Carson de Venus

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  La India es un mundo aparte en formas y costumbres, separada en su ocultismo del mundo y la vida que nos es familiar. Ni siquiera en el lejano Barsoom y en Amtor podrían encontrarse misterios más sorprendentes como los que se esconden en lo recóndito de los cerebros y vidas de aquellas gentes. A veces juzgamos malo aquello que no entendemos; constituye esto un atavismo de ignorancia y superstición de los salvajes pintarrajeados de los tiempos remotos. De las muchas cosas buenas que nos han venido de la India, sólo me interesa citar ahora una: la facultad que transfirió Chand Kabi al hijo de un oficial inglés de transmitir el pensamiento y visión a la mente de otra persona, a distancias tan grandes como las que median entre los planetas. Gracias a tal facultad ha podido Carson Napier transmitir por su mediación el relato de sus aventuras en el planeta Venus.

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Cuando despegó de la isla de Guadalupe con su gigantesco torpedo aéreo, hacia Marte, escuché el relato de aquel vuelo trascendental que acabó, por un error de cálculo, en Venus. Seguí sus aventuras que comenzaron en la isla que constituía el reino de Vepaja, donde se enamoró apasionadamente de Duare, la altiva hija del rey. Seguí sus andanzas por mares y tierras, hasta llegar a las hostiles ciudades de Kapdor y Kormor, la Ciudad de los Muertos, a Havatoo, en donde Duare fue condenada a muerte por un extraño error judicial. Me estremecí, excitado, durante su peligrosa escapada en el aeroplano que había construido Carson Napier a ruegos de los gobernantes de Havatoo.

Padecí constantemente por la actitud de Duare, que juzgaba el amor de Carson Napier como un insulto a la virginal hija del rey de Vepaja. Le rechazaba constantemente, alegando que era una princesa; pero, por fin, disfruté con él cuando ella se dio cuenta de la verdad, y, aunque no podía olvidarse de que era una princesa, terminó por confesar que ante todo era mujer. Ocurrió esto inmediatamente después de su huida de Havatoo y cuando ambos volaban sobre el Río de los Muertos, hacia un mar desconocido, iniciando así la desesperada búsqueda de Vepaja, donde reinaba Mintep, el padre de Duare.
Transcurrieron los meses y llegué a temer que Napier se había estrellado con su nuevo avión; pero, de pronto, comencé a recibir de nuevo mensajes suyos, que quiero recoger en beneficio de la posteridad, ateniéndome, en todo lo posible, a sus propias palabras.

I – DESASTRE

Todos los que han volado en avión recordarán los sobresaltos del primer vuelo sobre un país conocido, divisando viejos escenarios desde un nuevo punto de vista, que les prestan el aire extraño y misterioso de un mundo nuevo; pero en tales casos siempre cabía el consuelo de saber que el campo de aterrizaje no se hallaba demasiado lejos y que, incluso en el caso de un aterrizaje forzoso, se sabía perfectamente dónde se hallaba y cómo retornar.


Pero en aquella alba en que Duare y yo despegamos de Havatoo seguidos de los zumbidos de los disparos de los rifles amtorianos, volábamos sobre un mundo desconocido y, además, no había campo de aterrizaje ni patria hospitalaria. Creo que fue aquel el momento más feliz y emocionante de mi vida. La mujer a quien amaba acababa de decirme que correspondía a mi cariño; me encontraba de nuevo ante los aparatos de control de un aeroplano; volaba y volaba seguro sobre las infinitas amenazas que pululaban en el territorio amtoriano. Sin duda alguna, tendría que enfrentarme con nuevos peligros, en nuestra desesperada tentativa de buscar a Vepaja; pero, por el momento, nada empañaba nuestra felicidad ni nos sobrecogía el temor. Al menos, en lo que a mí se refería. Con Duare, las cosas serían un poco distintas. Bien podía sentirse sobrecogida por la aprensión del desastre; no es extraño que ocurriera así, pues hasta el propio instante en que alcanzamos el borde de las murallas de Havatoo, no tenía la menor idea de que pudiera existir ningún aparato en el que seres humanos pudieran abandonar el suelo para lanzarse por los aires. Era natural que se sobresaltara, pero era valerosa y quedó satisfecha con mi promesa de que íbamos seguros.


