Tierra y Fuego

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Por las tardes, mientras caía el crepúsculo, Valeska Piontek solía quedarse sentada en la habitación sin hacer nada y sin pensar en nada. Le gustaba estar simplemente ahí sentada y esperar, observar los objetos que la rodeaban, ver cómo perdían poco a poco los contornos y el color y se diluían en una sombra grisácea, hasta quedar del todo absorbidos por la oscuridad.


A veces le pasaba por la cabeza una melodía y, cuando ésta se repetía una y otra vez, podía suceder que Valeska se sentara ante el piano e intentara, dudosa y vacilante, reproducir las notas con una sola mano, como si quisiera confirmar que era ésa la cadencia que estaba recordando, hasta que al final ella misma pasaba a formar parte de una oscuridad inmóvil de la cual nacía una leve melodía. ¿Estaría dormida en su silla, viendo un sueño traspasado por aquella música incorpórea, etérea? Sobre todo n las tranquilas tardes de domingo, cuando sabía que no acudiría ningún alumno a clase de piano y cuando los demás habitantes de la casa se retiraban para una breve siesta, Valeska solía sumergirse en ese extraño e ingrávido sopor que secuestraba su voluntad hasta el punto de hacerla olvidar quién era ella misma. Le parecía poder escuchar el latido del silencio en las paredes.


Antes, todo era muy diferente.

 

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Apenas empezaba a oscurecer en la calle, Valeska solía bajar las persianas y encender la luz, porque prefería el cambio tajante, pasar de golpe de una situación a otra. Atravesaba la casa con pasos firmes, bromeaba un poco con su nietecita, charlaba con el matrimonio Schimmel y, cuando alguno de sus alumnos de piano se mostraba reacio a comprender, era capaz de reprenderlo con firmeza. A última hora de la tarde, y sobre todo cuando tenía huéspedes, no había que insistir mucho para que se sentara al piano y tocara con el ánimo ben dispuesto un ‘impromptu’ o un ‘nocturno’.

 

Pero todo esto había quedado muy atrás. ¿Sería porque la casa se había ido quedando vacía? La soledad y el silencio se habían instalado poco a poco en su vida; sus movimientos eran ahora más lentos, su manera de tocar más suave, su voz más débil. Era como si la primera nieve, que en aquel invierno había caído ya en el mes de octubre, hubiese formado una campana de cristal encima de la ciudad. Antes la casa le resultaba a veces demasiado ruidosa y estrecha, pero ahora le habría gustado oír alguno de esos ruidos que nos hablan de la vida. Ya le quedaban pocos alumnos, todos principiantes, a quienes enseñaba con cierto esfuerzo a tocar los ‘Estudios de Czerny’. Pero apenas habían conseguido llegar a un punto en que podía atreverse a iniciar con ellos el estudio de una ‘Sonatina’ fácil de Clementi o de un ‘Preludio’ de Chopin, cuando ya se veían obligados a ausentarse para realizar servicios sociales, para acudir al trabajo obligatorio en el campo o incluso a vestir el uniforme militar, puesto que ahora hasta los escolares eran llamados a empuñar armas.

 

Poco antes de Navidad, el viejo matrimonio Schimmel decidió regresar a Berlín. Habían ido registrando con creciente nerviosismo las noticias que traían los periódicos acerca del avance de los rusos, que habían conseguido alcanzar el codo del Vístula y penetrar en Prusia oriental, y los pasos de los dos ancianos por el bosque eran cada vez más cortos, a la vez que se hacían más largos los ratos que permanecían delante del mapa del país sujeto con tachuelas a la pared del pasillo. Después llegó el día en que hicieron las maletas: según manifestaron, preferían padecer los bombardeos de los ingleses en Berlín que espera en Gleiwitz la entrada de los rusos.

 

Ella solía mirar el mapa muy pocas veces. Por ejemplo, cuando los ingleses y los americanos desembarcaron en Normandía, su hermano Willi le había mostrado el punto exacto de la operación y lo lejos que quedaba de su ciudad y, por lo demás, aunque no fuese exactamente un consuelo, cuando pasaba por delante del mapa sí la tranquilizaba ver que las banderitas azules seguían clavadas allí donde Josel las pusiera la última vez, antes de irse a la guerra. También era posible que prefiriera no saber con tanta exactitud lo cerca que estaban los rusos o los ingleses de las fronteras del Reich. En cualquier caso consideró que la decisión del matrimonio Schimmel obedecía a un temor excesivo y pensó que Gumbinnen era una ciudad que estaba muy lejos, en el este más remoto, allí donde había enormes fincas rurales, bosques extensos, pantanos solitarios, unas tierras por las que nadie quería sacrificarse. Lo de aquí era otra cosa: una vez medio destrozada la región del Rhur, la de Alta Silesia podía considerarse la principal fábrica de armas del Reich y sería, por tanto, defendida; si se le ocurriese a alguien cederle Alta Silesia a los rusos significaría el fin de la guerra y el de la existencia misma de Alemania.

 

Rrecordaba muy bien la tarde en que acompañó a la estación al matrimonio Schimmel, con las tres maletas cargadas en el trineo y, encima de éstas, dos cajas de cartón. En su día, cuando llegaron a la ciudad, no llevaban más que dos bolsas de mano: al quemarse su casa de Berlín sólo les quedó lo que llevaban encima, en el refugio antiaéreo de la plaza de Savigny.

 

Pero en el momento de su partida los periódicos hablaban de una nueva ofensiva en las Ardenas, y de que las tropas alemanas habían conseguido ganar en los primeros días un considerable terreno, por lo cual intentó convencer por última vez al matrimonio Schimmel de que se quedaran. En los dos años que habían ocupado las pequeñas habitaciones del último piso acabó por acostumbrarse a ellos y, después de la detención de la criada Halina, la señora Schimmel ayudaba a veces en la cocina y, lo que era más importante, siempre la escuchaba con mucha atención, hasta que terminó por ser la única persona con quien podía hablar de todo, algo que no era capaz de hacer ni siquiera con su hermano Willi.

