La Venus de Cobre (Falco III) – Lindsey Davis

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la venus de cobreTercera novela de la serie de libros dedicado al informante romano Marco Didio Falco, ambientados en la época del emperador Vespasiano…. Trabajar para el emperador tiene sus desventajas: está mal pagado, los colegas te envidian… Y, lo que es peor, un pequeño error contable puede hacer que acabes en la prisión Lautumia compartiendo tu celda con una rata.

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I

 

 

Las ratas siempre son más grandes de lo que uno supone.

Primero la oí: el siniestro paso arrastrado de una presencia impuesta, demasiado próxima para resultar cómoda en la reducida celda de la cárcel. Levanté la cabeza.

Mis ojos se habían adaptado a la penumbra. Divisé la rata en cuanto volvió a moverse: era un ejemplar macho, color ceniza, y sus manos rosadas se parecían perturbadoramente a las de un bebé. Tenía el tamaño de una liebre. Recordé varios restaurantes de Roma cuyos cocineros no le harían muchos ascos a la posibilidad de dejar caer esta gorda carroñera en sus marmitas. La ahogarían con ajo y nadie se enteraría. En el comedero para fogoneros del barrio bajo próximo al Circo Máximo todo hueso con un poco de carne añadiría un agradable sabor al caldo…

La tristeza me despertó el apetito, pero sólo podía roer la rabia de estar entre rejas.

La rata permanecía indiferente en una esquina, en medio de la basura, de los desechos dejados meses atrás por otros presos, que yo había evitado porque me parecieron repugnantes. Pareció reparar en mí cuando levanté la cabeza, pero no estaba realmente concentrada. Pensé que si me quedaba quieto la rata llegaría a la conclusión de que yo era una pila de trapos viejos que merecía la pena investigar. Sin embargo, si agitaba las piernas a la defensiva, mi movimiento sobresaltaría a la rata.

Hiciera lo que hiciese, la rata pasaría sobre mis pies.

Estaba en la cárcel Lautumia, en compañía de unos cuantos ladronzuelos que no podían pagarse un picapleitos y de todos los carteristas del Foro que deseaban descansar de sus parientas. La situación podría haber sido peor. Podría haber estado en la Mamertina: la célula política de retención para estancias breves, con la mazmorra de tres metros y medio, cuya única salida para un don nadie conduce directamente al Hades. Aquí teníamos, al menos, entretenimientos constantes: viejos presidiarios que proferían subidas maldiciones de Subura y palabras desaforadas y desconcertantes de parte de borrachos inaguantables. En la Mamertina nada quiebra la monotonía hasta el momento en que el verdugo público entra a medirte el cuello.

Seguramente en la Mamertina no hay ratas. Como ningún carcelero da de comer a un condenado a muerte, son escasos los restos para la población de roedores. Y las ratas se enteran de estas cosas. Además, en la Mamertina está todo limpio por si a algún senador de alto coturno con amigos insensatos que han ofendido al emperador se le ocurre pasar un rato para transmitir las noticias del Foro. Sólo aquí, en la Lautumia, un detenido mezclado con las heces de la sociedad disfruta de la aguda emoción de aguardar a que su bigotudo compañero de celda se dé la vuelta y le hinque los dientes en la espinilla…

La Lautumia era un edificio extenso, construido para albergar montones de presos provenientes de las provincias insurrectas. Ser extranjero era el requisito habitual para entrar. Pero cualquier infeliz que cogía a contrapelo al burócrata equivocado podía acabar entre sus muros, como yo, para ver crecer las uñas de los pies y tener ideas en contra del sistema. La acusación en mi contra —en la medida en que el cabrón que me había metido entre rejas podía acusarme de algo— era un caso típico: había cometido el grave error de poner en evidencia los defectos del jefe de los espías del emperador. Se trataba de un manipulador rencoroso que respondía al nombre de Anacrites. Un poco antes, ese mismo verano, lo habían comisionado en la Campania; como metió la pata, el emperador Vespasiano me envió a rematar la faena, tarea que cumplí sin dilaciones. Anacrites reaccionó como cualquier funcionario mediocre cuyo inferior actúa con tenacidad: públicamente me deseó suerte… y a la primera oportunidad que se le presentó me metió en chirona.

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