La memoria de la tierra

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Dadas las costumbres matrimoniales de la ciudad de Basílica, las relaciones familiares pueden ser complejas. Tal vez estos gráficos contribuyan a aclarar las cosas. Los nombres femeninos están en cursiva.

FAMILIA DE WETCHIK
Volemak, el Wetchik
(de Hosní) Elemak
(de Kilvishevex) Mebbekew
(de Rasa) Issib y Nafai

FAMILIA DE RASA

Rasa
(de Wetchik) Issib
(de Gaballufix) Sevet y Kokor
(de Wetchik, segundo contrato) Nafai

SOBRINAS DE RASA
(sus mejores estudiantes, «adoptadas» en una relación permanente de mecenazgo)
Shedemei, Dol, Eiadh y, Hushidh y Luet (hermanas)

FAMILIA DE HOSNI

Hosni
(de Zdedhnoi) Gaballufix (de Rasa) Sevet (compañera de Vas) y Kokor (compañera de Obring)
(otros) Psugal, Azhy Okhai
(de Wetchik) Elemak

APODOS

La mayoría de los nombres tienen diminutivos o formas familiares. Por ejemplo, los allegados e íntimos de Gaballufix pueden llamarlo Gabya. Aquí se enumeran otros apodos. (De nuevo, puesto que estos nombres no resultan familiares, transcribimos en cursiva los nombres femeninos):
Dhelembuvex — Dhel
Dol — Dolya
Drotik — Dorya
Eiadb — Edhya
Elemak — Elya
Hosni — Hosya
Hushidh— Shuya
Issib — Issya
Kokor — Koya
Luet — Lutya
Mebbekew — Meb
Nafai — Nyef
Obring — Briya
Rasa — (sin diminutivo)
Rashgallivak — Rash
Roptat — Rop
Sevet — Sevya
Shedemei — Shedya
Truzhnisha — Truzhya
Vas — Vasya
Volemak —Volya
Wetchik — (sin diminutivo; título familiar de los Volemak)
Zdorab — Zodya

PRÓLOGO

El ordenador maestro del planeta Armonía tenía miedo. No con los síntomas de un ser humano —palmas sudorosas, boca reseca, retortijones en el estómago—, porque era sólo una máquina sin partes móviles que obtenía energía del sol y datos de sus satélites, su memoria y la mente de quinientos millones de seres humanos. Pero estaba asustado, comprendía que ejercía menos control, que ya no poseía la misma capacidad para influir en el mundo.
En síntesis, sentía miedo de la muerte. No de su propia muerte, pues el ordenador maestro no tenía yo ni se preocupaba por la posibilidad de dejar de existir. Pero tenía una misión programada hacía millones de años, la misión de velar por la humanidad en ese mundo. Si el ordenador se debilitaba tanto que no podía cumplir su misión, era indudable —todas las proyecciones lo confirmaban— que al cabo de pocos milenios la humanidad se enfrentaría de nuevo al único enemigo que podía destruirla: la humanidad misma, provista con armamentos capaces de arrasar un planeta entero.
Ha llegado el momento, decidió el ordenador maestro. Debo actuar ahora, mientras aún ejerzo cierta influencia, u otro mundo morirá.
Pero el ordenador maestro ignoraba cómo actuar. Esa incapacidad para tomar decisiones certeras era precisamente un síntoma de su decadencia. Podía sacar conclusiones, pero no podía confiar en ellas. Necesitaba ayuda, clarificación, reprogramación. Quizá debiera ser reemplazado por una máquina más compleja, más apta para afrontar los nuevos retos que planteaba la raza humana.
El problema era que había un solo sitio al cual acudir para obtener consejos válidos. Era un sitio remoto, y el Alma Suprema tendría que ir allá para obtenerlos. En el pasado —cuarenta millones de años atrás— el Alma Suprema había sido capaz de desplazarse, pero con el correr del tiempo se había deteriorado a pesar del campo de éxtasis. El Alma Suprema no podía emprender su búsqueda a solas. Necesitaba ayuda humana.
Durante dos semanas el ordenador maestro escrutó su vasta base de datos, evaluando la utilidad potencial de cada ser humano viviente. La mayoría eran demasiado estúpidos u obtusos; entre los que aún podían recibir mensajes directos del ordenador maestro, sólo algunos estaban en condiciones de hacer lo necesario.
Así que el ordenador maestro concentró su atención en un puñado de seres humanos de la antigua ciudad de Basílica. En la oscuridad de la noche, uno de los satélites mejor conservados del ordenador maestro inició su labor. Mientras surcaba el firmamento, envió un haz de datos e instrucciones a quienes pudieran contribuir a salvar el mundo llamado Armonía.

