Tres Manos En La Fuente (Falco IX) – Lindsey Davis

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falco 9Novena novela de la serie de libros dedicado al informante romano Marco Didio Falco, ambientados en la época del emperador Vespasiano.
La aparición de una mano en los sistemas de conducción de agua pública de Roma obliga a Marco Didio Falco a emprender una investigación para desenmascarar al asesino en serie que tiene aterrorizadas a las jovencitas romanas. Por otro lado, la reciente paternidad y su asociación profesional con su fiel amigo Petronio le darán algunos quebraderos de cabeza adicionales. La investigación le llevará a recorrer el ingenioso sistema de conducción de agua de Roma hasta la campiña y a entrar en contacto con lo que sin duda es un antecedente de la mafia.

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I

 

 

La fuente no funcionaba. Eso no era nada raro, estábamos en el Aventino.

Debía de llevar tiempo estropeada. El caño del agua, una concha burdamente esculpida sostenida por una ninfa desnuda pero un tanto apática, estaba cubierta de excrementos secos de paloma. La taza estaba limpia. Dos hombres que compartían el fondo de un ánfora de un maltratado vino de Hispania podían apoyarse en ella sin mancharse las túnicas. Cuando Petronio y yo regresáramos a la fiesta de mi  apartamento, no habría pistas acerca de dónde habíamos estado. Yo había dejado el ánfora en la taza vacía de la fuente, con la boca hacia fuera, de forma que pudiéramos inclinarla apoyándola en el borde cuando quisiéramos llenar de nuevo las jarras que habíamos sacado de casa a escondidas. Llevábamos un buen rato haciéndolo. Cuando nos pusiéramos en camino hacia casa, habríamos bebido demasiado para que nos importase lo que la gente nos dijera, a menos que nos echaran la bronca de una manera muy sucinta, que sería lo que ocurriría si Helena Justina había advertido mi desaparición y que la había dejado que se las apañase sola con los invitados.

Estábamos en la calle de los Sastres. Habíamos doblado deliberadamente la esquina desde la plaza de la Fuente, donde yo vivía, de modo que si alguno de mis cuñados miraban a la calle no nos verían ni nos obligarían a soportar su compañía. Aquel día no había invitado a ninguno de ellos pero, desde que se habían enterado de que daba una fiesta, no habían cesado de acercarse al apartamento como moscas a un trozo de carne cruda. Hasta Lolio, el barquero, que nunca aparecía, nos había deleitado con su fea cara. Aparte de encontrarse a una distancia prudencial de casa, la fuente de la calle de los Sastres era un buen lugar para tener un encuentro íntimo. La plaza de la Fuente no tenía su suministro de agua propio, como tampoco la calle de los Sastres albergaba ya a los artesanos de la confección de prendas de vestir. Bueno, aquello era el Aventino.

Uno o dos transeúntes, al vernos en una calle que no era la de casa con las cabezas juntas, supusieron que discutíamos asuntos de trabajo. Nos miraron como si fuéramos  un par de ratas aplastadas en la carretera. Ambos éramos personajes muy conocidos en la Región Decimotercera. Caíamos bien a poca gente. A veces trabajábamos juntos, aunque el pacto entre el sector público y el privado era incómodo. Yo era informador y agente especial, y acababa de regresar de un viaje a la Hispania Bética por el que me habían pagado menos de lo que, en principio, se había estipulado. De todas formas, había compensado el déficit alegando unos gastos en obras de arte. Petronio Longo  vivía con un salario muy estricto. Era el jefe de investigaciones de la cohorte local de vigiles. Bueno, habitualmente lo era, pero acababa de darme la sorprendente noticia de que lo habían suspendido de su empleo.

Petronio Longo tomó un largo trago de vino, y luego equilibró con cuidado la jarra  en la muchacha de piedra que tenía que abastecer al barrio de agua. Petro tenía los brazos largos y la chica era una ninfa pequeña con una concha vacía. Petro era un ciudadano grande y robusto, por lo general tranquilo y competente. En esos momentos miraba hacia el callejón con rostro ceñudo y sombrío. Me detuve para verter más vino en mi copa, eso me dio tiempo a asimilar aquella noticia mientras decidía cómo reaccionar. Al final no dije nada, exclamar « ¡Cielo santo, amigo mío!» o « ¡Por Júpiter, querido Lucio, creo que no he oído bien!», hubiera sido demasiado vulgar. Si le apetecía contarme la historia, lo haría. Si no, Petronio era mi amigo más íntimo por lo que, si quería mantener el secreto, yo fingiría aceptar esa decisión. Siempre podría preguntárselo a alguien más tarde. Fuera lo que fuese, no podría ocultármelo mucho tiempo. Yo me ganaba la vida desentrañando los entresijos de los escándalos.

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