Presiona aquí para descargar el libro "Los hombres sinteticos de marte">>
Este libro comienza así: "Desde Phundahl, en su extremo occidental, a Toonol, en el este, las Grandes Marismas Toonolianas se extienden a través del moribundo planeta de Marte a lo largo de mil doscientos kilómetros, como un sucio, venenoso y gigantesco reptil. Un país cenagoso con estrechos riachuelos que desembocan ocasionalmente con algunas extensiones de agua libre, la mayor parte de las cuales apenas cubren unos pocos acres. Algunas islas rocosas, esporádicamente ocultas por una capa de vegetación selvática ––un remanente esquelético de alguna antigua cadena de montañas rompen la monotonía de esta sucesión de pantanos, jungla y agua."
Lee las primeras páginas online>>
En el resto de Barsoom se sabe poco de las grandes marismas Toonolianas, dado que tal región resulta poco atractiva para la exploración, está infestada de bestias feroces y terroríficos reptiles, la habitan restos de salvajes tribus aborígenes aisladas del mundo desde tiempos inmemoriales, y guardada en sus extremos por los reinos enemigos de Fundal y Toonol, constantemente en guerra entre sí, y poco propicios a establecer relaciones con otros países.
En una isla próxima a Toonol, Ras Thavas, el Cerebro Supremo de Marte, había trabajado en su laboratorio durante más de mil años, hasta que Vobis Kan, jeddak de Toonol, se volvió contra él y le expulsó de su hogar insular, rechazando más tarde a una fuerza de guerreros fundalianos dirigidos por Gor Hajus, el asesino de Toonol, que intentaba reconquistar la isla y reponer a Ras Thavas en su laboratorio bajo la promesa de dedicar su saber y habilidades para aliviar los sufrimientos humanos en lugar de prostituirlos, en alocadas empresas de pecado y avaricia.
Tras la derrota de aquel pequeño ejército, Ras Thavas había desaparecido, y muchos de quienes lo conocieron le habían olvidado ya al darle por muerto, pero había otros que nunca le podrían olvidar. Estaba Valla Día, Princesa de Duhor, cuyo cerebro él había transferido una vez a la vieja y odiosa Xaxa, jeddara de Fundal, quien deseaba adquirir para su mente el joven y bello cuerpo de aquélla. Estaba Vad Varo, su esposo, en tiempo ayudante de Ras Thavas, que había restaurado cada cerebro al cuerpo al que pertenecía. Vad Varo, nacido como Ulises Paxton en los Estados Unidos de América, y oficialmente muerto por la explosión de una granada alemana en las fangosas trincheras de Francia. Y también estaba John Carter, Príncipe de Helium y Señor de la Guerra de Marte, cuya imaginación había quedado intrigada por lo que Vad Varo le contara sobre la maravillosa habilidad del más grande científico y cirujano del mundo .
John Carter no había olvidado a Ras Thavas, y cuando llegó la emergencia en la que la maestría del excelente cirujano quedaba como única esperanza, tomó la determinación de buscarlo y hallarlo en el caso de que aún viviera. Dejah Thoris, su princesa, había resultado herida gravemente en la colisión accidental entre dos naves ligeras, y estaba inconsciente desde hacía varios días, con la espina dorsal rota y retorcida, mientras que los más hábiles cirujanos de todo Helium habían abandonado toda esperanza de salvarla. Su ciencia tan sólo resultaba capaz de mantenerla con vida, sin poder hacer nada más por ella.
¿Pero dónde encontrar a Ras Thavas? Tal era la cuestión. Y entonces alguien recordó que Vad Varo había sido ayudante del gran cirujano. Quizás, si no se podía encontrar al maestro, la habilidad del discípulo bastara para lo que se pretendía. Además, de entre todos los hombres de Barsoom, Vad Varo era quien mejor podía conocer el paradero de Ras Thavas. De manera que John Carter decidió acudir primero a Duhor.
De entre todas las naves de la flota heliumita seleccionó un pequeño crucero ligero, que un solo hombre podía pilotar, y que podía alcanzar la velocidad de ochocientos kilómetros por hora, casi el doble de lo que podían alcanzar las naves aéreas que primeramente había conocido y conducido a través de la enrarecida atmósfera marciana. Hubiera deseado ir solo, pero Carthoris, Thuvia y Tara le rogaron que no corriera tal riesgo. Finalmente cedió, consintiendo en que lo acompañase uno de los oficiales de su guardia personal, un joven padwar llamado Vor Daj.
