El tiro por la culata

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Joan Butler

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El sol de. la mañana calentaba con sus brillantes rayos el pequeño archipiélago, conocido por el nombre de Islas Vine., Sus resplandores iluminaban el mar azul agitado por un viento sudeste en el hemisferio sur.  Sobre las protegidas bahías donde coloreadas medusas salen. a flor de agua para saludar el nuevo día entre platanales y entre higueras, sobre verdes terrazas con viñas, rodeado, de piscinas, de campos de golf y de tenis, se ve un edificio majestuoso e impresionante, el «Hotel Bacchus», El astro del día enviaba, al mismo tiempo, luz y calor a la ciudad de Grapejuice y a los barcos, yates y gabarras de transporte de fruta que había en la Bahía. Finalmente, como empeñado en hacer algo más serio, se detuvo para acariciar con sus rayos a Hiram. J. Guggenthal.

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Hiram J. Guggenthal, como las medusas en las bahías, saludó el nuevo día con una sonrisa y un gesto de aprobación. Sólo en una cosa era diferente su modo de saludar a la: aurora al de aquellos seres mudos: en que él estaba fumando un puro. Con el cigarro entre los dientes y las manos en los bolsillos, paseaba su mirada por las tranquilas aguas que lamían las doradas arenas de la playa.


Era un hombre robusto, que acababa de cumplir los sesenta años, con un rostro que parecía un bloque de granito y una mirada penetrante capaz de abrir agujeros en una chapa de acero. Aquella mañana había abandonado el lecho muy temprano por una poderosa razón. El popular y lujoso trasatlántico Sultan of Serampore había entrado muy tarde en el puerto, la noche anterior. Además de los pasajeros comunes, iba a bordo el personal– entero de la casa productora de películas «Glittero Film Corporation»,

acompañado por Adolf Huffenbaum en persona. Venían a las Islas Vine a rodar una película y habían reservado habitaciones en el «Hotel Bacchus» por todo el tiempo que habría de durar su estancia allí. Hiram era el único propietario del hotel y tenía la dulce esperanza de explotarlos a todos de lo lindo, tanto individualmente como en masa.
Dejo que su mirada pensativa reposara sobre la enorme mole del buque. Salvo la presencia de los marineros que fregaban la cubierta, se veían pocas señales de vida a bordo. Los pasajeros no habían sido echados todavía de sus literas Por el sonido melodioso del gongo llamando al desayuno. El Sultan of Serampore flotaba fatigado y ocioso. Dos cintas gemelas de humo salían ondulantes de los cañones de sus chimeneas pintadas de amarillo.


Más cerca, se desarrollaba una escena de mayor actividad, más digna de despertar el interés humano. Durante la noche un pequeño yate blanco había anclado a unos centenares de yardas de distancia del muelle. Sobre la cubierta de esta embarcación Hiram vio aparecer la figura de un hombre joven vestido con un traje de baño y una chaqueta de cuero. Sin vacilar un momento se arrojó al agua y nadó alrededor del yate poco más de diez minutos. Subió de nuevo a bordo, se secó y vigorizó sus músculos con rápidas y fuertes friegas con un trapo de dril de fabricación sueca. Esto hizo reír a Hiram J. Guggenthal de bonísima gana. Aún estaba riéndose cuando el joven desapareció bajo cubierta. El joven no tenía el menor presentimiento de lo que el Destino le reservaba.
El muchacho, volvió a salir al cabo de poco rato, esta vez ya del todo vestido, con unos pantalones de franela gris, camisa y chaqueta. Sirviéndose con maña del palo mayor, de un par de poleas y de un cabo de cuerda, botó al agua una diminuta canoa, bajó del yate gateando, embarcó en la canoa los remos y se dirigió hacia el muelle. Daba tan vigorosos golpes de remo, que había momentos en que la canoa parecía saltar sobre el agua para lanzarse al aire.


