Por siempre mia, Mary higgins Clark

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Ya había jugado otras veces al mismo juego y pensaba que la espera resultaría aburrida. Pero se llevó la agradable sorpresa de comprobar que era de lo más emocionante.

Había subido a bordo el día anterior, en Perth, Australia, y pensaba navegar hasta Kobe; pero como la había descubierto enseguida, no serían necesarios tantos puertos. La vio sentada a una mesa junto al ventanal, en el comedor acristalado del transatlántico, un espacio discreto y elegante, típico del Gabrielle. El crucero de lujo tenía el tamaño perfecto para sus propósitos; de hecho, siempre viajaba en barcos pequeños y escogía una parte conveniente del recorrido.

Era cuidadoso por naturaleza, aunque en realidad resultaría improbable que lo reconocieran antiguos compañeros de viaje. Tenía un gran dominio para modificar su apariencia, talento que había descubierto en el teatro de aficionados de su época de estudiante.

Mientras examinaba a Regina Clausen pensó que no le iría mal aprender a maquillarse. Era una de esas cuarentonas que, de saber vestirse y presentarse, suelen ser bastante atractivas. Llevaba un traje de noche azul claro, muy caro, que le habría quedado estupendamente a una rubia, pero a ella, con ese cutis tan claro, no la favorecía en absoluto y la hacía parecer marchita y pálida. El cabello castaño claro, natural y favorecedor si no hubiera llevado un peinado tan rígido, la avejentaba y le daba un aire antiguo, como de matrona de suburbio de los años cincuenta.

Por supuesto que él sabía quién era. La había visto en acción en la reunión de accionistas hacía sólo unos meses. También la había observado desempeñarse en la CNBC como analista financiera. En ambas ocasiones se había mostrado muy firme y segura de sí misma.

Por eso, cuando la vio sentada sola y nostálgica a esa mesa, y más tarde, cuando presenció su turbación y su placer casi infantil cuando uno de los pasajeros la sacó a bailar, supo de inmediato que iba a ser una presa fácil.

Levantó la copa y, con un gesto apenas perceptible, le ofreció un brindis: Tus plegarias han sido atendidas, Regina. A partir de ahora serás por siempre mía, le prometió en silencio.


TRES AÑOS MÁS TARDE

1

La doctora Susan Chandler caminaba en medio de una tormenta de nieve desde el edificio de Greenwich Village donde tenía su apartamento a su consulta en el Soho, ubicada en una casa de finales de siglo. No sólo tenía éxito como psicóloga clínica, sino que además era una especie de personaje público gracias al popular programa de radio Pregúntale a la doctora Susan, que se emitía de lunes a viernes.

El viento frío de esa mañana de octubre soplaba con fuerza. Susan se alegró de haberse puesto el jersey de cuello alto debajo de la chaqueta del traje.

El pelo rubio oscuro, que le llegaba a los hombros, aún estaba húmedo por la ducha y al ver cómo se lo revolvía el viento, se arrepintió de no llevar un chal. Recordó la sempiterna advertencia de su abuela: «No salgas con la cabeza mojada que pillarás un resfriado de muerte», y se dio cuenta de que últimamente pensaba mucho en la anciana Susie. Claro, la abuela se había criado en Greenwich Village, y Susan a veces se preguntaba si su espíritu no rondaría por los alrededores.

Se detuvo en el semáforo de Mercer y Houston. Apenas eran las siete y media y todavía no había mucha gente en la calle; dentro de una hora estaría repleta de neoyorquinos que volvían al trabajo con cara de lunes.

Gracias a Dios se ha acabado el fin de semana, se dijo entusiasmada. Había pasado casi todo el sábado en Rye con su madre, que estaba muy deprimida. Era comprensible, pensó, ya que de seguir casada habría sido el día de su cuadragésimo aniversario de bodas. Encima, para terminar de empeorar la situación, Susan había tenido un encontronazo con Dee, su hermana mayor, que había venido de California.

