Memorias

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ESTUDIO PRELIMINAR
«Mi madre me trajo al mundo el 2 de abril de 1725, en Venecia. Hasta mi noveno año fui estúpido. Pero tras una hemorragia, de tres meses, me mandaron a Padua, donde me curaron, recibí educación y vestí el traje de abate para probar suerte en Roma. En esta ciudad, la hija de mi profesor de francés fue la causa de que mi protector y empleador, el cardenal Acquaviva, me despidiese. Con dieciocho años entré al servicio de mi patria [Venecia] y llegué a Constantinopla. Volví al cabo de dos años y me dediqué al degradante oficio de violinista… pero esta ocupación no duró mucho, pues uno de los principales nobles venecianos me adoptó como hijo. Así, viajé por Francia, Alemania, fui a Viena…»
Así refiere en sus Memorias, Giacomo Casanova, el inicio de su vida. De él se sabe todo, o casi todo. Dejó de sí mismo y de sus muchas aventuras una minuciosa descripción: detalló las vicisitudes de su existencia, desnudó su desconcertante psicología y narró hasta sus más insignificantes acciones. La difusión y la celebridad de esta Historia de mi vida, más conocida como Memorias, hizo de Casanova un símbolo de tipo humano, sinónimo de seductor desprejuiciado, de conquistador irresistible, de maratonista del sexo. A estas páginas debe su fama el veneciano, otorgada más por la posteridad que por sus contemporáneos. Fueron sin duda sus excepcionales dotes donjuanescas las que le aseguraron inmortalidad; pero si fue un irresistible seductor de mujeres, de todas ellas —feas, lindas, condesas, campesinas, esbeltas, contrahechas—, sería injusto y falso considerarlo nada más que eso. Porque por encima y más allá de episodios amorosos fue filósofo, financista, diplomático, cabalista, embaucador, tramposo y un notable escritor.
Por lo demás, nadie mejor que él encarnó el espíritu nómada, cosmopolita, culto y amante del placer que caracterizó a su época. Los doce tomos de sus Memorias, al margen del erotismo de decenas de aventuras, reflejan fielmente a vastos sectores de la sociedad europea del siglo XVIII. Siglo cuya caracterización como el momento del dominio de la inteligencia, de la razón, incluso del ingenio, está muy difundido, pero que es menos conocido como el espacio donde el choque de contrapuestas corrientes del pensamiento, de procesos socio—económicos —uno, en ascenso, otro en retroceso—, modifican costumbres, difunden nuevos usos y prestigios, definen figuras sociales arquetípicas. Son fenómenos consecuentes: licencia en las costumbres, abundancia de mujeres intelectuales, de hombres de letras, aparición del literato profesional, del aventurero —sedentario o noque ya no es hombre de armas y que explota los vicios de un mundo que se descompone, del hechicero que aprovecha «un fondo de credulidad supersticiosa que la razón no ilumina», proliferación del francmasón, «oficialización» de la amante donde la virtud y la austeridad no están a la moda, un mundo europeo que descubre y recorre el espacio de su propio continente con un sentido de unidad; todo el que puede, que es alguien, viaja, se traslada de un país a otro, de una ciudad a otra, etc. Dentro de este marco, Casanova nos ofrece el ejemplo más acabado de aquel aventurero dieciochesco y en las páginas de sus Memorias desfila una galería de personajes típicos; damas galantes, actrices, picaros y caballeros, trotamundos y cortesanos, tahúres, nigromantes, mujeres y hombres de letras, sacerdotes donjuanescos, gobernantes ilustrados. Son la imagen de aquel mundo del siglo XVIII que pocos autores han logrado describir con tanta sagacidad y verosimilitud como Casanova. Quizá sea por ello que Paul Hazard califica a las Memorias como «el más vivido monumento de aquel siglo singular».
Giacomo Casanova nació —como él mismo lo relata— en 1725 en Venecia y murió el 4 de junio de 1798 en el castillo de Dux (Bohemia). Hijo de un aventurero y de una actriz de segunda categoría, creció en un medio de pequeña burguesía. Su nacimiento veneciano le proporciona el primer material para descubrir la sociedad en que hará tantos experimentos; desde los ocho aflos empieza a observar el mundo, motivado por una gran curiosidad hacia las cosas de la vida. Observa así una ciudad fastuosa y brillante, dominada por una oligarquía que procura conservar el honroso y aun afortunado papel que hereda del pasado, cuando Venecia era la capital financiera del continente. Europa entera todavía admira la sabiduría política de la ciudad, pero la situación de Venecia ha variado y es ya irreversiblemente declinante. Desde principios de siglo, ahogada económicamente por la creación de los puertos francos de Ancona y Trieste, y por otros problemas peninsulares, Venecia sobrevive alegremente. «En Venecia —dice un personaje de Goldoni— hay diversiones para todo el que las quiera». La ciudad ofrece al jovencito un espectáculo en el que no tardará mucho en actuar como protagonista y que describirá hacia el final de su vida. Después de varias escapadas sin importancia y de muchos problemas de salud, abandonado por su madre, es educado por su abuela y llevado a estudiar a Padua donde pronto es un precoz y experto mundano. Es entonces cuando ubica en sus Memorias el relato de sus primeros amores; se enamora a los quince años de una Bettina, pero descubre que ella está enamorada de otro joven; entonces halla un subterfugio para hacerla pasar por endemoniada y desquiciar su vida. La muchacha se altera y es tomada por loca.
