Caso de paranoia contrario a la T. Psicoanalitica

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 HACE algunos años un conocido abogado solicitó mi dictamen sobre un caso, que
le ofrecía algunas dudas. Una señorita había acudido a él en demanda de protección contra las persecuciones de que era objeto por parte de un hombre con el que había mantenido relaciones amorosas. Afirmaba que dicho individuo había abusado de su confianza en él para hacer tomar por un espectador oculto fotografías mientras se hacían el amor, pudiendo ahora exhibir tales fotografías y desconceptuarla, a fin de obligarla a dejar su colocación.

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HACE algunos años un conocido abogado solicitó mi dictamen sobre un caso, que
le ofrecía algunas dudas. Una señorita había acudido a él en demanda de protección contra
las persecuciones de que era objeto por parte de un hombre con el que había mantenido
relaciones amorosas. Afirmaba que dicho individuo había abusado de su confianza en él
para hacer tomar por un espectador oculto fotografías mientras se hacían el amor, pudiendo
ahora exhibir tales fotografías y desconceptuarla, a fin de obligarla a dejar su colocación. El
abogado poseía experiencia suficiente para vislumbrar el carácter morboso de tal acusación;
pero opinaba que en la vida ocurren muchas cosas que juzgamos increíbles y estimaba que
el dictamen de su psiquiatra podía ayudarle a desentrañar la verdad. Después de ponerme
en antecedentes del caso quedó en volver a visitarme acompañado de la demandante.

(Antes de continuar mi relato quiero hacer constar que he alterado en él, hasta
hacerlo irreconocible, el milieu en el que se desarrolló el suceso cuya investigación nos
proponemos, pero limitando estrictamente a ello la obligada deformación del caso. Me
parece, en efecto, una mala costumbre deformar, aunque sea por los mejores motivos, los
rasgos de un historial patológico, pues no es posible saber de antemano cuál de los aspectos
del caso será el que atraiga preferentemente la atención del lector de juicio independiente y
se corre el peligro de inducir a este último a graves errores.)

La paciente, a la que conocí poco después, era una mujer de treinta años, dotada de
una belleza y un atractivo nada vulgares. Parecía mucho más joven de lo que reconocía ser
y se mostraba delicadamente femenina. Con respecto al médico, adoptaba una actitud
defensiva, sin tomarse el menor trabajo por disimular su desconfianza. Obligada por la
insistencia de su abogado a nuestra entrevista, me relató la siguiente historia, que me
planteó un problema del que más adelante habré de ocuparme. Ni su expresión ni sus
manifestaciones emotivas denotaban la violencia que hubiera sido de esperar en ella al
verse forzada a exponer sus asuntos íntimos a personas extrañas. Se hallaba exclusivamente
dominada por la preocupación que habían despertado en su ánimo aquellos sucesos.

Desde años atrás estaba empleada en una importante empresa, en la que
desempeñaba un cargo de cierta responsabilidad a satisfacción completa de sus jefes. No se
había sentido nunca atraída por amoríos o noviazgos y vivía tranquilamente con su anciana
madre, cuyo único sostén era. Carecía de hermanos y el padre había muerto hacía muchos
años. En la última época se había acercado a ella otro empleado de la misma casa, hombre
muy culto y atractivo, al que no pudo negar sus simpatías.

 

Circunstancias de orden exterior
hacían imposible un matrimonio; pero el hombre rechazaba la idea de renunciar por tal
imposibilidad a la unión sexual, alegando que sería insensato sacrificar a una mera
convención social algo por ambos deseado, a lo cual tenía perfecto derecho, y que sólo
podía hacer más elevada y dichosa su vida. Ante su promesa de evitarle todo peligro,
accedió, por fin, nuestra sujeto a visitar a su enamorado en su pisito de soltero. Después de
mutuos besos y abrazos, se hallaba ella en actitud abandonada, que permitía admirar parte
de sus bellezas, cuando un ruidito seco vino a sobresaltarla. Dicho ruido parecía haber
partido del lugar ocupado por la mesa del despacho, colocada oblicuamente ante la ventana.

 

El espacio libre entre ésta y la mesa se hallaba velado en parte por una pesada cortina. La
sujeto contaba haber preguntado en el acto a su amigo la significación de aquel ruido, que
el interrogado atribuyó a un reloj colocado encima de la mesa. Por mi parte, me permitiré
enlazar más adelante con esta parte del relato una determinada observación.