 

La señora Schimmel iba aminorando el paso mientras caminaba junto al trineo, intentaba ocultar su rostro en el cuello de piel, pero el mrido le daba prisas, como si aquélla fuese la última oportunidad para alejarse de allí y, según iban caminando y empujando el trineo, le susurraba a Valeska que sabía de fuente fiable que Hitler estaba a punto de negociar una paz separada con las potencias occidentales, que esta nueva ofensiva no era más que un intento de alcanzar mejores condiciones para la rendición y que después –y al decirlo la voz del señor Schimmel no era más que un levísimo murmullo– los ejércitos occidentales lucharían junto a los alemanes contra los bolcheviques, y todo el este se convertiría en un campo de batalla horrible y gigantesco, razón por la cual él consideraba que daba un buen consejo a los Piontek si los animaba a desplazarse asimismo un poco más hacia el oeste. Entretanto la señora Schimmel había conseguido esconder del todo la cara entre las pieles del cuello, como si de tal modo pudiese protegerse no sólo del frío sino también de aquel espantoso futuro.

 

A Valeska esta revisión le pareció bastante exagerada; pensaba que sólo unas gentes que lo habían perdido todo eran capaces de hablar así, porque les daba igual a dónde los llevaba finalmente el destino. A ella no le daba igual en absoluto, aún poseía todo cuanto era suyo, hasta había conseguido alguna cosa más en el transcurso de la guerra, y jamás se marcharía de su ciudad. En su día ya se había trasladado un poco hacia el oeste, en el año 1922, cuando se fijaron las nuevas fronteras, pero entonces era joven y estaba ansiosa por iniciar una nueva vida al lado de Leo María.

 

Ahora se creía demasiado vieja para repetirlo, quería quedarse donde estaba, quería que la enterraran allí, junto a Leo María. Ni siquiera quiso pisar la estación; se despidió del matrimonio Schimmel en la plaza que hay delante, alegó tener prisa y regresó a casa con el firme propósito de olvidar cuanto antes los consejos insistentes del viejo Schimmel.

Ahora, sin embargo, desde que había comenzado la ofensiva rusa, acudían continuamente a su recuerdo aquellas frases y, a partir de ese momento, solía salir al pasillo después de escuchar las noticias en la radio para buscar en el mapa los nombres de las ciudades que se mencionaban en los partes de guerra, y se pasaba un rato reflexionando acerca de la posibilidad de que fueran los rusos o los ingleses los primeros en ocupar Gleiwitz. En una ocasión llegó a comentarlo con su hermano cuando le vio en el pasillo cambiando las banderitas azules del mapa, por primera vez desde que Josel se había marchado al frente. Sacaba las banderitas de la parte occidental de Tunicia y las insertaba junto a las fronteras belga y holandesa; en el mapa de Italia colocó una banderita en el flanco de Pisa y otra en el de Florencia; en la parte oriental la trasladó de la costa del Mar Negro y desde Jarkov e Ilmensee hasta Kielce, Radom y, ya muy, hasta Insterburg.

Si conseguimos formar aquí un frente estable, se esforzaba en argumentar Willi Wondrak mientras sostenía entre las apretadas comisuras de los labios unas banderitas que se balanceaban cuando hablaba, es posible que pase el invierno antes de que lleguen los rusos.

Y fijó un alfiler junto a Kalisch.

Por el tono que empleó, Valeska sacó la conclusión de que le costaba creer en sus propias palabras. De modo que empezó a hablar de lo que había dicho el señor Schimmel al despedirse, pero no sabía cómo expresarse con precisión. Sin embargo, su hermano pareció comprender en el acto lo que ella pretendía decirle, como si estuviera pensando en lo mismo: incluso como si hubiese hablado del tema con el señor Schimmel, porque su respuesta fue inmediata: Me temo que ya es demasiado tarde. Y usó las dos últimas banderitas azules para plasmar la verdad sobre el mapa. Con ello demostró fehacientemente a Valeska lo cerca que estaban los rusos y lo lejos que estaban los ingleses, pero ella seguía prefiriendo no ver en el mapa más que una especie de juego con banderitas y no enterarse de la verdad que reflejaba.

Mientras, la habitación se había quedado a oscuras. El cuadrado de la ventana flotaba en la penumbra con un brillo nacarino. Valeska Piontek se enderezó de repente en la silla, le pareció haber oído una puerta que se cerraba, estuvo atenta, pero fuera todo permaneció en silencio. Se le había caído la manta de las rodillas.

Valeska se agachó para recogerla, la dobló con cuidado casi exagerado y la depositó con gestos lentos en la silla, a la vez que se apartaba de ésta.

Cada movimiento de su mano y cada paso que daba demostraban su ausencia mental, y a ella misma le pareció que seguía sentada inmóvil en el sillón, con los ojos fijos en la ventana traslúcida, y que era otra persona la que atravesaba la habitación y palpaba los muebles a oscuras, se acercaba a la estufa, añadía una briqueta de carbón y por último removía con el atizador la parrilla hasta que subía la llama y arrojaba una oscilante luz amarillenta contra el techo de la estancia. Valeska era capaz de pasar largo rato mirando el baile de los reflejos luminosos, el juego serpenteante de luces y sombras que dibujaban formas constantemente renovadas en la pared y las volvían a borrar, una frenética maniobra de engaño que ella observaba con tensa atención. El camino de retorno al sillón le pareció el doble de largo, en algunos momentos detuvo sus pasos y aguzó el oído, esperando que le llegara cualquier ruido de fuera que significara un cambio en la situación. Pero todo seguía silenciosos, ni siquiera los niños de Irma corrían por el pasillo. Lo único que quería era quedarse sentada a oscuras, añadir de vez en cuando una briqueta de carbón al fuego y esperar a que viniera su hermano, o la mujer de éste, Rosa.

