Corazón salvaje

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LA TORMENTA DE octubre ruge sobre el inquieto Mar de las Antillas… Es de noche, y las ráfagas de un -viento hura¬canado hacen estrellarse contra los acantilados de rocas las olas gigantescas, que caen luego, en hirviente manto de espuma, ba¬jo el azote de la lluvia.;. Negro está el cielo; y la tierra, como sobrecogida. Es la costa brava que se abre, primero en pequeñas ensenadas, en playones estrechos, y luego, unos pocos metros más allá, se convierte en selva espesa… Tierra antillana sobre la que ondea la bandera de Francia…   

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Un barco entra en el puerto de Saint-Pierre, a despecho de los elementos desencadenados… y uniéndose al concierto del viento y"de las olas, la salva de honor de veintiún cañonazos le saluda desde el fuerte de San Honorato…


AI mismo tiempo que la fragata, que ya se acoge a la rada de Saint-Pierre, un pequeño bote desvencijado ha ganado mila¬grosamente la arena de una diminuta playa próxima a la ciu¬dad, y su único tripulante salta, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar el frágil cayuco, librándolo de la furia renovada de los elementos…


La luz vivísima de un rayo ha iluminado de pies a cabeza al audaz marinero, que en noche tal arriba a la ensenada. Es fuerte y ágil; con flexible soltura de felino da unos pasos ale¬jándose del mar, para erguirse después, como calculando-el peligro del lugar en que dejó su bote. Tiene la piel tostada por ta intemperie; ancho y fuerte el cuello; los hombros, cuadrados;


las caderas, estrechas; las manos, callosas, y los pies descalzos, que parecen aferrarse como zarpas a la tierra que pisan.. .Pue¬de tener apenas unos doce años…
El ominoso estampido de un trueno agitabas sombras noc¬turnas. .. El muchacho, dominando su primer movimiento de, temor instintivo, mira de frente al firmamento oscuro, donde marcan los rayos los latigazos de su vivida luz, y exclama:
—¡Santa Bárbaral   

                   
Por un momento parece vacilar, mas -no es por temor. La horrible noche no le produce espanto… Sólo calcula, con mira¬da certera, qué camino debe seguir para llegar más pronto a la ciudad cercana, cuyas luces se apiñan alrededor de la bahía.

Palpa el pequeño sobre que como un tesoro lleva entre sus ropas mojadas, mira de nuevo al bote que dejara sobre la arena y echa a andar con paso silencioso y rápido…
—Si no se da usted prisa, llegaremos tarde a la fiesta del Gobernador, amigo D'Autremont.


—¿Prisa? Nunca me di prisa por nada ni por nadie, amigo Noel; sin contar con que llueve a cántaros. Pocos serán los in¬vitados que no se retrasen esta noche, y además, el Mariscal Pont-mercy llega en esa fragata que vio usted entrar hace veinte mi¬nutos escasos. El es el invitado de honor…


—No más que usted, amigo mío. La fiesta es en honor de ambos, y el coche está aguardando desde hace mucho rato. •


—Está bien, amigo Noel… Vamos, pues… Francisco. D'Autremont se ha puesto de pie con ademán de elegante fastidio… Ha dado unos pasos a través de la lujosa estancia, y se detiene en medio del vestíbulo, con gesto de extrañeza al oir los fuertes aldabonazos que repentinamente cu¬bren el lugar con sus ecos… Disgustado, interpela altanero a su criado:


—¿Quién llama de ese modo, Bautista?
—Iba a verlo en este momento, señor —responde el criado—. No sé quién pueda ser el atrevido…
—Pues ponlo en su lugar —ordena, tajante, D'Autremont. Una ráfaga dé. viento y lluvia hace irrupción, silbando, en el elegante vestíbulo; y airado, D'Autremont grita:
—¡Cierra esa puerta, estúpido!


Antes que el criado logre cerrarla, el importuno visitante ha penetrado de un salto; los revueltos cabellos mojados sobre la frente, el cuerpo semidesnudo chorreando agua sobre las al¬fombras… tan sorprendentemente atrevido y audaz, que Fran¬cisco D'Autremont y Pedro Noel retroceden al verle, apagada la indignación por la sorpresa…
—¡Caramba! —exclama Noel.


—¿Pero qué es esto? —indaga D'Autremont.
—Busco al señor Francisco D'Autremont… —explica el muchacho con decisión.
—Debe ser un loco, señor… —interviene el criado—. ¡Voy a…!      .   ,   –
—¡Ahora, déjalo en paz! —ataja imperativo D'Autremont.
—¿Es usted don Francisco D'Autremont? —inquiere el mu¬chacho—. ¿Es usted, señor?
        —Si, soy yo… Pero tú, ¿quién eres? ¿Y qué diablos te pasa para atreverte a llegar a mi casa de esta manera?


—Mi nombre es Juan. Vengo desde el Cabo del Diablo pa¬ra traerle esta carta. El señor Bertolozi se está muriendo y dijo que tenía usted que llegar antes de que él acabara. Si es usted de veras el señor D'Autremont, venga conmigo… Traje mi bote para llevarlo… ¿Vamos…?


El muchacho ha dado un paso hacia la puerta, pero se de¬tiene observando el rostro de Francisco D'Autremónt, que le mira estupefacto, en la mano el mojado sobre de la carta que acaba de entregarle.. .Es un hombre alto y distinguido, que viste con extraordinaria elegancia… A su lado" Pedro Noel, su amigo y notario; rechoncho y bondadoso, mueve la cabeza como si no pudiese dar crédito -a lo que está viendo y escuchan¬do, y con. sorpresa y disgusto a la vez, pregunta: '


—¿Llevar al señor D'Autremont en tu bote?
—¡Cuando digo yo que es un loco…! Lo mejor será lla¬mar para que vengan a llevárselo… —insiste el criado.
—¡Quieto! —ordena D'Autremont. Luego, como recordando, murmura—: Bertolozi… Bertolozi…
—Dijo que fuera usted en seguida, que él, por desgracia, no podía esperar demasiado. Si .salimos ahora mismo, al ama¬necer estaremos allá.
—Bertolozi se está muriendo..: — susurra D'Autremont.


—Eso aseguró el curandero… Que no llegará a mañana..;
Y le dejó un remedio, pero él no se lo quiso tomar y me mandó con esta carta… Dijo que usted tenía que ir allá…
—Pues está completamente equivocado. No conozco a nin¬gún Bertolozi… —exclama D'Autremont, ceñudo.


—¡No es posible, señor! Si es usted don Francisco D'Autremont…                        
—¡No conozco a ningún Bertolozi! —recalca éste. Se vuelve hacia su amigo y le invita—: ¿Vamos, Noel?
—¡Pero, señor.. .1 —se lamenta el muchacho, Ha salido seguido del notario, sin volverse a mirar al muchacho, y salta ;el cochero del pescante para abrirle la puerta del carruaje. Por un instante contempla la mojada carta, la hunde luego en su bolsillo, y entrando al coche ordena con voz fuerte:
—Al palacio del Gobernador. ¡Pronto!
El muchacho se acerca, gritando implorante:
 —¡Señor… señor… señor…!


