronunciaban ciertas frases de sus conversaciones en una lengua extranjera que hablo bien. Sabía que en aquella época, y en la zona del mundo en que habitaban, tanto la pequeña aristocracia rural como las personas con profesiones liberales solían hablar en la lengua de la orientadora y lejana Francia. Y en el mismo momento en que yo reconocía el alivio que comporta escuchar francés de vez en cuando, oí que la mujer del cabello rubio ceniza, mi Maryna, exclamaba: ¡Oh, no hablemos más en francés! Era una lástima, porque ella había estado hablando el francés más vibrante de todos ellos. El tono de su voz era profundo, y descansaba de un modo delicioso en las vocales finales. Y se movía de la misma manera que hablaba, con un ritmo distinto al de los demás: hacía una pausa al final de cada gesto garboso, cada ágil giro de su cuerpo que ya no era esbelto, cuando iba, como para recibir el homenaje de los demás, de un grupo de invitados a otro. Pero en ocasiones parecía irritada, y me daba cuenta, no sé si alguien más se percataba, de que a veces parecía fatigada. Me pregunté si habría estado enferma recientemente. No sonreía con frecuencia, excepto al niño (no he mencionado que había un pequeño en la sala) de mirada tierna y cabello tan rubio que parecía blanco como la harina, del que hube de suponer que era hijo de Maryna. Se parecía tanto a ella que no tenía ningún rasgo del hombre al que yo había elegido como su marido, el que he llamado Bogdan, lo cual me hizo dudar de que me hubiera decantado por el hombre apropiado. Pero a menudo sucede que uno se parece a uno de los padres mientras es niño, y luego, de adulto, se parece al otro padre de la misma manera exclusiva, en vez de mostrar una mezcla peculiar e ingeniosa de ambos. El chiquillo intentaba atraer la atención de Maryna. ¿Dónde estaba su niñera? ¿No era tarde para que un niño de su edad, unos siete años, estuviera todavía levantado? Estos interrogantes me recordaron lo mínimo que era mi conocimiento de sus vidas fuera de aquella sala grande y gélida. Al observarlos en una fiesta, donde su forma de actuar sólo podría considerarse como un buen comportamiento, en un estado de atractiva viveza, no podía saber, por ejemplo, si la velada acabaría con los maridos y las esposas en una amplia cama, dos camas juntas o dos camas separadas por un desfiladero alfombrado o una puerta cerrada. Mi suposición, si tuviera que conjeturar, era que Maryna no compartía el dormitorio con Bogdan, siguiendo la costumbre de la familia de éste, no la suya. Y yo todavía era incapaz de determinar el hecho o el proyecto cuya corrección o cuyo error discutían los invitados, o así me lo parecía, incluso mientras recibía una racha de nuevas pistas (ahora eran ellos los que hablaban demasiado rápido) que también pondré entre comillas, pero sólo para recordarlas, palabras como «abandonar a su público», «símbolo nacional», «crisis nerviosa», «algo irrevocable», «noble salvaje» y «Nipu». Sí, Nipu. Resulta que cierta vez leí, en una traducción francesa, el libro titulado Las aventuras del señor Nicolás Sapiencia, en el que se describe la estancia de Sapiencia en una comunidad ideal y aislada por completo, en realidad una isla, llamada Nipu. Pero no podía haber esperado que ninguno de los presentes evocara ese clásico de su literatura nacional, escrito exactamente un siglo antes de la época en que los invitados estaban reunidos en el comedor privado del hotel y yo pensaba en ellos.
Su relato de la vida en una sociedad perfecta, ingenuamente influido por Voltaire y Rousseau, reflejaba todas las peregrinas ilusiones de una época pasada. Sin duda aquellas personas se sentirían muy alejadas de unos puntos de vista tan ilustrados, e ilustrados con I mayúscula. Pensé que la historia de su país, implacablemente desmembrado, podría haberlos inmunizado a toda fe en la perfectibilidad humana o en una sociedad ideal. (Y curados para siempre de esa otra enorme ilusión que en varios idiomas se escribe con E mayúscula: como afirmó cierta vez su más grande poeta, la amarga experiencia había enseñado a su país que «la palabra de los europeos no tenía ningún valor político. Esta nación, atacada por un enemigo formidable, tenía de su parte todos los libros, todos los periódicos, todas las lenguas elocuentes de Europa; y de este ejército de palabras no salía una sola acción». Sin embargo, allí estaban ellos, en aquella sala suntuosa con vigas en el techo y alfombras persas en el suelo, en el centro de una antigua y magnífica ciudad, evocando a Nipu, ese severo proyecto de una vida desguarnecida, regida por una cortesía rústica y perfecta. Empecé a preguntarme si había tropezado con un aquelarre de románticos tardíos (la época romántica había quedado atrás mucho antes), y temí por ellos, por las ilusiones que todavía pudieran acariciar. Pero lo más probable era que fuesen tan sólo patriotas caracterizados por una grandilocuencia fuera de lo corriente. Tal vez debería mencionar que había oído varias veces la palabra patria, pero ni siquiera una sola vez la expresión el Cristo entre las naciones, como solían llamar a su nación martirizada los patriotas de su tiempo. Yo sabía que el recuerdo de la injusticia influía en todo sentimiento entre aquellas personas, cuyo país había desaparecido del mapa de Europa. Consternada por el letal aumento del nacionalismo y los sentimientos tribales en mi propio tiempo, en particular (sólo puedes estar en un sitio a la vez) por el sino de una pequeña nación europea, cuya unión se había conseguido entrelazando sus diversas tribus y que, a pesar de ello, había sido destruida con impunidad, con la aquiescencia o connivencia de las grandes potencias europeas (me había pasado casi tres años en la asediada Sarajevo), me pregunté si ellos estarían tan exhaustos como yo lo estaba por la cuestión nacional y por la traición, por el engaño de Europa. Pero ¿qué podía significar llamar a alguien (tenía que ser la mujer de cabello rubio ceniza, la mujer a la que yo había decidido poner el nombre de Maryna) un símbolo nacional? Si daba por sentado que el aprecio tan evidente en que la tenían no era debido a que fuese la hija o la viuda de alguien sino a sus logros personales, ¿cuáles podían ser éstos? Yo no podía escribir de nuevo la historia: tenía que reconocer que probablemente una mujer de su época y su país que era conocida y admirada por un amplio público se dedicaría al arte escénico. Por entonces, sólo ocho años después del nacimiento de la heroína suprema de mi más temprana infancia, Maria Sklodowska, la futura Madame Curie, apenas existía otra carrera envidiable al alcance de una mujer (no iba a ser aya, maestra o prostituta). Era demasiado mayor para ser bailarina. Es cierto que podría haber sido cantante. Pero habría sido más ilustre, y a la sazón más patriótico, que fuese, como yo estaba segura de que lo era, actriz. Y esto explicaría por qué los demás veían belleza donde lo más que había era atractivo; los hábiles gestos, la mirada imponente, la manera en que a veces rumiaba algo y decidía plantarse, sin que sufriera por ello castigo alguno. Quiero decir, que tenía todo el

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