Harén -Diane Carey

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Era un día americano. Había una bruma inglesa, y flores silvestres inglesas en un paisaje
inglés; pero el día era absolutamente americano. Los caballos que estaban en las cuadras
percibían la sutil diferencia. También las palomas. Incluso las chinitas lanzadas contra la
cristalera de la ventana de la Mansión Greyhurst sonaban ese día con un repiqueteo especial.
Mientras el sol comenzaba a iluminar las suaves y verdes colinas de Inglaterra, las chinitas
siguieron tintineando contra el cristal, una tras otra, hasta que se agitaron las cortinas de
volantes y dejaron ver un rostro.
Una joven, sacudiendo el pelo rubio, abrió la ventana de par en par. Le iluminaba la cara una
sonrisa que no había perdido la alegría de la adolescencia. Sus ojos conservaban también un
centelleo de picardía mientras miraban al joven delgado que, con traje de montar, permanecía
en pie bajo la ventana.
-¿No le gustaría a Madame cabalgar un rato antes del desayuno? -preguntó con igual
comedimiento que si se acabara de encontrar con ella en la puerta de entrada.
-Charles Wyndon -le acusó la joven, dando al nombre la inflexión de un epíteto-, ¿qué estás
haciendo aquí tan temprano? Creía que los diplomáticos se quedaban en la cama hasta la hora
del té.
La sonrisa de Charles se hizo aún más amplia al oír la voz de ella, su parrafada americana,
clara y sin acento, tan diferente de su propio inglés titubeante, peculiar de los altos estratos
sociales de Inglaterra. A Charles le agradaban las diferencias melódicas entre sus dos voces.
Le gustaba hablarle sólo para poder oírla hablar a ella. Su tez tenía la tonalidad rosada de una
cara inglesa, sus ojos tenían el mismo azul que se entreveía a través de los árboles; pero el
sonido de su voz era por completo americano, tan agreste e independiente como la propia
América. No había muchas cosas por las que sintiera un especial cariño, pero Jessica Grey
representaba la parte más preciosa de su vida. Se vio obligado a salir de su ensimismamiento
para poder contestar. Jessica se asemejaba a Julieta en la ventana, con su camisón de puños
de encaje y el pelo alborotado…
-Serán los diplomáticos viejos -le contestó-. Los jóvenes con bellísimas prometidas están en pie
antes de apuntar el alba.
Jessica apoyó la barbilla sobre la mano.
-Iré contigo si puedo montar el alazán.
Él rió.
-Te desafío a una carrera hasta las cuadras. El que llegue antes se quedará con el alazán.
-¡Ahora mismo bajo!
Desapareció de la ventana y Charles supo que había jugado bien sus cartas. Jessica era
incapaz de resistirse a un desafío, pero…, ¿hasta dónde llegaría con tal de ganar? Tras un
segundo de reflexión le gritó:
-¡Más vale que te vistas antes!
La hierba era de un verde brillante y destellaba con el rocío; Los jóvenes celebraban su
juventud con cada zancada mientras corrían despreocupados por los alrededores, riendo hasta
quedar sin aliento. En realidad, Charles tenía que correr de firme para mantenerse a la altura
de ella. La figura de Jessica, con su impecable traje de montar verde, lucía como una
esmeralda tallada. Charles le echó una rápida mirada y vio cómo el cabello se le desbordaba
sobre los hombros al caérsele las horquillas. Ello le obligó a espabilarse al haber quedado algo
rezagado. Se lanzó de nuevo para alcanzarla. Jessica volvió la vista al situarse Charles detrás
de ella. Cuando al fin se dispuso a pasarla, lo cogió por el borde de la chaqueta. Él intentó
soltarse inclinándose hacia la izquierda, pero ya habían llegado a las cuadras. La gran
edificación de piedra olía a estiércol fresco y a caballo, estimulando los sentidos de cualquiera
que tuviese sangre inglesa en las venas.
-¡He ganado!
Jessica se detuvo ante el gran portalón, y su voz sonó como un clarín.
-Nada de eso -jadeó Charles-. Te adelanté media cabeza.
Como Jessica no estaba dispuesta a dejarse apabullar, acorraló al mozo de cuadra que tenía
mas cerca, y le preguntó:
-Tú lo viste. ¿Verdad, Tommy?
El muchacho asintió alzando sus pobladas cejas.
-Me ha parecido un empate, señorita -dijo cauteloso, con una prudente sonrisa.
-¡Estás ciego, Tommy! -le acusó Charles-. He ganado por un cuerpo.
Jessica se detuvo a recoger una horquilla que se le había caído en el último instante.
-Hace un momento era por media cabeza; ahora es por un cuerpo. ¡Puff! Si tía Lily pudiera
verme, seguro que se desmayaría. -y se volvió a Tommy amonestándole-. Ni una palabra,
¿eh?
El mozo sonrió.
-Claro, señorita.
Jessica se recogió el pelo en un simulacro del perfecto moño que se hiciera poco antes y, con
dos horquillas en la boca, habló a Charles.
-Dice que las mujeres de los diplomáticos han de cuidar la dignidad.
Charles le alargó otra horquilla.
-Y tiene toda la razón.
-Pero no soy yo todavía la mujer de un diplomático -dijo ella con ligereza; luego, dirigiéndose a
Tommy, hizo un ademán de cabeza indicando las cuadras.
-Haz el favor de traer la yegua nueva a Mr. Wyndon. Yo montaré el alazán.
Tommy desapareció entre las sombras de la cuadra. Charles se enfrentó a Jessica.
-¿Que vas a montar el alazán? ¿Por qué razón, si me permites preguntarlo?
Frunció los labios con aviesa sonrisa. Era formidable tener veintitrés años y llevar la voz
cantante.