Todo es inútil. El coche se ha alejado; el muchacho vacila un instante, y luego echa a andar bajo la lluvia que azota la calle…
Pedro Noel, el notario de la familia'D'Autremont, con las gruesas manos apoyadas sobre la empuñadura'de plata de su bastón, mira de reojo al hombre que va a su lado. A pesar de la brusca respuesta dada al muchacho, a pesar de su gesto gla¬cial, Francisco D'Autremont parece hondamente conmovido, profundamente preocupado. Tiene los labios apretados y las mejillas pálidas… Las inquietas manos cambian a cada instan¬te de posición y con frecuencia palpan el húmedo sobre guar¬dado en su bolsillo… Al fin, el notario, tras mirar y remirar, arriesga una palabra:
—¿No va usted a leer esa carta? Puede tratarse de .algo real¬mente Importante. Cuando se obliga a un niño a venir desde el Cabo del Diablo hasta la ciudad, para traerla en una noche como ésta… será porque ese Bertolozi, a quien usted no conoce, tiene absoluta necesidad de decirle algo… —Baja la voz y, en tono insinuante, explica—: Bertolozi-.. A mí ese nombre me suena…
—¿Cómo…?
—De momento no pude recordarlo, mas ahora voy haciendo memoria… Andrés Bertolozi llegó a la Martinica hará unos quince años. Pertenecía a una de las más distinguidas familias de Nápoles… Trajo dinero para comprar una hacienda, y ad¬quirió una bien extensa al Sudeste de la isla, con grandes plan¬taciones de café, tabaco y cacao. Pronto se convirtió en un -hombre opulento, alegre y liberal, franco y expresivo, como la mayor parte de los italianos, y trajo consigo a su esposa: una bellísima muchacha de laque estaba locamente enamorado…
—¡Basta! —le ataja, airado, D'Autremont.
—Perdón… No creí importunarle. Me sorprende que no recuerde a Bertolozi. Usted estaba en Saint-Pierre cuando los días de su desgracia…"         
—¿A qué llama usted su desgracia?
—El principio de su desgracia fue la fuga de su esposa…
—¿Qué trata de insinuar?
—No insinúo, amigo D'Autremont… recuerdo. Bertolozi ju¬ró públicamente matar al hombre que se la había llevado, pero el nombre de aquél quedó en el misterio. Ella desapareció para siempre y Bertolozi se dio a todos los vicios: bebía, jugaba, buscaba la compañía de las peores mujerzuelas del puerto… Al fin perdió la finca y, totalmente arruinado, desapareció él también. Pero recordando, recordando, me viene a la memoria algo que me dijo un amigo…
El coche se ha detenido frente a la puerta de la casa del Gobernador, mas Francisco D'Autremont no se mueve… Ten¬so, crispado, vuelto hacia el notario, parece esperar sus ultimas palabras, que Pedro Noel pronuncia como a desgana, con una sutil insinuación resbalando de cada frase:
—Parece ser que el último pedazo de tierra que le quedaba era esa desnuda roca del Cabo del Diablo. Sobre ella, por sus propias manos, fabricó una cabaña, y allí es donde seguramente agoniza y desde donde le ha mandado llamar. ¿No le parece?
—Tiene usted la buena memoria más abominable que co¬nocí jamás.
—¡Por Dios, amigo D'Autremont, es mi oficio…! Son tan¬tas las historias que se escuchan cuando se manejan papeles de familia, que con frecuencia son el reflejo de dramas de alcoba. Por lo demás, Bertolozi fue un hombre interesante… Sus asun¬tos dieron mucho que hablar, y su desgracia…
—No me interesa su desgracia. ¡Nunca fui su amigo!
—A veces, con ser enemigo basta para interesarse.
—¿Qué quiere decirme. Noel?
—¿Me autoriza para que hable francamente?
—¿Acaso no estoy pidiéndole que lo haga?
—Pues bien..; creo que debería usted leer esa carta, e ir a ver a su enemigo Bertolozi, al Cabo del Diablo…        -"
Francisco D'Autremont, nervioso, ;ha oído las palabras del notario, y con gesto de rabia estruja en su bolsillo aquella car¬ta que el muchacho le entregara momentos antes. Luego sonríe, tratando de vestir de ironía la'inquietud que apenas puede ya disimular:                                  –
—¿No tenía tanto empeño en que llegásemos temprano a la fiesta del Gobernador?
—Hasta hace media hora era lo más importante que te¬nía usted que hacer.
—Y ahora, ¿qué? ¿Le parece más importante que el Go¬bernador y su fiesta, recoger el último aliento de ese vicioso, de ese borracho, de ese desdichado caído en todos los vicios, sólo porque una mujer le ha engañado?
—Era su esposa y él la amaba —responde Noel con suavidad—. Lo cubrió de vergüenza y él no logró jamás encontrarse con el agresor. .
—¡No lo encontró porque no quiso buscarlo! —salta D'Autremont, con ira concentrada.
—Tal vez el otro supo ocultarse bien…
—¿Piensa usted que era un cobarde?
—No, claro que no puedo pensarlo. Sin duda, era capaz de afrontarlo todo todo, menos el escándalo. Por lo demás, tenía obligaciones graves, y Gina Bertolozi no lo ignoraba. Era casado… su esposa estaba a punto de darle un hijo… Yo no culpo a ese hombre, amigo D'Autremont… Son pecados de hombre… Más grave me parece no acudir a la llamada de un . moribundo…
—¡Basta, Noel! Iré allá.
—¡Por finí Perdóneme por haber insistido tanto. Le conoz¬co un poco, amigo D'Autremont, y sé que hay cosas que no se las perdonaría usted jamás.
—Entonces, ¿quiere usted presentar mis excusas al Gober¬nador?                                              
—Con verdadero gusto, amigo mío.
—Pues vaya. —De pronto D'Autremont exclama—: ¡Un mo¬mento, ..!
—No es preciso que me recomiende la discreción más ab¬soluta —aclara Noel, comprensivo—. Es… mi oficio, amigo D'Autremont.  

