Ilusiones

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Conocí a Donald Shimoda a mediados del verano. En los cuatro años que
llevaba volando no había encontrado a ningún otro piloto que hiciera lo
que yo: dejarse llevar por el viento de un pueblo a otro, ofreciendo paseos
en un viejo biplano a tres dólares por diez minutos de vuelo.

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Pero un día, un poco al norte de Ferris, en Illinois, miré abajo desde la
carlinga de mi Fleet y vi un viejo Travel Air 4000, dorado y blanco,
bellamente posado sobre el heno esmeralda-limón.


La mía es una vida libre, pero a veces me siento solo. Vi el biplano allí, lo
pensé unos instantes y resolví que nada perdía con bajar. Reduje gases,
incline el timón de dirección, y el Fleet y yo iniciamos un descenso lateral.
Volvieron los ruidos familiares: el viento en los cables de las alas y ese
apacible y lento poc-poc del viejo motor que hace girar perezosamente la
hélice. Me subí las gafas para vigilar mejor el aterrizaje.

Los tallos de maíz
ondulaban abajo, muy cerca, como una jungla de follaje verde; tuve el
vislumbre de una empalizada y luego se extendió el heno recién cortado
hasta donde alcanzaba la vista. Enderecé la palanca de mando y el timón
de dirección: una grácil vuelta alrededor del campo, el roce del heno
contra los neumáticos y después el familiar y sereno chasquido crepitante
del terreno duro debajo de las ruedas. Despacio, despacio; luego, una
rápida descarga de estrépito y potencia para rodar hasta el otro avión y
detenerse a su lado.

 

Reducir gases, oprimir el interruptor, el suave clac-clac
de la hélice, cada vez más lento, en medio del silencio implacable de julio.
El piloto del Travel Air estaba sentado en el heno, con la espalda reclinada
contra la rueda izquierda de su avión y me miraba apaciblemente.
También yo lo miré, durante medio minuto, escudriñando el misterio de
su aplomo. Yo no habría tenido la sangre fría precisa para quedarme
tranquilamente sentado, observando como otro avión se posaba en el
mismo campo y se detenía a diez metros de mí. Le saludé con una
inclinación de cabeza. Sin saber por qué , lo encontré simpático.


– Me pareció que estabas solo – dije, a través de la distancia que nos
separaba.


– Tu también lo parecías.
– No quise molestarte. Si estoy de más, me voy.
– No. Te esperaba.
Sonreí al oírle.
– Perdona que te haya hecho esperar.
– No importa.

Me quité el casco y las gafas, salí de la carlinga y bajé al suelo. Pisar la
tierra produce una sensación agradable cuando se han pasado un par de
horas en el Fleet.
– Espero que no te importe el jamón y queso – dijo -. Jamón queso y tal vez
una hormiga.


No hubo ni un apretón de manos ni presentación de ninguna naturaleza.
No era corpulento. El pelo hasta los hombros, más negro que el caucho del
neumático contra el que se apoyaba. Ojos oscuros como los de un halcón,
de esos que me gustan en un amigo y que, sin embargo, me incomodan
mucho en cualquier otro. No sé por qué pensé en él como en un maestro
de karate dispuesto a hacer una demostración discretamente violenta.
Acepté el bocadillo y el agua que me ofrecía en la tapadera de un termo.
– Pero, ¿quién eres? – pregunté -. Hace años que voy así y nunca he visto a
otro acróbata del aire en los campos.


– No sirvo para muchas otras cosas – respondió, bastante complacido –
Trabajitos mecánicos, soldaduras, forcejear un poco, desguazar tractores.
Cuando me quedo mucho tiempo en un mismo lugar tengo problemas. De
modo que preparé el avión y ahora me dedico a la acrobacia aérea.
– ¿ Qué modelos de tractores ?