-Porque tú eres un caballero inglés -le dijo-. Porque eres galante. Porque me quieres… y yo te
quiero. Y porque me gustaría que nos casáramos mañana en vez de tener que esperar tres
largos meses.
Su mirada se hizo ensoñadora y Charles se sintió sumergido en sus ojos. Levantó la mano, con
los dedos todavía calientes por la carrera, y le rozó la cara. Se inclinó hacia ella. Jessica
esperó imperturbable.
El resonar de los cascos de un caballo les hizo apartarse bruscamente. Charles intentó
recuperar su compostura, tratando de encontrar algo inane que decir delante de Tommy; pero
los ojos de ella le cortaron la respiración. En momentos como aquél, se sentía en un plano de
desigualdad frente a su prometida. La acompañó en silencio hasta el vigoroso caballo alazán
cuyas riendas le entregaba el mozo.
La pradera destellaba al reflejar el rocío la luz del sol en aquella despejada mañana del verano
de 1909. Junto a los setos recortados, la tranquila yegua y el gran alazán pasaban con
perezoso galope corto, contentos con las manos amables que sostenían sus bridas. Los
buenos jinetes eran muy apreciados por aquellos cabaIlos que todavía tenían la boca blanda, y
los animales marchaban a paso largo, plácidamente y sin resistencia, ajenos a la conversación
que tenía lugar sobre sus monturas.
-Yo quiero saber.
-Ya llegará el momento.
-Pero quiero saber ahora. Háblame más de Constantinopla. Cuéntamelo todo.
Se inclinó hacia delante en la silla, intentando concitar toda la atención de él. Se moría por
conocer, por ver las maravillosas cosas del mundo, sin que el lomo de un libro las hiciera
prisioneras entre sus páginas. Estaban ahí afuera, esperándola. Y ella había sido lo bastante
afortunada para enamorarse de un hombre cuyo destino era viajar hasta los lugares más
alejados del mundo. Todo lo que ella había visto hasta entonces era un rincón de América y
otro de Inglaterra. No le parecía bastante. Quería más. Deseaba con ardor paladear el aroma
del mundo como un áspero vino montañés.
Charles puso al paso su caballo, deseoso de encontrar una manera de rebajar algo el
entusiasmo de Jessica.
-Bueno… resulta algo difícil de describir. Desde luego no se parece en nada a esto. Hace
mucho calor y hay una gran sequedad.
Jessica movió la cabeza decepcionada. No le interesaba un boletín meteorológico. ¿Cómo
podría hacer comprender a Charles las visiones que tenía, las esperanzas y las imágenes que
acariciaba respecto a la excitante vida que tenían ante ellos? ¿Cómo es que él no veía todas
las apasionantes posibilidades? Parecían muy evidentes.
-Me refiero a las gentes -dijo despacio-. Dime cómo son.
-Las mujeres van siempre con la cara cubierta -explicó Charles vacilante, sin saber muy bien lo
que ella quería-. Los hombres llevan…
-No me importa lo que llevan. Lo que quiero es saber cómo son. ¿Es todo muy exótico? ¿Hay
verdaderos derviches? ¿Bailan las mujeres con indumentaria compuesta sólo de abalorios?
Charles se echó a reír para disimular su incomodidad.
-Jamás he conocido a una joven que haga tantas preguntas: Te aseguro que he perdido el hilo.
-Derviches.
-Bueno, supongo que existen. Nunca he conocido a ninguno -suspiró-. Confío en que serás
feliz allí.
Jessica le sonrió tranquilizadora.
-Contigo seré feliz en cualquier parte.
Charles la sorprendió frunciendo el ceño inesperadamente.
-Me alegra oírtelo decir. No sabía cómo comunicártelo.
-¿Comunicarme? ¿El qué?
-Me han cambiado de destino. Me envían a la Antártida.
-¿Cómo? ¡Pero si allí no hay nada!
-Quieren abrir una embajada británica para empezar a establecer relaciones con los pingüinos.
Existe un gran interés por averiguar dónde adquieren sus smokings…
-¡Aaaah! Te estrangularé. Vuelve aquí, Charles, para que pueda estrangularte.
Pero él ya se había alejado galopando en ángulo recto, atravesando la pradera. Jessica enrolló
inmediatamente las bridas en sus manos, dio rienda al caballo de la más inadecuada manera
americana y lanzó al alazán a una carrera enloquecida.
-Una boda dentro de tres meses. Es imposible hacerlo todo como es debido.
Lily Grey tomaba pequeños sorbos de té, como si eso pudiera salvarla de verse arrollada por la
rusticidad americana. La lista que tenía ante ella, sobre la mesa, había triplicado su longitud en
los últimos minutos. Se recostó en su asiento y se quedó mirando, por encima del opulento
seno, el trozo de papel. Tachó dos cosas. Era evidente que no habría tiempo.
-Empieza a disfrutar de su permiso dentro de tres meses -dijo con calma su hermano, con un
tono que no comprometía a nada.
Arthur Grey echó otro vistazo al periódico y mordisqueá el segundo muttin, negándose a
reconocer la severa desaprobación de su hermana. En su bigote plateado quedó un poco de
mermelada de melocotón cuando al fin dio cuenta del dulce.
-Después de todo hace ya un año que están prometidos -concluyó ella.
-Sabes muy bien lo que quiero decir.
Con la pluma de ganso, Lily se dio unos golpecitos en la oreja, y empezó a refunfuñar irritada,
al enganchársele en la redecilla del pelo. Se esforzó por soltarla.
-Las invitaciones -continuó-, las fiestas, los vestidos, la lista de invitados… Es interminable.
-Entonces haz algo sencillo, Lil.
-Es tu única hija. ¿No quieres que s

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