La Mano de Hierro de Marte (Falco IV) – Lindsey Davis

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la mano de hierro de marteCuarta novela de la serie de libros dedicado al informante romano Marco Didio Falco, ambientados en la época del emperador Vespasiano. Año 71. d.C. En Germaníam, en los confines del imperio, ha estallado la insurrección. Detalles confusos van llegando a Roma. Persiste la ambigüedad sobre el papel que ha desempeñado la legión Gemina la flor y nata de las legiones imperiales.

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I

—¡Una cosa está clara! —le aseguré a Helena Justina—. ¡No voy a ir a Germania!

Inmediatamente, vi cómo empezaba a planificar los preparativos para la marcha.

Nos hallábamos en la cama de mi piso de la parte alta del Aventino, un cuchitril en la sexta planta del edificio, un nido de cucarachas si no fuera porque la mayor parte de éstas se cansaba de subir escaleras mucho antes de llegar a aquella altura. A veces me las encontraba en algún rellano, derrengadas, con las antenas caídas y las patitas cansadas…

Era un rincón del cual uno sólo podía reírse, a menos que la mugre le partiese el alma. Hasta la cama era inestable. Y eso después de que le hubiera reparado una pata y tensado las correas del bastidor.

Yo estaba probando una nueva manera de hacerle el amor a Helena, que había inventado en un intento por evitar que nuestra relación decayese. La conocía desde hacía un año, la había dejado seducirme después de seis meses de pensármelo y finalmente, hacía apenas dos semanas, había logrado convencerla de que viniera a vivir conmigo. A juzgar por mis anteriores experiencias con las mujeres, debía de estar a punto de oír de sus labios que bebía y dormía demasiado y que su madre la necesitaba en casa urgentemente.

Mis esfuerzos atléticos por captar su interés no habían pasado inadvertidos.

—Didio Falco… Adonde has aprendido… esta postura?

—La he inventado yo mismo…

Helena era hija de un senador. Esperar de ella que soportase mi mugriento estilo de vida por más de quince días era pedir demasiado a mi suerte. Sólo un idiota consideraría su escapada conmigo como algo más que un escarceo intrascendente antes de casarse con algún vejestorio barrigudo, de esos con galas de patricio capaz de ofrecerle pendientes de esmeraldas y una villa de verano en Sorrento.

Yo, por mi parte, la adoraba. Pero también era el idiota que mantenía la esperanza de que la aventura durase.

—No te gusta mucho… —Como informante privado, mi capacidad de deducción era bastante mediocre.

—¡No creo que… que vaya a funcionar! —jadeó Helena.

—¿Por qué no? —Se me ocurrían varias razones. Tenía un calambre en la pantorrilla izquierda, un dolor agudo bajo un riñón y mi entusiasmo estaba flaqueando como el de un esclavo que no puede dejar la casa un día de fiesta.

—Uno de los dos —apuntó Helena— terminará por reírse.

—Pues en el dibujo de la cara posterior de esa vieja teja parecía perfecta.

—Es como los huevos en salmuera. La receta parece fácil, pero los resultados son decepcionantes.

Respondí que no estábamos en la cocina y Helena preguntó entonces, tímidamente, si creía que serviría de algo probar allí. Como mi casucha del Aventino carecía de tal comodidad, consideré la pregunta puramente retórica.

Terminamos por reírnos los dos, si a alguien le interesa saberlo.

Después, procedí a desatarnos y le hice el amor a Helena como más nos gustaba a ambos.

—Por cierto, Marco, ¿cómo sabes que el emperador quiere enviarte a Germania?

—Rumores desagradables que se extienden por el Palatino.

Aún seguíamos en la cama. Después de que mi último caso hubiera llegado a duras penas a lo que parecía su conclusión, me había prometido una semana de tranquilidad doméstica. Debido a la escasez de nuevos encargos, había muchos huecos en el programa de mi actividad laboral. En realidad, no tenía un solo asunto entre manos. Podía quedarme en cama todo el día, si quería. Y eso hacía.

—¿Y bien…? —Helena era una mujer insistente—. ¿Has estado haciendo indagaciones, pues?

—Suficientes para decidir que se ocupe otro incauto de la misión del emperador.

Como en ocasiones realizaba alguna actividad encubierta para Vespasiano, me había acercado a palacio para investigar mis posibilidades de obtener de él algún denario corrupto. Antes de presentarme en la sala del trono, había tomado la precaución de husmear un poco por los pasadizos. Una sabia decisión, pues una oportuna charla con un viejo conocido llamado Momo me había hecho escurrir el bulto y volver a casa.

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