1 – EN CASA DE PADRE

Nafai despertó antes del alba en su estera, en casa de su padre. Ya no podía dormir en casa de su madre, pues había cumplido catorce años. Ninguna mujer respetable de Basílica habría permitido que su hija sirviera en casa de Rasa si allí residía un chico de catorce. Para colmo, desde los doce años Nafai crecía sin cesar y no daba indicios de detenerse, aunque ya se acercaba a los dos metros de altura.
El día anterior había oído que su madre comentaba el caso con su amiga Dhelembuvex.
—La gente empieza a preguntarse cuándo le buscarás una instructora —dijo Dhel.
—Es sólo un niño —respondió Madre. Dhel rió a carcajadas.
—Querida Rasa, ¿tanto temes envejecer que te niegas a admitir que tu bebé ya es un hombre?
—No es temor a la edad. Habrá tiempo suficiente para instructoras, amigas y demás monsergas cuando comience a interesarse por ello.
—Ya se interesa por ello. Sólo que aún no te lo ha dicho.
Era verdad; Nafai se había ruborizado al oírlo decir, y se ruborizaba de nuevo al recordarlo. ¿Cómo sabía Dhel, con sólo mirarlo un instante, que pensaba a menudo «en eso»? Naturalmente, Dhel no lo sabía por lo que hubiera visto en Nafai. Lo sabía porque conocía a los hombres. Sólo paso por una etapa, pensó Nafai. Todos los chicos piensan «en eso» a esta edad. Cualquiera puede señalar a un varón imberbe de dos metros de talla y decir, sin temor a equivocarse: «Ese chico está pensando en el sexo.»
Pero yo no soy como los demás, pensó Nafai. Oigo hablar a Mebbekew y sus amigos y me da asco. No me gusta pensar en las mujeres con esa crudeza, evaluándolas como yeguas para ver en qué pueden ser útiles. ¿Será animal de carga o podré montarla? ¿Caminará o podremos galopar? ¿La guardo en el establo o la muestro a mis amigos?
Nafai no pensaba así de las mujeres. Quizá porque aún estaba en la escuela y aún hablaba todos los días con las mujeres acerca de temas intelectuales. No estoy enamorado de Eiadh porque sea la joven más bella de Basílica y quizá del mundo entero. Estoy enamorado de ella porque podemos hablar, por su modo de pensar, por el sonido de su voz, por su modo de ladear la cabeza cuando no está de acuerdo, por su modo de tocarme la mano cuando intenta persuadirme.
Nafai advirtió que el cielo comenzaba a clarear mientras él se quedaba en la cama soñando con Eiadh; pero si tenía algo de seso se levantaría, iría a la ciudad y la vería en persona.
En un santiamén se levantó, se arrodilló junto a la estera, se palmeó los muslos desnudos y ofreció ese dolor al Alma Suprema, luego enrolló el jergón y lo guardó en la caja del rincón. No necesito un jergón, pensó Nafai. Si fuera un hombre de verdad podría dormir en el suelo y no me importaría. Así llegaría a ser duro y flaco como Padre. Como Elemak. Esta noche no usaré el jergón.
Salió al patio y caminó hacia el tanque de agua. Hundió las manos en el fregadero, humedeció el jabón, se frotó. El aire estaba fresco y el agua estaba más fresca aún, pero fingió que no lo notaba hasta que se hubo aseado. Supo que esa frescura no era nada en comparación con lo que vendría a continuación. Se puso bajo la ducha y tendió la mano hacia el cordel. Titubeó, preparándose para el inminente suplicio.
—Oh, tira de una vez —dijo Issib.
Nafai miró hacia la habitación de Issib, quien flotaba en el aire a poca distancia.
—Para ti es fácil decirlo —respondió Nafai.
Issib, siendo tullido, no podía usar la ducha; sus flotadores no debían mojarse. Así que un criado le sacaba los flotadores y lo bañaba todas las noches.
—Eres un flojo para el agua fría —dijo Issib.
—Recuérdame que te eche hielo por la espalda durante la cena.
—Ya que me has despertado con tus temblores y farfulleos…
—No he hecho el menor ruido.
—He decidido acompañarte a la ciudad.