 

Al salir la sujeto de casa de su amigo encontró en la escalera a dos individuos que
murmuraron algo a su paso. uno de estos desconocidos llevaba un paquete de la forma de
una cajita. Este encuentro la impresionó, y ya en el camino hacia su casa elaboró la
combinación de que aquella cajita podía muy bien haber sido un aparato fotográfico: el
individuo, un fotógrafo, que durante su estancia en la habitación de su amigo había
permanecido oculto detrás de la cortina, y el ruidito por ella advertido, el del obturador de
la máquina al ser sacada la fotografía una vez que su enamorado hubo establecido la
situación comprometedora que quería fijar en la placa. A partir de aquí no hubo ya medio
de desvanecer sus sospechas contra su amigo, al que persiguió de palabra y por escrito con
la demanda de una explicación que tranquilizara sus temores, oponiendo ella, por su parte,
la más absoluta incredulidad a sus afirmaciones sobre la sinceridad de sus sentimientos y la
falta de fundamento de aquellas sospechas. Por último acudió al abogado, le relató su
aventura y le entregó las cartas que con tal motivo había recibido del querellado.

 

Posteriormente pude leer alguna de estas cartas que me produjeron la mejor impresión; su
contenido principal era el sentimiento de que un acuerdo amoroso tan bello hubiese
quedado destruido por aquella «desdichada idea enfermiza».

No creo necesario justificar mi opinión, favorable al acusado. Pero el caso
presentaba para mí un interés distinto del puro diagnóstico. En los estudios psicoanalíticos
se había afirmado que el paranoico luchaba contra una intensificación de sus tendencias
homosexuales, lo cual indicaba en el fondo una elección narcisista de objeto, afirmándose,
además, que el perseguidor era, en último término, la persona amada o antiguamente
amada. De la reunión de ambos asertos resulta que el perseguidor habrá de pertenecer al
mismo sexo que el perseguido. Cierto es que no habíamos atribuido una validez general y
sin excepciones a este principio de la homosexualidad como condición de la paranoia pero
lo que nos había retenido había sido tan sólo la consideración de no haber contado todavía
con un número suficiente de observaciones. Por lo demás tal principio pertenecía a aquellos
que a causa de ciertas relaciones sólo adquieren plena significación cuando pueden aspirar
a una validez general. En la literatura psiquiátrica no faltan, ciertamente, casos en los cuales
el enfermo se creía per seguido por personas de otro sexo; pero la lectura de tales casos no
producía desde luego, la misma impresión que el verse directamente ante uno de ellos.

Todo aquello que mis amigos y yo habíamos podido observar y analizar había confirmado
sin dificultades la relación de la paranoia con la homosexualidad. En cambio, el caso que
nos ocupa contradecía abiertamente tal hipótesis. La joven parecía rechazar el amor hacia
un hombre, convirtiéndole en su perseguidor, sin que existiera el menor indicio de una
influencia femenina ni de una defensa contra un lazo homosexual.

Ante este estado de cosas, lo más sencillo era renunciar a derivar generalmente de la
homosexualidad, el delirio persecutorio y abandonar todas las deducciones enlazadas con
este principio. O de lo contrario, agregarse a la opinión del abogado y reconocer, como él,
en el caso un suceso real, exactamente interpretado por la sujeto, y no una combinación
paranoica. Por mi parte, vislumbré una tercera salida, que en un principio aplazó la
decisión. Recordé cuántas veces se juzga erróneamente a los enfermos psíquicos por no
haberse ocupado de ellos con el detenimiento necesario y no haber reunido así sobre su
caso datos suficientes. Por tanto, declaré que me era imposible emitir aún un juicio y rogué
a la sujeto que me visitase otra vez para relatarme de nuevo el suceso más ampliamente y
con todos sus detalles accesorios, desatendidos quizá en su primera exposición. Por
mediación del abogado conseguí la conformidad de la sujeto, poco inclinada a repetir su
visita. El mismo abogado facilitó mi labor, manifestando que consideraba innecesaria su
asistencia a la nueva entrevista.

El segundo relato de la paciente no contradijo al primero, pero lo completó de tal
modo, que todas las dudas y todas las dificultades quedaron desvanecidas. Ante todo
resultó que no había ido a casa de su amigo una sola vez, sino dos. En su segunda visita fue
cuando advirtió el ruido que provocó sus sospechas. La primera había omitido mencionarla
antes porque no le parecía ya nada importante. En ella no había ocurrido, efectivamente,
nada singular, pero sí al otro día. La sección en que la sujeto prestaba sus servicios se
hallaba a cargo de una señora de edad, a la que describió diciendo que tenía el pelo blanco,
como su madre.

