Aopuntes I

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Esta es una autobiografía de Servando Blanco Déniz 

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 Apuntes I

El diecisiete de enero de 1963, nací en una clínica privada a las seis de la tarde. Los recuerdos que tengo de mi primera infancia son “flashes” sueltos, así por ejemplo, recuerdo una fiesta en la que se encontraban dosseres inteligentes viendo a los niños bailar, el cura del barrio y mi padre, de éstos, recuerdo perfectamente sus miradas, éstas estaban dirigidas al suelo, mientras cuchicheaban ambos en voz baja.
La fiesta era en el salón de nuestra casa, lo que hoy llamaríamos el salón o cuarto de la tele; allí estábamos
reunidos infinidad de chicos y chicas. No tenía ni idea de cómo bailar, por lo que no recuerdo lo que hacía en ese
momento.
La casa tenía bastantes habitaciones, pero mi cuarto daba directamente al de la tele, por lo que cuando
la película era de dos rombos, no permitida para menores de 18 años, nos mandaban mis padres al cuarto, y desde
allí, en las literas, veíamos la película, no obstante, muchas veces, la mayoría de las veces, caíamos rendidos, pues
nos habíamos pasado en la playa hasta altas horas de la noche; ésta distaba escasos metros de nuestra casa.
En la playa solíamos jugar a las casitas, mis hermanas, las amigas y yo, en donde las algas marinas eran
la comida, que se colocaban en distintos departamentos hechos en la arena.
Mi niñez pasó entre mujeres y un gran amigo, Falino, el cual vivía a pocos metros de mi casa, en la misma
calle.
De él, prácticamente no recuerdo sino el nombre y a su madre, quien casi no ha cambiado nada; pero de
mis juegos con Falino, pocos recuerdos me quedan.
Una curiosidad, es que a mí de pequeño mis padres me regalaban siempre el mismo coche de pedales, de
estilo igual a los de carreras de la época; este coche era de metal, así duraba tanto tiempo; cada año me lo quitaban
un par de meses antes de Reyes, y lo pintaban, transformándolo en un juguete nuevo, eso es al menos, según dice
mi madre, lo que a mí me parecía.
Otra cosa que recuerdo, pero esta vez por una foto que se conserva en la actual casa de mi madre, aunque
hace años que no la veo, era mi cuarto cumpleaños. En la foto, me veo como un niño bueno, rubito, asombrado por
la tarta y lo que tenía que hacer: apagar las velas.
No sé a partir de qué edad empecé a ir al colegio, lo cierto es que cuando eso hice, no me fui al “Jardín de
infancia”, a preescolar, sino que me pusieron en una clase de primero, en la mesa de los niños burros, en la cual no
estuve mucho, ya que haciendo un “dictado”, el día en que estrenaba una libreta, me esforcé en hacer bien este
trabajo, y resultado del cual, la “señorita Marisol”, hizo que la clase entera me aplaudiera, pasando automáticamente
a una mesa de niños normales.
De esa mesa, la de los niños burros, recuerdo perfectamente a Cuyás, Romano y Rafa, que eran mis
compañeros; lo más destacado de éstos era, cómo Cuyás se sacaba los mocos y luego se los comía, cosa que me
repugnaba profundamente.
De ese colegio, el “Santiago Apóstol”, otra anécdota, es que una vez nos hicieron una foto, para la que
me vistieron de chaqueta y corbata, y me sentaron a una mesa, llena de papeles y con un globo terráqueo a un
lado.
Sobre esa época recuerdo que otra vez, jugando con mis hermanas, en casa de unos amigos de mis
padres, tropecé contra un bidón enorme, y fue tal el tortazo, que estuve un tiempo sin saber dónde me hallaba,
mientras todas las chicas ( y algunas, algo mayores), se reían de mí, y yo sin saber por qué.
Otras veces, por nuestras calles (hoy excesivamente transitadas por el tráfico rodado), jugábamos al
corito, pero de todas estas cosas, lo que tengo son muy leves y tenues recuerdos.