El domingo por la tarde, antes de regresar a la ciudad, había hecho una visita de cortesía a la casa palaciega de su padre, cerca de Bedford Hills, para asistir a la fiesta que ofrecía con Binky, su segunda mujer. Susan supuso que la elección de la fecha había sido cosa de ella. «Hoy se cumplen cuatro años de la primera vez que salimos juntos», le había confiado.

Quiero mucho a mis padres, pensó mientras llegaba al edificio de la consulta, pero a veces me gustaría decirles que por favor maduraran un poco.

Susan solía ser la primera en llegar al último piso, pero mientras pasaba por delante de las oficinas del bufete de su vieja amiga y mentora Nedda Harding, se sorprendió al ver que las luces del pasillo y la recepción ya estaban encendidas. Susan sabía que el pájaro madrugador tenía que ser Nedda.

Sacudió la cabeza compungida mientras abría la puerta, porque tendría que haber estado cerrada, avanzó por el pasillo al que daban los despachos, aún a oscuras, de los socios menores y empleados de Nedda, se detuvo ante la puerta de la oficina de Nedda y sonrió. Nedda, como siempre, estaba tan concentrada en su trabajo que ni se dio cuenta de su presencia.

Estaba inmóvil en su postura habitual de trabajo: el codo izquierdo sobre el escritorio, la frente apoyada sobre la palma y la mano derecha extendida para pasar las páginas del voluminoso expediente que tenía delante. Ya estaba con ese pelo canoso y corto todo revuelto y las gafas que le resbalaban por el puente de la nariz. La postura del cuerpo daba la impresión de estar preparado para levantarse de un salto y echar a correr. Era una de las abogadas defensoras más respetables de Nueva York y ese ligero aspecto de abuelita no dejaba entrever la inteligencia y el empuje que tenía en su trabajo, que se veía sobre todo cuando interrogaba a un testigo en el estrado.

Las dos mujeres se habían hecho amigas hacía diez años en la Universidad de Nueva York, cuando Susan era una estudiante de veintidós años de segundo de derecho, y Nedda profesora invitada. En tercer año, Susan se organizó sus clases para poder trabajar dos veces por semana para Nedda.

Todos sus amigos, salvo Nedda, se quedaron impresionados cuando Susan, al cabo de dos años de trabajar en la oficina del fiscal de distrito del condado de Westchester, dejó el empleo de ayudante del fiscal y volvió a la universidad para hacer el doctorado en psicología. «Es algo que debo hacer», fue lo único que explicó en aquel momento.

Nedda, al advertir la presencia de Susan en la puerta, levantó la mirada con un amago de sonrisa breve pero cálida.

–Pero bueno, mira quién está aquí. ¿Qué tal el fin de semana, Susan, o es mejor que no pregunte?

Nedda sabía lo de la fiesta de Binky y el aniversario de la madre. –Previsible –dijo Susan irónicamente–. Dee llegó a casa de mama el sábado y las dos terminaron llorando juntas. Le dije a Dee que con su depresión lo único que hacía era ponerle las cosas más difíciles a nuestra madre, y la tomó conmigo. Me dijo que si yo hubiese visto a mi marido morir en una avalancha como le había sucedido a ella con Jack, entonces comprendería por lo que estaba pasando. También me sugirió que si dejaba a mi madre llorar un poco sobre mi hombro en lugar de decirle siempre que tenía que seguir adelante con su vida, seguro que la ayudaría mucho más. Cuando le dije que empezaba a tener artritis en el hombro de tantas lágrimas, Dee se enfadó aún más, pero mamá al menos rió.

»Después, me fui a la fiesta de papá y Binky –continuó–. A propósito, mi padre ahora me ha pedido que lo llame Charles, con eso queda todo explicado. En fin –suspiró–, otro fin de semana así y seré yo la que necesite terapia. Pero como soy muy tacaña para pagar a un terapeuta, terminaría contratándome a mí.

Nedda la observó comprensiva. Era la única de sus amigos que sabía toda la historia de Jack y Dee, y todo sobre los padres de Susan y ese complicado divorcio.