Willi solía tener las noticias más recientes, pues lo que decía la radio tenía siempre uno o dos días de antigüedad. Mientras ayer mismo los comentarios giraban en torno a los violentos combates que se libraban en defensa de Radom , hoy Willi sabía de fuente muy segura que las avanzadillas de los tanques rusos habían alcanzado la ciudad de Tschenstochau. Hablaron entonces por primera vez de la posibilidad de huir de la ciudad antes de que llegaran los rusos, pero lo comentaron como algo remoto, como si fuese una posibilidad entre muchas otras y, no obstante, interrumpieron muy pronto la conversación porque, en sus más íntimos pensamientos, todos sospechaban que al final tal vez no les quedara más que esa única salida. En la radio sonaba aquella canción de ‘Las rosas del Tirol, que significan algo muy especial’, y Rosa le mostraba en el periódico el aviso de que al día siguiente habría reparto, contra entrega de los cupones B1 y B2 de la cartilla de racionamiento, de una ración especial de 125 gramos de carne o de productos cárnicos, a la vez que Irma expresaba su preocupación porque le habían tomado la fiebre a la pequeña Roswitha: tenía 38,a. O sea, que los rusos habían llegado a Tschenstochau. Esa ciudad ya no quedaba lejos de Gleiwitz.

De niña, Valeska había recorrido a pie el camino desde Lublinitz a Tschenstochau, en peregrinación, y desde allí hasta Gleiwitz había más o menos el doble de distancia. No recordaba cuánto tiempo tardaron entonces, pero sí recordaba con todo detalle haber pasado una noche en una pequeña iglesia rural. Durante un instante se sintió transportada a su niñez, a una pequeña ciudad junto al río, recordó la tienda de tejidos de su padre, el olor a naftalina, sus espejos relucientes y las piezas de tejidos amontonadas en las estanterías.

Recordó cierta ocasión en que se quedó sola con su hermano en la tienda y estuvieron probándose las telas como si fuesen vestidos, y Willi buscaba siempre nuevas telas para ella, las traía arrastrándolas, las sacaba hasta de las estanterías más altas y ella se las tenía que probar. Cambiaban sin cesa de tela, su hermano le ordenó que bailara delante de los espejos, y ella obedeció. Cuando llegó el padre todas las piezas estaban tiradas por el suelo. A ella le pegaron, fue la única vez en su vida que el padre le había pegado.

De repente se abrió la puerta. La luz que entraba desde el pasillo arrojó un cuadrángulo de claridad a la habitación. Valeska se asustó al oír la voz sobresaltada de Irma:

¡Madre, ha venido Halina! Imagínate, ¡ha venido Halina!

Valeska vio la figura de Halina como una sombra chinesca en la puerta; en efecto, era ella, aunque vestida con una chaqueta tan ancha, que no la conocía.

Halina, ¿de verdad eres tú? ‘¡Moja siostryczko!’

Se incorporó y quiso ir a su encuentro, pero la sombra ya se había arrojado sobre ella, se hundía en sus brazos, y Valeska tuvo que hacer un esfuerzo para no caer al suelo.

Halina, dijo Valeska, Halina, y en brazo sintió que era de verdad el cuerpo de Halina, y murmuró: sí, eres tú, eres tú, como si necesitara confirmarse a sí misma que era realmente Halina, la misma que hacía más de un año había sido detenida en casa de Valeska para ser deportada.

Halina no dijo nada. Su cuerpo emitió un quejido, un llanto y un suspiro que hablaban por sí mismos, y que Valeska entendía mejor que cualquier palabra entrecortada. Su mano palpó el rostro de Halina y advirtió las lágrimas que le corrían por la piel áspera., palpó sus párpados y la frente y alcanzó finalmente el corto y duro cabello debajo del pañuelo.

Halina, ‘Bosche muj’, ¿qué te han hecho?, rompió a gritar.

¡Te han rapado!

 

II

 

A Kotik Ossadnik le encantaba ver mundo. Aunque sus paseos no lo llevaran más allá de la calle Klopot o la de Brelau, aunque no viera otra cosa que la Escuela de Ingenieros de Mecánica y Siderurgia, siempre atravesaba el puente de Klodnitz para llegarse hasta la antigua aduana principal. Le gustaba recorrer las calles de su ciudad sin tener un objetivo determinado, y siempre descubría algo nuevo. En invierno lo atraían en especial los silenciosos caminos cubiertos de nieve que acompañan en su recorrido al río Klodnitz, cuyas aguas en ocasiones llegan a helarse casi hasta el centro. A Kotik le gustaba balancearse un poco sobre el hielo y escuchar el agua que gorjeaba debajo.

En primavera, al iniciarse el deshielo. Ese juego era un tanto arriesgado: en alguna ocasión la placa de hielo se había separado de la orilla arrastrando a los niños que jugaban encima.

Si el frío seguía así, acabaría por helarse todo el río. No sucedía todos los años, y antiguamente solían celebrar en tales ocasiones una fiesta de patinaje debajo del puente de la Wilhelmstrasse, una vez obtenido el permiso municipal correspondiente.

Pero ese invierno Kotik no había podido acercarse al río más que dos o tres veces; siempre estaba ocupado y, además, cuanto mayor se hacía, tanto menos tiempo le sobraba para sus expediciones.

También hoy habría preferido quedarse en casa y seguir leyendo ‘El caso Maurizius’; debe tenerse en cuenta que ya tenía quince años y a veces no sabía si conseguiría leer todos los libros que encontraría a lo largo de su vida; por ejemplo, lo que viera ayer en casa de los Jüngst. Lo cierto es que había emprendido el paseo por la ciudad porque esperaba encontrarse con una aventura parecida a la de ayer. Desde hacía unos días sucedían tantas cosas misteriosas en la ciudad, cosas que antes sólo se leían en los libros; pero ahora podía unos participar realmente en esas aventuras y no sólo conocerlas a través de la lectura.

Ayer, sin ir más lejos, en una de sus correrías por la ciudad vieja pasó por delante de la casa de los Jüngst, un edificio que conocía todo el mundo porque en su día había pertenecido al antiguo director de la mina, apellidado Jüngst. Vio una aglomeración de gente delante de la casa y se coló entre los demás. Así se enteró de que alguien había asaltado la casa de noche y la había saqueado; quizá fueran trabajadores forzados de los países del este que, desde que se iba acercando la línea del frente oriental, se mostraban cada vez más insolentes. El propietario se había marchado días atrás con toda su familia en dirección al Reich: alguien avisó en seguida a la policía, pero hasta el momento ésta no había hecho acto de presencia. De modo que uno preguntó con bastante sarcasmo si la policía no se habría marchado también. La gente se moría de curiosidad; una mujer opinó que al menos habría que inspeccionar cómo habían dejado los ladrones aquella casa y, tras pronunciar dichas palabras, traspasó sin más el umbral de la puerta: los demás se quedaron admirados de tanto valor. Después de un rato volvió a salir y dijo: ! Se han portado como unos salvajes!