Hiram J. Guggenthal. con una ancha sonrisa de salutación, bajó al muelle para darle la bienvenida.
La conducta de Hiram no obedecía a una expansión generosa de su corazón. No tenía costumbre de recibir calurosamente a jóvenes mal vestidos que desembarcasen, de barcos pequeños. Jóvenes de esta clase llegaban a centenares, según creía él, pero, hasta entonces no había malgastado. el tiempo en esperarles en el muelle con la mano tendida. Su instinto le decía que la mayoría de aquellos muchachos eran seres necesitados y pobres. La magnificencia del palacio que era el «Hotel Bacchus» no se había hecho para ellos. Sin embargo,  el joven de la canoa era diferente. Se trataba de un antiguo amigo que no miraba cómo gastaba el dinero. Hiram, con el cigarro en un extremo de la boca, con un brillo nuevo en sus cansadas pupilas, se adelantó a recibir al recién llegado dando gritos de alegría y pronunciando palabras de bienvenida.
–¡Hola, Mr. Dawlish! ¡Que sorpresa tan agradable! ¡Hola Gugg! –contestó Mr. Dawlish cortésmente–. ¿Por qué habla usted de sorpresa? Le envié un telegrama. ¿No lo ha recibido?


La cara de Guggenthal reflejó una ligera emoción, pero se rehizo en el acto.
–Sí, recibí un telegrama –admitió, Hiram con franqueza, Pero, mi querido Mr. Dawlish, llega usted con una semana de retraso. Creíamos que había cambiado de parecer.
No, no. Tuve un contratiempo en la Bahía que me hizo perder cuatro días. Luego tuve que ir a Lisboa para unas reparaciones. Nada de importancia, pero lo suficiente para hacerme demorar unos días.


–¡Qué lástima! –dijo Hiram con tristeza–. ¡Qué lástima tan grande!
Dawlish lo miró fijamente sospechando alguna cosa.
–¿Por qué es lástima? –preguntó con interés.
–Porque nos hemos visto obligados a tener que ceder sus habitaciones a otra persona.
–¡Es usted el mismísimo demonio! –refunfuñó Mr. Dawlish sin disimular que la noticia había sido un golpe para él.


Sin embargo, desarrugó el ceño. y aceptó la situación con filosofía. Sí hubiera podido pegar un puñetazo en la nariz a Gugg se lo hubiera propinado de muy buena gana.
–Bueno, ya que la cosa no tiene remedio, supongo que, por lo menos, podrá alojarme en cualquier sitio. No creo que esta vieja perrera este llena hasta los topes.
Hiram reprimió un estremecimiento de repulsión al oír una alusión tan poco respetuosa para el « Hotel Bacchus». Mordiendo con fuerza su cigarro, hizo un esfuerzo para contestar, con aquella finura y cortesía que tanta fama le había dado en ambos lados del Atlántico.


–Desde luego le buscaremos sitio donde pueda acomodarse, Mr. Dawlish. Pero debo decirle, con toda franqueza, que casi todas nuestras habitaciones han sido ya reservadas de antemano. De todos modos, me ocuparé personalmente de alojar a usted en una parte u otra.
–Me parece bien –dijo Mr. Dawlish. Un pensamiento acudió a su mente que le hizo advertir a Hiram J., apuntándole con el dedo–.¡Pero nada de dormir dos en una cama! Tenga bien presente esto, pedazo de alcornoque.
Está bien –dijo Hiram J., algo molesto.


–Me alegro de oírselo decir, Gugg. Cuando quiera algo por el estilo ya se lo pediré. Cuénteme, ¿por qué ha salido hoy tan temprano? ¿Espera huéspedes por casualidad?
–Eso es.
–¡Me lo figuraba! Al principio creí que había salido para admirar las bellezas del amanecer en los trópicos, pero descarté esta idea en seguida. ¿Va a desembarcar alguien del Sultan?
–Sí.
–Los desocupados de siempre, gente ociosa y rica, ¿no es, así?
Hiram J. mordisqueó con rabia su puro y tardó algún tiempo en contestar. Entretanto, Mr. Dawlish le observaba con curiosidad pensando que Guggenthal llevaba en su cabeza algo más que una escasa cosecha de cabellos. Como si unos buitres le devoraran las entrañas, había en la mirada del viejo Guggenthal un brillo acerado que presagiaba desgracias para alguna persona o personas desconocidas.
–Desembarca el personal de una casa productora de películas –confesó, al final, Hiram J.
–¿De una casa de películas?
–Sí, la «Glittero Film Company».


