Cerdo – Roald Dahl

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Roald DahlCERDO es un cuento del libro GÉNESIS y CATÁSTROFE.
Quedó huérfano a los pocos días de nacer siendo adoptado por una tía rica, un tanto excéntrica y vegetariana. Muy joven, comienza a mostrar unas dotes especiales para la cocina, llegando a ser un genio del arte culinario con ingredientes vegetales. La muerte de su tía lo obliga a visitar la gran ciudad y, exhausto y hambriento, entra en un restaurante donde le sirven uno de los más exquisitos platos que en su vida probó. Espoleado por una curiosidad profesional, busca el origen de los ingredientes de la receta.

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I

Érase una vez un hermoso niño que vino al mundo en la ciudad de Nueva York y a quien sus padres, llenos de alegría, pusieron por nombre Lexington.

En cuanto la madre regresó del hospital, con él en brazos, le dijo a su marido:

—Cariño, tienes que llevarme a cenar a un restaurante maravilloso para celebrar la llegada de nuestro hijo y heredero.

Su marido la besó con ternura y le dijo que una mujer capaz de tener un niño tan hermoso como Lexington se merecía ir a donde quisiera; pero ¿se encontraba ya con fuerzas suficientes para empezar a ir de un lado a otro por la ciudad y trasnochar?, añadió.

«No», respondió ella, pero daba igual.

Así que aquella noche los dos se pusieron ropa de gala y se fueron al restaurante mejor y más caro de la ciudad, tras haber dejado al pequeño Lexington al cuidado de una niñera especializada, escocesa por más señas, y que les costaba veinte dólares al día. Cada uno se comió un langosta gigantesca, y se bebieron una botella de champán, y después fueron a un club nocturno, donde bebieron otra botella y estuvieron sentados durante varias horas, con las manos entrelazadas, mientras recordaban y discutían, admirados, cada uno de los rasgos fisicos de su encantador hijo recién nacido.

Volvieron a su casa, situada en el East Side de Manhattan, hacia las dos de la madrugada; el marido pagó al taxista y se palpó los bolsillos para buscar la llave. Al rato anunció que la debía haber dejado en el bolsillo del otro traje y propuso que tocasen el timbre para que bajase la niñera y les abriese. Una niñera que cobra veinte dólares diarios tiene que estar dispuesta a que la saquen de la cama en mitad de la noche, dijo el marido.

Así que tocó el timbre. Esperaron. No pasó nada. Llamó de nuevo, un timbrazo largo y ruidoso. Esperaron otro minuto. Retrocedieron unos pasos por la acera y gritaron el nombre de la niñera (McPottle) hacia las ventanas del cuarto del niño, que estaba en el tercer piso, pero tampoco obtuvieron respuesta. La casa estaba oscura y silenciosa. La mujer empezó a sentir miedo: su hijo estaba prisionero en esa casa, se dijo, a solas con McPottle. ¿Y quién era McPottle? Sólo hacía dos días que la conocían, y tenía unos labios finos, ojillos acusadores, la pechera almidonada y, como se estaba demostrando, una costumbre de dormir demasiado profundamente, que no la hacía persona de fiar. Si no oía el timbre de la puerta, ¿cómo demonios iba a oír el llanto de un niño? En aquel preciso instante el pobrecillo podía estar tragándose la lengua o ahogándose con la almohada.

—No usa almohada —dijo el marido—, así que no te preocupes. Pero, si te empeñas, entraremos.

Con tanto champán se sentía muy valiente; se agachó, deshizo la lazada de uno de sus zapatos de charol negro y se lo quitó. Después, cogiéndolo por la punta, lo lanzó con fuerza hacia la ventana del comedor, que estaba en el piso bajo.

—Ya está —dijo sonriendo—. Lo descontaremos de la paga de McPottle.

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