Entonces entró en la casa una segunda mujer. Muchas otras la siguieron; también la siguió Kotik y todos juntos cruzaron la escalera y el vestíbulo, luego las habitaciones, mirando con curiosidad y temor al mismo tiempo los armarios abiertos y revueltos, los cajones arrancados, los cascos de vajilla rota desparramados sobre las valiosas alfombras. Cada uno cogió algo, lo miró y se lo guardó, primero con disimulo, después con creciente naturalidad, una taza o un jarrón que se había salvado sin sufrir desperfectos, un molinillo de café, unos mitones de punto, una gorra de baño, un par de zapatos, lo que le pareciera útil.

Había una habitación de libros, los estantes llegaban hasta el techo, Kotik nunca había visto nada parecido. Recorrió asombrado todo el largo de los estantes, intentando leer los títulos en los lomos de los libros, pero jamás se habría atrevido a sacar uno. En el suelo también había montones de libros; éstos estaban tan revueltos que no pudo resistir la tentación y guardó apresuradamente dos de ellos en su mochila. Uno era ‘El caso Maurizius’, de Jakob Wassermann, el otro ‘La montaña mágica’, de Thomas Mann. Kotik nunca había oído hablar de esos dos autores. Se preguntó por qué se habría llevado precisamente aquellos dos libros y pensó que tal vez se debiera a que eran tomos gruesos y le parecieron tentadores.

Poco después de la Navidad le había sucedido algo semejante: llegó a casa con unos libros sacados de un contenedor de basuras de la calle Niederwall; qué cosas pasan, la gente ahora tira hasta los libros, pero casi todos trataban de política y no le interesaron. No obstante, se llevo a casa unos cuantos, como el ‘Diario rumano’ y una novela sobre Paracelso, y los guardó en la estantería nueva.

Había un libro que se titulaba ‘Estudios, amor, Cheka y muerte’, de una tal Alexandra Rajmánova. Se lo acabó en dos noches y al principio le pareció muy entretenido, aunque después se repetía casi todo. El libro cayó en manos de mámotschka y él llegó a reprocharse no haberlo escondido porque, desde aquel día, su madre arrastraba las zapatillas por casa y se lamentaba delante de cada crucifijo o cada estampa de santo que colgaba de la pared.

‘Muj Bosche’, rompen las cruces, queman las imágenes y convierten las iglesias en garajes.

Ella se imaginaba a los rusos exactamente tal como estaban descritos en el libro, que se refería a la época de la Revolución. A su manera, desde que se iba acercando el frente ruso, levantaba sus propias defensas.

Cierto día, Kotik sorprendió manipulando a su madre unos tablones que pretendía clavar para armar con ellos una caja de madera.

¿Qué haces, mámotschka?

Ya lo ves, construyo una caja.

Cuando vengan los rusos quitaré todas las cruces y estampas de santos de la pared, los guardaré y enterraré la caja en el sótano, debajo del carbón.

¿Cómo se te ocurre?

Lo he leído en el libro de esa rusa: los bolcheviques están contra la religión cristiana. Tenemos que procurar que el cristianismo siga vivo.

¡Tendremos nuestra Iglesia de la Catacumbas!, contestó ella, casi triunfante.

¿Iglesia de qué? ¿Quién ha dicho eso?

La madre había encontrado el término en el libro ‘Vidas y milagros de los santos’. Antes no le había prestado atención, pero ahora las palabras se transformaban en imágenes que le gustaban y alimentaban cada vez más su fantasía.

Kotik contestó:

Creo que será mejor quemar esos cuadernos de las Juventudes y aquellos otros de padre, los del Frente Obrero Alemán. Me imagino que les interesarán más.

La Iglesia sobrevivirá oculta y bajo tierra, dijo Anna Ossadnik. Al fin y al cabo ni siquiera en Rusia han conseguido suprimirla del todo.

Ella misma había visto a los trabajadores del este rezando en la iglesia de San Pedro y San Pablo, hasta se persignaban, aunque trazaban el signo de la cruz de derecha a izquierda y, en lugar de tocarse el pecho, se tocaban los hombros.

Kotik pensó que sería mejor ocultar la novela de Paracelso de modo que no la encontrara mámotschka. Desde que comprendió que dicho personaje era un médico prodigioso de la Edad Media, sospechó que a su madre podría ocurrírsele la idea de aplicar sus fórmulas antiguas para curar todos los males.

En el lugar de la cruz han colocado estrellas rojas en las torres de las iglesias, susurraba la señora Ossadnik para que no se enterara su marido, que acababa de llegar del trabajo. Si se enteraba no haría más que preguntar. Y en voz alta le dijo a Kotik: ¡vale más que me ayudes a terminar la caja!

¿Estáis empaquetando cosas?, preguntó Franz Ossadnik con cierta desconfianza.

Hay muchos que se marchan, dijo Kotik. En el local de las Juventudes nos han dicho que habrá que defender las instalaciones industriales.

Estamos a la espera de que nos suministren granadas antitanques y, en cuanto lleguen, marcharemos a las afueras de la ciudad para vigilar las carreteras de acceso.

Hoy no he visto a ninguno de nuestros jefes, dijo Franz. Y eso que nos están sermoneando continuamente para que nadie abandone su puesto de trabajo; dicen que es una forma de deserción.

¿Y si nos marcháramos de aquí antes de que vengan los rusos?, preguntó Kotik.

¡Jamás! Anna Ossadnik lo dijo con decisión, como si lo hubiese estado pensando desde hacía tiempo. Estaba convencida de que no podían abandonar sin más ni más lo que era suyo.

La gente rica se marcha porque tiene casas en todas partes. Nosotros los pobres, nos quedamos pegados a nuestra tierra. A ver, ¿a dónde íbamos a ir?

Además, todavía no había llegado el momento.