Destinado a la carrera eclesiástica por su abuela, recibe en Venecia las órdenes menores en tanto va afianzando relaciones sociales y participa de nuevas aventuras amorosas. Sus amores con Giuletta, Lucia, Nanetta son descriptos en las Memorias y muestran cómo el joven aspira al goce en todas sus formas, sin verse afectado por escrúpulos morales. Perdido el padrinazgo de su protector —el senador Malipiero—, el emprendedor muchacho de dieciocho años es expulsado del seminario tras un escándalo; lo encierran durante unos meses en un fuerte, pero ni siquiera allí halla tranquilidad.
De aventura en aventura se ve obligado a marcharse de Venecia. Vive en Chioggia, hace un peregrinaje a Loreto y después va a buscar fortuna a Roma; decepcionado, se traslada de allí a Nápoles. Vuelve a Roma y entra al servicio del libertino cardenal Acquaviva y nuevos episodios le alegran la existencia. Desde aquel momento —1750— se inicia la vida viajera y verdaderamente aventurera de Casanova que pronto deja el hábito eclesiástico por el traje militar o cortesano, y forma en el séquito de este o aquel gran señor. Marcha a Francia e ingresa en la masonería.
Protagonista siempre de intrigas, amante del juego y de las mujeres, vivió en París, Dresde, Praga y Viena; conoce así los móviles, ambiciones y vicios de la sociedad. Veinte años después se halla de nuevo en Venecia con el agregado de un título de origen oscuro: caballero de Seingalt. Allí es apresado y encarcelado por los Inquisidores del Estado por acusaciones de practicar la nigromancia e impiedad. Encerrado en la famosa fortaleza de los Plomos, consigue huir mediante una fuga que él presenta como prodigiosa aunque de hecho hubo en ella soborno y presiones externas.
Reanuda sus andanzas por Europa, desde Londres y Madrid hasta Moscú y Constantinopla, ya como financista o diplomático, como ocultista, publicista o estafador. Pasa de las cortes de Federico el Grande, José II y Catalina de Rusia a la cárcel londinense, de la conversación con Voltaire y Rousseau a la relación amistosa con prostitutas y rufianes, o charlatanes como Cagliostro; del duelo con el general polaco Braniski a las peleas de taberna.
En Francia se hace empresario y establece una fábrica de tejidos que quiebra al poco tiempo y organiza una lotería que funciona hasta mediados del siglo XIX. Obligado a abandonar París por el cúmulo de deudas, marcha a Munich, pero regresa nuevamente a la capital francesa. Allí, punto de reunión de la intelligenzia y el cosmopolitismo del continente, es protegido por la marquesa de Pompadour; incursiona entonces en la corte y los salones, pero pierde en el juego una fortuna. Marcha a España, pergeña una estafa y es encarcelado en Barcelona. De pronto siente nostalgia de su tierra; procura entonces congraciarse con las autoridades venecianas para facilitar el retorno a la patria. Al cabo de un año obtiene autorización para volver. Vuelve en 1774, y para hacerse perdonar la fuga de veinte años antes, actúa como agente y espía de los Inquisidores. Con todo, un panfleto que redacta por una buena paga contra el Inquisidor Grimaldi lo aleja para siempre de la ciudad—puerto. Hasta aquí el conocimiento pormenorizado de su vida, que se obtiene de las páginas de las Memorias; la partida de Venecia les pone fin. Por qué las interrumpió en este punto es algo que no lo dice ni lo sabemos.
Arruinado, vuelve a París y en los salones literarios encuentra a un viejo amigo, el conde de Waldstein, que lo nombra bibliotecario de su castillo de Dux. Allí permanece los últimos doce años de su vida, amargado, sin dinero y acosado por enfermedades; allí redacta las Memorias y otras obras y muere a la edad de setenta y tres años.

Aunque en sus Memorias no menciona escrito alguno, Casanova escribió cuarenta y tres obras entre novelas, libelos, poesías, epistolarios y memorias. Algunas alcanzaron más de quince ediciones, otras han sido olvidadas justificadamente.