–Bien, bien –dijo Mr. Dawlish, impresionado–. ¡Quién se iba a imaginar esto!
–Vienen dirigidos por Mr. Adolf Huffenbaum en persona.
Este apellido parece escocés. Dígame, Gugg, ¿qué es lo que trae a esos tipos por aquí? ¿Vienen en viaje de placer?


–Nada de eso. Vienen a hacer una película.
–¡Que me lleve el diablo si lo entiendo! ¿Qué clase de película?
–Pues, no lo sé.
–Bien, yo se lo diré. Será uno de esos dramones que tienen, por escenario los mares de las Islas del Sur, en los que sale una heroína que lleva una falda hecha con hierbas y un collar hecho con dientes de tiburón, y en los que el protagonista, el galán, abanica la brisa con una barba rubia al propio tiempo que persigue, a la heroína por todos los ámbitos de la isla. En las escenas culminantes cantan dúos a la luna y arrancan plantas del suelo  para alimentarse. Cuando el bote llega para salvarlos, deciden quedarse donde están. Lo único que necesitan es quedar bien a los ojos ajenos y que el capitán suscriba una fe de matrimonio, Luego se esfuman entre una canción y un chiste, ¿no es eso?
–No digo que no –repuso con agrado, Hiram J.–. Lo que me preocupa es lo que puedan decir los visitantes habituales de la isla.
–Se lo tragarán.


–¿Cree usted?
–¡Claro! Se lo comerán con cuchara. Créame, Gugg, esta vez ha hecho usted su suerte.
–Me parece que sí –dijo Hiram J. dudando. Pero usted ya sabe cómo son esos cineastas.
–Algo he oído acerca de ello.
El viejo Guggenthal afirmó con la cabeza tristemente.
–Si se creen que han comprado el hotel van a verse sorprendidos con la llegada de un nuevo huésped. Eso es todo.
–Con esta explicación de usted, tengo bastante –dijo Mr. Dawlish cortésmente– ¿Es uno de ellos el que ocupa mis habitaciones?
–La estrella precisamente.
–¿La estrella? ¿Y quien es esa estrella?
–Penélope Barrington.
–No he oído ese nombre en mi vida.


–Pues ahora lo oye usted.
–¿Cuánto tiempo piensan estar aquí?
–No lo sé. Han reservado sus habitaciones por un mes.
–Bueno, Gugg, va usted a subirse a las nubes con esto. Va a llenarse los bolsillos de oro. Esos artistas de cine derrochan el dinero a su alrededor lo mismo que los patos hacen salpicar el agua.
Hiram J., que ya había pensado en ese aspecto de la situación, asintió. brevemente.
–Sí –dijo–, eso me han dicho. Aquí estoy para desplumar a todo el que caiga en mis manos.
Desapareció toda señal de tristeza de su rostro, que se tornó radiante.
–¿Quiere usted un cigarro, Mr. Dawlish?


–Ahora, no, gracias. Lo que deseo es desayunar. No he hecho una comida decente desde hace tres semanas. Voy a subir para ver qué pueden hacerme en el hotel.
Dawlish dio unos fuertes golpes en la espalda de Hiram J. y prosiguió:
–Subiré para ver qué pueden darme de comer. Después iré a bordo a recoger mis bártulos y regresaré a la hora de la comida. Entretanto me buscará usted una habitación. ¿De acuerdo?


Hiram, J. contestó afirmativamente. Dawlish se llevó una mano al cinturón, sacó una pequeña carta de navegar y se dirigió hacia el hotel.
Cuando Mr. Dawlish empezaba a atacar su segundo plato de huevos con jamón, la Miss Penélope Barrington salió de su camarote y apareció sobre cubierta. Al ver tierra a unos pocos centenares de yardas, lanzó un pequeño grito de alegría y corrió hacia la barandilla del buque.


