Yo acuso- Emilio Zola

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Yo Acuso. La Verdad en marcha
Prólogo
He juzgado necesario recoger en este volumen los artículos que fui publicando sobre el
caso Dreyfus durante un periodo de tres años, de diciembre de 1897 a diciembre de 1900,
a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Un escritor que ha emitido juicios y
ha tomado responsabilidades en un caso de tanta gravedad y tanto alcance tiene el deber
de poner a la vista del público el conjunto de su actuación, los documentos auténticos, los
únicos que podrán servir para juzgarle. Y si ese escritor no fuese tratado hoy con justicia,
podrá entonces esperar en paz, pues el porvenir dispondrá de toda la información que
deberá bastar algún día para sacar a la luz la verdad.
No obstante, no me he apresurado a publicar este volumen. Quería, en primer lugar, que
el expediente buera completo, que hubiese concluido un periodo concreto del caso; he
tenido que esperar, pues, que la ley de amnistía concluyera un periodo que puede
considerarse, al menos por el momento, como final. En segundo lugar, me repugnaba
enormemente la idea de que se pudiera creer que buscaba publicidad o que me movía el
afán de lucro en una cuestión de lucha social de la que el profesional de las letras no
quería en absoluto beneficiarse. He rechazado todas las ofertas, no he escrito sobre ello ni
novelas ni obras de teatro. Tal vez así logre que por lo menos no me acusen de haber sacado
dinero de esta historia tan desgarradora que ha trastornado a toda la humanidad.
Pretendo utilizar más tarde, en dos obras, las notas que tomé. En una, con el título de
«Impresiones de audiencias», quisiera contar los juicios a los que se me sometió, decir
todas las cosas monstruosas y describir los extraños personajes que desfilaron ante mí, en
París y en Versalles. En otra, con el titulo de «Páginas de exilio», planeo narrar los once
meses que pasé en Inglaterra, los trágicos ecos que despertaban en mi cada noticia
desastrosa que me llegaba de Francia, todo lo que evoqué -hechos y personas- cuando me
hallaba lejos de mi tierra, en la completa soledad que me envolvía. Pero no son más que
deseos, proyectos, y no me extrañaría que las circunstancias y la vida me impidiesen
llevarlos a cabo.
Por otra parte, eso no sería una historia del caso Dreyfus, porque tengo el
convencimiento de que ahora, en medio de las pasiones desatadas, sin los documentos
que todavía faltan, no se puede escribir esa historia. Habrá que dejar pasar el tiempo,
habrá que realizar primero un estudio imparcial de los documentos que formarán parte
del inmenso expediente. Y yo sólo quiero aportar mi contribución a ese expediente, decir
lo que supe, lo que vi y oí en la parte del caso en que tuve ocasión de participar.
Por el momento, me contento con reunir en este volumen los articulos ya publicados.
Por supuesto, no he cambiado ni una sola palabra, los he dejado con sus repeticiones, con
esa forma áspera y descuidada propia de las páginas escritas las más de las veces aprisa y
corriendo, en momentos de pasión. Sin embargo, he considerado necesario acompañarlos
de falsos títulos y de pequeños comentarios en los que doy algunas explicaciones
imprescindibles para dar cierta coherencia al conjunto, remitiendo los articulos a las
circunstancias que me llevaron a escribirlos. De este modo, queda establecido el orden
cronológico; cada articulo ocupa su lugar en las grandes convulsiones del caso, y el
conjunto, en su lógica interna, cobra coherencia, a pesar de los prolongados silencios en
que me sumí.
Repito, pues, que estos artículos no son sino una contribución al expediente sobre el
caso Dreyfus, algunos de los documentos de mi acción personal cuya recopilación quiero
dedicar a la Historia, a la justicia de mañana.
Emilio Zola
París, 1 de febrero de 1901
Monsieur Scheurer-Kestner
Este artículo apareció en Le Figaro el 25 de noviembre de 1897.
En 1894, en el momento en que se inició el caso Dreyfus, yo estaba en Roma, y no
regresé a Francia hasta el 15 de diciembre de ese año. Como es natural, apenas leía
periódicos franceses. Eso explica mi ignorancia y cierta indiferencia que durante mucho
tiempo me inspiró este caso. Hasta noviembre de 1897, al regresar del campo, no
comencé a apasionarme, y ello debido a unas circunstancias que me permitieron conocer
los hechos y algunos documentos posteriormente publicados que bastaron para que mi
convicción se volviera absoluta a inquebrantable.
Se observará, no obstante, que, en primer lugar, el profesional, el novelista, se sintió
sobre todo seducido, exaltado, por el drama. Y que la piedad, la fe, el anhelo de verdad y
de justicia, vinieron después.
[…] El proyecto de Monsieur Scheurer-Kestner, al tiempo que cumplía su misión, era
desaparecer. Había resuelto decir al Gobierno: «Esto es lo que hay. Tomen cartas en el
asunto, atribúyanse el mérito de ser justos enmendando un error. Todo acto de justicia
conlleva al final un triunfo». Ciertas circunstancias, a las que no quiero referirme,
hicieron que no se le escuchase.