Es a éste a quien debemos el relato de una extraña aventura en el planeta Marte; a él y a Jason Gridley, cuyo descubrimiento, la Onda Gridley, hizo posible que yo recibiera esta historia desde el receptor que el mismo inventor instalara en Tarzana. Y también, desde luego, a Ulises Paxton, que tradujo el relato al inglés y lo envió por onda Gridley a través de ochenta millones de kilómetros de espacio vacío.
Escribo la historia ciñéndome tanto a las palabras de Vor Daj como sea posible sin vulnerar su claridad. Ciertas palabras y modismos resultan intraducibles, en tanto que las medidas de tiempo y longitud deben ser transformadas en las usuales en nuestro planeta; y también haré algunas interpolaciones de mi propia cosecha sobre las que asumo toda responsabilidad, y cuya identificación resulta obvia para el lector. Además de esto hay que contar, indudablemente, con las correcciones que tienen su origen en el propio Vad Varo.
Aclarado esto, cedo la palabra a Vor Daj.
CAPÍTULO II
LA MISIÓN DEL SEÑOR DE LA GUERRA
Me llamo Vor Daj, y soy padwar de la guardia del Señor de la Guerra. Para los estándares de los terrestres, a quienes creo que va dirigido este relato, yo debería haber muerto de viejo a una edad avanzada, pero aquí, en Barsoom, aún se me considera un hombre joven. John Carter me ha contado que si un terrestre alcanza la edad de cien años, es considerado como un caso de interés público por su rareza. Bien, el período normal de vida de un marciano es de unos mil años desde que rompe el cascarón de su huevo en el que ha sido incubado durante cinco años, y del que emerge ya casi maduro físicamente, listo para ser entrenado y adiestrado casi como un cachorro del reino animal. Y una buena parte de tal entrenamiento se refiere al arte de la guerra, de manera que puede decirse que salimos del huevo equipados con los correajes y armas del guerrero. Pero creo que esto basta como introducción; es suficiente que el lector sepa mi nombre y que soy un guerrero cuya vida está dedicada al servicio de John Carter de Marte.
Naturalmente, me sentí muy honrado cuando el Señor de la Guerra me escogió para que le acompañara en la búsqueda de Ras Thavas, aunque la misión me pareció al principio de naturaleza algo prosaica, sin otra exigencia que estar junto al Señor de la Guerra y servirle a él y a la incomparable Dejah Thoris, su princesa. ¡Qué poco sabía yo entonces lo que en realidad me esperaba!
Era intención de John Carter volar primero a Duhor, ciudad situada alrededor de diez mil quinientos haads ––unos siete mil kilómetros–– al noroeste de las ciudades gemelas de Helium, donde esperaba hallar a Vad Varo, de quien intentaría saber el paradero de Ras Thavas, el único hombre que, con la posible excepción del propio Vad Varo, poseía los suficientes conocimientos médicos y habilidad para rescatar a Dejah Thoris del coma en que estaba sumida, y devolverla la salud.
Eran las 8:25, las 12,13 a. m. hora terrestre, cuando nuestra frágil y rápida nave despegó del campo de aterrizaje situado en la terraza del palacio del Señor de la Guerra. Thuria y Cluros se perseguían en el negro firmamento, creando bajo nosotros infinidad de sombras dobles cambiantes, como si una miríada de objetos en constante movimiento surcaran los campos, o como si a nuestros pies se extendiera un mundo líquido con remolinos y olas. Según me contó John Carter, las noches terrestres resultan muy diferentes, con un solo satélite moviéndose de forma lenta y decorosa por la bóveda celeste.
Con nuestro compás direccional dirigido hacia Duhor y nuestros motores funcionando con silenciosa perfección, no existían problemas de navegación que ocuparan nuestro tiempo. Excepto en el caso de una improbable emergencia, la nave volaría en línea recta a Duhor, deteniéndose automáticamente ante sus murallas. Nuestro sensible altímetro estaba dispuesto para mantener la nave a una altura de 300 haads (unos 1.000 metros), con un límite de seguridad de 50 haads (unos 160 metros). En otras palabras, la nave volaría normalmente a una altura de 300 haads sobre el nivel del mar, pero en caso de que encontrara en su ruta montañas de una altura superior, un dispositivo la haría pasar a 50 haads de las cumbres más altas. Creo que pueden tener una idea de tal mecanismo si se imagina una cámara fotográfica de enfoque automático que pueda ser preparada para cualquier distancia. Cuando uno se aproxima a un objeto hasta estar a menos distancia que aquella para la que había sido preparada, la máquina misma corrige su enfoque. Parecido era lo que ocurría con los controles de la nave, y tan sensible es el aparato que puede actuar a la luz de las estrellas igual que durante el día más luminoso. Solamente las tinieblas totales lo hacían inoperativo, pero incluso en las raras ocasiones en que el cielo marciano está completamente cubierto de nubes, el dispositivo sigue actuando mediante un pequeño rayo de luz dirigido automáticamente desde la proa de la nave.