–Creo que necesitas un plan de supervivencia –le dijo. –Quizá se te ocurre alguno para mí –rió Susan–. Apúntalo en mi cuenta junto con todo lo que ya te debo por conseguirme el trabajo en la radio. Eres una buena amiga. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo mucho que preparar antes del programa. A propósito, ¿te he dado las gracias últimamente?

Hacía un año, Marge Mackin, famosa presentadora de radio e íntima amiga de Nedda, había invitado a Susan a un programa para comentar un juicio muy importante en calidad de psicóloga y experta legal. El éxito de esa primera aparición fue tal que empezó a ser invitada habitual, y, cuando Marge se dedicó a su propio programa de televisión, propuso que Susan la reemplazara en la radio.

–Qué tonta. No te habrían dado el trabajo si no pudieras hacerlo. Eres muy buena y lo sabes –replicó Nedda–bruscamente–. ¿Quién es tu invitado de hoy?

–Esta semana me ocuparé de por qué las mujeres deben preocuparse de su seguridad en situaciones sociales. Donald Richards, un psiquiatra especializado en criminología, ha escrito un libro titulado Mujeres desaparecidas. Trata de las desapariciones de las que se ha ocupado. Muchos casos los resolvió, pero otros, muy interesantes, aún siguen abiertos. He leído el libro y es bueno. Examina el origen de cada mujer y las circunstancias de su desaparición. Después discute los posibles motivos por los cuales una mujer inteligente puede verse mezclada con un asesino y sigue paso a paso el proceso de intentar descubrir lo que le ha pasado. Hablaremos del libro y de algunos de los casos más interesantes. Después explicaremos cómo podrían nuestras oyentes evitar situaciones potencialmente peligrosas.

–Un tema interesante.

–Creo que sí. He decidido sacar la desaparición de Regina Clausen. Es un caso que siempre me ha intrigado. ¿Te acuerdas de ella? Siempre la miraba en la CNBC y me parecía fantástica. Hace seis años invertí el regalo de cumpleaños que me hizo mi padre en unas acciones que ella recomendó. Fueron una mina de oro, así que me siento en deuda con ella.

Nedda la miró con ceño.

–Regina Clausen desapareció hace tres años, en Hong Kong, al desembarcar de un crucero. Lo recuerdo muy bien. El hecho fue muy comentado en su momento.

–Yo ya había dejado de trabajar en la fiscalía –explicó Susan–, pero estaba allí visitando a una amiga cuando entró la madre de Regina Clausen, Jane, que por entonces vivía en Scarsdale, para hablar con el fiscal y ver si podía ayudarla. Pero no había indicios de que Regina se hubiera marchado de Hong Kong, así que por supuesto el fiscal del distrito de Westchester no tenía jurisdicción. La pobre mujer tenía fotos de Regina y no paraba de decir que su hija tenía muchas ganas de hacer ese viaje. En fin, nunca he olvidado ese caso, así que hoy hablaremos de él en el programa.

La expresión de Nedda se suavizó.

–Conozco un poco a Jane Clausen. Estudiamos juntas en Smith. Ahora vive en Beekman Place. Siempre ha sido una persona muy reservada y creo que Regina también era muy tímida para la vida social.

Susan levantó las cejas.

–Ojalá hubiera sabido que la conocías. Podrías haberme concertado una cita con ella. Según mis notas, a la madre de Regina ni se le ocurrió que su hija estuviera liada con alguien, pero si pudiera hablar con ella de eso, de algo que en su momento no le pareció importante pero que quizá nos dé alguna clave…

Nedda arrugó la frente pensativa.

–A lo mejor no es demasiado tarde. Doug Layton es el abogado de la familia Clausen. Lo he visto varias veces. Lo llamaré a las nueve para ver si puede ponernos en contacto con ella.

A las nueve y diez sonó el intercomunicador del despacho de Susan. Era Janet, su secretaria.

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