No le disgustaba la Isla Vine, y estaba dispuesta a admitir que el edificio del «Hotel Bacchus» era el más feo que había visto. Se consoló pensando que no tenía verdadera necesidad de mirarlo. Aparte el hotel, se veían muchas cosas atractivas y encantadoras. Más allá de las aguas azules y de la plateada playa levantaban sus copas al cielo los cocoteros, como centinelas alerta, y sus hojas, agitadas por el suave aliento de la brisa que reinaba en aquellos parajes del hemisferio sur, temblaban. Aquí y allá, grupos de enormes flores salpicaban de vívido escarlata el verde predominante en el paisaje. Se veían por doquier anchos racimos de bananas, y naranjas que parecían globos de oro cuando recibían la tibia caricia de los rayos solares. No le impresionó tanto la presencia, al final del puerto, de la negreta, ese viejo y gordo pájaro que parece tener la cabeza calva. Suponía ella que aquello tendría su razón de ser.


Miraba el agua desde la barandilla. Ya hemos hecho notar que el agua era transparente como el azul del cielo. Hundiendo la mirada en el agua podía ver las arenas del fondo, ramas de coral  y pececitos de colores. Otro grito de placer se escapó de sus labios. Mucho tiempo estuvo contemplando los pequeños peces de colores persiguiéndose y devorándose unos a otros, pero acabó aburriéndose de esta distracción y dirigió otra vez su atención a lo que ocurría en tierra firme.


Preguntábase qué le reservaría el Destino en la Isla Vine cuando el ruido de unos pasos ligeros y el aroma de una perfume sutil le advirtieron que no estaba sola. Disimulando su fastidio, se volvió para saludar al recién venido.
–Buenos días, Claudio.


Claudio Harrison, empezó diciendo, no sin emoción, que estaba encantado de verla. Penélope no tenía necesidad de que le dijeran eso. Le bastaba dirigir una mirada al rostro del muchacho para saber lo que le pasaba. Habían enrojecido sus mejillas y sus ojos brillaban como burbujas de jabón. El cuello de la camisa le apretaba tanto el delgado cuello suyo que casi amenazaba estrangularle. Introduciendo un dedo en la parte que más le apretaba y estirando del cuello de tela rápidamente varias veces, Claudio pudo alejar el peligro de un próximo final y pudo hacer penetrar en sus contraídos pulmones un par de pies cúbicos de ozono puro. El tratamiento resultó muy eficaz, pues exhaló un segundo y profundo suspiro de alivio.