A partir de ese momento, comenzó para él el calvario que padece desde hace semanas.
[…]
Imagino que en el altivo silencio de Monsieur Scheurer-Kestner subyace también el
deseo de confiar en que cada cual hará su examen de conciencia antes de actuar. Cuando
habló de ese deber que, incluso al ver arruinadas su elevada posición, su fortuna y su
felicidad, le exigia hacer resplandecer la verdad tan pronto la supo, pronunció esta
admirable frase: «Si no, no hubiera podido vivir». Pues bien, eso han de decirse todas las
personas honradas que se han visto involucradas en este caso: que no podrían vivir si no
hicieran justicia.
Y si las razones políticas provocaran un retraso de la justicia, sería un nuevo error que
no haría más que entorpecer el inevitable desenlace, agravándolo aún más.
La verdad está en marcha y nada la detendrá.
La cofradía
Las siguientes páginas vieron la luz en Le Figaro el 1 de diciembre de 1897.
Tenía ya entonces la intención de publicar en ese periódico una serie de artículos
sobre el caso Dreyfus, toda una campaña, a medida que se desarrollaran los
acontecimientos. Durante un paseo, me encontré por casualidad con el director de ese
periódico, Monsieur Fernand de Rodays. Estuvimos hablando, con cierta pasión, en
plena calle, y eso me decidió de pronto a ofrecerle algunos artículos, pues advertí que
comulgaba con mis ideas. Así, sin premeditación alguna, me comprometí. Añado, por
otra parte, que iba a ponerme a hablar en cualquier momento, porque me resultaba
imposible callar. Y no debe olvidarse el vigor con que Le Figaro comenzo y, sobre todo,
acabó encauzando la lucha que convenía entablar.
Todos conocemos su origen. Es de una bajeza y una necedad simplista dignas de
quienes concibieron su existencia.
Un consejo de guerra condena al capitán Dreyfus por delito de traición. A partir de ahí,
éste se convierte en un traidor; ya no es un hombre, sino una abstracción que encarna la
idea de la patria degollada, entregada al enemigo vencedor. No sólo representa la traición
presente y futura, sino también la traición pasada, y le endosan la vieja derrota, porque
están obsesionados con la idea de que sólo la traición pudo hacer que nos vencieran.
Ya tenemos al hombre perverso, la figura abominable, la vergüenza del ejército, el malvado
que vende a sus hermanos igual que Judas vendió a su Dios. Y como es judio, ¡qué
sencillo!, los judíos -que son ricos y poderosos, y que además carecen de patria- se
pondrán a trabajar soterradamente con sus millones para sacarlo del apuro, comprando
conciencias, comprometiendo a Francia en un execrable complot, para obtener la
rehabilitación del culpable y sustituirlo por un inocente. […]
Entonces se crea una cofradia. […]
Analicemos esta cofradía.
Los judíos han hecho fortuna y pagan el honor de los cómplices desde una ventanilla de
pagos. ¡Dios mío!, no sé cuánto deben de haber gastado ya. Pero aunque no hayan
llegado ni a diez millones, comprendo que los hayan dado. Ahí tenemos a ciudadanos
franceses, nuestros iguales y nuestros hermanos, diariamente arrastrados por el fango a
causa de este estúpido antisemitismo. Se les ha pretendido aplastar junto con el capitán
Dreyfus, se ha intentado convertir el crimen de uno de ellos en el crimen de la raza
entera. Todos son traidores, todos vendidos, todos condenados. ¡Cómo no va a protestar
con furia esa gente, cómo no va a tratar de rebelarse, de devolver golpe por golpe en esta
guerra de exterminio de que son víctima! Es comprensible que anhelen apasionadamente
ver cómo resplandece la inocencia de su correligionario; y si creen que pueden lograr la
rehabilitación de Dreyfus, ¡ah, con qué ánimo deben perseguirla! […]
Lo extraordinario es que toda esa gente que, según dicen, han comprado los judíos goce
precisamente de una reputación de sólida integridad. Tal vez los judíos le echen
coquetería a la cosa y no quieran tener más que mercancía rara pagándola a su precio.
Pero dudo mucho que exista una ventanilla de pagos, aunque me sentiría dispuesto a
disculparles si, acosados como están, se defendiesen con sus millones. En las matanzas,
cada uno se defiende con lo que tiene. Y hablo de ellos con mucha serenidad, pues ni los
quiero ni los odio. No tengo entre ellos a ningún amigo íntimo. Para mí son hombres, y
eso basta.
[…] Y espero que, desde que escribí mi primer artículo, también yo forme parte de esa
camarilla.
[…] A eso se reduce la historia de la cofradía: hombres llenos de buena voluntad, de
verdad y equidad, salidos de los cuatro extremos de la Tierra, que trabajan a leguas de
distancia y sin conocerse, pero que se dirigen por distintos caminos hacia una misma
meta, avanzando en silencio, escarbando el suelo y que, una buena mañana, confluyen
todos en un mismo punto. Todos, fatalmente, se han encontrado, brazo con brazo, en esa
encrucijada de la verdad, en esa cita fatal de la justicia.