Confiado en la infalibilidad del campo direccional, quizás relajamos un poco nuestra vigilancia, e incluso nos adormilamos los dos al mismo tiempo durante la noche. No tengo ninguna excusa que ofrecer, ni John Carter me pidió cuentas de ello; por el contrario, admitió que su culpabilidad era superior a la mía. Al menos se auto inculpó, diciendo que la responsabilidad era suya por entero.
En realidad no fue hasta bastante después de la salida del sol cuando descubrimos que había algo equivocado en nuestra posición. El brillo de la nieve sobre las montañas Artoolianas que rodean Duhor debía ser claramente visible ante nosotros, pero no lo era. Tan solo una vasta extensión de fondos de mares muertos cubiertos por vegetación ocre discurría bajo la nave, y en la distancia podían verse algunas colinas bajas.
Tomamos rápidamente nuestra posición, tan solo para hallar que nos encontrábamos a 4.500 haads al sudeste de Duhor o, más exactamente, a 150 grados longitud oeste de Exum y 15 grados de latitud norte. Esto nos situaba a 2.600 haads al suroeste de Fundal, la ciudad situada en la extremidad occidental de las Grandes Marismas Toonolianas.
John Carter inició el examen del compás direccional. Yo sabía cuánta amargura debía haber en él a causa de aquel retraso en la misión. Otros pudieran haber renegado de su destino o exteriorizado su disgusto, pero él simplemente dijo:
––La aguja estaba ligeramente desviada, lo suficiente para llevarnos fuera de nuestra ruta. Pero quizás haya sido mejor así; los fundalianos posiblemente sabrán más acerca del actual paradero de Ras Thavas que nadie en Duhor. Había pensado primero en Duhor tan solo por estar seguro de encontrar allí una acogida amistosa.
––Que es más de lo que podemos esperar en Fundal, si es cierto lo que se dice de sus habitantes ––respondí. Pero él negó con un movimiento de cabeza.
––Sin embargo iremos a Fundal ––decidió––. Después de todo su jeddak, Dar Tarus, es amigo de Vad Varo, de modo que también puede ser amigo de los amigos de Vad Varo. De todas formas, tan sólo si esto no es así, entraremos en la ciudad haciéndonos pasar por panthans.
––Será curioso ––dije sonriendo––, ver llegar a dos panthans a bordo de una nave de la casa del Señor de la Guerra de Barsoom.
Un panthan es un soldado de fortuna errabundo que alquila sus servicios y su espada a quien quiera pagarlos; y la paga corrientemente es baja, porque todo el mundo sabe que un panthan desea en mayor medida luchar que comer, de manera que nadie les paga demasiado. Y además, cuando se les paga, los panthans suelen gastar el dinero con prodigalidad, por lo que pronto vuelven a encontrarse en la pobreza.
––Ellos no verán nuestra nave ––replicó John Carter––. Buscaremos un lugar donde esconderla antes de llegar, y alcanzaremos caminando las puertas de la ciudad ––sonrió levemente––. Sé perfectamente cuánto les gusta caminar a los oficiales de mis naves, Vor Daj.
De modo que, mientras seguíamos volando hacia Fundal, desprendimos los adornos e insignias de nuestros correajes para dejarlos reducidos al cuero desnudo, para que de aquella guisa pudiésemos traspasar las puertas como panthans sin trabajo. Sabíamos que, aun así, podríamos encontrar dificultades para entrar en la ciudad, puesto que los marcianos sospechan siempre de los extranjeros, y, a veces, los espías se disfrazan de panthans. De todas formas la decisión estaba tomada. Con mi ayuda, John Carter recubrió la clara piel de su cuerpo con el pigmento rojo que siempre lleva consigo en sus viajes para el caso de que una emergencia le obligara a hacerse pasar por marciano de la raza roja de Barsoom.
