Imperios Galácticos I

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Dentro de la vertiente de la ciencia ficción llamada Space Opera —esa rama del género entre ingenua y visionaria— tiene una importancia primordial el tema de los imperios galácticos, del mismo modo que los reinos fabulosos juegan un papel básico en la narrativa heroica de todos los tiempos. 

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Germinando en regiones muy alejadas, estos imperios dominaron fácilmente cualquier mundo subutópico que se encontraba a su alcance. De este modo, se extendieron de un sistema planetario a otro, hasta que, finalmente, un imperio estableció contacto con el otro.
Siguieron después guerras como no se habían dado nunca antes en nuestra galaxia. Las flotas de los mundos, naturales y artificiales, maniobraron entre las estrellas para burlarse mutuamente y destruirse las unas a las otras con cohetes de largo alcance y energía subatómica. A medida que el progreso de la batalla se fue extendiendo más y más lejos a través del espacio, quedaron aniquilados sistemas planetarios enteros. Muchos espíritus universales encontraron un fin repentino Más de una raza interior, que no tenía arte ni parte en la contienda, se vio destrozada en la guerra celestial que la rodeó.
OLAF SIAPLEDON: Hacedor de Estrellas

Algunas ideas son tan poderosas, se encuentran tan cerca de los fundamentos del pensamiento humano, que se imponen en reinos en los que parecen tener derecho a ocupar un lugar. La. idea de los ciclos o estaciones es una de ellas. El pensamiento cristiano está familiarizado con la idea de un Reino Eterno, pero «sobre la Tierra», en la realidad, ningún remo dura siempre. Los fantasmales imperios galácticos de la ciencia ficción también demostraron ser cíclicos. Así pues, en este sentido, lo mismo sucede con las galaxias.
Para quienes viven en el ecuador, o para quienes habitan planetas que no conocen las estaciones, la naturaleza cíclica del universo puede ser menos evidente. Puede ser. Pero las condiciones básicas de la vida —nacer, procrear y morir— nos familiarizan a la fuerza con el significado del cambio estacional. En este volumen comenzamos, siguiendo el ciclo de la Madre Naturaleza, con la primavera de los imperios.
Sin embargo, la mayor parte de las historias de la sección casi podrían pertenecer también al final. Tomemos el caso de Jeff Otis, investigando unas ruinas en el planeta de una estrella binaria. La civilización terrestre ya se ha extendido por fin hacia el espacio interestelar, habiéndose abierto ya cinco nuevos sistemas planetarios. Este, en el que nos encontramos ahora, está siendo preparado para la colonización. Y, entonces, Otis consigue acercarse algo más a una de las extrañas criaturas. Tal y como H. B. Fyfe relata en su narración, maravillosamente construida, la criatura en cuestión posee un fragmento de información capaz de cambiar la perspectiva de todo lo que les rodea.
Es curiosa la atracción que tienen las ruinas para los escritores de ciencia ficción. Eso forma parte de la herencia gótica de esta narrativa y, al mismo tiempo, creo que es un símbolo de la forma en que nos vemos viviendo a nosotros mismos entre las ruinas de las creencias religiosas o de una cultura más profunda.. Sólo durante los diez últimos años se ha prestado una atención crítica a la ciencia ficción; la mayor parte de los críticos han observado la forma sorprendente en que la ciencia ficción, al abandonar el literalismo y avanzar hacia el surrealismo, proporciona una clase especial de espejo para su propio tiempo. Se podría decir que los imperios galácticos han sido inventados porque sentimos nostalgia de esa clase de cohesión cósmica; su tendencia es tanto religiosa como materialista.
Así pues, no se sorprendan demasiado si de estos relatos surgen inesperadamente toda clase de complicaciones. La implicación existente en el relato de Michael Shaara está relacionada con el diablo y su conexión con la raza humana. Se trata de una narración típica de ciencia ficción en el sentido de que supone enormes saltos de tiempo y espacio —una libertad que es la razón por la que muchos de nosotros leemos relatos de ciencia ficción—. Inevitablemente, las perspectivas cambian durante el proceso.
Y, a propósito, ésta fue la primera o la segunda narración de Shaara en ser publicada. El fue uno de los muchos nuevos autores que aparecieron a principios de los años cincuenta. Recientemente, ha ganado un premio Pulitzer por su novela sobre la guerra civil norteamericana, Los ángeles asesinos.
Los dos relatos que inician la selección, escritos por Arthur C. Clarke y R. A. Lafferty, son cortos. Sirven como oberturas al gran tema de la expansión colonial. Ponen en marcha la escena, dentro de un marco de referencia. Clarke, con una de sus características propias, nos recuerda que lo grande y lo pequeño están relacionados; ambos aspectos forman parte del proceso que está actuando en el universo. Un proceso que, en su totalidad, es indiferente al hombre. Puede que las incursiones del hombre en el universo, si es que llega a realizarlas, sean como las de los lemingos, antes que una progresión racional.
En cuanto a R. Á. Lafferty, nos recuerda… Bueno, Lafferty es un hombre muy divertido, y eso es precisamente lo que nos recuerda. En este largo viaje hacia el exterior necesitaremos un buen sentido del humor, así como de la sorpresa.