2
LA TORMENTA HA amainado. El mar está casi tran¬quilo, y un viento fresco, casi. frio, llega con la proximidad del alba, barriendo las nubes.        
El frágil bote, que resistió la tempestad, encalla en la arena de una profunda grieta, tallada en la roca viva por los golpes del mar, y otra vez salta el muchachuelo metiéndose en el agua para sacar a tierra la barquilla, dejándola a salvo. Luego, sus pies descalzos, endurecidos por la intemperie, trepan por los peñascos afilados, primero con agilidad de felino, después más lentamente, como si no quisieran llegar hasta el lugar a donde van… Ya en lo alto del farallón de rocas, parece como si fuesen de plomo… se detienen a cada instante, tiemblan como si fue¬ran a tomar otro rumbo, y al fin llegan hasta el hueco sin puer¬ta, entrada de la mísera cabaña que es la única habitación, hu¬mana en el Cabo del Diablo.
Una voz de enfermo, cargada de rencor, pregunta:
—¿Quién es?
—Soy-yo: Juan…
—¡Juan del Diablo!
Del camastro donde yace, con febril esfuerzo se ha incor¬porado un hombre que más parece, un despojo humano: la piel sobre los huesos; las mejillas hundidas; sucios, crecidos y revuel¬tos el cabello y la barba… la boca, un hueco crispado de do¬lor… por vestidos, unos sucios andrajos. Inspiraría compasión profunda si no fuese por su mirada: ardiente, audaz, desafiado¬ra, cargada de odio, relampagueante de rencor, como cargadas de odio y amargura suenan cada una de sus palabras.
—¿Y el perro que te mandé buscar? ¿Viene contigo? ¿Dón¬de está? ¿Dónde está el maldito Francisco D'Áutremont? ¡Co¬rre… llámalo! Tráelo, dile que pase… ¡Un poco más y no puedo aguardarle!                                    
—No vino conmigo—se excusa el muchacho.
—¿No…? ¿Por qué? ¿No hiciste lo que te dije, maldito? ¿No llegaste a su casa? No me obedeciste, ¿eh? Ahora verás.. .
Ha tratado de levantarse, pero cae de nuevo sin fuerzas, para quedar inmóvil, extenuado, los ojos vidriosos… El muchacho le mira impasible, sé acerca paso a paso, con una expre¬sión extraña en sus profundos ojos altaneros, y afirma:
—Si; llegué a su casa…           –                    .
—¿Y le diste la carta?
—Sí, señor, en la mano.
—¿Y no vino después de leerla?
—No la leyó. Dijo que no conocía a nadie que se llamara Bertolozi…
—¿Dijo eso el perro?
—Y se fue en coche a una fiesta donde lo estaban esperando.
—¡Maldito! ¿Y tú qué hiciste entonces? ¿Qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Nada.
—¡Nada… Nada! Sabes que me estoy muriendo. -. sabes que necesito que venga, ¡y no haces nada! ¡Tenías que ser quien eres.. .1
—¡Pero, padre…! —suplica el muchacho.
—¡No soy tu padre! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No soy tu padre. ¡Cuando esa maldita volvió a buscarme, cuando vino a buscar mi amparo, ya te traía en los brazos.. .1 ¡No eres hijo mío! Si ella, además de engañarme, me hubiera robado un hijo mío, yo la habría matado. Pero no, volvió con el hijo de otro, con el hijo de ese canalla… ¡contigo!
—¿Hijo de quién?
¿De quién… ¿de quién? ¿Quieres saberlo? Para decírselo, lo mandé llamar. Hijo de él, de ese, del que se iba en coche a una fiesta mientras yo veo acercarse a la muerte.. Del que me lo quitó todo, del que me lo robó todo, para darme, en cam¬bio, a ti.
—¡Ño entiendo… no entiendo!
—¡Pues entiéndelo! Ese señor que te volvió la espalda, ese señor que te dijo que no me conocía… ¡es tu padre!
        —¿Mi padre… ¿Mi padre…? —balbucea el muchacho en el paroxismo de la sorpresa.                             
—Pero no te preocupes… tampoco te conocerá ¡Qué asco!
—Señor Bertolozi… repítame eso. ¿Mi padre…? ¿Dijo us¬ted que mi padre…?
—Tu padre es Francisco D'Autremont. ¡Díselo a todo el mundo, grítalo en todas partes! Tu padre es Francisco D'Autremónt… A él le debes toda tu desgracia. Le debes la miseria, le debes la vergüenza, le debes tu desnudez y tu hambre…Le debes el insulto que han de echarte a la cara cuando seas ; hombre, porque él manchó a tu madre! Todo eso le debes… Y ahora, cuando lo llamo porque me estoy muriendo, porque Vas a quedarte solo, se va a una fiesta donde lo están esperando.
—Un sollozo se quiebra en su garganta, dejando paso a la ter¬nura—. i Juan… Juan, hijo mio… 1
 —¡Señor…!
 —Te aborrezco porque eres hijo suyo, pero hay algo con lo que puedes limpiarte, lavarte esa mancha… Cuando seas hombre, busca a Francisco D'Autremont y haz lo que yo no hice, lo que no tuve el valor de hacer: mátalo. ¡Mátalo! —Y como si en estas palabras hubiese puesto el último hálito de su vida, cae desplomado al suelo.
—¡Señor… señor, señor ¡Respóndame! Lo ha sacudido en vano. ¡Andrés Bertolozi no responde¬rá más!
Nadie en la costa; nadie en la honda grieta, entrada de la, estrecha playa; nadie en los imponentes farallones de rocas en los que rudamente se estrella el mar; nadie en lo alto .del promontorio del Cabo del Diablo; nadie en todo cuanto su vista inquisitiva alcanza… Ni alma viviente ni habitación ^ hu¬mana … Sólo una cabana miserable al amparo del negro pro¬montorio que se adentra en el mar: el Cabo del Diablo.
Bien puesto tiene el nombre el abrupto paisaje, ahora más desolado bajo los espesos nubarrones grisáceos que envuelven las montañas… tan bajos, tan cerca de la tierra, como si qui¬sieran también tragársela. Con paso firme. Francisco D'Autremont va hada aquella cabaña y llama con estentórea voz:
—¡Bertolozi!
El nombre suena hueco en la desnuda estancia sin puertas, sin ventanas, sin muebles casi… En el camastro se halla la forma rígida de un cuerpo que se destaca bajo una sábana, in¬creíblemente limpia en aquel lugar… Impresionado, D'Autremont musita:
     —Bertolozi…
De un tirón ha Bajado un poco la sábana para ver aquel rostro en el que la muerte puso ya su máscara, y apenas puede reconocer en él al hombre Joven, sano y arrogante, que fue su rival… Hay manchones de canas entre los revueltos cabellos oscuros, entre la espesa barba que cubre las mejillas adelgazadas, y hay también una sombra de suprema paz sobre los párpados cerrados… Estremeciéndose, Francisco D'Autremont cubre aquel rostro, y retrocede un paso. …
Ha llegado tarde, demasiado tarde… Aquellos labios lívidos ya no le entregarán el secreto que guarda… Callan para siempre… Pero la mano de Francisco D'Autremont palpa ner¬viosamente en sus bolsillos y extrae el arrugado sobre de aquella carta que aun no ha leído… La guardó-como puede guardarse un veneno, un arma, una dormida sierpe emponzoñadora. Pero ahora, frente a aquel cadáver, rasga el sobre y da un paso hacia la ventana sin  hojas, por la que penetra la luz lechosa del día que nace…
"Con mis últimas fuerzas te escribo, Francisco D'Autremont, y te pido que vengas a mi lado. Ven sin miedo… No te llamo para intentar una venganza. Es tarde para que yo me cobre en sangre todo el mal que me has hecho y que le hiciste a ella. Eres rico y feliz, amado y respetado, mientras yo, hundido en la abyección y en la miseria, miro llegar la muerte como la úni¬ca liberación posible. No he de repetirte cuánto te odio. Tú lo sabes. Si te matase con el pensamiento, te habría aniquilado; pero sólo yo mismo me he consumido poco a poco en la ho¬guera de este rencor que me cubre el alma…"
 Por un instante. Francisco D'Autremont ha interrumpido la lectura para contemplar la forma rígida que destaca bajo el lienzo blanco, sintiendo que la angustia le invade, que le es difícil respirar bajo el techo de aquella cabaña donde todo pa¬rece rechazarlo, y otra vez vuelven sus ojos a la lectura…
"Me mata el odio más que el alcohol, más que el abando¬no. .. Y por odio he callado durante muchos años. Hoy quiero decirte algo que acaso pueda interesarte. Esta carta la pondrá en tus manos un muchacho. Tiene doce años y nadie se ocupó jamás de bautizarlo. Yo le llamo Juan, y los pescadores de la costa le dicen algo más: Juan del Diablo… Poco tiene de ser humano. Es una fiera, un salvaje… Lo crié en el odio… Tie¬ne tu corazón malvado, y yo he dado, además, rienda suelta a todos sus instintos. ¿Sabes por qué?" Voy a decírtelo por si no te decides a venir a escucharme: Es tu hijo…"
La carta ha temblado en sus manos… Con ojos agranda¬dos -de angustia mira a todas partes, pero los renglones des¬iguales le atraen como letreros de fuego, y bebe de un sorbo él resto de veneno de aquellas palabras…
"Si lo tienes delante, míralo a la cara… A veces es tu vivó retrato… Otras, se parece a ella… A ella… la maldita… Es tuyo… Tómalo… Tiene el corazón envenenado y el alma dañada de rencor. No sabe más que aborrecer… Si lo llevas contigo, será el peor castigo que puedas tener… Si -lo aban¬donas, será un asesino, un pirata, un salteador de caminos, que acabará en la horca… Y es tu hijo… Tiene tu misma san¬gre. .. ¡Esa es mi venganza!"
    — Pálido de espanto primero, rojo de indignación un instan¬te después, Francisco D'Autremont ha estrujado aquella carta, último mensaje de su rival vencido, de su enemigo inmóvil para siempre ya; triunfador en la muerte, tanto como en la vida fue derrotado… Con súbito impulso de irrefrenable cólera, ha ido hasta el camastro, descubriendo el rostro del Cadáver, y le espe¬ta, tembloroso de horror y de rabia:
— Mientes! ¡Mientes! ¡Esto no es verdad! .¿Por qué no me esperarte con-vida para obligarte a confesar! ¡Embustero! ¡Co¬barde! ¡Como siempre fuiste, tenías que portarte, hasta el final! ¡Cobarde, si… cobarde! Jamás me buscaste cara a cara… Ja¬más, como hombre, me pediste cuentas… Y ahora… ¿por qué no estás vivo? ¿Por qué no me aguardaste? —Ha retrocedido tambaleándose, cegado por un vaho rojo que forma en torno suyo. como una atmósfera de irrealidad—. ¡Eres el más vil de los embusteros, pero no vas a alcanzarme con tu torpe vengan¬za! ¡No! ¡No!
—¡Señor D'Autremont! —llama, suave, la voz de Pedro NoeL
—¡Eso no es verdad! ¡Eso no es verdad!