En esta, mi infancia, jugué muy poco a policías y ladrones, aunque sí se decía eso de: “¿Tú qué quieres,
melón o sandia?, etc.”
Una vez me perdí en la avenida de Las Canteras, y me eché a caminar sin saber qué hacer, al final me
encontraron mis padres.
Otro juego del que algo recuerdo es el del clavo, el cuál consistía en tirar dicho clavo de distintas
maneras en la arena, e intentar que se quedara de pie, o semitumbado, nunca aplastado del todo contra la arena.
Cierto día, en la casa de Las Canteras, mi madre estaba cambiando el pañal a mi hermana Piluca, en el otro
extremo de la casa, y me pidió que le llevara otro, yo fui y lo cogí; se lo llevaba mientras iba patinando con mis
zapatos por el resbaladizo suelo, hasta que llegué a la habitación de mis padres en la que no me pude detener,
yendo a dar con la frente en un saliente de la cama de matrimonio, el choque fue brutal, y el resultado una herida
sangrante en la frente; mi madre se alarmó muchísimo, pero hoy día de eso sólo queda el recuerdo de una cicatriz.
En esa casa estuve hasta los cuatro o cinco años, y los recuerdos son agradables; por lo que parece, era
muy patoso.
Maquita, la señora que ayudaba en las tareas domésticas a mi madre, me ha dejado un grato recuerdo, la
veo en mi mente, en el salón, planchando y hablando animadamente con mi madre.
Por esas fechas, éramos cinco hermanos, cuatro hembras y yo, ya se explicarán el por qué de sus
continuas burlas hacía el único personaje del sexo opuesto, salvo mi padre, quien siempre estaba trabajando,
cómo buen ejecutivo que era.
Cuando nací, mi padre dijo:
-!Vaya hombre!, menos mal que nace un varón.
Las tres primeras habían sido hembras, así estas por orden en relación a la edad, eran Saso, Maru, Pine,
luego yo, y por último Piluca.
De la casa de Las Canteras pocas cosas recuerdo de esa época; así que cuando me vengan éstos, los
insertaré aquí.
Ibamos a ver de vez en cuando con mi padre, la casa que se estaba construyendo, era enorme. Íbamos en
el nuevo coche de mi padre.
Cuando cumplí los seis años nos vinimos a la casa en que resido actualmente, pero por entonces, ya
había nacido otro más en mi casa, José Juan, al que llamaré más comúnmente: Jose.
El primer día de estancia en nuestro nuevo hogar, fuimos robados por unos ladrones, quienes entraron
en el cuarto de mis padres y cogiendo la chaqueta del cabeza de familia, se la desvalijaron, creo que era cosa de
20.000 pesetas lo que le cogieron.
Mi madre, sobre las cinco, se levantó a preparar el biberón de mi hermano Jose; oyó un cuchicheo, pero
lo achacó a que mis hermanas estaban hablando en sueños. Cuando terminó de hacer el biberón del benjamín,
subió, y ya entonces, vio que habíamos sido robados, pues todas los papeles y la ropa de mi padre, estaban en el
suelo.
¿Qué ocurrió a partir de ahí?, no tengo ni idea, pues no recuerdo nada, lo que sí es de destacar, es que mi
padre a partir de ese momento, trajo una pistola a la casa, que con el tiempo sustituyó por un martillo, mucho más
práctico y menos peligroso.Este martillo lo conservó durante toda su estancia en la casa.
En lo referente a clases, he de decir, que era muy buen estudiante. Cuando llegué a cuarto de E.G.B., me
encontré con un profesor genial, era un gran amante de la literatura, y encima no descuidaba las otras materias. El
cuarto curso lo hice también en el “Santiago Apóstol”; me pasé toda la primera etapa en él.
Unas Navidades en ese centro, me pusieron a vigilar la comida entregada por los alumnos para las
familias más necesitadas; estaba pues, junto con otro niño, pendiente de que allí no pasara nada, pero en eso
estaba, cuando llegaron más retoños, no sé para qué, pero mi función era vigilar y eso hice, los fui a coger por la
espalda, y no me di cuenta que entre ellos y yo, mediaba una puerta de cristal, así que atravesé el cristal con la
mano y me corté toda la muñeca por la parte interior; me llevaron a casa de un vecino otros niños; allí una mujer,
me hizo las primeras curas. Luego volvimos otra vez al colegio, donde se armó una grande entre el director y la
“Señorita Marisol”, profesora de primero; fue tal su nerviosismo, que al encontrarme me dio un soberano bofetón,
que me dejó aturdido y asombrado, pues encima de estar lesionado me llevé el rapapolvo. Más tarde, esta
profesora se disculpó, cosa que hacían conmigo, por primera vez en mi vida.
Era día de entrega de notas, las cuales llevé a mi padre, tembloroso, por si él también me fuera a pegar,
pues el “boletín” estaba manchado de sangre.