 
Mucho, mucho tiempo
R. A. Lafferty

¿Han oído hablar de los monos, la máquina de escribir y las obras completas de Shakespeare? Lo mismo le sucedió a Michael… ¡pero él se dispuso a demostrarlo!

No termina con uno… comienza con un gemido.
Era un amanecer separador… Incandescencia para la que todas las luces posteriores son como candiles… Calor para el que el calor de todos los soles posteriores no es más que una cerilla quemada. Las polaridades que crean la tensión para siempre.

Y en el medio de todo hubo un gemido, la primera sacudida que indicaba que el tiempo había empezado.
Los dos Desafíos eran más altos que el radio del espacio que estaba naciendo; y una débil criatura Boshel, se encontraba en el medio, demasiado acobardada como para aceptar ningún desafío.
—¡Eh! ¿Hasta cuándo vais a estar fuera? —gruñó Boshel.
El Acontecimiento Creativo era la Revuelta, dividiendo el Vacío en dos. Las dos partes se formaron oponiendo Naciones de Luz dividida sobre el escarpado abismo. Dos Campeones estaban frente a frente, con una amargura que nunca ha pasado… Michael' envuelto en fuego blanco… y Helel, hinchado con un resplandor negro y púrpura. Y sus seguidores con ellos. Esto se ha alegorizado como Aceptación y Rechazo, y como Dios y Diablo; pero al principio hubo la Polaridad con la que se sostiene el Universo.
Entre ellos, como un pigmeo, se encontraba Boshel, solo, lleno de una gimiente duda.
—Si vas a venir con nosotros, saca el metal primordial —rugió Helel como una crujiente tormenta, mientras se dirigía a sus seguidores, hecho una furia, para formar un nuevo núcleo.
—¡Eh, vosotros! ¿Vais a volver antes de la noche? —musitó Boshel.
—¡Oh! ¡Vete al infierno! —rugió Michael.
—Cuidado con ese pequeño juramento —observó Helel—. Todavía no hay fuego suficiente para incendiar un edificio.
Las dos grandes multitudes se separaron, y Boshel se quedó solo en el vacío. Aún estaba allí cuando se produjo una segunda y pequeña sacudida y el tiempo comenzó de veras, reventando la vaina y convirtiéndola en un chorro de chispas que viajaron y crecieron. El seguía estando allí cuando las chispas adquirieron forma y movimiento; y continuó estando allí cuando la vida comenzó a aparecer en las pequeñas manchas de hollín desprendidas de las chispas. Permaneció allí durante mucho, mucho tiempo.
—¿Qué vamos a hacer con esa pequeña sabandija? —le preguntó un subordinado a Michael—. No podemos dejarle ahí, ensuciando el paisaje para siempre.
—Iré a preguntarlo —dijo Michael.
Y así lo hizo. Pero a Michael se le dijo que la responsabilidad era suya; que Boshel tendría que ser castigado por su indecisión; y que dependía de Michael seleccionar el castigo adecuado y comprobar que éste se llevara a cabo.
—¿Sabes que hizo tartamudear el tiempo al principio? —le dijo Michael al subordinado—. Colocó un elemento de azar que lo afectó todo. Por eso tiene que tratarse de un castigo que tenga algo que ver con el tiempo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó el subordinado.
—Ya pensaré en algo —dijo Michael.
Bastante después de aquello, Michael estaba hojeando un libro una tarde, en una librería de Los Ángeles.
—Aquí dice —entonó Michael— que si seis monos fueran colocados ante seis máquinas de escribir y mecanografiaran durante un espacio de tiempo suficiente, mecanografiarían con exactitud todas las palabras de Shakespeare. El tiempo es algo de lo que disponemos a montones. Intentémoslo, Kitabel, y veamos cuánto tiempo tarda.
—¿Qué es un mono, Michael?
—No lo sé.
—¿Qué es una máquina de escribir?
—No lo sé.
—¿Qué es Shakespeare, Mike?
—Todo el mundo puede hacer preguntas, Kitabel. Reúne todas esas cosas y empecemos de una vez con el proyecto.