—¡D'Autremontl —insiste Noel, acercándose— ¡D'Autremont!
—¡Cobarde… Canalla…! —Amigo'mío… ¿pero está' usted loco?        
—¿Eh? ¿Qué? —reacciona, por fin, D'Autremont. Está usted enfermo, trastornado… Vuelva a la realidad. ..  —Noel… Amigo Noel…
—Cálmese, por favor… Cálmese…
Francisco D’Autremont se ha contenido con tremendo es¬fuerzo, alejándose del camastro donde yace el cadáver, mientras Pedro Noel se acerca respetuoso.
—Es un embustero… ¡Un embustero y un canalla…! —sentencia D'Autremont con voz sorda.
—Ya no es nada, amigo mío, sino un triste despojo. Déjelo, y vamos…          
—¿Cómo está usted aquí? —interroga D'Autremont, salien¬do del marasmo de su estupor.
—Me pareció conveniente venir a buscarlo… Bautista me dijo el camino que había usted seguido. Creo que llegué a tiempo… y usted, en cambio, demasiado tarde. Pero venga, vamos…
—Aguarde… Aguarde… ¿Dónde está el muchacho?
—¿Qué muchacho?
—El que llevó la carta… ¿Dónde está?
—No sé… No he visto a nadie. Supongo que el desdicha¬do Bertolozi vivía en la más absoluta soledad.
—El niño vivía con él… ¿Dónde está?
—Repito que no he visto a nadie, pero si usted se empe¬ña… ¡Oh, mire.. .!
D'Autremont se ha vuelto con viveza'… Muy cerca del camastro, sentado en el suelo, tras los desvencijados muebles de la casa —una mesa y un par de sillas rotas—, está el muchacho que fue hasta Saint-Pierre llevando aquella carta, y arden con un extraño fuego sus ojos oscuros bajo el pelo enmarañado que le cubre la frente…
—¿Qué haces ahí escondido, muchacho? —indaga Noel—. Le¬vántate … Levántate, que el señor te está buscando…
Juan se ha levantado lentamente, sin dejar de mirar a Francisco D'Autremont, que siente enrojecer sus mejillas bajo aquella mirada… Es una mirada que acusa, que condena… acaso que pregunta…
—¿Estabas ahí? ¿Estabas ahí desde que yo entré? —quiere saber D'Autremont—. ¡Responde!
—Sí, señor —contesta el muchacho—. Ahí estaba…
—¿Por qué te escondías? —pregunta Noel.
—No estaba escondido… Estaba ahí…              
—Sin decir una  sola palabra… —se queja D'Autremont.
—¿Y qué tenía yo que decir?
El muchacho se ha puesto de pie. Es ano para su edad, delgado y redo, inquieto y ágil como un animalillo montaraz, y D'Autremont se vuelve a él, sujetándolo bruscamente por los brazos…
—Me has estado espiando, oyendo mis palabras… Sí, ¿ver¬dad? ¿Conocías tú el contenido de la carta que llevaste?
—¿Cómo?           '
—¡Que si habías leído esa carta…! [Responde! —le apre¬mia D'Autremoht, airado.
—¡Oh, suélteme! Yo no lo estaba espiando… ¡Suélteme! No tiene por qué sujetarme… Tampoco leí la carta.. No sé leer…                    
—Naturalmente, amigo D'Autremont —interviene, conciliador, Pedro Noel—. iQué ocurrencia! ¿Cómo va a .saber leer este pobre muchacho!
—¿Te había dicho él lo que me escribió en esta carta? ¡Res¬ponde la verdad! —D'Autremont se dirige al muchacho, en tono amenazador.   
—Ya he dicho que no —responde el muchacho.
—Por favor, amigo D'Autremont —aconseja Noel—, Cal¬ma. .. Calma..,
Francisco D'Autremont se ha alejado unos pasos, apretados los puños y trémulos los labios, mientras el notario mira bon¬dadosamente al muchacho inmóvil, duro y hosco, y le pregunta:
—¿A qué hora murió .el señor Bertolozi?
—No sé… Hace tiempo ya…
—¿No has avisado a nadie?
—Llegué hasta las cabañas de allá abajo… Allí me dieron esa sábana… Después me dijeron que vendrían los de la jus¬ticia… Pero yo no-estaba espiando a nadie… —insiste con terquedad—. Ese señor dice…                      
—EI señor D'Autremont está nervioso por todo cuanto ha pasado. Tu actitud le pareció extraña, pero nada más. Ven acá… acércate un poco… Comprendo que tú también te sientes mal. ¿Qué eras tú del señor Bertolozi? ¿Amigo? ¿Parien¬te? ¿Criado?
El muchacho se ha erguido. Su mirada, como una flecha, se ha clavado en Francisco D'Autremont, que vuelve ya sobre sus pasos, mirándolo de frente. Un instante se cruzan en el airé aquellas dos miradas extrañamente iguales… y el notario, tras contemplarles, indaga con suavidad:
—¿No sabes lo que eras del señor Bertolozi? Probablemente, vecino nada más… ¿Eres de la aldea de pescadores que está allá abajo?
—No… Yo vivo  aquí… El señor Bertolozi era… Era mí: padre…
—Efectivamente —suspira D'Autremont—. Creo que este mu¬chacho es hijo de Andrés Bertolozi y de su infortunada esposa. La enfermedad y el alcohol debieron enloquecer a Bertolozi en sus últimos tiempos… Ha debido decir tantas cosas extra¬ñas, que el pobre muchacho está trastornado…
Su mano temblorosa ha querido posarse en la cabeza de Juan, que con un brusco movimiento lo esquiva. Luego, con gesto de desaliento, D'Autremont sale lentamente de la cabana, y Noel va tras él. Unos pasos más adelante se detiene y el no¬tario interroga a su amigo:
       —¿Me permite preguntarle qué va usted a hacer?
—Haré que sepulten a BertoÍozi con decencia. ¿Querría ocu¬parse de eso? —contesta D'Autremont con tristeza, sereno, ya dueño de sus emociones.
—Naturalmente, si usted lo dispone…
—Pienso salir para mis tierras mañana, de madrugada…
—¿Y el muchacho?
—Lo llevaré conmigo.
—¡Ah… ¡ ¿Pero querrá irse?' No creo que ustedes hayan simpatizado.                                 –
—Confio en su buena mafia para conquistarlo. Noel.
—Perdóneme una última pregunta. ¿Leyó, por fin, la fa¬mosa carta?
—La leí y la rompí en el acto. Sólo decía locuras y dispa¬rates. Por eso sé que Andrés BertoÍozi estaba completamente loco. ¡Absolutamente trastornado!
Pedro Noel se ha llevado al muchacho, alejándolo un tanto de la cabaña, rumbo al camino que por otra vía comunica con la ciudad aquel paraje desolado. Han pasado las horas, y los oscuros y rutinarios trámites para dar sepultura al cuerpo de Bertolozi tocan ya a su fin. Sólo queda aquel último punto delicado que Francisco D'Autremont encargara a su diplomático amigo y notario.
—El señor D'Autremont va a llevarte con él. ¿Sabes lo que eso significa? Te llevará a su casa, donde van a tratarte bien, donde hay toda clase de comodidades. Tu vida va a cambiar…
—¡No… no quiero! —protesta el muchacho, huraño.
—¿Que no quieres? No puedo creerlo. Seguramente no he logrado que entiendas mis palabras… El señor BertoÍozi ha muerto. No te queda nada qué hacer por acá.
—¡No quiero irme!
    —No seas terco… Vas a una hermosa casa donde gozarás de todas las comodidades, donde vivirás como un ser humano. El señor D'Aütremont quiere ampararte, es muy bueno…
—¡No! ¡No! ¡No es verdad! ¡No quiero ir con él!
—Pues tendrás que hacerlo, por las buenas o por las ma¬las. No van a hacerte ningún daño… Al contrario… Pero será peor para tí que te lleven a la fuerza, metido en un saco como un mono salvaje.
—jSi me llevan a la fuerza, me escaparé!
—Y te volverán a atrapar… —dice el notario, afectuoso—. Pero, ¿por qué eres tan terco, muchacho? Mira… ¿quieres que hagamos un trato? Yo voy a ir con ustedes; pasaré dos o tres días en Campo Real, que es la hacienda del señor D'Autremont. Si no quieres quedarte allí, cuando yo regrese para Saint-Pierre, te traigo.                                                 
—¿Por qué no me deja con usted desde ahora? Yo sé tra¬bajar en muchas cosas: cortar leña, cuidar caballos… Yo…
—Perfectamente. Te ocuparás de todo eso cuando volvamos a casa. Pero, por el momento, tienes que complacer al señor D'Aütremont. Te equivocas al pensar que no es bueno; es bue¬no y generoso, posee una linda casa de campo, su esposa es una bella dama, distinguida y amable, y tiene un hilo que poco más o menos tendrá tus mismos años. Seguramente te querrá para que estés con él, para que le acompañes en sus juegos y seas algo así como su pequeño lacayo. Lo vas a pasar bien, Juan.
—Yo prefiero quedarme con usted… o que me dejen solo.
—Solo no vamos a dejarte. Yo te llevo, y…
—Y me trae… Me trae después… me da su palabra… ¡Yo no quiero quedarme allá!
—Bien, hombre, bien. Te llevo y te traigo. Eres un ingrato con el señor D'Autremont. Al menos, tienes que tratar de de¬mostrarle tu gratitud por su buena voluntad. Anda, ve para el coche, que allí viene él y tengo que hablarle.
—¿Qué pasa, amigo Noel? —pregunta D'Autremont.
—Se resistió bastante, pero logré amansarlo con la promesa de ir yo con ustedes y traerle de regreso si no se halla a gusto. El prefiere quedarse conmigo, y no lo tome usted a desaire. Es un muchacho raro, pero me temo que extraordinariamente inteligente a pesar de su aspecto rudo y salvaje.
—¿Temer? ¿Por qué?
—Es una manera de hablar. Al fin y al cabo, siempre es preferible tratar con inteligentes que con brutos. Este nos ha probado ser un valiente. El viaje que hizo anoche en ese bote, y con esa borrasca, precisa un temple que muchos hombres no hubieran tenido. Parece, además, altivo, reservado, con cierta dignidad natural. Nada de eso es común en quien vive como un mendigo. Se le ve cierta casta…
—¡Deje en paz su casta! Lo recojo porque supongo que era lo que quería pedirme Bertolozi, pero nada más. A mi esposa no tenemos por qué darle detalles de nada de eso. La imaginación de las mujeres todo lo enreda. Esperó que no se sorprenda usted demasiado si me oye contar alguna historia distinta referente al muchacho.
—Me temo que es usted quien va a enredarla, porque ape¬nas se peine y se lave la cara, ese muchacho no podrá pasar por ningún mestizo. ¿Se ha fijado en que es un buen mozo? Sus grandes ojos italianos recuerdan extraordinariamente a los de la infortunada Gina Bertolozi. ¿No se ha fijado?
Noel le ha observado, viéndole palidecer, apretar los la¬bios. .. Luego, Francisco D'Autremont encoge los hombros, forzando el gesto despreocupado, al comentar:
—No he tenido tiempo de mirarle bien a la cara. De un modo o de otro, ya se arreglarán las cosas. Y. en el peor de los casos, (todavía soy yo el que manda en mi casa).

