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ACTO PRIMERO
Un despacho. Muebles severos. Biblioteca. Frontero a la mesa un lienzo: es la figura de Elvira. Reproducciones de Goya y del Greco. Alguna escultura. Puerta al fondo y a la derecha. A la izquierda, espalda a la mesa de trabajo, un amplio ventanal.
ESCENA I
Don Bienvenido y Benigna.
Don Bienvenido es hombre de sesenta años. Lleva barba: una barba blanca, recortada, cuidada. Viste siempre de negro, pulcra y elegantemente. Benigna cuenta la misma edad que don Bienvenido: es la criada que solo ha servido en una sola casa y que conoce todos los secretos de ella. Su estatura aparece disminuida por su volumen. Don Bienvenido, sentado en una butaca, frente a un velador, toma una taza de café; Benigna le sirve.
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DON BIENVENIDO
—No llames a nadie. Espera. Deja que tome el café y lo repose.
BENIGNA
—Es que le aguardan a usted con impaciencia.
DON BIENVENIDO
—Vísteme despacio, que voy de prisa… ¿No lo habías oído nunca?
BENIGNA
—Mil veces a usted mismo. Pero es que hay momentos…
DON BIENVENIDO
—¿Dónde está la señora?
BENIGNA
—En su cuarto, llorando. Va a cegar de tanto llorar.
DON BIENVENIDO
—¿Y el señor?
BENIGNA
—En el suyo, dando vueltas de arriba abajo, con las manos a la espalda, la cabeza baja y respondiendo con gritos a cuanto se le pregunta.
DON BIENVENIDO
—¿Y ella?
BENIGNA
—¿Elvira? ¿La señorita Elvira? En su cuarto también, arreglando sus papeles y sus trapos con una sangre fría que acaba de encender la sangre de los demás. Me la enciende a mí, que usted mismo dice que por mis venas corre horchata en vez de sangre. Ni le cae una lágrima, ni le sale del alma una palabra de consuelo para esa pobre madre desesperada. Es seca de corazón.
DON BIENVENIDO
—Es como quieren que sea los que ahora mandan en ella. Uno no es nunca totalmente como es por dentro, sino que es en gran parte como son quienes le rodean. Por esto no es uno siempre el mismo, sino que en el espacio de un día se es por la tarde otro del que era por la mañana.
BENIGNA
—Sea como sea, que yo no entiendo de todas estas cosas, lo que sí veo claro es que no es como debiera de ser y como era… ¿Por qué llegó a poner ese maldito hombre los ojos en ella?
DON BIENVENIDO
—Porque alguien había de ponerlos algún día. Ese, aquél, alguien… Y posiblemente, con mayor o menor intransigencia, todos se hubieran conducido de igual manera
BENIGNA
—Tan magníficamente como se vivía en esta casa, donde solo se oían cantos y se veían risas en los labios, y todo era felicidad.
DON BIENVENIDO
—Todo era felicidad y ya no lo es.
BENIGNA
—¡Ya no lo es! Esta sí que es una sentencia que, con cuatro palabras, dice más que lo que puedan decir todos esos libros que hay aquí. ¡Ya no lo es! No lo es, ni lo será nunca más.
DON BIENVENIDO
—¿No lo será nunca más? Esto es el porvenir, y el porvenir, para los que creen en Dios, sólo Dios puede predecirlo. Y Dios, mi querida Benigna, no somos ni tú ni yo. Yo, por lo menos, no lo soy. Pero la felicidad es tornadiza y voluble: se marcha repentinamente de allí donde parecía eterna y va inopinadamente allí donde parecía que por siempre se había alejado o no había tenido el capricho de detenerse nunca. ¿Quién sabe cuándo se es feliz y cuándo se deja de serlo? ¿Quién sabe, siquiera, lo que es ser feliz?
BENIGNA
—Yo lo que digo es que cuesta menos descoser que coser, y que, mucho más que coser, cuesta recoser, y que allí donde ha habido descosido, por muy bien que se recosa, queda siempre señal…
DON BIENVENIDO
—Eres ahora tú la que filosofas, y ésta es la influencia mía sobre ti… Lo que hablábamos antes de las compañías… Sírveme dos gotitas de coñac. (Benigna se lo sirve y don Bienvenido lo sorbe de una vez.) Así… Y ahora llama al señor…
BENIGNA
—¿Y a la señora? ¡Está desesperada!
DON BIENVENIDO
—Llama al señor… Y no insinúes siquiera a la señora que yo he llegado… (Se va Benigna por una de las puertas laterales, significando con un ademán expresivo la tortura de su espíritu.)
ESCENA II
Don Bienvenido y Ricardo.
Ricardo es hombre de cuarenta y cinco años. Alto, afeitado. Empieza a tener su cabeza un tono gris más negro que blanco todavía. Viste elegantemente.
RICARDO (Entra con apresuramiento.)
—¿Nada?
DON BIENVENIDO
—Mucho. Pero todo malo.
RICARDO
—Sí. Que para nosotros es lo mismo que nada. Lo presentía. Y lo que más siento es que usted haya pasado por la humillación de esa entrevista, y nosotros, considerándole a usted, por la afrenta de nuestra debilidad.
DON BIENVENIDO
—No, Ricardo. Ni la humillación en mí, ni en vosotros la afrenta. Vosotros y yo hemos cumplido un deber: el deber sagrado de evitar que una hija se separe de su madre. Como las cosas del mundo no son nunca definitivas, no quedan nunca definitivamente canceladas, es bueno desenvolver todas nuestras actividades para que se produzcan como nosotros creamos que deben producirse, y si la fatalidad hace que nuestras actividades sean inútiles, que, cuando menos, nos quede hoy el consuelo y mañana el derecho a la invocación de haberlas empleado. No ha de doler nunca hacer bien, aunque con el bien no podamos evitar de momento el mal. El mal acabará por dar la razón a quien hizo bien, y entonces será la hora de decir : “Si me hubieras creído…”, “Si, en vez de andar por la derecha, hubieras andado por la izquierda, como yo te señalaba…”.