Cronológicamente la primera es el Epistolario que comprende centenares de cartas dirigidas a gobernantes, cardenales, abates, profesores, militares, actrices, viejas amigas. Los temas son variados, amor, economía, política, diplomacia, literatura; la primera data de la fuga de los Plomos (1765) y la última es de tres días antes de su muerte. En ellas, no sólo habla de todo sino que arremete contra el mundo: condena, absuelve, polemiza.
De 1769 es la Refutación a la historia del gobierno veneciano de Amelot de Houssaie; estas ochocientas páginas fueron redactadas para obtener el apoyo del gobierno veneciano. Sin duda es una obra tendenciosa donde Casanova ataca los supuestos «excesos» de los racionalistas que combatían los abusos de autoridad de la Serenísima veneciana; insiste en que escribe por amor a la verdad y a la patria. De hecho, el móvil es menos noble: procura congraciarse con el poder.
Cabe mencionar asimismo la Historia de las turbulencias de Polonia, de 1772, donde no puede ocultar sus falencias como historiador; la Epístola de un licántropo, uno de sus mejores trabajos, editada en 1773, muestra a un Casanova feminista que se burla de aquellos que menoscaban la condición de la mujer y que subordinan la voluntad femenina a mecanismos fisiológicos y lo hace con buena escritura y mucho ingenio. De 1786 es Soliloquio de un pensador, escrito en francés como las Memorias, en el castillo de Dux; en sus páginas lanza un violento ataque contra la magia, los magos en general y contra Cagliostro, en particular. De 1787 es la novela del género fantástico Ikosameron, larguísimo mamotreto que relata la historia de dos hermanos en donde hay de todo: historia, geografía, química, matemática, teología, hidráulica. El Ikosameron recuerda sin duda al Micromegas de Voltaire y Los viajes de Gulliver de Swift, pero sin el ingenio de uno ni la fantasía del otro. Por último, de 1793—94, son sus Reflexiones sobre la Revolución francesa donde describe los acontecimientos del ’89 y de los años posteriores, desde la caída de la Bastilla a la de la monarquía capeta. En ellas señala que el 14 de julio implica una suerte de fin del mundo; sin duda fue el fin de su mundo, de la vieja sociedad en la que él estuvo perfectamente integrado. Es una obra antirrevolucionaria, tendenciosa, y parcialmente informativa.
Omitimos las demás; lo mejor de Casanova está en lo citado y en la más célebre de todas sus obras: la Historia de mi vida.

La idea de contar su vida se le ocurrió a Casanova en 1780, pero sólo diez años después comenzó a redactar esa historia, motivado quizá por la falta de dinero y por el tedio de su permanencia en el castillo de Dux. El relato se extiende desde 1725 hasta 1786. Ha escrito sin duda para revivir lo que ha vivido y cuenta los episodios de su vida con desenvoltura y sorprendente sinceridad; se revela como era, con virtudes y defectos, con una sinceridad, repetimos, liberada de prejuicios, muy característica de algunos sectores sociales de aquel siglo.
Por lo demás, más allá de su apariencia frívola y crudamente sensual, Casanova revela asimismo un carácter cosmopolita, no progresista, por sus relaciones con gobernantes de diferentes Estados, por la temática de sus conversaciones que se centra generalmente en cuestiones que afectan al continente entero o en propuestas de economistas o filósofos.
Reelaboró sus páginas varias veces, escritas con diferentes estados de ánimo pero siempre con la conciencia que de ellas se desprendería la imagen que de él quedaría para la posteridad.
Escribió en francés —»porque hallo el espíritu francés más abierto»—; y a su muerte el manuscrito pasó a un sobrino que lo vendió al editor alemán Brockhaus en 1821. Con diferencia de pocos años aparecieron dos ediciones; la primera en doce volúmenes (1822-1828), traducida al alemán con cortes arbitrarios y censuras; la segunda (1826-1838), también en doce tomos, fue modificada por un cura revolucionario que suprimió y reforzó escenas, «ennobleciendo» el francés algo macarrónico de Casanova aunque personalísimo.
En esas dos ediciones se han basado las posteriores, incluida la de La Siréne (1925-1935). Esta edición sirvió de modelo hasta 1960 cuando, luego de casi un siglo y medio, los herederos de Brockhaus exhumaron el manuscrito original y lo publicaron. Casi contemporáneamente Pión lo imprimió en Francia y, dos años más tarde, Mondadori en Italia.
La aparición renovada de las Memorias completas llevó de nuevo a primer plano a su autor que fue traducido a más de veinte idiomas, con un total de aproximadamente cuatrocientas ediciones parciales o totales.
La crítica literaria que ya en el siglo XIX confirmó la autenticidad de lo que dice Casanova en sus páginas, volvió a ocuparse de las Memorias; el juicio no se modificó, y desde Stephan Zweig a Rives Childs, coincidió en que ellas «son el fiel reflejo de la sociedad de su tiempo», el retrato de una figura arquetípica y la pintura de un siglo, descriptos con personalísimo estilo y penetración psicológica.