Al avistar Fundal en el horizonte, pasamos a volar muy bajo, casi rozando el suelo, aprovechando las colinas para hurtarnos de la vista de posibles centinelas apostados en las murallas; y al llegar a pocos kilómetros de nuestro destino, el Señor de la Guerra hizo descender el navío y aterrizó en un pequeño cañón semioculto por un bosquecillo de árboles sompus, entre los cuales lo escondió. Desmontando luego los controles de la nave, los enterramos a poca distancia de la misma, tras tomar nota mental de los árboles y otras particularidades del terreno, a fin de poder encontrar fácilmente el lugar cuando deseáramos poner de nuevo en vuelo el aparato…, si regresábamos. Y después nos dirigimos a pie hacia Fundal.
CAPÍTULO III
LOS GUERREROS INVENCIBLES
Poco tiempo después de que un soldado de fortuna virginiano llamado John Carter llegara por primera vez a Marte, la tribu Thark de marcianos verdes en cuyas manos cayó le otorgó el nombre de Dotar Sojat; pero en el curso de los años dicho nombre fue olvidado, puesto que tan solo le habían conocido por él algunos de los miembros de aquella raza salvaje durante un breve período de tiempo. De manera que el Señor de la Guerra decidió ahora adoptar de nuevo dicho nombre para su aventura. En cuanto al mío, poco podía decir a nadie en aquella parte del mundo; así fue como––Dotar Sojat y Vor Daj, dos panthans vagabundos, marcharon por las bajas colinas del oeste de Fundal en la mañana barsoomiana. La vegetación musgosa de color ocre no producía sonido alguno bajo nuestros pies calzados con suaves sandalias; nos movíamos tan silenciosamente como nuestras propias sombras que el sol naciente proyectaba hacia el oeste. Pájaros mudos de vivos colores nos vigilaban desde las ramas de los árboles skeel y sorapo, tan silenciosos como los insectos que revoloteaban alrededor de las coronas de las flores pimalia y gloresta que crecen profusamente en cada depresión de las colinas que limitan los secos mares de Barsoom. Marte es un mundo de silencio, donde incluso las criaturas dotadas de voz retienen ésta por temor a atraer sobre sus cabezas un súbito ataque. Pues Marte es igualmente un mundo de muerte.
Nosotros, los marcianos, abominamos del ruido. Nuestras voces, al igual que nuestra música, son suaves y apagadas; y aún así somos un pueblo de pocas palabras. John Carter me habló en cierta ocasión del estrépito de las ciudades terrestres, de los cobres, tambores y címbalos de la música terráquea, de la constante conversación sin sentido de millones de voces, hablando mucho para no decir nada. Creo que todo ello podría conducir a la demencia a cualquier marciano.
Estábamos todavía en las colinas y ni siquiera alcanzábamos a vislumbrar los muros de la ciudad, cuando nuestra atención se vio atraída por cierto sonido procedente de algún lugar detrás y por encima de nosotros. Nos volvimos simultáneamente, y la visión que captaron nuestros ojos fue tan asombrosa que llegamos a dudar del buen funcionamiento de nuestros sentidos. Alrededor de veinte pájaros gigantescos volaban hacia nosotros, y ello era de por sí suficientemente extraordinario, puesto que las aves eran fácilmente identificables como malagors, una especie que comúnmente se consideraba extinguida. Pero, como añadidura a lo increíble de la escena, vimos claramente que un guerrero montaba a lomos de cada ave.
Resultaba evidente que nos habían visto, de forma que no hicimos ningún esfuerzo baldío por ocultarnos. Por un instante las aves volaron alrededor de nosotros, y luego todas tomaron tierra, formando un círculo casi perfecto cuyo centro éramos nosotros.
Al aproximarse los pájaros, me llamó la atención un cierto aspecto grotesco en sus jinetes. Había en ellos algo inhumano, aunque a primera vista parecieran seres semejantes a nosotros mismos. Uno de ellos llevaba una mujer sujeta al lomo de su gran pájaro, pero la distancia era aún demasiado grande para tener una visión precisa de ella ni, por la misma razón, de los otros.
Cinco de los guerreros desmontaron y se dirigieron hacia nosotros. Ahora podía ver lo que había de extraño en su apariencia. Parecían desafortunados bocetos hechos por un mal dibujante, que algún mago incomprensible hubiera dotado de vida; unas verdaderas caricaturas humanas animadas. En ellos no existía la simetría; el brazo izquierdo de uno se veía anormalmente corto, en tanto que el derecho era tan largo que la mano correspondiente casi se arrastraba por el suelo; dos tercios del rostro de otro estaban por encima de los ojos, en tanto que la proporción era inversa en el tercio restante. Ojos, nariz y boca aparecían antinaturalmente desplazados; y además eran demasiado grandes o demasiado pequeños para armonizar con las facciones a las que pertenecían.