—Bien, bien. Perfecto —dijo Nafai.
—¿Piensas dejar que se seque el jabón? Dará a tu cutis una blancura maravillosa, pero al cabo de unas horas empezará a picarte.
Nafai tiró del cordel.
El agua helada se precipitó desde el tanque. Nafai jadeó espasmódicamente, se agachó, dio media vuelta y giró arrojándose agua en cada recoveco del cuerpo para enjuagarse el jabón. Tenía sólo treinta segundos para limpiarse hasta que cesara la ducha, y si no terminaba en ese tiempo tendría que aguantar el jabón durante todo el día —y la comezón era espantosa, como mil mordeduras de pulga— o aguardar un par de minutos, congelándose el trasero, mientras el tanque grande llenaba el tanque de la ducha. Ninguna de ambas perspectivas resultaba atractiva, así que había aprendido a quedar limpio antes de que se cortara el agua.
—Me encanta presenciar tu pequeña danza —dijo Issib.
—¿Danza?
—Tuerces a la izquierda, te lavas la axila, tuerces a la derecha, te lavas la otra axila, te encorvas y abres las nalgas para enjuagarte el trasero, te echas hacia atrás…
—De acuerdo, entiendo.
—Hablo en serio, es un número maravilloso. Deberías mostrarlo al representante del teatro abierto. O incluso a la orquesta. Podrías ser una estrella.
—Un chico de catorce años bailando desnudo bajo una catarata de agua —rezongó Nafai—. Creo que mostrarían eso en otra clase de teatro.
—¡Pero siempre en Villa de las Muñecas! ¡Tendrías mucho éxito en Villa de las Muñecas!
Nafai ya se había secado todo menos el cabello, que aún estaba frío como la escarcha. Quería correr a su cuarto como cuando era pequeño, mascullando palabras bobas —«uga-buga luga-buga» había sido una de sus predilectas— mientras se ponía la ropa y se frotaba para entibiarse. Pero ahora ya era un hombre, y ni siquiera estaban en invierno, sólo en otoño, así que se obligó a caminar serenamente hacia la habitación. Por eso aún estaba en el patio, desnudo y helado, cuando Elemak cruzó el umbral.
—Ciento veintiocho días —bramó.
—¡Elemak! —exclamó Issib—. ¡Has regresado!
—Pues no ha sido gracias a los salteadores —dijo Elemak. Enfiló hacia la ducha quitándose la ropa—. Nos atacaron hace un par de días, cerca de Basílica. Creo que esta vez liquidamos a uno.
—¿No estás seguro? —preguntó Nafai.
—Usamos el pulsador, por supuesto. ¿Por supuesto?, pensó Nafai. ¿Usar un arma de caza contra una persona?
—Le vi caer, pero no era momento para retroceder a confirmarlo, así que quizá tropezó y cayó justo cuando disparé.
Elemak tiró del cordel antes de enjabonarse. Al sentir el contacto del agua aulló, y luego bailó su propia danza, sacudiendo la cabeza y salpicando agua por todo el patio mientras canturreaba «uga-buga luga-buga» como un niño.
Era correcto que Elemak actuara así. Ya tenía veinticuatro y acababa de traer su caravana a salvo después de comprar plantas exóticas en la ciudad selvática de Tishchetno. Era el primero de Basílica que iba allá desde hacía años, y quizás hubiera despachado a un salteador en el camino. No cabía la menor duda sobre su hombría. Nafai conocía las reglas: si un hombre actúa como un niño, es encantador y deleita a todos; si un niño actúa del mismo modo, se porta como un crío y todos le dicen que trate de ser hombre.
Elemak se estaba enjabonando. Nafai —congelándose, aunque tenía los brazos cruzados sobre el pecho— estaba a punto de ir a su habitación a buscar la ropa cuando Elemak se puso a hablar de nuevo.
—Has crecido desde que me fui, Nyef.
—Me he dedicado a eso últimamente.
—Pues te sienta bien. Buenos músculos. Te pareces al viejo en muchos sentidos. Aunque tienes el rostro de tu madre.
Nafai se sintió halagado por el tono aprobatorio, pero también humillado por estar allí, desnudo como un arrendajo, mientras su hermano lo examinaba.
Issib, como siempre, empeoró las cosas.