El avión era un dechado de perfecciones, como llegarán a ser algún día en el viejo globo terráqueo, cuando las ciencias progresen allí tanto como en Havatoo. Utilicé en su construcción materiales sintéticos de extraña dureza y poco peso. Los técnicos de Havatoo me aseguraron que podría tener una vida por lo menos de cincuenta años sin fracturas ni reparaciones, salvo las producidas por puro accidente. El motor era silencioso y de una eficacia como nunca pudo soñarse en la Tierra. Dentro del aparato iba el combustible necesario para todos los años en que se había calculado su vida, y ocupaba muy poco espacio, ya que podría llevarse en la palma de la mano. Tal milagro es fácil de explicar, como ya se hizo en otras ocasiones. Nuestros propios hombres de ciencia saben que la energía desprendida por la combustión es sólo una fracción infinitesimal de la que puede producirse con la desintegración total de las sustancias. En el caso del carbón, la proporción es de dieciocho millones a uno. El combustible para mi motor consistía en una sustancia conocida por el nombre de lor, que contiene un elemento llamado yor-san, todavía ignorado en la Tierra, y otro elemento llamado vikro, cuya acción sobre el yor-san produce la total desintegración del lor.


En lo que al funcionamiento del motor se refería, podíamos subsistir durante cincuenta años; pero nuestro punto débil estribaba en que no disponíamos de alimentos. Lo precipitado de nuestra fuga impidió toda posibilidad de aprovisionar el aparato. No obstante, habíamos conseguido escapar con vida y con lo que poseíamos; ya era bastante y nos sentíamos muy felices. No quería torturarme demasiado pensando en el porvenir, pero realmente teníamos ante nosotros muchos interrogantes y Duare me planteó de pronto una pregunta bastante inocente.


—¿Adónde vamos?
—A buscar a Vepaja —repuse—; quiero intentar llevarte a tu patria.
Ella movió la cabeza.
—No; no podemos llegar allí.
—¡Pero si siempre deseaste llegar allí desde que te raptaron los klangan!
—Pero no ahora, Carson. Mi padre, el jong, te mataría. Nos hemos confesado el amor que nos une y ningún hombre puede hablar de amor a la hija del jong de Vepaja antes de cumplir los veinte años; lo sabes perfectamente.
—Desde luego que lo sé —asentí—; me lo has repetido muchas veces.
—Lo hice por tu propia seguridad; pero, no obstante, lo he vuelto a hacer con el mismo propósito —admitió—, pero te confieso que me gustaba oír tu confesión de amor.
—¿Desde la primera vez?
—Desde la primera vez. Te amo hace mucho tiempo, Carson.
—Pues eres maestra en el arte de disimular. Creí que me odiabas, aunque, a veces, tenía mis dudas.


—Precisamente porque te amo, no debes caer nunca en manos de mi padre.
—Pero, ¿dónde podemos ir, Duare? ¿Conoces algún rincón de este mundo en el que podamos estar a salvo? Creo que debía correr el riesgo de tratar de convencer a tu padre.
—No lo conseguirás —afirmó—. Existe una ley que, aunque no está escrita, vive en la tradición; determina lo que te dije y es tan antigua como el viejo imperio de Vepaja. Me hablaste de los dioses y diosas de las regiones de tu mundo. En Vepaja, la familia real ocupa una posición similar en la mente y en el corazón de la gente, especialmente cuando se trata de la hija de un jong, es absolutamente sagrada. Mirarla es un delito; hablarla es un crimen castigado con la muerte.
—Es una ley insensata —protesté—. ¿Dónde te encontrarías en estos momentos si me hubiera inspirado en tales trabas? Me parece que tu padre me tendrá que estar agradecido.
—Como padre, sí; pero no como jong.


—Sí, veo que sería antes jong que padre —comenté amargamente.
—Eso mismo: primero es jong, y por eso no podemos volver a Vepaja —dijo resuelta.
¡Qué treta tan irónica me había jugado el destino! Con tantas oportunidades como había tenido para escoger en dos mundos a una mujer por esposa, fui a fijarme en una diosa. De todos modos, haber amado a Duare y saber que ella me amaba, era mejor que la convivencia de por vida con otra mujer.


La decisión de Duare de no volver a Vepaja me había dejado desconcertado. No es que creyese que pudiera encontrar a Vepaja con seguridad; pero, al fin y al cabo, constituía mi finalidad. Ahora no tenía plan alguno. Havatoo era la ciudad más grande de las que había conocido, pero la inverosímil decisión de los jueces que habían examinado el caso de Duare, después que la rescaté de la Ciudad de los Muertos, hacía imposible nuestro retorno. Buscar una ciudad hospitalaria en aquel extraño mundo parecía inútil. Venus está llena de contradicciones y paradojas. En medio de escenas de paz y belleza, uno halla las bestias más feroces; entre una población amistosa y culta, existen costumbres bárbaras e insensatas; en una ciudad habitada por hombres y mujeres inteligentemente superdotados y de afables modales, los tribunales ignoran por completo el sentimiento de la piedad. ¿Qué esperanza nos quedaba a Duare y a mí? Por eso determiné volver a Vepaja, para que, al menos ella, pudiera salvarse.