Mi padre, al ver las excelentes notas, se limitó a darme la enhorabuena, y en cuanto a la herida, no le dio
importancia, y eso que él era farmacéutico, entre otras muchas cosas.
Al llegar la noche, me fui a la cama, y esa noche sé que me dolía la mano, pero ello no me impidió dormir.
A la mañana siguiente, mi madre olfateó el cuarto, y le dio la sensación de oler a podredumbre, por lo que
instantáneamente, llamó a mis tíos y me llevaron a la “Casa de Socorro”, en la calle Tomás Morales, donde un
familiar de mi madre nos atendió tras previamente auxiliar a un accidentado que tenía el cuerpo lleno de sangre.
Cuando iban a atenderme, mi tío Joaquín, entró con nosotros y al ver que me cortaban el cuero y me
sacaban los cristales de la muñeca sin anestesiarme, se quedó pálido de la impresión de la sangre y verme sufrir,
hasta tal punto que tuvo que salir de allí.
Creo que fue ese mismo año, cuando pusieron unos amigos míos, unos petardos en las cerraduras de las
clases de los niños más pequeños; el escándalo fue supremo, y el resultado fue una mala nota en la conducta y un
rapapolvo por parte del director y dueño del colegio: D. Santiago (Chago para los adultos, q.e.p.d.),a pesar de ello
se notaba que para sus adentros, este buen hombre, se reía de nuestro comportamiento, aunque quiso dar
grandilocuencia y seriedad, al llamarnos a su despacho.
Durante la primera etapa, fui un gran portero de fútbol del colegio, nos hacíamos llamar Los Terribles,
pues vencíamos a todos contra los que nos enfrentábamos.
Tenía por entonces un negocio con el hijo del chofer del autocar que nos llevaba a nuestras casas: D.
Celedonio, que hacía la vista gorda a nuestro negocio, así Quique: su hijo, y yo, ganábamos gran cantidad de
boliches, los cuales los metíamos en una malla de entramado muy pequeño, y los hacíamos girar; cada niño, para
ver los boliches dar vueltas, nos tenía que dar uno; recuerdo que con ello hice un gran acopio de ellos.
Cuando jugábamos al fútbol, muchas veces, los profesores nos veían jugar desde una especie de palco,
entre ellos se encontraba siempre D. Juan Lorenzo.
Una vez, saltamos el muro del colegio, y nos fuimos de expedición por unas cloacas; los que llevábamos
las antorchas éramos Domingo Navarro Bosch y el que esto cuenta, aunque él iba en la vanguardia, y yo en la
retaguardia, con el grupo de atrás, casi nos asfixiamos con el humo de las teas.
Cierto día, jugando a la piola con mi mejor amigo: “dun Jose”, me hice para abajo, resultado de ello fue
que perdió el equilibrio, y se dio de bruces contra el suelo, partiéndose una paleta.
Los recreos los pasábamos jugando a las estampitas, los boliches, y a las “guirreas” de escupitajos, así
yo era de los que empezaba en la parte baja del “Castillo” (entrada a una de las partes del patio), y terminaba en la
parte alta, ganando de esta forma, la fortaleza y proclamándonos vencedores.
El lugar del recreo, era un patio grande, con el piso pintado de rojo, altos muros rodeando todo el
perímetro, y con un par de árboles en un estrechamiento que separaba una parte de otra del patio.
En el colegio, cuando estaba en cuarto curso, mi hermano empezó primero; recuerdo que una vez fue a
pedirme ayuda, ya que era maltratado por otros, y aunque lo ayudé, le dije:
-Que sea la última vez que me pides ayuda, te tienes que resolver la vida tu solito.
Y eso ha hecho el resto de su vida; creo que fui cruel, muy cruel, y ahora me arrepiento de lo dicho; él
sigue intentando resolverse la vida, aunque ahora, sin contar conmigo para nada, lo lamento muy sinceramente.
D. Juan Lorenzo tenía una forma de dar clases que eran magistrales; una de las cosas que hacía, era que
nos ponía en fila india, en semicírculo y hacía preguntas sobre la teoría de los días anteriores, si alguno no la sabía,
pasaba al siguiente y así sucesivamente hasta que hubiese alguien que la supiera; el que la acertase, pasaba a
ocupar el lugar del primero que no la hubiese contestado.
Una vez tuve que guardar cama unos tres meses, pues según decían, estaba muy flaco, así que cuando
regresé al colegio, me puse en el último sitio de la fila, enseguida empecé a adelantar puestos, hasta ocupar el
primero de todos, era al día siguiente de mi convalecencia en cama.
Durante ese tiempo que estuve encamado, mi abuelo materno estaba continuamente conmigo, salvo
cuando mi padre llegaba por la noche, quien muchas veces me traía cuentos, tebeos, para que pasara mejor el
encamamiento.
Aunque pasé al primero me llevé una mala mirada de mi profesor, pues de contento, me puse a reír, quien
me llamó la atención con una expresión seria.
Don Casimiro también me llamó la atención en una ocasión, por reírme en su clase de matemáticas, de
este profesor, por el tamaño tan desorbitante de sus orejas, decíamos:
-¿Qué es el viento?