 

La paciente se hallaba acostumbrada a ser tratada muy cariñosamente por
esta anciana directora y se tenía por favorita suya. Al día siguiente de su primera visita al
joven empleado entró éste en la sección para comunicar a la directora algún asunto del
servicio, y mientras hablaba con ella en voz baja surgió de pronto en nuestra sujeto la
convicción de que le estaba relatando su aventura de la víspera e incluso la de que mantenía
con aquella señora desde mucho tiempo atrás unas relaciones amorosas, de las que ella ni se
había dado cuenta hasta aquel día. Así, pues, su maternal directora lo sabía ya todo.

 

Durante el resto del día, la actitud y las palabras de la anciana confirmaron sus sospechas, y
en cuanto le fue posible acudió a su amigo para pedirle explicaciones de aquella delación.
Su enamorado rechazó, naturalmente, con toda energía tales acusaciones, que calificó de
insensatas, y esta vez consiguió desvanecer las ideas delirantes, hasta el punto de que
algunas semanas después consintió ella en visitarle de nuevo en su casa. El resto nos es ya
conocido por el primer relato de la paciente.

Los nuevos datos aportados desvanecen, en primer lugar, toda duda sobre la
naturaleza patológica de la sospecha. Reconocemos sin dificultad que la anciana directora,
de blancos cabellos, es una sustitución de la madre; que el hombre amado es situado, a
pesar de su juventud, en lugar del padre, y que el poderío del complejo materno es el que
obliga a la sujeto a suponer la existencia de un amorío entre dos protagonistas tan
desiguales, no obstante la inverosimilitud de tal sospecha. Pero con ello desaparece también
la aparente contradicción de las teorías psicoanalíticas, según las cuales el desarrollo de un
delirio persecutorio presupone la existencia de una intensa ligazón homosexual.

 

El
perseguidor primitivo, la instancia a cuyo influjo quiere escapar la sujeto, no es tampoco en
este caso el hombre, sino la mujer. La directora conoce las relaciones amorosas de la joven,
las condena y le da a conocer este juicio adverso por medio de misteriosos signos. La
ligazón al propio sexo se opone a los esfuerzos de adoptar como objeto amoroso un
individuo del sexo contrario. El amor a la madre toma la representación de todas aquellas
tendencias que en calidad de «conciencia moral» quieren detener a la joven sus primeros
pasos por el camino, múltiplemente peligroso, hacia la satisfacción sexual normal, y
consigue, en efecto, destruir su relación con el hombre.

 

Al estorbar o detener la actividad sexual de la hija cumple la madre una función
normal, diseñada ya en las relaciones infantiles, fundada en enérgicas motivaciones
inconscientes y sancionada por la sociedad. A la hija compete desligarse de esta influencia
y decidirse, sobre la base de una amplia motivación racional, por una medida personal de
permisión o privación del goce sexual. Si en esta tentativa de libertarse sucumbe a la
enfermedad neurótica, es que integraba un complejo materno excesivamente intenso por lo
regular y seguramente indominado, cuyo conflicto con la nueva corriente libidinosa se
resolverá según la disposición favorable, en una u otra forma de neurosis. En todos los
casos, los fenómenos de la reacción neurótica serán determinados no por la relación
presente con la madre actual, sino por las relaciones infantiles con la imagen materna
primitiva.

De nuestra paciente sabemos que había perdido a su padre hacía muchos años, y
podemos suponer que no habría permanecido alejada de los hombres hasta los treinta años
si no hubiese encontrado un firme apoyo en una intensa adhesión sentimental a su madre.
Pero este apoyo se convierte para ella en una pesada cadena en cuanto su libido comienza a
tender hacia el hombre a consecuencia de una apremiante solicitación.

 

La sujeto intenta
entonces libertarse de su ligazón homosexual. Su disposición de la que no necesitamos
tratar aquí permite que ello suceda en la forma de la producción de un delirio paranoico. La
madre se convierte así en espía y perseguidora hostil. Como tal podría aún ser vencida si el
complejo materno no conservase poder suficiente para lograr el propósito, en él integrado,
de alejar del hombre a la sujeto. Al final de este conflicto resulta, pues, que la enferma se
ha alejado de su madre y no se ha aproximado al hombre. Ambos conspiran ahora contra
ella. En este punto, el enérgico esfuerzo del hombre consigue atraerla a sí decisivamente.

La sujeto vence la oposición de la madre y accede a conceder al amado una nueva cita. La
madre no interviene ya en los acontecimientos sucesivos. Habremos, pues, de retener el
hecho de que en esta fase el hombre no se convierte en perseguidor directamente, sino a
través de la madre y a causa de sus relaciones con la madre, a la cual correspondió en el
primer delirio el papel principal.

