Una Conjura En Hispania (Falco VIII) – Lindsey Davis

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falco 8Octava novela de la serie de libros dedicado al informante romano Marco Didio Falco, ambientados en la época del emperador Vespasiano.
Marco Didio Falco tropieza de nuevo con un cadáver: el del jefe de los servicios secretos del emperador Vespasiano. Las investigaciones de Marco le conducen hasta una sociedad de importadores de aceite de Hispania, y, siguiendo su rastro, se ve obligado a viajar a Corduba, acompañado de Helena Justina. Durante su breve estancia en Hispania, la pareja se verá involucrada, además, en una oscura trama de intereses políticos y mercantiles urdida por un grupo de aceiteros que puede tener graves repercusiones en Roma. Por no mencionar siquiera el inoportuno embarazo de Helena, que viene a añadir dificultades familiares a las investigaciones de Marco, pero esto acabará por convertirse casi en una costumbre, como bien saben los seguidores de este ciclo narrativo.

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I

 

Nadie resultó envenenado en la cena de la Sociedad de Productores de Aceite de Oliva de la Bética aunque, si bien se piensa, tal cosa constituyera toda una sorpresa.

De haber sabido que asistiría Anácrites, el jefe de espías, yo mismo habría llevado un frasquito de sangre de sapo escondido en el pañuelo y preparado para ser utilizado. Desde luego, el hombre debía de haberse hecho tantos enemigos que, probablemente, engullía antídotos cada día por si algún pobre diablo al que hubiese intentado dar muerte encontraba la ocasión de verter esencia de acónito en su copa. Yo, el primero, si era posible. Roma me lo debía.

El vino quizá no fuese tan fino y redondo como el falernés, pero era el mejor que traía el gremio de Importadores de Vinos de Hispania y resultaba demasiado bueno como para echarlo a perder con unas gotas de pócima mortal, a menos que uno tuviera unas cuentas pendientes verdaderamente importantes. Muchos de los presentes ardían de intenciones homicidas, pero yo era nuevo en aquel grupo y aún no los había identificado ni había descubierto sus agravios. De todos modos, quizá debería haberlo sospechado. La mitad de los comensales trabajaba en la administración pública y el resto en actividades comerciales. Sobre todos ellos reinaba un cierto tufo nauseabundo.

Me preparé para la velada. La primera sorpresa, absolutamente deliciosa, fue la copa de exquisito tinto de Barcino que me ofreció el esclavo encargado de dar la bienvenida. Aquella noche estaba dedicada a la Bética, la rica y calurosa provincia de la Hispania meridional cuyos caldos, blancos y de poco cuerpo, me resultan algo decepcionantes. Sin embargo, los béticos demostraban ser tipos sensatos:

tan pronto abandonaban su casa, se dedicaban a beber vinos de la Tarraconense, como el famoso layetano del noroeste de Barcino cuyas cepas se extienden a los pies de los Pirineos, donde el sol las baña durante el largo verano y el invierno les ofrece abundancia de lluvias.

No había estado nunca en Barcino y no tenía la menor idea de lo que me reservaba. Tampoco había hecho nada por averiguarlo. ¿Quién necesita los presagios de un adivino? Bastantes preocupaciones le da a uno la vida.

Tomé un reconfortante sorbo del vino añejo. Me hallaba allí invitado por un burócrata de un ministerio, un hombre llamado Claudio Laeta. Había entrado en el local tras sus pasos y, situado a su espalda, lo observé a hurtadillas mientras intentaba llegar a una conclusión respecto a qué pensar de él. Por su aspecto, lo mismo podía tener cuarenta años que rondar los sesenta. Conservaba todos sus cabellos (castaños y de aspecto áspero, muy cortos y peinados en un estilo soso y convencional) y tenía un cuerpo delgado, unos ojos vivarachos y un porte muy despierto. Vestía una túnica amplia con finos galones de hilo de oro bajo una toga blanca lisa acorde con la etiqueta palaciega. En una mano lucía el ancho anillo de oro de la clase media, demostración de que había contado con el aprecio de algún emperador. Laeta, pues, había gozado de más consideración de la que yo había inspirado a nadie hasta la fecha.

Lo había conocido mientras realizaba una investigación oficial a instancias de Vespasiano, nuestro nuevo y severo emperador. Desde el primer momento, Laeta me había parecido uno de esos secretarios extraordinariamente refinados que dominan a la perfección el arte de llevarse los méritos mientras dejan todo el trabajo sucio en manos de factótums. Esta vez me había escogido a mí, pero no por iniciativa mía, aunque sí alcanzaba a verlo como un posible aliado frente a otros de palacio que se oponían a mi ascenso social. No habría confiado en aquel hombre para que me sujetara el caballo mientras me agachaba a atarme los cordones de las botas, pero lo mismo cabía decir de cualquier funcionario. Laeta quería algo y yo estaba esperando a que dijera de qué se trataba.

Laeta pertenecía a la crema de la crema: ex esclavo imperial, había nacido y crecido en el palacio de los césares entre los orientales cultivados, educados y carentes de escrúpulos que, desde hacía mucho tiempo, administraban el Imperio romano. Últimamente, estos funcionarios formaban un discreto grupo de élite que actuaba entre bastidores, pero yo estaba convencido de que sus métodos no habían cambiado desde los tiempos en que su presencia era más visible. El propio Laeta había conseguido sobrevivir a Nerón manteniéndose en segundo plano hasta el punto de no ser considerado un hombre del difunto césar

 

 

tras la llegada de Vespasiano al poder. En aquellos momentos ostentaba el título de secretario jefe, pero no se me escapaba que aspiraba a ser algo más que el encargado de presentar los rollos y tablillas al emperador. Laeta era ambicioso y buscaba una esfera de influencia en la que se sintiera realmente a gusto. Quedaba por saber si era capaz de encajar los reveses con dignidad. Aparentaba ser un hombre que disfrutaba demasiado de su posición y de las posibilidades que ésta le ofrecía como para jugársela. Era un organizador, un planificador a largo plazo. El Imperio estaba empobrecido y andrajoso pero, bajo el mando de Vespasiano, había un nuevo ánimo de reconstrucción. Los funcionarios de palacio empezaban a hacer valer sus méritos.

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