El alma

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Estaban hincados en la tierra, sin zapatos. Arrancaban plantas,
las cuales revisaban minuciosamente; las hacían a un lado y
escarbaban el suelo, avanzando con lentitud. Los hombres usaban
sombrero, sólo las mujeres, que por lo general eran sus esposas,
tenían en la cabeza alguna mata como las que sacaban,
protegiéndose de esa forma de los rayos del sol. Todos ellos,
sudorosos y cansados, seguían trabajando con afán la parcela.
También él se encontraba fatigado, pero lo reconfortaba el saber
que ya pronto terminaría. El segundo costal estaba casi lleno. Sacó
unas matas para acompletar. Momentos después se puso de pié para
vaciar el contenido de la cubeta. De una de las bolsas de su pantalón
sacó un pedazo de mecate con el cual amarró el bulto.
Después de tomarse el agua que estaba en una botella, sacudió su
vestimenta. Se dirigió hacia una bodega cercana para entregar los
dos costales llenos de cacahuate que llevaba en la parte trasera de
la bicicleta, y por los que le darían trescientos pesos por medida.
Cuando estuvo de regreso, tocó en la puerta marcada con el
número 12, de una vivienda en las afueras de la ciudad.
-Ya vine, mujer ¿y el niño?
-Allá está adentro.
-¿Le seguiste dando las yerbas? -le preguntó al estar en el
interior de la casa.
-No.
-¿Entonces?
-En la mañana vino una señora y le inyectó no sé qué cosa. Se
durmió y hace un rato despertó. Está bien tranquilo y ya no llora
tanto.
-¿Qué hiciste con las yerbas?
-Como no le sirvieron, mejor las tiré.
-Hiciste bien. Toma -dijo él dándole unos billetes -con esto le
compras la misma medicina para que se la inyecten en la noche.
Ojalá y se alivie pronto, porque quiero que me vayas a ayudar.
-¿Y cómo me llevo al niño?
-¡No te lo vas a llevar! Lo vas a encargar con alguna de tus
hermanas. Hoy llené dos costales y si tú me ayudas, podríamos
llenar hasta cinco.
-¡Sí cómo no! Tú llenas dos y quieres que yo llene tres.
-No seas tonta. Lo que pasa es que voy a estar tan contento de
que estés conmigo, que el cansancio ni lo voy a sentir y así podré
trabajar más. Nos conviene ir porque están pagando muy buen
dinero.
-Pues si el niño se mejora, nos vamos.
A la orilla del patio había una hilera de macetas con diversas
plantas. El se entretenía en verlas, olerlas y tratar de recordar sus
nombres.
De uno de los cuartos salió una persona y se dirigió hacia un
lavadero que estaba al fondo.
-¿Llevas prisa? -preguntó mientras se lavaba las manos.
-No. Usted termine su trabajo. Yo lo espero.
-Te pregunto porque voy a salir con esta persona. Si gustas
puedes venir con nosotros o regresar más tarde.
-Voy con ustedes.
-Espérame entonces en la puerta -dijo al terminar. Entró de
nuevo al cuarto para salir acompañado por una persona joven que
vestía un traje de color gris.
Subieron los tres a un automóvil Thundrbird, de modelo reciente.
-Espero que todo esto de resultado, señor -dijo el hombre del
traje, quien conducía el automóvil-. Estoy dispuesto a pagar lo que
usted pida.
-Descuide. Tengo cuarenta años en esto y hasta yo me sorprendo
de lo que he logrado. Además el señor presidente lo ha
recomendado y me da gusto que gente tan alta me tenga confianza.
Porque en mi trabajo es importante. Eso cuenta mucho.
-¡Confianza la tengo! De lo contrario, en este momento no
estuviera aquí.
-Tengo que decirle también, que tiene que venir tres o cuatro
veces para que todo sea más rápido.
-Vendré todas las veces que usted me diga. Aunque necesitaré
cambiar amortiguadores en cada cita, porque estas calles están
para llorar. Pero es es lo que menos importa, al cabo dinero es lo que
sobra.
-Por aquí hay un camino de tierra hacia la izquierda.
Se desvió el vehículo de la carretera y siguió su camino durante
unos cinco minutos hasta llegar a un arroyo a la orilla de un maizal.
Ahí se bajaron. El señor Fierro, con una toalla en la mano y su
cliente, se dirigieron hacia el arroyo.
Ese día por la noche, se encontraban los dos en la recámara. El
niño dormía en una cuna cerca de ellos. Se escuchaba la algarabía de
varios chiquillos que aún jugaban en el patio de la vecindad. Al igual
que cada noche, uno de los vecinos tenía el radio a todo volúmen, en
el que escuchaba «La Hora de Vicente Fernández»
Impávidos en la oscuridad, daba la impresión de que tal barullo los
arrullaba.
-Hoy me invitaron a una comida en una granja -dijo él, rompiendo
el silencio entre los dos.- Había mariachis y tequila hasta para regar
plantas.
-¿Por qué fue la comida?
-Porque lo spatrones cumplieron un año más de casados. No supe
cuántos, pero ese fue el motivo. ¿Quiénes crees que eran los
patrones?
-Pos no, no sé.
-¡Unos gringos! Yo tenía a idea de que ellos eran bien déspotas.
Ya ves cómo dicen que a casi a todos los que se van para el otro lado
los tratan re mal.
-¿Y qué no son así?
-Pues no. El sabía que yo no era de sus trabajadores y se portó
muy amable. Andaba él algo tomado y platicamos buen rato. Me dijo
que es de El Monte, California. Fue oficial del ejército
norteamericano y estuvo en la guerra de no sé dónde. Hace cuatro
años lo jubilaron y como les gustaba México, se vinieron para acá a
vivir. Habla bien nuestro idioma. Ya después estuvimos platicando
de lo amolado que está nuestro país. Dijo que a los Estados Unidos
le conviene que México esté en crisis y con inflación, porque así les
es más fácil tener autoridad sobre nosotros. Habló también de que
lo ssismos de 1985 fueron causados por su país.
-¿Crees que sea cierto eso que te dijo?
-Pues estuve pensando y… yo sé que a los del ejército les
prohiben hablar de ciertas cosas. Este ya se jubiló y estaba
borracho… ¡a lo mejor si es cierto!
-¿Pero por qué lo harían?
-¡Pos sabe! Ya mejor vamos a dormirnos que es noche.
-¿Fuiste con el señor Fierro?
-¡Ah! Se me olvidaba decirte. Estuve en su casa en la mañana.
Estaba con él un hombre bien vestido que lo fue a ver para que le
hiciera un trabajo. Nos fuimos los tres en carro a unas parcelas y
ahí el señor fierro le dijo que se desnudara todo y lo hizo acostarse
dentro de un canal de riego, para que el agua purificara su cuerpo.
¡Viejo desgraciado! Poco faltó para que le dijera que tragara lodo.
-¿Y quién era ese hombre?
-Dizque era el señor Secretario de Finanzas del Estado. El señor
Fierro no es menso y le va a sacar una buena tajada de billetes.
Cuando regresamos a su casa y estuvimos solos, le dije lo del niño.
¡Se enojó!

 

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