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Con un pie descalzo, sus deformes manos y su mente en una nube, llegó a la Ciudad. Ni siquiera sabía su propio nombre, ni cómo ni porqué había llegado hasta allí. Lo desconocía todo sobre Bellona y la extraña cualidad que le convertía en algo distinto de todo el resto del mundo.
¿Qué le había ocurrido a la metrópolis? ¿Una catástrofe, un ataque nuclear, una plaga? Nadie lo sabía, y al parecer a nadie le importaba. Pero Bellona estaba allí: restos de un pasado que se fue, un enigma abierto ante él, que ni siquiera sabía quién era ni cómo se llamaba. Pero en su mente flotaban insistentemente una palabras: `He venido a herir la ciudad otoñal…
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herir la ciudad otoñal.
Aullarlo así para que el mundo le dé un nombre.
La absoluta oscuridad respondió con viento.
Todo lo que vosotros sabéis lo sé yo: tambaleantes astronautas y empleados de banca mirando el reloj antes de la comida; actrices arreglándose el pelo delante de espejos rodeados de luces y operadores de montacargas aplastando pellas de grasa sobre la manija de acero; revueltas estudiantiles; sé que las sombrías mujeres en los sótanos agitaban la cabeza la semana pasada porque en seis meses los precios han subido desorbitadamente; cómo sabe el café después que lo has mantenido en tu boca, frío, durante todo un minuto.
Durante todo un minuto permaneció en cuclillas, aplastando los guijarros con su pie izquierdo (el desnudo), escuchando el sonido de su respiración caer por los rebordes.
Más allá de un tapiz de hojas palpitaba la reflejada luna.
Se frotó las palmas contra el dril. Allá donde estaba, todo permanecía quieto. En algún otro lugar gemía el viento.
Las hojas hicieron guiños.
Lo que había sido viento se transformó en un movimiento entre los matorrales, allá abajo. Su mano fue en busca de la roca que tenía detrás.
Ella se puso en pie unos seis metros más abajo, allá delante, recubierta sólo por las sombras que derramaba la luna desde el arce; se movió, y las sombras se movieron sobre ella.
El miedo hormigueó en su costado, allá donde la camisa (le faltaban los dos botones del medio) se hinchaba con la brisa. Un músculo se tensó descendiendo por la parte posterior de su mandíbula. El negro pelo intentó ocultar los surcos que el miedo labraba en su frente.
Ella susurró algo que era todo aliento, y el viento trajo las palabras y se llevó el significado.
—Ahhhhh… —de ella.
Él expulsó violentamente el aire: fue casi una tos.
—…Hhhhh… —de nuevo ella. Y una risa; que tenía una docena de filos, un alegre gruñir bajo la luna— …hhHHhhhh… —con más sonido del que parecía, quizá incluso fuera su nombre. Pero el viento, el viento…
Ella avanzó.
El movimiento redispuso las sombras, desnudando un pecho. Un rombo de luz incidió sobre un ojo. Tobillo y pantorrilla se iluminaron ante las hojas.
En la parte inferior de su pierna había una cicatriz.
Él apartó el pelo de su frente y lo echó hacia atrás. Observó como el de ella caía hacia delante. Avanzaba al compás de su pelo, pisando las hojas secas, los dedos de los pies abiertos sobre la piedra, como de puntillas, abandonando las sombras más densas.
Acuclillado sobre la roca, él ascendió las manos a lo largo de sus muslos.
Sus manos eran horribles.
Ella pasó junto a otro árbol más próximo. La luna arrojaba monedas de oro sobre sus pechos. Sus oscuras areolas eran amplias, sus pezones pequeños.
—¿Tú…? —Dijo esto de una forma suave, a tres pasos de distancia, con la vista baja; y él aún no podía captar su expresión por entre el moteado de las hojas; pero sus pómulos eran orientalmente altos. Era oriental, se dio cuenta, y aguardó otra palabra, a la espera del acento. (Podía distinguir el chino del japonés.)— ¡Has venido! —Era un acento estándar del medio oeste—. ¡No sabía si vendrías! —La sonoridad de su voz (una clara y susurrante soprano) decía que algo de lo que él había creído que era movimiento entre las sombras había sido sólo miedo—. ¡Estás aquí! —Se dejó caer de rodillas entre un rumor de follaje. Sus muslos, duros delante, más suaves (podía afirmarlo) en los lados, con una columna de oscuridad entre ellos, estaban a pocos centímetros de sus encallecidas rodillas.