RICARDO
—La rectificación llega a veces muy tarde… Cuando ya no es tiempo para nada.
DON BIENVENIDO
—Y a veces llega muy pronto, cuando aun es tiempo para todo… ¿Me permites, sin consideraciones generales, que hable de hechos concretos? Los padres del novio de Elvira, irreductibles, dicen que tú y Ana no estáis casados, y que si el matrimonio de Elvira con su hijo ha de realizarse, Elvira ha de salir inmediatamente de aquí y quedar depositada en un convento… No valen razones ante esta exigencia dura, seca, pronunciada con la frialdad del juez que pronuncia una sentencia. No vale que se diga quién eres tú y quién era Ana, y quién era el marido de Ana; vuestra vida ejemplar durante veinte años, casi la edad de Elvira, que no ha conocido a otro padre que a ti, a quien ha parecido idolatrar hasta ahora… No vale nada: ni palabras que hablen a la razón, ni palabras que hablen al corazón; es una de esas familias toda ella ficción, y como la ficción es más exigente que la verdad, no transige. Habla de la religión, de los deberes sociales, del honor, de los ojos de la gente, del tono de la casa, como si hablara de aquellas divinidades que necesitan cada día tributos de sangre y que son ciegas en sus designios… Jesús fue tolerante con la Magdalena; los fariseos quisieron apedrearla… Ya ves, pues, que no es de ahora esto, ni de tu casa… Si fuera una familia creyente, podría esperarse de ella: pero es una familia que finge creer, y es inútil todo.
RICARDO
—¿Y el novio?
DON BIENVENIDO
—¿Enrique? Estaba allí… Apenas despegó los labios… Miraba a su madre y asentía a todas sus afirmaciones… Sólo al final, cuando ya me iba, su madre, como librándose de una responsabilidad, dijo que él, mayor de edad, era, de todas maneras, quien había de decidir; pero que si decidía contra la voluntad de sus padres, la casa de sus padres quedaba para él cerrada. ¿Qué había de decidir un muchacho que no posee otro medio de fortuna que la fortuna que herede, y que no sabe lo que es tener voluntad propia?
RICARDO
—Así… Todo perdido.
DON BIENVENIDO
—Todo perdido en esta batalla de hoy. Pero la guerra no la gana quien va ganando las batallas, sino quien gana la batalla final.
RICARDO
—¿Y Elvira?
DON BIENVENIDO
—¿Elvira, qué?
RICARDO
—Hablarla.
DON BIENVENIDO
—¿Hablarla, quién?
RICARDO
—Usted.
DON BIENVENIDO
—Yo no. La dije ayer cuanto debía. Yo no le hablo más… Para ella, en este momento, solo hay un problema en la vida: casarse. Por lo que le dicen, o por lo que se dice ella a sí misma, cree que Ana y tú sois un obstáculo para su matrimonio y prescinde de vosotros sin ningún dolor de conciencia.
RICARDO
—¿Y dejará esta casa?
DON BIENVENIDO
—La dejará hoy sin que le caiga una lágrima de los ojos… Parece imposible… Le parecerá imposible a su madre, que la ha traído al mundo, y a ti, que la has cuidado y querido como si fuese hija tuya… Me parece imposible a mí, que la he visto, en un abrir y cerrar de ojos, pasar de niña a mujer; de tenerla en mis rodillas a verla escaparse de mis manos; pero no es imposible… Es la vida, la vida brutal, inspirada más por egoísmos que por generosidades; más sacrificando a los otros que sacrificándonos nosotros por los otros… La vida, que ha sido y será así, que sólo nos enteramos de ello cuando el golpe cae sobre nuestra cabeza.
RICARDO
—¡Pobre Ana! ¡Pobre madre!
DON BIENVENIDO
—A Ana es a quien precisa fortalecer, y por esto te he llamado a ti antes que a ella. ¿Ha de decírsele toda la verdad, crudamente, o una parte de ella? ¿Hay que disponerla para que resista o para que transija? Mi consejo, el consejo de quien os conoce y os quiere, a quien uno y otro hacéis el honor de aceptar como consejero, es éste: conocer la parte de verdad que dé la sensación de toda la verdad, y transigir… Decirle cuanto hay y dejar las puertas abiertas para que por ellas salga quien se resiste a estar aquí, aunque quien salga sea su hija. ¿Qué mejor sería recluir a Elvira por designio vuestro? ¿Encerrarla en esta casa, haciéndola sentir la autoridad de madre? Esto no solo no remediaría nada, sino que lo agravaría todo. Cuando la casa se convierte en cárcel, habría de haber una ley de conservación de la dignidad humana que la disolviese. No hay nada más relajador de todos los vínculos que una casa en la que todos están en ella a la fuerza…
RICARDO
—¿Y si pretextásemos un viaje y nos ausentáramos de aquí hasta que se hubiese realizado el matrimonio? Evitaríamos el dolor de la ruptura.
DON BIENVENIDO
—Ya he apuntado yo esta solución, pero es inútil. Esa gente, que es toda ella ficción, no acepta la ficción en los demás: exige realidades. Y la realidad es ésta: la separación pública, conocida, de la madre y la hija. La hija es la única que podría oponerse; pero a la hija se le ha secado el corazón, y no hay, por consiguiente, nada que hablar. ¿Quieres llamar a Ana? (Ricardo suena el timbre.)