3
—jMAMA.  MAMAITA.!.. POR ahí viene ya papá. ¡Por ahí viene.. .1
Brillantes los ojos de alegría, un momento encendidas por la emoción las mejillas, habitualmente pálidas que enmarcan los lacios cabellos rubios, un muchacho como de doce años ha entrado en la alcoba de la señora D'Autremont, que abre los ojos, incorporándose lentamente en la amplia hamaca en que descansa.
—¿Ya? ¿Es posible? ¡Pero si no lo esperaba yo hasta el sábado!                                                .
Sofía D.'Autremont tiene una belleza delicada y frágil… grandes ojos de color turquesa, cabellos rubios, suaves y lacios como los del muchacho, y, como éste, pálidas mejillas de color ámbar.
Un momento ha desaparecido su gesto doliente ante la noticia que acaba de traerle su hijo. Y ya de pie, da unos pasos apoyándose en los delgados hombros de éste.
—¿Estás seguro que es tu papá quien llega?
—Pues claro, mamá,  Sebastián vino corriendo a avisar. Di¬ce que desde i lo alto de la loma vio a papá en su caballo blan¬co, y detrás los tres coches de la caravana. A lo mejor vienen llenos de regalos…
—¿Para ti?
—Para ti, mamaíta. Si ha llegado barco de Francia, papá te traerá de todo: telas de seda, perfumes, bombones y todas esas cosas que siempre te trae. Yo le pedí un reloj de bolsillo. ¿Me lo traerá?
—Seguramente, hijo. Pero llama a mis doncellas… ,A Isa¬bel, a Ana… a la primera que encuentres. Tengo que peinar¬me, que vestirme…
-¡Señora, señora…! Dicen que el señor está llegando para acá —exclama Ana, la doncella, irrumpiendo en la alcoba.
—¿Tú ves? ¿Tú ves, mamaíta? (Ya. está aquí)
—1 Jesús! Ayúdame a peinarme. Ana. De cambiarme de ro¬pa no hay tiempo, pero…                           •
—La señora está, como siempre, linda y arreglada. No miente la doncella mestiza. Como siempre, la; señora D'Autreimont está impecable. Un fino traje blanco adornado con amplios encajes, medias de seda, zapatos de tacón Luis XV y un fino aderezo con el que muy bien podría presentarse en cualquier centro elegante de su tierra natal. Sin embargo, sólo está en la gran casa, centro de las plantaciones de Campo Real, mansión enorme y sólida, de amplísimas estancias suntuosas, grandes lámparas y pisos brillantes como espejos; tan lujosa, tan señorial, con sus' lunas de Venecia y sus consolas doradas, que resulta anacrónica en el corazón de aquella isla americana, tórrida y salvaje; pero es digna morada ,de la frágil dama que avanza paso a paso sobre el pulido parquet, una mano apoyada en el brazo de su doncella favorita, otra sobre la dorada cabeza de aquel hijo único tan extraordinariamente pareado a ella.
—¡Ahí está papal —grita el muchacho, alejándose alborozado. Ha corrido al encuentro del jinete que ya se detiene frente a la entrada principal y desmonta de un salto del brioso caba¬llo, arrojando las riendas a la media docena de sirvientes que han acudido para atenderle y saludarle. Y desde la semipenumbra de la ancha galería, Sofía D'Autremont contempla, con ojos de celosa enamorada, la figura varonil, altanera y'gallarda, an¬te la que todos se inclinan, porque él amo de Campo Real es soberano indiscutible de la tierra que pisa.
—¿Me trajiste el reloj, papá?
—No; hijo. No tuve tiempo de buscarlo.
—¿Y la caja de colores? ¿Y las cuerdas para mi mandolina?
—Lo siento, pero en este viaje no hubo tiempo para bus¬car nada.
—Francisco… —murmura Sofía, acercándose a su esposo.
—Sofía… ¿cómo estás? —indaga D'Autremont, afectuoso y tierno.
—Como siempre… Pero dejemos mis achaques. ¿Cómo es que has regresado tan pronto? Todavía no te esperábamos…
—Supongo que no te disgusta el que haya adelantado mi regreso —contesta D'Autremont en tono jovial.
—¿Disgustarme? ¡Qué cosas -dices! Es una sorpresa gratísi¬ma; pero una sorpresa, al fin y al cabo. ¿Qué pasó? ¿No llegó la fragata que esperaban? ¿Suspendieron las fiestas preparadas en honor del Mariscal Pontmercy? ¿O acaso le traes tú?
—¡Oh, no, no!.Ni siquiera he visto al Mariscal Pontmercy.
—¿Qué ha pasado? ¿Alguna desgracia? El tiempo ha estado terrible estos últimos días…
—No, ninguna desgracia. La fragata entró sin novedad y las fiestas deben estarse celebrando.
—Pero…         
—No me interesó quedarme a ellas, Sofía. Eso es todo.
        —Pensé que te agradaría departir con un compatriota ilustre. Seguramente traerá cosas interesantes qué contar. Podría¬mos tener noticias…
        —¿Chismes de salón o intrigas políticas? ¿Para qué puede servirnos aquí, querida? Estamos a siete mil millas de Francia y hasta el sol nos alumbra a distintas horas.
—No por eso podemos olvidar a nuestra patria—le repro¬cha Sofía.
        —Mi patria es ésta, querida. Porque aquí está mi casa, está .mi hijo y estás tú. En esta isla, que sólo para tu salud ha sido inhospitalaria. ¿Pero'no sientes curiosidad en ver lo que , te traigo?                .
     — Se ha vuelto hada el macizo de flores que envuelve la es¬calinata, entrada principal de aquella mansión, donde acaban de detenerse los tres carruajes que forman la caravana que le seguía. Uno totalmente vacío, del otro descienden ya sus servi¬dores particulares, y del tercero, que es el más próximo,, baja Pedro Noel casi arrastrando al hosco muchacho que ha sido su compañero de viaje. Las finas cejas de la señora D'Autremont se juntan en un gesto de extrañeza que es casi, casi de disgus¬to, al comentar:
—Pedro Noel….' ¿Pero a quién trae?
—A alguien que puede entretener tus ratos de ocio y los de nuestro hijo Renato —explica  D'Autremont.
—¡Un muchacho!— salta, alegremente, Renato—. ¡Me tra¬jiste un amigo, papá!
—Justamente. Has dicho la palabra exacta. Te he traído un amigo. Me agrada mucho que lo hayas entendido en el pri¬mer momento. Un amigo, un compañero….
—¿Pero qué estás diciendo. Francisco? —interrumpe Sofía, con disgusto reprimido.
—Traiga usted a Juan, Noel —le indica a éste, D'Autremont.
        —Señora D'Autremont —saluda Pedro Noel, aproximándo¬se—, es un gran honor para mí el poder presentarle mis respe¬tos. —Luego, dirigiéndose a Renato, exclama—: ¡Hola, buen mozo!                
       —Buenos días, señor Noel —corresponde Renato.
—Este es Juan… —explica D'Autremont, presentándolo.-
—¿Juan? ¿Juan qué? —quiere saber-, Sofía.
—Por el momento, Juan a secas. Es un huérfano desampa¬rado, para el que espero no falte un rincón en esta casa tan grande.
—Juán… a secas, ¿eh? —recalca Sofía, con retintín.
—También me llaman Juan del Diablo —aclara el hosco muchacho, imperturbable.
—Jesús, María y José —se escandaliza la doncella per¬signándose.
— Hay un momento de estupor general, y también alguna risa ahogada, cuando Noel, mundano, interviene:
—Excúselo, señora. El diamante todavía está sin tallar.
—Ya lo veo… Y sin separarlo de la broza —dice Sofía, en tono mordaz—. Los caballeros son una verdadera calamidad. A ninguno de los dos se les ha ocurrido bañar a este muchacho antes de meterlo en el coche.
—Es un olvido que puede remediarse —explica D'Autremont, conteniendo su manifiesto disgusto—. Hazte cargo de él, Ana. Llévalo al baño, arréglalo, péinalo y ponle ropa limpia de Renato.
—¿De Renato? —se extraña Sofía.
—No creo que ya pueda usar la mía.
—Ni cabe en la de mi hijo.
—Todo puede compaginarse —interviene Noel, concilia¬dor—. Seguramente no faltará ropa de alguien, que pueda ser¬virle.
—La negra Paula es la encargada de la ropa de los jorna¬leros —aclara despectiva la. señora D'Autremont—. Pídele una camisa-y unos pantalones para este muchacho. Ana.
—Yo "tengo un traje que me queda grande, mamá —ofrece Renato—. Todavía no lo he estrenado, precisamente por eso: Es el de paño azul…
—Lo mandaron de regalo tus tíos desde Francia —se opone Sofía con creciente disgusto.
—Se lo ha ofrecido de buena voluntad —comenta D'Autremont en tono suave, pero con determinación—. No le cortes el impulso generoso, Sofía; Nuestro Renato tiene; ropa para vestir a diez muchachos. Ve con Juan y con Ana, hijo, y piensa que, para él éste es un mundo nuevo por el que tú. vas a guiarlo. —Volviéndose a su esposa, le suplica con amabilidad—: Tú ven conmigo, querida. Yo también voy a ponerme un poco más presentable. —Y alzando la voz, llama al criado—: Bautista… Lleva al señor Noel a la habitación que suele ocupar y encár¬gate de que nada le falte.
—Por mí no se molesten —se disculpa Noel—. Me considero de la casa.
—Y lo es. Dentro de media hora, Sofía nos hará servir un aperitivo que tomaremos juntos antes de sentarnos a la mesa, ¿verdad? Hoy te veo muy bien, tienes muy buena cara, Sofía. ., Seguramente podrás acompañarnos y será. un gran placer para nosotros. La mesa es otra cuando tú nos acompañas…
Ha salido Pedro Noel, seguido por-el criado, y quedan so¬los los esposos D'Autremont. Sofía no puede ocultar los celos que le corroen el alma, al preguntar:
 —¿Quién es ese muchacho?
    —Sofía querida, cálmate…
—Y tú respóndeme… ¿Quién es ese muchacho? ¿De dónde lo sacaste y . para qué le has traído aquí? ¿Por qué no me contestas?
.  —Voy a contestarte, pero por partes. Se llama Juan y es un huérfano…                 –                         –
  —Eso ya lo dijiste —le interrumpe Sofía, nerviosa—, y es lo único que sé. Se llama Juan del Diablo… una respuesta bas¬tante insolente de su parte, cuando nadie le preguntaba nada.
—No hay insolencia en su respuesta, Sofía. Se trata del apodo que seguramente le daban los pescadores, por el lugar en que estaba ubicada la cabaña de sus padres.
—¿Qué lugar era ése?              
—Bueno… cerca de lo que llaman el Cabo del Diablo. —D'Autremont intenta restarle importancia—. Hay allí una al¬dea de gentes muy humildes, muy pobres, que remiendan redes y componen barcos. Entre esa pobre gente…
—Entre esa pobre gente hay muchos huérfanos, hay muchos muchachos mendigos y miserables en los arrabales de Saint-Pierre. Jamás se te ocurrió traer a ninguno, y mucho menos dárselo a tu hijo como amigo… como hermano, diría yo.
—iSofia!
—¡Es la forma en que has traído a ese pordiosero! —excla¬ma Sofía, arrebatada ya por la ira—. Y creo que tengo derecho a preguntarte: ¿por qué lo traes así? ¿Qué tienes tú qué ver con él? ¿Por qué no puede vestirse con ropa de los jornaleros, y pretendes que estrene los trajes de Renato? ¿Por qué ha de ser nuestro hijo quien tiene que darle la bienvenida, y es en esta casa donde hemos de encontrarle un rincón, habiendo cien barracones de jornaleros donde siempre cabe uno más?
—Siempre te tuve por mujer de nobles y generosos senti¬mientos cristianos, Sofía.
—No me falta la caridad para tos desgraciados, y más de una vez te pareció excesiva.
—Cuando se trataba de desmoralizar a. los que son mis ser¬vidores, a los que por fuerza tengo que hacer que me conozcan como señor y amo. No puede manejarse una hacienda, que es como una provincia, sin el respeto absoluto a una autoridad, sin disciplina y sin castigos que obliguen a respetarla. Por eso discutimos en más de una ocasión. En este caso..-.
—En esté caso, todo es diferente. Lo sé, lo veo y lo palpo. No es una obra de caridad lo que estás haciendo. Es una obra de reparación. Ese muchacho te importa por ti mismo. Te im¬porta mucho… demasiado…
—Pues bien, Sofía… Sí… Voy a decirte al verdad. Ese muchacho es el hijo de un hombre con el que yo me porté mal. Un hombre que se arruinó por culpa mía. Ha muerto deján¬dolo en la más espantosa miseria. Creo un deber de conciencia. ampararlo. —Duda un momento—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me mi¬ras de ese modo? ¿Es que no me crees?
—Me parece muy extraño. Has arruinado a muchos, y no trajiste sus hijas a casa… Mejor cabría pensar la historia de otro modo. ¡Ese muchacho es el hijo de una mujer a la que tú has amado 1
Con esa acusación recta y precisa, como un venablo dispa¬rado contra la fría coraza de indiferencia con que en vano pre¬tende revestirse Francisco D'Autremont, han ido las palabras de Sofía dando justamente en el blanco. Por un momento ha pa¬reado a punto de estallar en uno de sus arranques de violenta cólera. Luego, lentamente, se ha dominado, porque aquella mujercita rubia y frágil, doliente como una flor de estufa, es la única persona que parece tener la facultad de amansar en él los ímpetus bravios, de resolver sus tormentas en una sonrisa o en un gesto ambiguo que cuaja después en forzada actitud galante.                   
—¿Por qué te empeñas en pensar siempre lo que más pue¬da mortificarte? •-. —Pienso mal para acertar… y acierto, por desgracia.
—En este caso, no. .
—En este caso más que en ninguno. ¿De qué amor es el fruto esa criatura? ¿Por qué no tiene nombre? Ese hombre a quien arruinaste, a quien quieres satisfacer recogiéndole el hijo, ¿qué apellido tenía? ¿Cómo se llamaba?
—Bueno, el caso es que el muchacho es hijo natural de este hombre de que hablo, que no llegó a darle el apellido… Se descuidó, son cosas que pasan. Al prometerle hacerme cargo de él, tranquilizaba, además, su conciencia. Y no querrás que falte a la promesa que hice a un hombre que murió bendiciéndome, sólo porque en esa linda cabecita le ha entrado una idea tan descabellada como la que acabas de manifestar.
—No vas a ablandarme con historias sentimentales…
—Entonces tendré que concretar las cosas: he prometido, he jurado ayudar al muchacho.. No creo que pueda molestarte en lo más mínimo. Yo mismo me encargaré de educarlo…
—¿Cómo a otro hijo…? —insinúa amargamente Sofía.
—Como un amigo y leal servidor de Renato —corta, tajante, D'Autremont—. Le enseñaré a quererlo, a defenderlo," a prestar¬le su ayuda y su protección cuando llegue el caso.
—¿Su protección?
—¿Por qué no? Nuestro hijo no es fuerte ni audaz.
—Me lo echas en cara como si yo fuera la culpable.
—No, Sofía, no quiero llevar esta discusión adelante, pero si hemos de considerar la verdad, nuestro hijo, por un exceso de cuidados y mimos de tu parte, no es lo que debiera ser para las luchas y responsabilidades que caerán sobre él el día de ma¬ñana. Ya te lo dije antes: le falta valor, fuerza, audacia. Tiempo es que comience a adquirirlas cuanto antes'.
—Mi hijo irá a educarse a Europa. No quiero que se haga hombre en este medio salvaje.
—Tengo para él proyectos contrarios: quiero que se haga hombre aquí, que conozca a fondo el terreno en que ha de des¬envolverse, que sepa gobernar, el día de mañana, el pequeño reino que voy a legarle. Si hubiéramos tenido una niña, serías tú la que dijeras sobre ella la última palabra. F.S un muchacho y necesito que se haga un hombre. Por eso hablo y mando.,
—¿Y ese chiquillo que trajiste…?
—Ese chiquillo es casi un hombre ya, y servirá a las mil maravillas para mi empeño. Me encargaré de enseñarle que to¬do se lo debe a Renato y que es su deber dar la vida por él si es preciso. [Esa será mi venganza!
—¿Venganza de qué?
—Del destino, de la suerte, o como quieras llamarle. Te rue¬go que no hablemos más del asunto, Sofía. Déjame a mí arre¬glar las cosas.
—¡Júrame que lo que me has dicho es verdad!
—Puedo jurártelo. No te he dicho nada que sea mentira. Además, no estoy haciendo nada con carácter definitivo. Sólo trato de darle al muchacho una oportunidad de probar que vale la pena ayudarlo. De lo que él me demuestre ser, dependerá su porvenir. Si tiene en las venas la sangre que dice que tiene, sabrá demostrarlo.
—¿Qué sangre?
—¿Dan ustedes su permiso? —Es Pedro Noel, que llega en el preciso instante en que la situación se hace ya insostenible entre los esposos.
—Adelante, Noel —invita D'Autremont, aspirando profun¬damente y agradeciendo en su fuero interno la llegada de su amigo—. Llega usted en el momento oportuno de que tomemos ese aperitivo de que hablé antes. No te molestes, Sofía. Yo mismo ordenaré que lo traigan. —Y al decir esto se aleja, de¬jando solos a Sofía y a Noel.
Sofía ha hecho un vago ademán de detenerle, tensa el alma en la respuesta no obtenida a sus últimas palabras, pero queda inmóvil, turbada por aquella mirada con que Pedro Noel parece envolverla, adivinando hasta sus más recónditos pensamientos.
—A veces vale más no ahondar demasiado en las cosas, ¿ver¬dad? Admitir, sin profundizar demasiado, que hasta los mejores hombres tienen, caprichos, debilidades y cometen errores lamen¬tables, que con un poco de indulgencia pueden disimularse,-evi¬tando males mayores.
—¿Qué trata de decirme, señor Noel?
—En concreto nada, señora. Hablaba por hablar, como ha¬blo muchas veces; pero mientras cruzaba esta preciosa casa, pa¬ra acercarme aquí, pensaba que son ustedes un matrimonio real¬mente dichoso y que conservar esa felicidad merece cualquier pequeño sacrificio de amor propio.
—¿Para qué me está preparando. Noel?
—Para nada, señora… ¡qué ocurrencia! Es usted demasiado sensata para necesitar de un consejo mío, mas si por casualidad me preguntara cuál es en mi opinión la mejor forma de lle¬varse con el señor D'Autremont, yo le respondería que esperara. Mi padre, que fue notario de los D'Autremont, en Francia, me decía siempre: "La cólera de un D'Autremont es como un hu¬racán: violenta, pero pasajera". Oponerse a ella en el momento del arrebato, es una verdadera locura. Pero pronto pasa, y en¬tonces es el momento de reparar lo que destrozaron…