La guerra está perdida, esa es la verdad, dijo Franz Ossadnik, y no se puede huir de la verdad.

La verdad, dijo Anna, con una expresión como si estuviese al acecho, la verdad es que está venciendo el Anticristo. El ruso es el Anticristo. Pero la Iglesia sobrevivirá aunque durante algún tiempo tenga que hacerlo en las catacumbas.

La verdad, dijo Kotik, vamos a ver: ¿alguien sabe qué es la verdad?

Hace ya mucho tiempo que no creo en la verdad. Hasta me parece que la verdad no existe. ¡Todo es imaginación!

Desde entonces, siempre decía ‘imagindad’ en lugar de verdad.

Kotik se había puesto ropa de abrigo. Solía encasquetarse debajo de la gorra gruesos protectores de lana para las orejas, aunque los demás chicos se burlaran de él. Desde hacía algún tiempo había adoptado la costumbre de llevar una mochila a la espalda. En sus paseos, que lo llevaban a veces hasta terrenos desconocidos, incluso inhóspitos, encontraba con frecuencia algo que podía ser útil, y en los tiempos que corrían casi cualquier cosa podía ser útil en algún momento.

En cierta ocasión encontró unos clavos torcidos y oxidados, que, en casa, puso en un recipiente con aceite de máquinas y enderezó luego con el martillo. Sin esos clavos mámotschka ni siquiera podría haber construido su caja. También encontró una muñeca medio destrozada, sin brazos ni piernas, pero él la arregló y le puso nuevas extremidades de trapo, de modo que se convirtió en un valioso regalo para la hermanita de Bronder. También le sucedía a veces encontrarse a finales de otoño con unas cuantas patatas en un campo recién cosechado, o con un montoncito de pequeñísimas remolachas de azúcar, con las que mámotschka preparó jalea, o algún campesino le vendía una col, una kapusta, de modo que le convenía llevar siempre la mochila encima.

Antes solía pasearse a veces con Bronder o con el hermano de éste, Andi; cogían las bicicletas y llegaban bastante lejos, hasta las afueras de la ciudad, hasta las ruinas del castillo Tost, incluso hasta el antiguo parque del palacio de Ehrenforst o hasta Schakanau, donde Paulek pasó algún tiempo en la Prisión de Menores; o bien recorrían el camino junto al canal de Klodnitz hasta llegar a Stauwerder, donde se dedicaban a mirar las barcazas de arrastre, a la vez que observaban la vida familiar de los barqueros, puesto que las embarcaciones se deslizaban con mucha lentitud por el río. Pero Bronder y Andi ya no estaban; habían sido llamados a filas a pesar de que sólo tenían uno o dos años más que él. Los compañeros de clase de su misma edad le parecían aburridos, eran demasiado infantiles, a él siempre le había gustado tener amigos mayores porque, en el fondo, no le interesaba pasar el rato con los amigos: lo que pretendía era aprender de ellos.

Para empezar, procuraba enterarse de los libros que leían, si es que leían alguno. Pero aparte del libro de lecturas de la escuela y tal vez del misal, la mayoría jamás echaba mano de un libro, o en el mejor de los casos leían la historia de ‘Eidi’, cosa que sólo merecía su desprecio.

Los demás se habían quedado atascados en los libros de cuantos o en las leyendas de los héroes; a lo sumo llegaban a leer a Rolf Torring o aquellos cuadernillos que hablaban de la colonia alemana en el suroeste de África; leían a Karl May o las novelas futuristas de Dominik y las policíacas de Paul Rosenhayn; todo eso ya lo había leído él cuando tenía doce o trece años. Sus compañeros jamás habían oído hablar de los autores que ahora acaparaban su atención, por ejemplo, Theodor Storm, Rudolf G. Binding o Jakob Wassermann.

Kotik tenía en ese momento quince años y calculaba que sería llamado a filas antes de Pascua de Resurrección; en un primer momento tendría que ayudar en la defensa antiaérea. Desde el mes de octubre, en que los rusos entraron en Prusia Oriental, el Frente de Juventudes se dedicaba principalmente a cavar trincheras antitanques delante de la ciudad o a dibujar mapas del terreno; desde hacía dos semanas los estaban instruyendo en el uso de la carabina 98 y de las granadas anticarros, aunque sólo disponían de dos fusiles para todo el grupo y la instrucción no era más que un simulacro. Incluso la granada anticarros era de imitación. La película de instrucción les servía para ver los destrozos que causaba una de esas granadas y, si era cierto, parecían tener un efecto bastante impresionante. Su esperanza consistía, por el momento, en que las granadas anticarros que les habían anunciado llegaran a tiempo para poder frenar la entrada de los tanques rusos a las puertas de la ciudad, pero él no estaba demasiado interesado en el tema.

Kotik conocía las calles de la ciudad mejor que cualquier otro muchacho de su edad, y le gustaba vagar por ellas. Jamás había sentido la atracción de vivir en una gran urbe, como la sentían la mayoría de sus compañeros de escuela. Una ciudad grande era desde luego para casi todos ellos la ciudad de Breslau: Berlín quedaba demasiado lejos. Para Kotik, en cambio, su ciudad guardaba un cúmulo de aventuras, no tenía más que atravesarla a pie con los ojos muy abiertos y la mochila a la espalda: esa mochila que le permitía llevar a casa pruebas convincentes de sus aventuras.