—Parece que va a tratarse de un proyecto muy largo. ¿Quién lo supervisará?
—Boshel. Es natural que sea él. Le enseñará a ser paciente y a tener sentido del orden, e imprimirá sobre él la majestuosidad del tiempo. Es exactamente la clase de castigo que he estado buscando.
Reunieron las cosas y se volvieron hacia Boshel.
—En cuanto el proyecto esté terminado, Bosh, habrá pasado tu período de espera. Entonces te podrás unir al grupo y disfrutar con el resto de nosotros.
—Bueno, eso es mejor que permanecer aquí, sin hacer nada —observó Boshel—. El asunto podría ir más rápido si pudiera educar a los monos y hacer que lo copiaran todo.
—No, el mecanografiado tiene que hacerse al azar, Bosh. Fuiste tú quien introdujiste el factor azar en el universo. Así es que, ahora, sufre las consecuencias.
—¿Tiene que corresponder la copia con alguna edición en particular?
—Con la edición «Blackstone Readers» del Treinta y Siete. Y estos volúmenes que tengo aquí servirán perfectamente —contestó Michael—. He tenido una charla con los monos y están dispuestos a aplicarse a la tarea. Me ha costado ochenta mil años conseguir que pudieran hablar, pero eso no representa nada cuando hablamos de tiempo.
—¡Vaya! ¿Acaso hablamos alguna vez de tiempo? —protestó Boshel.
—He hecho un trato con los monos. Serán inmunes a la fatiga y al aburrimiento. Pero a ti no puedo prometerte lo mismo.
—Bueno, Michael, como esto puede durar bastante, me pregunto si no podría tener alguna especie de reloj para ir comprobando qué tal de rápidas van saliendo las cosas.
Así es que Michael le hizo un reloj. Era un cubo de piedra de un parsec de arista.
—No tienes que darle cuerda, Bosh. No tienes que hacerle nada —le explicó Michael—. Un pequeño pájaro llegará cada milenio y afilará su pico en esta piedra. Podrás contar el paso del tiempo por la disminución de la piedra. Es un buen reloj, y sólo tiene una parte móvil, que es el pájaro. No te garantizo que hayas podido terminar todo el proyecto cuando haya desaparecido la piedra, pero al menos podrás saber el tiempo que ha pasado.
—Es mejor que nada —dijo Boshel—, pero esto va a ser una pesadez. Creo que ese concepto del tiempo es algo medieval.
—Así soy yo —dijo Michael—. Sin embargo, te diré lo que puedo hacer, Bosh. Te puedo encadenar a esa piedra y hacer que otro gran pájaro se lance sobre ti en picado y te arranque trozos de hígado. Eso mismo estaba escrito en otro libro, en aquella librería.
—Me haces morir de risa, Mike. No será necesario. Pasaré el rato de algún modo.
Boshel hizo que los monos se pusieran a trabajar. Estaban condicionados para que pulsaran las teclas de las máquinas de escribir al azar. Al cabo de un corto período de tiempo (según cuentan el tiempo las Grandes Criaturas), los monos ya habían producido palabras enteras de Shakespeare: «Permitir», que se encuentra en la escena dos del primer acto de Ricardo III; «Ir», que está en la escena dos del acto segundo de Julio César; y «Ser»; que aparece en la primera escena y acto de La tempestad. Boshel se sentía muy animado.
Al cabo de algún tiempo, uno de los monos produjo dos palabras de Shakespeare, una detrás de la otra. Para entonces, el mundo hogar de Shakespeare (que era también el mundo donde se encontraba aquella librería de Los Ángeles donde naciera tan gran idea) ya había desaparecido desde hacía tiempo.
Al cabo de otro tiempo, los monos habían llegado ya a escribir frases enteras. Para entonces, ya había transcurrido bastante tiempo.