Podría creerse que la resistencia había sido definitivamente dominada y que la
joven, ligada hasta entonces a la madre, había conseguido ya amar a un hombre. Pero a la
segunda cita sucede un nuevo delirio, que utiliza hábilmente algunos accidentes casuales
para destruir aquel amor y llevar así adelante la intención del complejo materno. De todos
modos, continuamos extrañando que la sujeto se defienda contra el amor de un hombre por
medio de un delirio paranoico. Pero antes de entrar a esclarecer esta cuestión dedicaremos
unos instantes a aquellos accidentes fortuitos en los que se apoya el segundo delirio,
orientado exclusivamente contra el hombre.

Medio desnuda sobre el diván y tendida al lado del amado, oye de repente la sujeto
un ruido semejante a un chasquido, una percusión o un latido, cuya causa no conoce,
imaginándola luego, al encontrar en la escalera de la casa a dos hombres, uno de los cuales
lleva algo como una cajita cuidadosamente empaquetada. Adquiere entonces la convicción
de que su amigo la ha hecho espiar y fotografiar durante su amoroso tête-à-tête.

Naturalmente, estamos muy lejos de pensar que si aquel desdichado ruido no se hubiera
producido tampoco hubiera surgido el delirio paranoico. Por lo contrario, reconocemos en
este accidente casual algo necesario que había de imponerse tan obsesivamente como la
sospecha de una liaison entre el hombre amado y la anciana directora elevada a la categoría
de subrogado materno. La sorpresa del comercio sexual entre el padre y la madre es un
elemento que sólo muy raras veces falta en el acervo de las fantasías inconscientes,
revelables por medio del análisis en todos los neuróticos y probablemente en todas las
criaturas humanas. A estos productos de la fantasía referentes a sorprender el acto sexual de
los padres, a la seducción, a la castración, etc., les damos el nombre de fantasías primarias,
y dedicaremos en otro lugar a su origen y a su relación con la vida individual un detenido
estudio. El ruido casual desempeña, pues, tan sólo el papel de un agente provocador que
activa la fantasía típica de la sorpresa del coito entre los padres, integrada en el complejo
parental. Es incluso dudoso que podamos calificarlo de «casual». Según hubo de advertirme
O. Rank, constituye más bien un requisito necesario de la fantasía de la sorpresa del coito
de los padres y repite el ruido en que se delata la actividad sexual de los mismos o aquel
con el que teme descubrirse el infantil espía. Reconocemos ya ahora el terreno que pisamos.

El amado continúa siendo un subrogado del padre, y el lugar de la madre ha sido ocupado
por la propia sujeto. Siendo así, el papel de espía ha de ser adjudicado a una persona
extraña. Se nos hace visible la forma en que nuestra heroína se ha liberado de su
dependencia homosexual de su madre. Lo ha conseguido por medio de una pequeña
regresión. En lugar de tomar a la madre como objeto amoroso, se ha identificado con ella,
ocupando su lugar. La posibilidad de esta regresión descubre el origen narcisista de su
elección homosexual de objeto y con ello su disposición a la paranoia. Podría trazarse un
proceso mental conducente al mismo resultado que la siguiente identificación: si mi madre
hace esto, también yo lo puedo hacer; tengo el mismo derecho que ella.

En el examen de los accidentes casuales del caso podemos avanzar aún algo más,
aunque sin exigir que el lector nos acompañe, pues la falta de más profunda investigación
analítica nos impide abandonar aquí el terreno de las probabilidades. La enferma había
afirmado en nuestra primera entrevista que en el acto de advertir el ruido había inquirido
sus causas y que su amigo lo había atribuido a un pequeño reloj colocado encima de la
mesa. Por mi parte, me tomo la libertad de considerar esta parte del relato de la paciente
como un error mnémico. Me parece mucho más probable que no manifestara reacción
alguna a la percepción del ruido, el cual sólo adquirió para ella un sentido después de su
encuentro con los dos desconocidos en la escalera. La tentativa de explicación referente al
reloj debió de ser arriesgada más tarde por el amigo, que quizá no había advertido el tal
ruidito, al ser atormentado por las sospechas de la joven. «No sé lo que puedes haber oído;
quizá el reloj de la mesa, que hace a veces un ruido como el que me indicas.» Esta
estimación ulterior de las impresiones y este desplazamiento de los recuerdos son,
precisamente, muy frecuentes en la paranoia y característicos de ella. Pero como no he
hablado nunca con el protagonista de esta historia ni pude tampoco proseguir el análisis de
la joven, me es imposible probar mi hipótesis.