Margarita B. Pontieri

INTRODUCCIÓN
Empiezo por confesar a mis lectores que, en todo lo bueno o malo que haya hecho durante el curso de mi vida, estoy seguro de no haberme enaltecido o rebajado, y que por consiguiente he de considerarme libre.
La doctrina de los estoicos, como la de cualquier otra secta fundamentada en la fuerza del destino, es una quimera de la imaginación que conduce al ateísmo. No solamente soy monoteísta, sino que además soy cristiano fortificado por la filosofía, disciplina que nunca ha perjudicado.
Creo en la existencia de un Dios inmaterial, escultor y dueño de todas las formas. Nunca he dudado de él y siempre he contado con su providencia, invocándola en mis horas de infortunio, y sintiéndome siempre protegido. La desesperación mata; la oración disipa. Cuando un hombre ha orado, experimenta confianza y obra con resolución. En cuanto a los medios de que el soberano de los seres se sirve para alejar las inminentes desgracias de los que imploran su auxilio, es cosa cuyo conocimiento es superior al ámbito de la inteligencia del hombre que, en el instante mismo en que observa lo incomprensible de la providencia divina, se ve reducido a adorarla. Nuestra ignorancia se trasforma en nuestro único recurso, y los verdaderos afortunados son aquellos que la aprecian. Hay, pues, que rogar a Dios y creer que se ha obtenido la gracia que le hemos implorado, aun cuando la apariencia atestigüe lo contrario. En cuanto a la actitud corporal para dirigirse al Creador, nos la indica este verso de Petrarca:
Con la ginochia della mente inchine* [* Con la rodilla de la mente doblada.]
El hombre es libre, pero pierde su libertad cuando no cree en ella y cuanta más fuerza otorga al destino tanto más se priva de la que Dios le ha dado proveyéndole de razón, la cual es un átomo de la divinidad del Creador. Si nos servimos de ella para ser humildes y justos, no podemos menos de agradar al que nos la ha dado. Dios no deja de ser Dios para los que conciben su inexistencia; y esta concepción ha de ser para ellos el peor de todos los castigos.
No porque el hombre sea libre hay que suponerlo dueño de hacer lo que quiera, pues se vuelve esclavo cuando se deja llevar por una pasión dominante. El más prudente de los hombres es el que mejor posee la capacidad de detener sus actos hasta que vuelva la calma; pero estos seres son pocos.
El lector verá en estas Memorias que no habiéndome fijado un rumbo determinado, no tuve más sistema, si tal puede llamarse al mío, que el de dejarme llevar por el viento que soplaba. ¡Cuántas vicisitudes en esta independencia de método! Mis éxitos y mis fracasos, el bien y el mal que experimenté, todo ha contribuido a demostrarme que en este mundo, ya en el físico, ya en el moral, el bien deriva del mal como el mal, del bien. Mis extravíos indicarán a los reflexivos los caminos contrarios, o les enseñarán el arte de evitar los escollos. Todo consiste en tener valor, pues la fuerza sin la confianza, de nada sirve. Con frecuencia he visto llegar la dicha después de un avance imprudente que hubiera tenido que conducirme al precipicio; y después de reprocharme la imprudencia, he dado las gracias a Dios. En cambio también vi surgir más de una terrible desgracia de una excelente conducta dictada por la prudencia. Esto me humillaba; pero convencido de estar justificado, me consolaba fácilmente.
Pese a la excelente moral, producto de los divinos principios arraigados en mi corazón, toda la vida he sido víctima de mis sentidos: me he complacido en extraviarme; he vivido continuamente en el error sin más consuelo que no ignorar que me hallaba en él. Por lo mismo, espero, lector, que lejos de encontrar en mi historia la demostración de una imprudente jactancia, no encontrarás sino el ejemplo de una confesión general, sin que en el estilo de mis narraciones se vean las obsesiones de un penitente, ni el aire cohibido del que se avergüenza de admitir sus locuras. Se trata de acciones propias de la juventud; y si eres bueno te harán reír, como me han hecho reír a mí.
Reirás al ver que he solido engañar sin escrúpulos a picaros, a atolondrados y a necios, hallándome en la necesidad. En lo que hace a las mujeres, son engaños recíprocos que no se toman en cuenta, porque en presencia del amor, ordinariamente hay falacia por partida doble. En cuanto a los necios, la cosa es muy distinta. Me felicito cuando recuerdo que hice caer a muchos en mis redes, pues son insolentes y presuntuosos hasta el punto de provocar al ingenio. Creo que engañar un necio es una hazaña a la medida de un hombre inteligente. No confundo a los necios con los hombres que calificamos de brutos, pues estos son tales sólo por falta de educación, y por ello no me disgustan del todo. Los he visto

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