—Por suerte tiene el rasgo más importante de Padre —observó.
—Bien, todos lo tenemos —dijo Elemak—. Todos los hijos del viejo fueron varones… o al menos los hijos que le conocemos —añadió riendo.
Nafai no soportaba que Elemak hablara de Padre de esa manera. Todos sabían que Padre era un hombre casto que sólo tenía relaciones sexuales con su compañera legítima. Y hacía quince años que esa compañera era Rasa, la madre de Nafai e Issib, y que el contrato se renovaba todos los años. Padre era tan fiel que las mujeres habían desistido de visitarlo para sugerirle que estarían disponibles cuando expirase el contrato. Claro que Madre se mantenía igualmente fiel y aún había muchos hombres que la adulaban con obsequios e insinuaciones. Pero así eran los hombres: la fidelidad les resultaba más estimulante que la inconstancia, como si Rasa fuera fiel a Wetchik sólo para provocarlos. Además, el vínculo con Rasa significaba compartir lo que algunos consideraban la mejor casa de Basílica, y lo que todos consideraban la mejor vista. Jamás me uniría a una mujer sólo por su casa, pensó Nafai.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Elemak.
—¿Qué? —preguntó Nafai.
—Aquí hace un frío que pela y tú te quedas tan tranquilo, mojado y con el trasero al aire.
—Sí —dijo Nafai. Pero no corrió hacia su cuarto, pues eso sería admitir que el frío le molestaba. Así que le sonrió a Elemak—. Bienvenido a casa.
—No presumas tanto, Nyef —dijo Elemak—. Sé que te mueres de frío… tus partes colgantes se están encogiendo.
Nafai fue a su habitación y se puso el pantalón y la camisa. Le fastidiaba que Elemak siempre le adivinara el pensamiento. Elemak ni se molestaba en suponer que Nafai se burlaba del frío por ser curtido y viril. No, Elemak siempre suponía que cuando Nafai se portaba como un hombre sólo estaba fingiendo. Claro que fingía y Elemak tenía razón, pero eso sólo servía para fastidiarle más. ¿Cómo lograba un hombre convertirse en un hombre, salvo actuando hasta que la actuación se volvía hábito y al fin se convertía en temperamento? Además, no era sólo simulación. Por un instante, al ver a Elemak de regreso, al oírle decir que quizás hubiera matado a un hombre en su travesía, Nafai se había olvidado del frío, se había olvidado de todo.
Había una sombra en la puerta, Issib.
—No lo tomes así, Nafai.
—¿A qué te refieres?
—No te enfurezcas tanto cuando él bromea. Nafai quedó francamente desconcertado.
—¿De qué estás hablando? No estaba furioso.
—Cuando él bromeó sobre el frío que sentías —le dijo Issib—. Temí que fueras a arrancarle la cabeza.
—Pero si yo no estaba enfadado.
—Pues entonces andas mal de la cabeza, amigo —dijo Issib—. Yo te noté enfadado. El te notó enfadado. Hasta el Alma Suprema te notó enfadado.
—El Alma Suprema sabe que no es así.
—Pues aprende a controlar tu expresión, Nyef, porque parece que muestra emociones que ni siquiera sientes. En cuanto le diste la espalda, Elemak te mandó a la mierda con un gesto. Vaya si pensaba que estabas enfadado.
Issib se alejó flotando. Nafai se puso las sandalias y se entrelazó los cordones sobre las perneras. Los jóvenes de Basílica acostumbraban usar cordones largos hasta los muslos y sujetárselos bajo la ingle, pero Nafai usaba cordones cortos y se los sujetaba a la altura de las rodillas, como un trabajador. Los jóvenes, con un grueso nudo de cuero entre las piernas, se contoneaban al andar, para evitar la fricción contra los muslos y la consiguiente irritación. Nafai no se contoneaba y detestaba esa moda incómoda.
Ese rechazo a la moda le dificultaba las relaciones con los chicos de su edad, pero Nafai no le daba la menor importancia. Disfrutaba más de la compañía de las mujeres, y las

 

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