 

Todavía podía aventurarme a avanzar más en el análisis de la «casualidad»
supuestamente real. Para mí no existió en absoluto ruido alguno. La situación en que la
sujeto se encontraba justificaba una sensación de latido o percusión en el clítoris, y esta
sensación fue proyectada luego por ella al exterior, como percepción procedente de un
objeto. En el sueño se da una posibilidad análoga. Una de mis pacientes histéricas relataba
un breve sueño al que no conseguía asociar nada. El sueño consistía tan sólo en que oía
llamar a la puerta del cuarto despertándola tal llamada.

 

No había llamado nadie, pero en las
noches anteriores la paciente había sido despertada por repetidas poluciones y le interesaba
despertar al iniciarse los primeros signos de excitación genital. La llamada oída en el sueño
correspondía, pues, a la sensación de latido del clítoris. Este mismo proceso de proyección
es el que sustituimos en nuestra paranoia a la percepción de un ruido casual. Naturalmente,
no puedo garantizar que la enferma, para quien yo no era sino un extraño, cuya
intervención le era impuesta por su abogado, fuera completamente sincera en su relato de lo
acaecido en sus dos citas amorosas, pero la unicidad de la contracción del clítoris coincide
con su afirmación de que no llegó a entregarse por completo a su enamorado. En la repulsa
final del hombre intervino así, seguramente, a más de la «conciencia», la falta de
satisfacción.

Volvamos ahora al hecho singular de que la sujeto se defienda contra el amor a un
hombre por medio de la producción de un delirio paranoico. La clave de esta singularidad
nos es ofrecida por la misma trayectoria evolutiva del delirio. Este se dirigía
originariamente, como era de esperar, contra una mujer; pero después se efectuó sobre el
terreno mismo de la paranoia el avance desde la mujer al hombre como objeto. Este
progreso no es corriente en la paranoia, en la cual hallamos generalmente que el perseguido
permanece fijado a la misma persona y, por tanto, al mismo sexo a que se refería su
elección amorosa, anterior a la transformación paranoica. Pero no es imposible en la
enfermedad neurótica. El caso objeto del presente trabajo ha de constituir, pues, el prototipo
de otros muchos. Fuera de la paranoia existen numerosos procesos análogos que no han
sido reunidos aún desde este punto de vista, y entre ellos, algunos generalmente conocidos.

El neurasténico, por ejemplo, queda imposibilitado, por su adhesión inconsciente a objetos
eróticos incestuosos, para elegir como objeto de su amor a una mujer ajena a los mismos,
viendo así limitada su actividad sexual a los productos de su fantasía. Pero en tales
productos realiza el progreso vedado, pudiendo sustituir en ellos la madre o la hermana por
objetos ajenos al circuito incestuoso, y como tales objetos no tropiezan ya con la oposición
de la censura, su elección se hace consciente en las fantasías.

Al lado de los fenómenos del progreso, integrado desde el nuevo terreno
conquistado generalmente por regresión, vienen a situarse los esfuerzos emprendidos en
algunas neurosis por reconquistar una posición en la libido, ocupada en tiempos y perdida
luego. Estas dos series de fenómenos no pueden apenas separarse conceptualmente. Nos
inclinamos demasiado a suponer que el conflicto existente en el fondo de la neurosis queda
terminado con la producción de síntomas. En realidad continúa aún después de ella,
surgiendo en ambos campos nuevos elementos instintivos que prosiguen el combate. El
mismo síntoma llega a constituirse en objeto de la lucha. Tendencias que quieren afirmarlo
se miden con otras que se esfuerzan por suprimirlo y por restablecer la situación anterior.

Muchas veces se buscan medios y caminos para desvalorizar el síntoma, intentando
conquistar en otros sectores lo perdido y prohibido por el síntoma. Estas circunstancias
arrojan cierta luz sobre la teoría de C. G. Jung, según la cual la condición fundamental de la
neurosis es una singular inercia psíquica que se resiste a la transformación y al progreso.

 

Esta inercia es realmente harto singular. No es de carácter general, sino especialísimo, y no
impera por sí sola en su radio de acción, sino que lucha en él con tendencias al progreso y
al restablecimiento, que no reposan tampoco después de la producción de síntomas de la
neurosis. Al investigar el punto de partida de tal inercia especial se revela ésta como
manifestación de conexiones muy tempranamente constituidas y difícilmente solubles de
algunos instintos con las impresiones del sujeto y con los objetos en ellas dados:
conexiones que detuvieron la evolución de tales instintos. O dicho de otro modo: esta
«inercia psíquica» especializada no es sino una distinta denominación, apenas mejor de
aquello que en psicoanálisis conocemos con el nombre de «fijación».

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