Como veis, sois vosotros quienes ahora los reunís, les obligáis a cerrar filas, a trabajar
como uno solo en pro de la salvación y la honestidad, mientras los cubrís de insultos, los
acusáis del más perverso complot, pese a que ellos sólo aspiraban a reparar una gravísima
injusticia.
[…] Por lo tanto, ya no es la misma Francia, si se la puede engañar hasta ese punto,
soliviantaría contra un miserable que lleva tres años expiando, en atroces condiciones, un
crimen que no ha cometido. Si, allá, en un islote perdido, bajo un sol abrasador, hay un
ser aislado de los demás hombres. No solo lo aisla el ancho mar, sino once guardianes
que lo tienen encerrado día y noche formando una muralla viviente. Han inmovilizado a
once hombres para custodiar a uno solo. Jamás asesino alguno, jamás loco furioso alguno
ha sido encerrado con tal saña. ¡Y ese eterno silencio, esa lenta agonía, bajo la execración
de todo un pueblo! […]
Sí, pertenezco a esa cofradía, y espero que todos los franceses decentes quieran
pertenecer a ella.
El juicio
Este artículo apareció en Le Figaro el 5 de diciembre de 1897.
Es el tercer y ultimo artículo que me publicaron en ese periódico. Encontré incluso
dificultades para que lo aceptaran; y, como se verá, me pareció prudente despedirme del
público, porque yo pretendía continuar una campaña que soliviantaba a los lectores
asiduos del periódico. Comprendo perfectamente que un periódico necesite tener en
cuenta las costumbres y deseos de su clientela. Por eso, siempre que me han parado los
pies, sólo a mí me he echado la culpa por haberme equivocado con respecto al terreno y
las condiciones de la lucha. No por eso Le Figaro dejó de mostrar audacia al acoger
esos tres artículos, y le estoy agradecido por ello.
¡Oh, a qué espectáculo asistimos desde hace tres semanas, y qué días tan trágicos, tan
inolvidables acabamos de vivir! No recuerdo otros que hayan despertado en mi mayor
solidaridad, angustia y generosa ira. He sentido exasperación, odio hacia la necedad y la
mala fe, y he tenido tanta sed de verdad y de justicia que he comprendido hasta qué punto
los más generosos impulsos pueden llevar a un pacifico ciudadano al martirio.
Porque, en verdad, el espectáculo ha sido inaudito, ha superado en brutalidad, en desfachatez,
en declaraciones indignas, los peores instintos, las mayores bajezas jamás
confesadas por la bestia humana. Casos como éstos, en los que la muchedumbre derrocha
perversion y demencia, no abundan, y tal vez por eso me apasioné en el grado en que lo
hice -al margen de mi rechazo en tanto que hombre- como novelista, como dramaturgo,
trastornado de entusiasmo ante un caso de belleza tan atroz.
Hoy, el caso entra ya en una fase regular y lógica, la que hemos deseado, exigido sin
descanso. Un consejo de guerra se ha hecho cargo del caso, la verdad relucirá al cabo de
este nuevo proceso, estamos seguros. Nunca quisimos otra cosa. Sólo nos queda callar y
esperar, pues no nos corresponde a nosotros decir la verdad; el consejo de guerra sera
quien la desvele, deslumbrante. Y solo volveríamos a intervenir si esa verdad resultara
incompleta, lo que, por otra parte, es una hipótesis inadmisible.
Sin embargo, una vez terminada la primera fase -ese embrollo rodeado de tinieblas, ese
escándalo en el curso del cual han salido a relucir tantas conciencias sucias-, conviene
levantar acta, sacar conclusiones. Porque, entre la profunda tristeza de las constataciones
que se imponen, asoma el aleccionamiento viril, el hierro candente que cauteriza las
heridas. Que nadie lo olvide; el horrible espectáculo que acabamos de ofrecernos a
nosotros mismos tiene que curarnos.
Primero, la prensa.
Hemos visto ya a la prensa rastrera en celo, amasando dinero a costa de las curiosidades
malsanas, trastornando a las masas para vender su deleznable papel, ese papel que ya no
encuentra compradores cuando la nación está en calma, saludable y fuerte. Me refiero en
especial a los que ladran de noche, a los periódicos prostibularios que atraen
poderosamente a los transeúntes con esos grandes titulares que garantizan escándalos.
Éstos siempre han formado parte de su habitual mercancia, aunque, en esta ocasión, con
impudicia significativa.
Hemos visto, un peldaño más arriba, a los periódicos populares, los periódicos baratos,
los que se dirigen a la inmensa mayoría y crean la opinión de las masas, les vimos cómo
alimentaban pasiones atroces, cómo promovían furiosamente una campaña sectarista,
anulando toda generosidad de nuestro amado pueblo de Francia, todo deseo de verdad y
de justicia. Quiero creer en su buena fe. Pero qué triste es ver a esos polémicos
envejecidos, agitadores dementes y patriotas estrechos de miras, convertidos en líderes y
cometer el más vil de los crímenes, el de ofuscar la conciencia pública y extraviar a todo
un pueblo. Esa labor resulta aún más execrable porque viene dada, en ciertos periódicos,

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