El Guardavías – Charles Dickens

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El GuardavíasEl Guardavías es un relato de terror escrito por Charles Dickens y publicado en diciembre de 1866 en la revista literaria All the Year Round, dirigida y fundada por Dickens; su título original es The Signalman. El Guardavía mezcla terror y elegancia y demuestra que pueden ir de la mano. Se trata de un cuento de terror clásico, sin variantes en la trama, aunque el verdadero talento del autor es el contraste que nos crea con la tranquilidad de pausas y llanos apacibles, y luego nos sacude con el horror psicológico que atormenta a sus personajes protagonistas.

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‑¡Hola, el de ahí abajo!

Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del te­rreno, cualquiera hubiera pensado que no podía du­dar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado jus­to encima de su cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se es que fue lo bastante no­table como para llamar mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se en­contraba un tanto lejana y ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplan­dor de un furioso ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.

‑¡Hola, ahí abajo!

Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.

‑¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted?

Miró hacia arriba sin responder y yo le contem­plé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pre­gunta. En ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápi­damente en una pulsación violenta y en una embes­tida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bande­ra que había extendido durante el paso del tren.

Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, seña­ló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.

‑¡Entendido! ‑le grité dirigiéndome hacia ese lugar.

Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, en el que habían excavado una especie de es­calones, y bajé por él.

La zanja era extremadamente profunda e inu­sualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensa­ción singular de desgana y obligación con la que me había indicado donde estaba.

Cuando bajé por el camino en zigzag lo suficien­te, vi que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguar­dando mi aparición. Con la mano izquierda se toca­ba la barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su acti­tud me pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado.

Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y al acercarme más a él vi que era un hombre de tez pálida y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y triste que yo hubiera contemplado nun­ca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba humedad, impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas corta, terminaba en una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza creaba una atmósfera bár­bara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme, como si hubiera abandonado el mundo natural.

Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle an­tes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.

Le dije que ocupaba un puesto bastante solita­rio, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido. Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo estado toda su vida encerra­do en unos límites estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras. Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo que me intimidaba.

Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme.

Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.

‑¿Acaso no lo sabe? ‑me respondió en voz baja.

Contemplando su mirada fija y aquel rostro me­lancólico pasó por mi mente el pensamiento mons­truoso de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría algún problema en su mente.

 

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