Y contestábamos:
-Las orejas de D. Casimiro en movimiento.
Esto ya fue en quinto de E.G.B., en el Colegio Nacional Castilla, donde el director también era D. Santiago,
y el profesor de lengua: D. Juan Lorenzo.
En esta segunda etapa, tenía que hacer más deporte, pero el asma no me lo permitía.
Cuando pasé a cuarto curso, ese verano me hice nadador en cinco días, cuando lo normal para ello era
tres meses, lo cierto es que cada día pasaba de un grupo a otro hasta llegar al quinto, grupo este de futuros
nadadores del Club Natación Metropole.
El entrenamiento era duro, muy duro, y durante la convalecencia en cama, deje de ir a entrenar, para luego
empezar otra vez; el primer día de regreso, tenía que hacer 1.500 metros en todos los estilos y modalidades con y
sin la tabla, terminé reventado, por lo que me entró tal ataque de asma que no pude seguir yendo a entrenar.
Cuando iba de normal a entrenar, comía allí mismo con unos vales que costaban treinta pesetas, con los
que se podía comer el “menú” y luego volvía a las clases de la tarde, o sea, salía de mañana temprano de mi casa
y no volvía hasta la noche.
Por ese entonces ya usaba inhaladores, pues desde jovenzuelo me daban ataques que no me dejaban
respirar. Al principio, me los diagnosticaron cómo “falso cruz”, aunque ya luego como alergias asmáticas.
Mi devoción al trabajo era tal, que un día al bajarme del micro que conducía D. Celedonio, fui a cruzar el
paso de peatones para ir a la piscina a entrenar, y saliendo por delante del microbús, crucé sin mirar, el paso de
cebra, atropellándome un coche; fue más el susto que el golpe, aunque el coche me desplazó mucho y se me
salieron las botas “Bonanza”, que eran las que usaba por aquellos años.
Los que me atropellaron me llevaron a la “Casa de Socorro”, donde preguntaron por un fulano, y como
no estaba me volvieron a llevar al paso de peatones, y algo dolorido me fui a nadar; cuando esto hacía, oí por los
altavoces que me llamaban, por lo que me dirigí al teléfono totalmente mojado, allí hablé con mi madre, a quien D.
Celedonio le había dicho que me había atropellado un coche; ella se alarmó mucho y me dijo que fuese en seguida
para casa, cosa que hice.
Lo que pasó después no lo recuerdo exactamente, lo cierto es que me sentía la pierna igual que si me
hubiese dado un ligero golpe; una vez en mi casa, mi madre y mi padre se preocuparon, así me preguntaban que
si no me habían llevado al médico y cómo fue el accidente. Se los conté todo tal cual pasó; del accidente, por
fortuna, no me quedaron secuelas.
No me acuerdo si fui o no por la tarde a clase, creo que no, o sea que de algo me sirvió el accidente, ya
se sabe que de pequeño no gusta en absoluto ir a la escuela; de todas maneras, no era de los más rebeldes, sino
casi todo lo contrario, sí, era un buen chico.
Entre los compañeros de clase estaba Matías, el cual siempre estaba también entre los primeros, pero al
mismo tiempo, parecía que nunca se preparara las clases, pues siempre estaba hasta último momento repasando.
Los recreos los hacíamos los niños del curso más alto, en una azotea, no muy grande, era por ello por lo
que no jugábamos a grandes juegos de expansión.
D. Juan Lorenzo nos solía poner dictados, en los que recalcaba muy bien la “v” y la “b”, exagerando el
cierre de la cavidad bucal y la modulación de la lengua.
Era fácil sacar buenas notas en los dictados, siempre que se pusiera atención a la pronunciación, lo
mismo ocurría con la “c” y la “z”, la “q” y la “k”.
Como despedida del curso y por tanto de etapa, D. Juan, nos dio unos libros de regalo, con dedicatorias
para los más destacados; mi dedicatoria decía: “A Antonio, por sus magníficas calificaciones”; el libro era “Veinte
mil leguas de viaje submarino” de Julio Verne, en versión infantil. Recuerdo que la de Domingo Navarro Bosch
decía más o menos así: “Por saber separar bien entre las clases y el recreo”; yo admiraba esa dedicatoria, y me
decepcionó que no fuera la mía, pero a decir verdad, no era posible, pues yo casi no jugaba a nada en el recreo,
aunque tampoco recuerdo lo que hacía; una compañera nuestra, Mari Carmen León, solía quedarse retrasada en
la cola, era muy extrovertida.
Lo más característico de esta chica era que siempre estaba tomando vitamina C (Cebión, creo recordarque es la que tomaba), se me iban los ojos ante esto, pues o bien las ponía en agua, con lo que parecía unapetecible refresco, o bien se tomaba los gránulos directamente del sobresito, lo que me producía gran envidia,
pues se le notaba que gozaba con esto.

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