4
—¿VES QUE BIEN estás? Pareces otro. Mírate en el espe¬jo —dice Renato a Juan.
—¿El espejo… ?
—El espejo, claro… Aquí. Mírate. ¿No habías visto nunca un espejo?
—Tan grande, no. Es como un pedazo de agua quieta.
—No le pases la mano, que lo empañas —prohibe Bautis¬ta, el criado—. ¡Habráse visto el salvaje.. .!
—Déjale en paz. Papá dijo que no lo molestara nadie.


—¿Y quién lo está molestando? ¿Qué más quiere él? Juan ha retrocedido un paso para mirarse de pies a cabeza en el espejo que tiene delante. Es, efectivamente, como un gran trozo de agua quieta que le devuelve entera su imagen… una imagen en la que parece otro, aunque es la primera vez, en los doce años de su vida, que puede contemplarse como ahora lo está haciendo. Hay un gran asombro de si mismo en la oscura mirada. Aunque tiene la misma edad que Renato D'Autremont, es bastante más alto; su cuerpo, delgado y musculoso, tiene agi¬lidad de felino; sus manos son anchas y fuertes, casi como las de un hombre; su frente es amplia y altanera, y sus rizados ca¬bellos negros, ahora peinados hacia atrás, la dejan libre, dán¬dole un vago parecido con el señor de Campo Real; la nariz es recta; la boca, firme y apretada en gesto amargo, que haría demasiado duro aquel rostro infantil sin los grandes ojos ne¬gros, aterciopelados… aquellos admirables ojos italianos, igua¬les a los de Gina Bertolozi.
—Ahora, ven para que te vean papá y mamá.
—¿Con el señor…? ¿Con la señora…?
—¡Pues claro! El señor y la señora son papá y mamá.
—Para ti, pero no para éste —interviene Bautista, despec¬tivo—. Yo creo que no debes llevarlo al salón.