– Los D- 8 los D-9. Fue por poco tiempo, en Ohio.
– ¡El D- 9! ¡Tan grande como una casa! Con una primera de doble tracción.
¿Es cierto que puede derribar una montaña?
– Hay mejores sistemas para mover montañas – contestó, con una sonrisa
que tal vez duró una décima de segundo.


Estuve un minuto largo recostado contra el ala inferior de su avión,
estudiándolo. Una ilusión óptica…era difícil mirarle de cerca. Era como si
hubiera un halo luminoso alrededor de su cabeza, que diluyera el fondo
hasta reducirlo a un tono plateado, tenue, nebuloso.
– ¿Te ocurre algo ?- inquirió.


– ¿Qué clase de problemas tuviste ?
– Bah. Nada importante. Se trata sencillamente de que en estos tiempos me
gusta ir de un lado a otro, como a ti.
Di la vuelta a su avión , con el bocadillo en la mano. Era un modelo 1928 ó
1929, y no tenía ni un raspón. Las fábricas no producen aviones tan
impecables como el suyo, ahí posado sobre el heno. Por lo menos veinte
capas de butirato aplicado a mano ; la pintura estaba estirada como un
espejo sobre las costillas de madera.

 

Debajo del borde de la carlinga leí la
palabra Don, escrita en letras góticas doradas, la matrícula adherida al
portamapas decía : D. W. Shimoda. Los instrumentos acababan de salir del
embalaje : eran los originales, de 1928. Palanca de mando y barra del timón
de dirección fabricadas con doble barnizado ; palanca de gases, mando de
mezcla y avance de encendido a la izquierda. Ya no se encuentran avances
de encendido ni siquiera en las antigüedades mejor restauradas.

 

Ni un
raspón, ni un remiendo en el fuselaje, ni una salpicadura de aceite. Ni
siquiera una brizna de paja sobre el suelo de la carlinga, como si el biplano
no hubiera volado nunca y se hubiera materializado allí mismo después de
atravesar medio siglo por un túnel del tiempo. Sentí un extraño escalofrío
en la nuca.


– ¿ Cuánto hace que llevas pasajeros ?- le pregunté.
– Aproximadamente un mes, ahora. Cinco semanas.
Mentía. Cinco semanas por los campos y, seas quien fueres, tendrás mugre
y aceite en el avión y habrá una brizna de paja en el suelo de la carlinga,
por mucho que te esmeres para evitarlo. Pero aquel artefacto… ni aceite
sobre el parabrisas, ni manchas de heno volador aplastado contra los
fuertes ataques de las alas y los alerones de la cola, ni insectos estrellados
contra la hélice.

Un avión que atraviesa la atmósfera estival de Illinois no
puede estar en semejantes condiciones. Examiné el Travel Air durante
otros cinco minutos. Después volví al punto de partida y me senté sobre el
heno, debajo del ala, de cara al piloto. No tenía miedo. El fulano seguía
resultándome simpático, pero había algo que no encajaba.
– ¿ Porqué no me dices la verdad ?
– Te la he dicho, Richard – respondió -. Además, puedes ver el nombre
pintado en el avión.


– Nadie puede estar llevando pasajeros en un Travel Air durante un mes
sin que el avión se le manche de aceite, amigo mío, y de polvo. Sin que
tenga que aplicar un remiendo al fuselaje. Y ¡ por amor de Dios !, sin que
se le llene el suelo de paja.


Sonrió plácidamente.
– Hay cosas que ignoras.
En ese momento era un ser extraño procedente de otro planeta. Le creí,
pero no encontré la forma de explicar la presencia de su avión, refulgente,
posado en el campo estival.


– Es cierto, pero algún día lo sabré todo. Y entonces te regalaré mi avión
Donald, porque ya no lo necesitaré para volar. Me miró con interés y
arqueó las cejas negras.
– ¿De veras ? Cuéntamelo.
Estaba exultante. ¡ Al fin ! Alguien dispuesto a escuchar mi teoría.

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