Estaba, por ejemplo, esa urbanización llamada Huldschinsky, donde en verano las casas tenían todas las ventanas abiertas de par en par, de modo que al pasar se podía ver a una familia cenando puré de patatas y ‘zur’, o a una mujer en combinación planchando su único vestido de los domingos; o también a un grubjorsch borracho cualquiera que acababa de llegar a casa y se disponía a zurrar a su mujer. Las cosas cambiaban ligeramente en el paseo del Ring, en la calle Oberwall o en la avenida Miethe, donde vivía gente fina: allí mantenían cerradas las ventanas incluso en las noches cálidas de verano, y hasta las cortinas estaban corridas. En esos barrios había niños que ni siquiera sabían cómo fabricar un molinillo de agua, hinchar una rana o sonarse con los dedos. En Port Arthur fue en cierta ocasión testigo de una pelea con navajas; y en Ellguth–Zabrze vio en una ocasión a unos adolescentes cortándole las ubres a una cabra viva. Sus compañeros, en cambio, se dedicaban a juegos tan ridículos como el de las damas, las cartas o los dados, y no tenían ni idea de sus escapadas. A veces le habría gustado ser un poco mayor. Había copiado de su hermano Tonik la forma de mojarse el pelo y peinarlo muy liso hacia atrás; también el modo de meterse las manos en los bolsillos y abultarlos mientras adoptaba una forma de andar ligeramente balanceante y guiñaba los ojos cuando pasaba frente a una chica. Y cuando se sentía muy seguro incluso les hacía a las chicas ese signo inconfundible formado por el pulgar metido entre el índice y el dedo corazón, y las chicas se reían cuchicheando entre ellas, y alguna hasta lo siguió una vez durante cierto trecho de camino.

Hay que decir, además, que Kotik, cuando le daba por ahí, lo había intentado tanto en Port Arthur como en la urbanización Huldschinsky, donde las chicas solían quedarse al atardecer delante de sus casas para seguir con la mirada el vuelo de las golondrinas y sentir una ansiedad que ellas mismas no sabían qué era. En esas ocasiones Kotik pasaba por delante de ellas, abría los labios y enseñaba sus dientes blancos; estaba tan orgulloso de sus dientes como Tonik de su cabello, y las chicas lo insultaban, lo amenazaban con los puños o escupían delante de él. Tal vez sucediera porque lo intentaba con chicas mayores que él, pero jamás se le habría ocurrido con ninguna chica de su propia edad, esas tontas que se ríen con alborozo disimulado cuando se les pellizca el brazo.

Kotik recordaba una primavera en que siguió en secreto a su hermano Tonik. La tarde era bonita, del río Klodnitz ascendía un vapor blanquecino y los abedules lucían las primeras hojas verdes. Tonik se paseaba a lo largo del río con una dependienta de Barasch, y Kotik los había seguido ya bastante rato cuando Tonik se dio cuenta y le exigió que se marchara de inmediato a casa. Pero él sólo se avino a guardar un poco más de distancia entre ellos, hasta que, furioso, Tonik de repente empezó a tirarle piedras y a amenazar con matarlo; después los miró desde el viejo puente de madera, los vio desaparecer detrás de los árboles y sumergirse en una oscuridad cada vez más densa, y en aquel momento no deseó nada más ardientemente que ser mayor para poder pasear con una muchacha a lo largo del río Klodnitz, aunque no fuese más que una dependienta.

 

a veces me gustaría ser como tú, pero después te desprecio me has pegado y nunca lo olvidaré no me miras y sólo tienes ojos para aquélla por qué te vas quédate tengo que hablar contigo no te lo permito déjala en paz la tomas igual que tomas a todas y al día siguiente ya las has olvidado y cuando mámotschka te pregunta con quién has estado en el Café Loske no recuerdas ni siquiera el nombre te odio no sabes lo desgraciadas que se sienten, cómo lloran déjalas en paz he sido yo quien te ha puesto la zancadilla porque tenías tanta prisa y nunca me escuchas, no me tomas en serio porque no soy más que un hoppek el pequeño hoppek mira que esfumarte con esa señorita qué cosas, por esa razón te he puesto la zancadilla no no me toques ya te arrepentirás eres un cerdo, un miserable cerdo pjerunnico a uno de nosotros le tiene que tocar la ‘imagindad’ es que uno de nosotros tendrá que matar al otro y ése seré yo ya no soy el pequeño hoppek tengo quince años y te odio tanto bueno no sé si te odio la ‘imagindad’ es que más bien te desprecio no me toques hermano mío.

 

Hacia el final de la avenida Miethe, allí donde desemboca en la calle del parque, se encontró con un hombre y una mujer que tiraban de un trineo en el que se amontonaban las maletas hasta una altura considerable; un chico empujaba por detrás. Kotik tuvo que pegarse al borde de la calle porque la nieve formaba una muralla alta y sólo quedaba libre un estrecho camino abierto por las pisadas. Pasaron a su lado sin mirarlo siquiera.

Pero Kotik miró al niño a la cara y tuvo la sensación de no haber visto nunca tanta tristeza en un rostro infantil, de modo que se detuvo junto a la verja del jardín y estuvo un rato mirándolos. Después recordó por qué se había quedado tanto tiempo así: echaba en falta al perro, aquel bello y gracioso perro color arena. Recordaba la casa de la avenida Miethe por delante de la cual pasaba tan a menudo en verano, y donde ese mismo muchacho jugaba en el jardín con un gran perro de pelo largo, un afgano, como supo luego. Kotik apretó en una ocasión su cara contra la verja, sin más afán que hacerse amigo de aquel muchacho y poder jugar con aquel perro. Pero al cabo de un rato el muchacho se dio cuenta de su presencia, se acercó a la verja y, después de mirar a Kotik de arriba a abajo, le dijo: ¿Qué quieres? ¡No damos limosna! Mi padre dice que hoy en día todo el que quiere trabajar puede ganarse la vida.

Kotik tardó en comprender y cuando comprendió se le subió la sangre a la cabeza. La verja no era muy alta y podría haberla saltado, pero se contuvo por el perro. Kotik miró al suelo porque no quería demostrar al muchacho cómo le ardía el rostro, se dio cuenta de que sus pantalones estaban remendados y no llevaba zapatos; era septiembre y por esa época prefería ir descalzo. Desde entonces odiaba al muchacho. No obstante, a veces, al volver del colegio, daba un rodeo para pasar por delante de esa casa, siempre empujado por el deseo de poderla ver algún día por dentro.