—¿Por qué no? Papá me dijo que tenía que enseñarle toda la casa, mis libros, mis cuadernos, mis trebejos de pintar, mi mandolina y mi piano.
—Enséñale todo lo que gustes, mas si no quieres disgustar a la señora, 'no lo lleves al salón, ni a su cuarto, ni a donde ella pueda mirarle. ¿Entendiste? Y tú, entiéndelo también: si quie¬res quedarte en esta casa, no te pongas por delante a la señora.
Solo, en aquella aislada habitación que es a la vez biblio¬teca y despacho, Francisco D'Autremont ha vuelto a leer la carta que hundiera, arrugada, en sus bolsillos. La ha leído len¬tamente, desmenuzándola, deteniéndose en cada palabra, tratan¬do de penetrar hasta el fondo cada una de sus frases. Después va hacia la pared central y, apartando unos libros, busca en el fondo de un estante la puerta disimulada de una pequeña caja de hierro, y arroja allí el papel, como si le quemara las manos.
—¡Eh! ¿Quién anda ahi? —indaga al oir cerrarse, cautelosa¬mente, una puerta.
—Yo, papá.
—Renato, ¿qué haces escondiéndote en mi despacho?
—No estaba escondiéndome, papá. Entraba para darte las buenas noches…
—En todo el día no había vuelto a verte. ¿Dónde estabas?
—Con Juan…


—Podías haberte acercado con Juan. ¿Cómo le quedó, por fin, tu traje?
—Como hecho para él. A mí me quedaba grande, muy gran¬de. Lo que no le sirvieron fueron mis zapatos. Se lo mandé de¬cir a mamá con Bautista, mas ella dijo que no importaba que estuviera descalzo. Pero eso es feo, ¿verdad?
—Sí, muy feo. ¿Dónde está ahora Juan?
—Lo mandaron acostarse.
—¿Dónde… ?