El problema con aquel pequeño pájaro era que su pico no parecía necesitar estar muy afilado cuando llegaba una vez cada mil años, Boshel descubrió que Michael le había jugado una mala pasada de serafín y había estado alimentando al pájaro con natillas blandas. El pájaro daba dos o tres ligeros picotazos a la piedra, y después se marchaba para no volver hasta al cabo de otros mil años. Sin embargo, al cabo de no más de mil visitas, ya se notaba un inconfundible arañazo en la piedra. Era una señal esperanzadora.
Boshel comenzó a comprender que la cosa se podía hacer. Finalmente, uno de los monos —y no precisamente el más brillante— produjo una frase completa: «¿Qué dices tú, tirano?» Y en ese mismo instante sucedió otra cosa. Fue algo sorprendente para Boshel, pues era la primera vez que lo veía. Pero lo tendría que ver miles de millones de veces antes de terminar.
Una mancha de polvo cósmico, situada en las regiones más alejadas del espacio, se encontró con otra mancha. Esto no tendría que haber sido nada raro; siempre había manchas que se encontraban con otras. Pero este caso fue diferente. Cada mancha —en la dirección opuesta—, había sido la más alejada de todo el cosmos. Ya no podía alejarse más que a aquella distancia. La mancha (un numerosísimo conglomerado de mundos habitados) miró a la otra mancha con ojos e instrumentos y vio sus propios ojos e instrumentos devolviéndole su misma imagen. Lo que veía la mancha era a sí misma. La esfera cósmica tetradimensional había quedado completada. La primera mancha se había encontrado a sí misma, saliendo de la otra dirección, y el espacio quedó transvertido.
Después, todo él se derrumbó. Las estrellas desaparecieron una tras otra y miríada tras miríada. ¡Holocaustos de caída! Todos los orbes oscurecidos cayeron en el vacío, que estaba al fondo. En el vacío no quedó nada, excepto una vaina cerrada y unas cuantas cosas más, fuera de contexto, como Michael y sus asociados, y Boshel y sus monos.
Boshel se sintió incómodo por un momento. Se había acostumbrado al aspecto del universo en expansión. Pero no tenía por qué sentirse incómodo. Todo empezó de nuevo.
Pasaron silenciosamente unos cuantos miles de millones de siglos. Una vez más, la vaina explotó formando un chorro de chispas que viajaron y crecieron. Adquirieron forma y movimiento y la vida volvió a aparecer sobre los abismos arrojados por aquellas chispas.
Y esto ocurrió una y otra vez. Cada ciclo parecía condenadamente largo mientras estaba sucediendo; pero, mirándolo retrospectivamente, los ciclos eran solamente como una luz parpadeante que se encendiera y se apagara. Y, en la Larga Retrospección, eran como un alternador de alta frecuencia, que producía un increíble número de tales ciclos por cada instante y continuaba por eras. Pero Boshel estaba empezando a aburrirse. No había otra palabra con la que poder expresarlo.
Cuando sólo se habían completado unos pocos miles de millones de ciclos cósmicos, había una hendidura tan grande en la piedra-roca, que se podía meter un caballo dentro. El pequeño pájaro ya había hecho innumerables viajes para afilar su pico. Y, para entonces, Pithekos Pete, el más rápido de los monos, ya había escrito por casualidad La Tempestad, perfecta y completa. Todos se estrecharon las manos, ángel y monos. Por el momento, era algo positivo.
Pero el momento no duró mucho. Pete, en lugar de seguir mecanografiando furiosamente, por casualidad, para producir el resto de las obras, escribió su propia versión mejorada de La Tempestad. Boshel estaba furioso.
—¡Pero si es mejor, Bosh! —protestó Pete—. Y tengo algunas ideas sobre el arte teatral que realmente lo elevarán.
—¡Claro que es mejor! Pero no queremos nada mejor. Sólo queremos tener la misma rima ¿Es que no os dais cuenta de que estamos elaborando un problema de probabilidades casuales? ¡Oh, cabezas de chorlito!