Claudio era un muchacho de alta estatura… flexible y musculoso como un lirio. A pesar de su cuello de cisne y de que la nuez de su garganta saltaba graciosamente de arriba abajo cuando hablaba. Claudio era, con sus ojos azules, su delicada complexión, sus cabellos rubios y su tierna boca, lo que se llama un guapo mozo. Se habían visto jóvenes de su propio sexo guiñarle los ojos en la calle y, en más de, una ocasión, dirigirse a él llamándole «hermanita».
El único derecho que tenía a la fama era que había escrito una novela.
El género épico que cultivaba Claudio era la narración de aventuras de piratas. Comparados con los caracteres de sus obras, Spadebeard, L'Ollonois y Henry Morgan, eran meros aprendices de la profesión que habían escogido. Los piratas de Claudio rugían cínicas canciones, bebían ron a todo pasto, cortaban gargantas, causaban la perdición de doncellas puras sin asomo de compunción y sin importarles un ardite lo que sería de ellas en el otro mundo. Apenas pasaba un día sin que capturaran un barco y degollaran a la tripulación.
Las noches de esos piratas estaban llenas de incidentes que Claudio describía con gusto y con detalles tan espeluznantes que los que conocían al escritor llegaron a pensar que éste no era tan ingenuo como parecía. Cuando los piratas no tenían algo mejor que hacer, reñían entre ellos o despedazaban unos cuantos hombres de una tripulación rival o ataban con un rizo a una estaca a cualquier inofensivo colono para que se lo comieran lentamente los tiburones, o enterraban inmensos tesoros en las islas desiertas. Era natural que con tales diversiones no se aburriera nadie y se pasara el rato, alegremente.
Una de estas obras maestras fue a caer, nada menos, que en las manos de un personaje tan importante como Adolf Huffenbaum, el director de la «Glittero Film Company». Adolf, con aquella franqueza que le había ganado tantos amigos, declaró que su lectura había despertado, en él mucho interés. Indicó que cambiando los nombres de los principales protagonistas, cambiando enteramente el tema del libro, suprimiendo los capítulos tres al veintiuno inclusive, volviendo a escribir de nuevo toda la obra, puliendo el diálogo e introduciendo en la novela unos amores y un poco de calor humano, todavía quedaría un argumento del que podrían sacar buen partido los hombres expertos de su personal, que trabajarían seguros de que el tiempo estaba a su favor y de que su obra gustaría de todos modos al público. ¿En qué quedamos, pues?
Claudio no estaba demasiado contento de la manera con que trataban al hijo que había salido de su cerebro. Al principio vaciló en someterlo a la cruda cirugía de Adolf, pero, al final, se dejó convencer. Siempre había ansiado ver las creaciones de su imaginación reproducidas en la plateada pantalla para llevar la emoción de ellas al corazón de miles de espectadores. Era demasiado buena oportunidad para desperdiciarla. Como Adolf le aseguró que podía ir con ellos para seguir el rodaje de la película, no tuvo inconveniente alguno en firmar el contrato.
De todo esto, Penélope sólo sabía que Claudio era el autor del guión de la película que se iba a rodar en la Isla Vine, que se pegaba a ella como un mascador de goma, que le desagradaba la figura de él, y su voz y el perfume que usaba. Tal vez lo que más molestaba a la mujer era el que él usase un fijador perfumado para el pelo. En ninguna circunstancia su llegada le causaba emoción alguna, pero cuando aquel dulce olorcillo a flores, como el aire embalsamado que se respira en algunas selvas exóticas, hacía de heraldo que anunciaba la presencia del joven, hubiera querido que un hombre de esforzado ánimo se lanzara sobre Claudio con una navaja de afeitar en la mano y le pelara la cabeza hasta dejarla tan calva como, la de un buitre. Sin embargo, como era una mujer muy tierna, no se atrevía a revelarle sus pensamientos.
–Ya estamos aquí por fin –dijo Claudio apoyándose en la barandilla y mirando atentamente la playa.
–Sí, aquí estamos ya.
–Aquello es el hotel, supongo.
–Lo mismo supongo yo.
–Es un edificio grandísimo.
–Enorme.
–Mire las palmeras –invitó Claudio–. ¡Qué verdes están!
–Muy verdes.
–¿Qué son esas flores tan rojas?
–Son flores rojas.
Claudio respiró profundamente.
–Parecen tener un encanto, dijo él.
–Sí, todo es encantador.
–Me refiero al mar azul, a la playa de plata, al verde intenso de las  palmeras.
–Y a las flores rojas.
–¡Qué hermoso color es el rojo!
–¿Y las bananas? –repuso Penélope para ayudarle, ¿Ha visto qué amarillas están las bananas.
–¡Y qué lindos pajaritos de colores!
–Todos estos lugares son una borrachera de color.
–Es exótico –dijo Claudio.
–Definitivamente exótico, –confirmó Penélope.
Esto pareció agotar el tema de la conversación. Claudio coloco su estómago mas cómodamente sobre la barandilla y, con ojos soñadores, se puso a contemplar las bellezas del panorama. Penélope hacía cuanto podía para olvidarse de él y dirigió su atención a un pequeño yate que estaba anclado cerca de la playa. Su blanca pintura se había tornado un poquitín amarilla y se veían rayas de moho en la parte baja de su costado. Al parecer, tenía averías. Daba la sensación de que había llegado de muy lejos y parecía cansado de su viaje. No se veían señales de vida a bordo. Penélope pensó que tal vez servia sólo para pescar. Pero, por otra parte, parecía estar destinado a oficios más románticos.
Penélope separo su mirada del yate y miró a lo lejos. El hombre, gordo y viejo, que había visto antes, continuaba en el mismo lugar. Seguía de pie en la orilla del muelle y miraba a través de la bahía. Los rayos del sol hacían brillar su cráneo calvo. Parecía querer continuar indefinidamente en la postura que había adoptado, como si fuese un faquir indio que hubiese jurado pasar la mayor parte de su existencia con la planta de uno de sus pies colocada firmemente entre sus omoplatos.

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