—En el último cuarto del patio de los criados —explica el muchacho, en tono compungido—. Bautista dijo que así lo man¬daba mamá.
—¡Ya! ¿Y por qué no te acercaste a mí en todo el día?
—Porque andaba con Juan, y Bautista dijo que mamá no quería que Juan se le pusiera por delante. Y como tú has es¬tado todo el día con mamá… Claro que tú me habías manda¬do llevarlo por toda la casa, mas como dijo eso Bautista… ¿Hice mal?
—No. Tienes que obedecer a tu madre, como es natural.


—¿Y a tí no?
—A mí más que a nadie —contesta D'Autremont, tajante—, Mañana nos pondremos de acuerdo tu madre y yo. Ahora, ve a acostarte. Buenas noches. ..
—Buenas noches, papá.


—Aguarda… ¿Qué te parece Juan?             
—Me encanta.
—¿Te has divertido con él? ¿Has jugado? ¿Le has enseñado tus cosas?
—Si, pero no le gustaron. Estaba muy serio y muy triste. Después salimos al jardín… nos fuimos más allá, y entonces comenzó lo bueno: Juan sabe montarse en los caballos sin en¬sillarlos, y tirar piedras, tan fuerte y tan alto, que alcanza a los pájaros que van volando… Y caza lagartijas y sapos. Cogió viva una serpiente con una horqueta que hizo de un palo, y le dio vuelta y la metió en una caja. Y no lo mordió, porque él sabe cómo agarrarla. Me dijo que si tuviéramos un bote iba yo a ver cómo se pesca… porque él sabe tirar las redes y sa¬car peces.


—Me lo imagino. Supongo que ése fue. su oficio.
—¿De veras, papá? ¿No es mentira que él puede andar solo en un bote por' el mar?
—No es mentira… pero sigue contándome. ¿Qué más pa¬só con Juan?
—Se burlaron de él en la barranca porque andaba descalzo y con mi traje de paño azul… Le dio una trompada al que estaba más cerca, el cual era más grande que él, y lo tiró de espaldas. Los demás se fueron. Pero no vas a castigarlo, ¿ver¬dad, papá?
—No. Hizo lo que me gustaría que tú hicieras si se rieran de ti alguna vez.
—Pero de mí no se ríe nadie… Se quitan el sombrero cuando paso, y si los dejo, me besan la mano.


D'Autremont se ha puesto de pie con gesto extraño. Ha acariciado la rubia y lacia cabellera de su hijo; lo empuja sua¬vemente hasta la puerta del despacho y lo despide:
—Vete a dormir, Renato. Hasta mañana.


Francisco D'Autremont ha cruzado su enorme casa, llevan¬do en la mano una pequeña lámpara de petróleo, ha atravesado el patio de los criados hasta llegar a la entornada puerta de aquel último cuarto, donde sobre un jergón de paja, rendido por las duras emociones del día, duerme el pequeño Juan.


Un instante alza la luz, iluminándolo. Mira el pecho des¬nudo, la cabeza bien formada, el rostro de nobles y regulares rasgos… Así, con, los ojos cerrados, parece borrarse en él el parecido maternal, y los duros rasgos de la raza paterna desta¬can en el rostro infantil…


—¡Hijo! ¿Hijo mío…? ¡Quizás… Quizás… ¡ Una duda sutil y penetrante, una duda que al brotar pare¬ce romper en su corazón algo duro y frío, subiéndole del pecho a la garganta, como puede subir la lengua quemante de una llama, ha inundado el alma de Francisco D'Autremont. Solo, contemplando a aquel niño que duerme, ha sentido por fin el impulso buscado en vano desde antes… Puede que Bertolozi no mintiera, puede que fueran verdad sus últimas palabras… Y, por primera vez, no es un sentimiento indefinible, mezcla de curiosidad y rencor, lo que le llena el alma. Es como un hondo orgullo, como una profunda satisfacción, un violento deseo de que, en verdad, sea de su propio tronco aquélla rama robusta, ruda y audaz, síntesis ardiente de su espíritu de aventura y de combate. Cualquier hombre podría estar orgulloso de pensar hijo suyo a aquel muchacho extraordinario, endurecido como un hombre frente a la desgracia, y la pregunta se hace afirma¬ción en sus labios:
—¡Hijo mío! ¡Sí! ¡Hijo mío…!


Con emoción que le hace temblar, descubre los rasgos igua¬les: la frente recta y altanera, las cejas anchas y pobladas, el enérgico mentón cuadrado y duro, los largos brazos musculosos, el pecho alto y ancho… y, por contraste doloroso, piensa en Renato, rubio y frágil, aun cuando brilla en sus ojos claros la mirada de una inteligencia superior; en Renato, tan igual a su madre, heredero legal de su fortuna y su apellido, su único hijo ante el mundo…


—¡Francisco! —le interpela Sofía con voz alterada, penetran¬do en el humilde recinto—. ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? ¿Qué significa esto?
—Soy yo el que puedo preguntarte —dice D'Autremont, re¬haciéndose de la sorpresa-. ¿Qué significa esto, Sofía? ¿Por qué no estás ya descansando?
—¿Puedo acaso descansar, cuando tú…?
—Cuando yo, ¿qué? ¡Acaba!


—Nada… pero quisiera saber desde cuándo vas tú, con una lámpara, comprobando y velando el sueño de los criados.
—¡No es un criado!
—¿Qué es? ¡Dilo de una vez! ¡Dilol
—¿Eh? ¿Qué? —es Juan que despierta a causa de las alte¬radas voces—. El señor D'Autremont… La señora…


—No te muevas… quédate donde estás… Duerme… des¬cansa. .. y mañana ve a buscarme en cuanto te levantes —le aconseja D'Autremont.
—¡Para que me hagas el favor de llevártelo de esta casa!
—¡Calla! ¡No vamos a hablar delante del muchacho! Bruscamente la ha tomado del brazo, obligándola a salir al patio, encendidos los ojos con aquel arrebato de cólera vio¬lenta que le es tan peculiar, y con ira a duras penas contenida, la acusa:
—¿Es que has perdido el juicio, Sofía?
—¿Crees que me falta razón para perderlo? —se exalta So¬fía—. ¿Crees que no tengo motivos para estar desesperada? ¡Es¬tabas ahí, viéndole dormir, contemplándole como nunca miraste a nuestro Renato!
—¡Basta, Sofía, basta…!


—¡Ese niño es tu hijo! No puedes negarlo. Es tu hijo. Tu hijo… y de alguna de esas perdidas con las que siempre me has engañado. ¿De qué charca lo sacaste para traerlo a mi ho¬gar, para darlo por compañero a mi hijo?
—¿Vas a callarte?
—¡No! ¡No me callaré! ¡Que me oigan los sordos! ¡Porque no voy a tolerarlo! ¡Es hijo tuyo y no lo quiero aquí! ¡Sácalo de esta casa! ¡Sácalo, o seré yo la salga con mi hijo!
—¿Quieres dar un escándalo?


—¡No me importa! ¡Saldré para Saint-Pierre! El Goberna¬dor. ..
—¡El Gobernador no hace sino lo que a mí me de la gana!
—asegura D'Autremont bajando el tono de voz, que lo vuelve más amenazador—. ¡Vas a hacer el ridículo!
—El Mariscal Pontmercy fue amigo de mi padre, conoce a mis hermanos… ¡El tendrá que ampararme! ¡Porque yo…!
—¡Calla! ¡Calla!
—¡Papá.. .! ¿Qué le haces a mamá…? —grita Renato, acer¬cándose angustiado.
D'Autremont ha soltado el cuello blanco que ya locamente apretaban sus manos; ha retrocedido tambaleante, mientras su hijo le hace frente con impulso fiero:
—¡No la toques! ¡No le hagas daño, porque yo… yo…!
—¡Renato! —reprende D'Autremont.
—¡Yo te mato si tú le pegas a mamá!


D'Autremont ha retrocedido aun más, apagada de pronto su rabia, totalmente desconcertado… Un momento mira sus manos que llegaron hasta el cuello de Sofía, luego; bruscamente, vuelve la espalda y se pierde entre las sombras…
—¡Renato!… ¡Hijo!…. —exclama Sofía, rompiendo a llorar.
—Nadie te hará daño, mamá. Nadie va a hacerte nunca daño. Al que te haga daño, ¡yo lo mato!
 

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