Lo más probable es que se hubiese quedado vacía. Se paseó indeciso un rato delante de la verja, sin saber qué debía hacer, la saltó. Dio un rodeo a la casa pisando la nieve impoluta, golpeó la puerta, gritó “oiga”, intentó mirar por las ventanas más bajas mientras aguzaba el oído por si oía algún ruido en el interior, atento sobre todo al ladrido del perro. Pero lo único que oía era su propio corazón que le tamborileaba en el pecho de miedo, excitación y avidez. Miró una vez más la calle, vio que todo estaba silencioso y se dirigió hacia la parte posterior de la casa. Tomo una decisión, amasó una bola dura de nieve y la arrojó con todas sus fuerzas contra una ventana; el vidrio se quebró. En la lejanía se oía el sordo fragor de una tempestad invernal, o ¿tal vez fuese el rugido de los cañones del frente? Kotik encontró una escalera de mano en el cobertizo del jardín, la apoyó contra la casa y entró por la ventana.

 

 

 

III

 

No es que estuviese llorando sino que, al intentar encender el fuego de la estufa, bastante tiempo sin utilizar, le entró tanto humo en los ojos que acabó con la cara bañada en lágrimas. Por cierto que habría preferido llorar de verdad mientras arrojaba al fuego revistas, catálogos y dibujos, pero lo único que sentía era una opresión en el pecho que le provocaba náuseas. Traute Bombonnek había llorado bastante cuando se marchó Prohaska, pero de eso hacía ya algún tiempo, aunque ella no lo había olvidado.

Pues sí, en aquella ocasión se pasó toda la noche llorando y la cara se le hinchó de tal modo que al día siguiente no pudo asistir a la escuela. Pero después pareció haberse agotado su reserva de lágrimas y sólo le quedó en el rostro una expresión de tristeza canina (así decía el rector Konopka cuchicheando a sus espaldas, pero lo suficientemente alto como para que ella pudiese oírlo), y desde entonces no había perdido esa expresión. Cuando se reía, lo que de todos modos sucedía pocas veces, sus rasgos se torcían un poco; eso era todo.

Mientras recogía en el piso cuanto quería quemar, luchaba en su fuero interno, pero nadie lo habría adivinado por su expresión, excepto porque de vez en cuando sostenía un rato una hoja o un libo entre las manos. Incluso llegaba a hojear un libro para acabar por arrojarlo también al montón, y mientras seguía enfrascada en esa tarea, afuera había llegado el crepúsculo. Ella sabía que era una despedida para siempre. Quería irse a Bergkamen, a donde había ido también Prohaska. Si no lo encontraba allí, seguiría sus huellas y lo buscaría hasta dar con él.

En el fondo de su alma se alegraba de que los rusos fueran acercándose; sin aquella amenaza era posible que jamás hubiese tenido el valor, la fuerza ni la excusa para abandonar la ciudad. Y eso que hacía tiempo ya que no había allí nada capaz de retenerla.

Ni los colegas de la escuela que, desde que fue galardonada con el premio de Cultura de la ciudad, no hacían más que demostrarte envidia y un odio tenaz; ni sus alumnos, pues a los pocos a quienes pudo tomarles algún cariño habían sido llamados a cumplir el año de servicio obligatorio en el campo; y ni siquiera el pequeño taller que tenía detrás en el patio, con su horno de cerámica, podía atarla ya.

Lo que deseaba era empezar una nueva vida, con Prohaska, naturalmente.

Esos pensamientos la ayudaban a desprenderse de todas sus cosas y mientras arriba, en su piso, había tenido alguna que otra duda, ahora se disponía a arrojar al fuego todos aquellos papeles, incluso con cierta satisfacción, y llegó hasta el punto de sorprenderse a sí misma subiendo una y otra vez arriba para recoger más cosas con el propósito de quemarlas.

Tendría que empezar de nuevo, eso es lo que había que hacer, y ¿por qué no? Le sería fácil encontrar un medio de vida en cualquier lado, gracias a su habilidad artesanal, como profesora de manualidades, por ejemplo. Si esa loca esperanza que albergaba desde hacía algún tiempo pudiera convertirse en realidad, aunque sólo fuese en una mínima parte, todo acabaría bien. Fue metiendo en el fuego un cuaderno tras otro del ‘Pedagogo alemán’ mientras observaba las llamas que ascendían y ondulaban las tapas con el calor, retorciéndolas antes de convertirlas en ceniza. Lo que desde la marcha de Prohaska le había dolido tanto durante las primeras semanas y meses, el hecho de que no llegara ni una carta de él, ni siquiera una postal, florecía ahora en su interior como una gran esperanza y le permitía entregarse a las más bellas fantasías sin que las oscureciera sombra alguna de la realidad.

En una de las ocasiones en que regresaba al piso, se sorprendió al ver en la escalera algunas mujeres que al verla pasar a su lado desviaban adrede la mirada con una extraña expresión de embarazo. Sólo la señora Pandelczyk, que vivía en el sótano y era una especie de portera, y que siempre se disgustaba con ella cuando encendía la estufa porque afirmaba que le entraba el humo por las ventanas de su vivienda, la miró a los ojos con insolencia provocadora.

Traute Bombonnek había sabido guardar cierta distancia con el resto de los habitantes de la casa. Les hacía notar que si no pretendía ser mejor, sí se consideraba diferente. Era la primera en saludar con una amabilidad excesiva y diciendo a la ligera cualquier frase o palabra insignificante, de modo que los demás no hallaran una respuesta inmediata o que se les ocurriera cuando ella ya había pasado de largo. Durante un instante pensó en trabar conversación con las mujeres, puesto que las circunstancias realmente no eran como las de cualquier otro día, pero después de haber renunciado durante meses a hacerlo, no veía por qué debía cambiar ahora, cuando ya estaba decidida a abandonar de manera definitiva aquella comunidad tan poco avenida.

Cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó un instante contra la madera para descansar. Se preguntó si aquellas gentes sencillas comprendían en realidad lo que estaba sucediendo fuera, en el mundo, a sólo pocos kilómetros de la ciudad, o si aceptaban tal vez la guerra y la paz como se aceptan la lluvia y el viento.