Continuamos nuestro vuelo en dirección Sur, siguiendo el curso del Gerkat kum Rov, el Río de la Muerte, hacia el mar en el que sus aguas habían de verterse, sirviéndome de guía. Volaba bajo, ya que tanto Duare como yo queríamos admirar el territorio que se extendía a nuestros pies majestuosamente. Había bosques, llanuras, colinas y, a lo lejos, montañas; mientras sobre nosotros, como el techo de una colosal tienda de campaña, se extendía la capa inferior de nubes que envuelve por completo al planeta, el cual, junto con la capa superior, atempera el calor del sol y hace posible la vida en Venus. Divisamos, mientras volábamos, rebaños que pacían en las llanuras, pero no vimos ciudades ni hombres. Era un paisaje salvaje el que se extendía bajo nuestros pies; bello, pero letal; típicamente amtoriano.


Seguimos la dirección Sur; yo creía que cuando llegásemos al mar sólo tendríamos que cruzarlo para hallar a Vepaja. Como ésta era una isla, y con el pensamiento de qué habría de sentir deseos de volver a ella, había construido el avión con pontones retractables, así como con el ordinario sistema de aterrizaje.
La visión de aquellos rebaños que pacían abajo nos sugirió la idea del alimento, abriendo mi apetito. Le pregunté a Duare si tenía hambre y me contestó que mucho; pero ¿de qué iba a servir decirlo?


—Allá abajo nos espera un banquete —le expliqué, señalando a los rebaños.
—Sí; pero cuando lleguemos al suelo habrán huido —contestó—. Ya verás, cuando se fijen en este armatoste, no quedará ni uno en muchas millas a la redonda, antes de que bajes, a no ser que mates alguno al caer.


Claro que no dijo millas, sino Klookob; el Kob es una unidad de distancias, equivalente a dos millas y media terrestres, siendo el prefijo Kloo el signo del plural. Asimismo utilizó una voz amtoriana para decir armatoste.
—Haz el favor de no llamar armatoste a mi nave —le rogué.
—¡Pero si no es una nave! —objetó ella—. Una nave va por el agua. ¡Ya se me ha ocurrido un nombre, Carson! Es un anotar.


—¡Magnífico! —asentí—; «Anotar» se llamará.
La denominación era apropiada, ya que notar significa nave y an quiere decir pájaro. Así, lo llamaríamos nave-pájaro. Me pareció más apropiado que la denominación terrestre, acaso porque fue Duare la que la escogió.
Estábamos a una altura de un millar de pies, pero como el motor era completamente silencioso, ninguno de los animales se dio cuenta del extraño objeto que se cernía sobre ellos. Cuando comencé a descender en espiral, Duare dejó escapar un pequeño grito y me rozó el brazo; no me lo apretó como hubiera hecho otra mujer en caso semejante; se limitó a rozarlo, como si el contacto la tranquilizase. Debió ser una experiencia aterradora para una persona que hasta aquella mañana jamás había visto un avión.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.
—Voy a bajar en busca de comida. No te asustes.


No dijo nada más; pero conservó su mano sobre mi brazo. Estábamos descendiendo rápidamente cuando, de pronto, uno de los animales que pacían levantó la mirada y, al descubrirnos, lanzó un agudo bufido de alarma y comenzó a correr velozmente por la llanura. En seguida se desperdigaron todos. Partí velozmente en su persecución, descendiendo tanto que casi rozaba sus lomos. A la altura que habíamos estado volando le debió parecer a Duare que corríamos a escasa velocidad; pero ahora que nos hallábamos a pocos pies del suelo, quedó sorprendida al comprobar que podíamos competir fácilmente con los más veloces de aquellos animales.


A mí no me parece muy deportivo cazar animales desde un avión, pero en aquellos momentos no hacía yo deporte, lo que buscaba era comida y aquél era el único procedimiento para conseguirla sin poner en peligro nuestras vidas. En consecuencia, y sin escrúpulo alguno, saqué mi pistola y derribé a un rollizo y joven animal, perteneciente a una especie de herbívoros desconocida. La caza nos había llevado hasta un bosquecillo que crecía a lo largo de las orillas de un afluente del Río de la Muerte. Tuve que parar bruscamente a fin de no incrustarnos contra los árboles. Al volver la mirada hacia Duare, vi que había palidecido, pero se mantenía serena. Cuando salté al suelo, junto a mi víctima, la llanura estaba completamente desierta.


Dejé a Duare en su asiento y me dediqué a descuartizar al animal, con la intención de cortar tanta carne como calculé que podría conservarse fresca hasta que la utilizáramos y luego ir a buscar un lugar más propicio para acampar temporalmente.
Trabajaba yo cerca del aeroplano y ni Duare ni yo estábamos de cara al bosque que se encontraba a corta distancia, detrás. No vigilábamos aquella parte; ambos estábamos sugestionados por el trabajo de descuartizamiento, cuyas extrañas operaciones debían resultar atractivas.
La primera impresión de peligro me la hizo percibir un grito aterrador de Duare.
—¡Carson!

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