Pero existía una excepción: un guerrero que ahora desmontaba para avanzar tras los cinco que se aproximaban a nosotros. Se trataba en este caso de un hombre normal y bien formado, cuyos correajes y armas eran de excelentes calidad y diseño, el equipo completo de un luchador. En sus correajes lucía la insignia de un dwar, rango equivalente al de capitán en vuestra organización militar terrestre. A una orden suya, los cinco guerreros adelantados se detuvieron en su avance, y el oficial se dirigió entonces a nosotros.
––¿Sois fundalianos? ––preguntó.
––Somos de Helium ––respondió John Carter––. Al menos, allí fue donde estuvimos empleados la última vez. Como puedes ver, somos panthans.
––Pues ahora sois mis prisioneros. Arrojad al suelo vuestras armas.
Los labios del Señor de la Guerra se distendieron en la más suave de las sonrisas.
––Ven y quítanoslas ––dijo en tono de desafío.
El otro hizo una mueca.
––Como queráis. Os superamos en número en una proporción de diez a uno. Os vamos a apresar de todas formas, pero si os resistís podéis resultar heridos o muertos. Os aconsejo que os rindáis.
––Y yo te aconsejo que os mostréis juiciosos y nos dejes continuar nuestro camino, dado que no tenemos nada contra vosotros. Si nos atacáis, te aseguro que, en el peor de los casos, no moriríamos solos.
El dwar curvó los labios en una inescrutable sonrisa.
––Como queráis ––replicó.
Se volvió hacia los cinco guerreros y les ordenó:
––¡Apresadlos!
Pero cuando avanzaron, el oficial no los acompaño, sino que retrocedió, actitud totalmente contraria a la ética que determina la actuación de los oficiales marcianos. Hubiera debido acompañarles y entrar él mismo en combate, para dar a sus hombres un ejemplo de valor.
Desenvainamos nuestras espadas largas e hicimos frente a las cinco horribles criaturas, situándonos espalda contra espalda al vernos rodeados. La hoja del Señor de la Guerra comenzó a tejer su habitual red de acero ante él, en tanto que yo me esforzaba en defender a mi príncipe y mantener en alto el honor de mi espada. Y no lo hacía mal, pues ya con anterioridad había sido definido como gran espadachín por el propio John Carter, que es el mejor de todos.
Nuestros adversarios no eran enemigos para nosotros. Se mostraban totalmente incapaces de atravesar nuestras guardias aunque luchaban con un completo desprecio a su propia vida, lanzándose ellos mismos contra las puntas de nuestras espadas y volviendo una y otra vez en busca de más y más heridas.
Pues aquél era el horror del fantástico combate. Una vez y otra vez lograba yo atravesar con mi espada a alguno de mis adversarios, sólo para ver cómo éste retrocedía hasta que la hoja salía de su cuerpo, y volvía luego a atacar como si nada le hubiera sucedido. Aquellas criaturas parecían inmunes al daño y al dolor, y también al miedo. Mi hoja de acero sesgó en cierta ocasión el brazo derecho de uno de nuestros enemigos, a la altura del hombro; pero mientras uno de sus compañeros se enfrentaba conmigo, el herido se inclinó para recoger la espada con la otra mano, apartando a un lado el brazo cortado de un puntapié antes de volver de nuevo al combate.
Poco después, John Carter logró decapitar a una de aquellas deformes criaturas, pero el cuerpo continuó corriendo de un lado para otro, lanzando estocadas y tajos con furia aparentemente ingobernables, hasta que el dwar ordenó a varios de los guerreros que aún no habían entrado en combate que lo capturaran y desarmaran. Entretanto, la cabeza cortada había rodado por el suelo, haciendo horribles muecas y mirando grotescamente entre el polvo.
Aquel fue el primero de nuestros enemigos en quedar permanentemente fuera de combate, y nos sugirió la única forma de salir victoriosos de la lucha.
––¡Decapítales, Vor Doj ! ––me gritó el Señor de la Guerra, y mientras hablaba corté la cabeza de otro enemigo.
Lo que siguió fue espantoso. La cosa continuó luchando y, en tanto que la cabeza rodaba por tierra haciendo gestos, el cuerpo se lanzó instintivamente contra las piernas de John Carter, apresándole por las rodillas y haciéndole perder el equilibrio.