—Déjame tener ese maldito libro durante un mes, Bosh, y te copiaré todo lo que hay ahí al pie de la letra, y habremos terminado —sugirió Pithekos Pete. —¡Las reglas, cabezas vacías, las reglas! —rugió Boshel—. Tenemos que guiarnos por las reglas. Sabéis que eso no está permitido y, además, sería descubierto. Por mucho que me duela decirlo, tengo razones para sospechar que uno de mis propios monos y asociados aquí presentes es un informador. Nunca conseguiríamos hacerlo.
Después de este breve malentendido, las cosas fueron mejor. Los monos se aplicaron a cumplir con su tarea. Y al cabo de un número de ciclos, expresados por nueve seguido de ceros suficientes para extenderse alrededor del universo hasta un período justo anterior a su colapso (el radio y la circunferencia de la esfera final son, evidentemente, lo mismo), quedó preparada por fin la primera versión completa.
Era errónea, desde luego, y tuvo que ser rechazada. Pero había en ella menos de treinta mil errores; eso presagiaba grandes cosas y un triunfo final.
Más tarde (¡pero podía ser aún más tarde!) llegaron a acercarse bastante. Cuando la hendidura de la piedra-reloj podía contener ya un sistema solar de tamaño medio, consiguieron una versión en la que sólo había cinco errores.
—Llegará —dijo Boshel—. Llegará con el tiempo. Y el tiempo es lo único de lo que disponemos en gran cantidad.
Tarde —mucho, mucho más tarde—, pareció que ya disponían de una copia perfecta y, para entonces, el pájaro ya había desgarrado casi la quinta parte de la masa de la gran piedra, todo ello con sus visitas milenarias.
El propio Michael leyó la versión y no pudo encontrar ningún error. Pero no era definitivo, desde luego, porque Michael era un lector impaciente y apresurado. Se necesitaron tres lecturas para verificarlo, pero las esperanzas nunca fueron tan altas. Transcurrió la segunda lectura, llevada a cabo por un ángel mucho más cuidadoso, y que se pronunció diciendo que era una versión perfecta, letra por letra. Pero el lector había terminado su lectura a últimas horas de la noche y podía haber mostrado cierta falta de cuidado al final.
Y pasó la tercera lectura, que comprendió las treinta y siete obras, y todos los poemas al final. Esta última lectura fue realizada por Kitabel, el propio ángel escribiente, que fue nombrado para llevarla a cabo. Estaba a punto de firmar el certificado, cuando se detuvo.
—Hay algo que parece atascado en mi mente —dijo, y sacudió la cabeza para intentar despejarse—. Hay algo como un eco que no está del todo correcto. No quisiera cometer una equivocación.
Había escrito «Kitab…», pero no había terminado aún la firma.
—No podré dormir esta noche si no pienso en ello —se quejó—. Si había algo, no estaba en las obras de teatro. Sé que estaban perfectas. Debe de tratarse de algo que había en los poemas… algo situado bastante cerca del final…, alguna disonancia. O bien la propia edición original tenía algún fallo, alguna línea escrita mal a propósito, o bien se trata de un error en la transcripción que mi ojo ha pasado por alto, pero que recuerda mi oído. Reconozco que, cuando ya me encontraba hacia el final, me sentía un poco adormilado.
—¡Oh! ¡Por todos los mundos que fueron hechos firma! —rogó Boshel.
—Si has esperado todo este tiempo, no te morirás por esperar un poco más, Bosh.
—No apuestes por eso, Kit. Estoy a punto de estallar. Te lo aseguro.
Pero Kitabel volvió a la copia y lo encontró…, era un verso en el Fénix y la Tortuga:

Desde esta sesión queda vedada Toda ave de ala tirana, Salvo el águila, pluma soberana: Mantened esta norma observada.

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