Tenía el equipaje preparado. No quería llevarse más que una maleta y un bolso de mano. Por la mañana había despachado por correo una gran caja de cartón con sus mejores trabajos artesanales: bordados, pequeñas piezas de esmalte, un tapiz tejido a mano y los cubiertos de plata, todo bien empaquetado y dirigido a Bergkamen, lista de correos. Lo más probable era que ella llegara antes que el paquete. Al principio el empleado de Correos no quería aceptarlo, afirmaba que desde hacía días habían dejado de salir los trenes de correo y que tenía el depósito lleno, pero al final pudo convencerlo porque no estaba dispuesta de ningún modo a cargar otra vez con el paquete hasta su casa. Tampoco podría llevarlo consigo, pesaba demasiado, y si lo dejaba en la casa lo más probable es que jamás volviera a ver nada de su contenido. Puso cuanto le pareció más importante para iniciar una nueva vida en una única maleta y en el bolso de mano, que era precisamente el equipaje que estaba permitido llevar en un viaje. Hacía poco había leído en el periódico que las gentes de la región de Gumbinnen se vieron sorprendidas tan repentinamente por la invasión de los rusos, que huyeron sólo con el abrigo puesto que pudieron arrancar del colgador y, al regresar algunos días después, acompañados por las tropas alemanas, encontraron sus casas quemadas y destruidas, y los que se habían quedado ya no eran más que cadáveres arrojados a la nieve. Por tanto consideró que le bastaba con lo que llevaba en la maleta, además de una manta gruesa. Cuantas más cosas se llevara, tantos más recuerdos tendría que arrastrar consigo.

Su colega, la profesora de biología Widawka, a quien había ido a ver la tarde anterior, se empeñó en llenar tres maletas, una caja provista de ruedas, otras cuatro cajas de cartón y una mochila. Y se había pasado el tiempo sacando algo de aquí y metiendo algo allí, cambiando un vestido por otro, estos zapatos por aquéllos; insistió también en llevarse un cuadro de su dormitorio, una reproducción de la ‘Sagrada Familia’ de Rafael, y por fin lo sacó del marco y lo enrolló. Era una tortura verla debatirse por el esfuerzo que le costaba tomar decisiones. Cuando Traute Bombonnek le explicó que a los profesionales les estaba prohibido abandonar la ciudad, que dejaban ausentarse a los maestros –pero no más allá de los setenta kilómetros– porque las vacaciones de Navidad se alargarían hasta finales de enero, y que ella con sus tres maletas, cuatro cajas de zapatos, una caja de madera y una mochila, además del cuadro enrollado, no pasaría siquiera del control establecido en la estación de ferrocarril, la Widawka empezó a sollozar y se puso a rehacer el equipaje. Y cuando comprendió por fin la imposibilidad de llevárselo todo, se levantó, se enjugó las lágrimas y declaró con absoluta tranquilidad y decisión que ella se quedaría, pasara lo que pasara, que sencillamente no podía separarse de las cosas que le habían costado más de cuarenta años de trabajo, y que prefería que los rusos la mataran en medio de sus pertenencias.

Eso fue lo que masculló entre dientes, después se sentó y echó mano de una botella de aguardiente que momentos antes había decidido dejar atrás.

Traute Bombonnek oyó un ruido junto la puerta. ¿No era un murmullo, un cuchicheo? Como todo siguiera en silencio, fue a la cocina y se lavó la cara debajo del grifo. Miró el espejo sólo de paso, porque la verdad es que y no importaba nada el aspecto que tuviera. Pero tampoco le convenía llevar la cara llena de hollín. No obstante, se anudó de nuevo el turbante, que se había desplazado del sitio.

Después se frotó las manos con un poco de vaselina a la que ella misma había añadido algo de perfume; hacía mucho tiempo que no se podía comprar crema de verdad y ella tenía una piel particularmente seca, sobre todo las manos.

¡Otra vez ese ruido! Ahora se oían incluso arañazos en la madera, seguido de golpes. Sujetó el alfiler en el turbante, fue hasta la puerta y, cuando la abrió, se vio sorprendida por el número de mujeres reunidas en la escalera. Debían de ser todas las mujeres de la casa y posiblemente algunas de la casa vecina, porque había entre ellas rostros que no recordaba haber visto nunca. Aquella aglomeración le pareció amenazadora, pero tal vez se debiera a que las mujeres estaban calladas, mirando al suelo, y a ella tampoco se le ocurría en aquel momento nada que decirles. Al fin, la señora Pandelczk avanzó un gesto. Adelantó la cabeza cubierta con una capucha negra casi hasta meterla dentro del piso. La Bombonnek ya no podría haber cerrado la puerta aunque hubiese querido.

¿Se marcha usted, señora profesora?

¿Tiene miedo?, preguntó, ¿Tiene usted miedo, verdad?

No tengo miedo, dijo Traute Bombonnek, lo que hago es poner un poco de orden en la casa, ahora que tengo tiempo de hacerlo. Además, hay algunas cosas de las que conviene deshacerse, ésa es la verdad, añadió con segunda intención.

La señora Pandelczyk se acercó todavía más y metió un pie por la puerta.

Ha hecho usted las maletas, dijo, veo que se quiere marchar. ¡Se quiere usted largar, así, sin más! Como todos los peces gordos, hay que ver.

Unos cuantos cañonazos y todos se largan… ¿y qué vamos hacer nosotros?

Aquí nadie nos pregunta.

Traute Bombonnek se asustó al comprobar que la Pandelczyk, a quien sólo conocía agachada y arrastrándose bayeta en mano y de rodillas, se le acercaba cada vez más.

Me voy de viaje, es verdad –no podía negarlo, puesto que la maleta estaba en el pasillo y todas podían verla–, pero sólo me voy a unos cuantos kilómetros, a casa de mi tía, en Cosel. Tenemos vacaciones hasta el 29 de enero, por falta de carbón. Pero volveré…

Se preguntó por qué se estaría justificando ante aquella mujer.

Para entonces habrán llegado los rusos. Ya se oyen las granadas…

Sí, sí, dése usted prisa, señorita Bombonnek, si quiere irse a tiempo, y espero que haya empaquetado usted –y con estas palabras les hizo una seña a las demás, apartó a la profesora de la puerta y se metió en el vestíbulo– sus retratos del Führer y el… el busto del Führer…

La profesora palideció. Después se ruborizó. Le temblaron las comisuras de los labios y apretó el picaporte de la puerta hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Pero no encontraba palabras.

Usted quema unos cuantos papeles y después se larga. ¡Mira qué bien!
 

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