El hombre diferido

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De manera similar a lo hecho en su obra por Cordwainer Smith, autor al que
dedicamos este número, Eric Brown (Inglaterra, 1960) ha creado —diferenciándose de
lo que suelen hacer gran parte de los autores de CF— sus propios elementos «de
soporte» del entorno. Damos un ejemplo: el grueso de los autores de CF suele tomar el
hiperespacio (cuya idea no crearon y muchas veces ni siquiera describieron) como
elemento conocido y reconocido: simplemente lo usan. Smith no hizo eso. Sus medios
de traslación en distancias interestelares fueron desde las naves que se deslizaban
dolorosamente por el espacio común, el «Arriba-Afuera», a las misteriosas
«planoformas», prácticamente instantáneas y aparentemente con alguna impulsión
extradimensional.

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También habló del descubrimiento de cierto poder mental capaz de
llevar a una persona desnuda por el «espacio tres», una entidad tan maravillosa como
interesante. Eric Brown, de manera similar, coloca sus historias en un universo futuro
en el cual se ha hallado el Nada-Continuum, un entorno hiperespacial que permite que
las naves sean impulsadas por el poder de la mente de los «enginemen», o
maquinistas, personajes muy especiales que recuerdan a los «observadores» de Smith.
Su obra trae la nueva perspectiva de los autores de los 90, con futuros de
superinformación y cambios de bioingeniería. Sus relatos más importantes fueron
reunidos en la antología The Timelapsed Man (1990), que lleva (obviamente) el nombre
del cuento que rescatamos aquí. Su primera novela fue Meridan Days (1992), un
casamiento entre un complejo futuro al estilo de Cordwainer Smith y el realismo crudo
del movimiento cyberpunk. Y ahora pasemos al cuento, que se lo merece…
Thom no fue inmediatamente consciente del silencio.


Mientras yacía en el tanque y contemplaba elevarse la tapa de cristal que lo cubría,
seguía intentando recuperar en alguna medida la unificación que había logrado durante
los tres meses de fusión. Durante todo ese tiempo —aunque a Thom le hubiera
parecido un período atemporal— había accionado mentalmente su navío entre las
estrellas: durante todo ese tiempo había sido uno con la vastedad de la Nada-
Continuum.


Como siempre que emergía de la fusión, Thom percibió el elusivo residuo de esa
unión en algún sitio dentro de sí. Como siempre, intentó recuperarlo y fracasó: fue
disminuyendo como un obsesivo eco en el interior de su mente. Recién dentro de tres
meses, en su próximo turno, podría reanudar su galanteo con el infinito. Hasta
entonces su vida consciente comprendería una serie de acontecimientos inconclusos,
una sucesión de piezas de decorado presentando a un actor cuyos pensamientos
estaban en otro sitio. Ocasionalmente, durante sus sueños, se le concederían
momentos íntimos de éxtasis que le serían arrebatados al despertar.


Algunos Maquinistas que conocía, en realidad la mayoría de los que provenían de
Oriente, adherían a la creencia de que en la fusión se les concedía un goce anticipado
del Nirvana. El pragmatismo occidental de Thom le impedía aceptar esa explicación. Él
favorecía un razonamiento psicológico, aunque en el período inmediatamente posterior
a la fusión le resultaba difícil definir exactamente una base materialista para el
éxtasis que había experimentado.


Salió con cuidado y cruzó la estancia. Fue entonces cuando notó la ausencia de
sonidos: tendría que haber oído el sordo zumbido de los generadores auxiliares, e
igualmente sus propios pasos y su laboriosa respiración después de tan largo período
sin ejercicio. Golpeó el mamparo. Entró en la ducha y abrió el chorro de agua. Dejó
escapar un sonido de placer mientras el agua caliente le aguijoneaba la piel cansada.
Pero aún no oía nada. El silencio era el más absoluto que hubiera experimentado.
Se dijo que sin duda era un efecto colateral de la fusión. Después de más de
cincuenta turnos, toda una vida entre las estrellas, éste era su primer problema de
rehabilitación y no se sentía indebidamente preocupado. Si su audición no volvía, se
haría revisar.


Se puso bajo el secador, se caló el uniforme y abandonó la estancia. Vio las luces
del
espaciopuerto a través del visor del salón de estar. Sintió un vibrante sacudón
cuando la red estásica sujetó la nave y la hizo descender. Echó de menos el sonido
decreciente de los postquemadores, el chillido de cien neumáticos sobre el alquitrán.
La terminal con forma de zigurat asomó ante su vista. La nave fue deteniéndose. Por
encima del visor latía una faja de luz roja, ratificando el desembarque. Debió de haber
sido acompañada por una voz dando la bienvenida a la Tierra al personal de la nave,
pero Thom no oyó nada.


Como siempre, fue el primero en abandonar la nave. Pasó por los controles
ofreciendo su tarjeta a una sucesión de aburridos oficiales portuarios. Normalmente
habría esperado a los demás para ir a beber algo, siempre había un bar abierto en
algún sitio, aunque fuera temprano. Prefería pasar el tiempo libre con otros
Maquinistas, pilotos y mecánicos, como si la compañía de sus colegas pudiera
acercarlo a aquello que más echaba en falta. Esta vez, sin embargo, dejó el puente y
tomó un volador a la ciudad. Buscaría la asistencia médica que necesitaba a su debido
tiempo, no a instancias de sus solícitos compañeros.


Comunicó su destino al conductor: incapaz de oír su propia voz, volvió a mover los
labios. El conductor asintió; aceleró. El volador fue virando entre las torres, cuyas luces
pasaban parpadeando con precipitación hipnótica.


Descendieron en la pista de su pabellón. Thom se apeó y tomó el conducto
ascensor hasta su penthouse. Era la primera vez en años que llegaba sobrio a casa. El
alcohol lo ayudaba a mitigar el dolor de la pérdida; sobrio, era espantosamente
consciente de sus posesiones materiales, que era un remedo de su mortalidad y su
dependencia de ellas. La suite podría haber sido descrita como lujosa, pero la
vocinglera utilidad del mobiliario lo llenó de náusea.


Se sirvió un escocés y se detuvo junto al piano. Tecleó las notas iniciales de la
Sympathique de Beethoven. Se sentó en la reposera junto al ventanal y se quedó
mirando hacia afuera. Sin la reconfortante oscuridad de la habitación, con las luces de
la ciudad alineadas por debajo, podía hacer de cuenta que estaba nuevamente a bordo
de su nave, bajando para aterrizar.


Desde luego que, si su audición nunca retornaba…
Se percató de que estaba sudando ante la idea de no poder volver nunca a la
fusión. Se preguntó si sería capaz de disimular hasta el próximo turno…
Estaba por el segundo vaso, veinte minutos después, cuando un sonido lo
sobrecogió. Sonrió para sí, brindó con su reflejo en la ventana. Habló… pero no pudo
oír sus palabras.


Oyó otro sonido y se le revolvió el estómago con enfermante confusión. Gritó… en
silencio. Y sin embargo oyó algo.
Oyó pasos y respiración, y luego un resonante «clang». Después oyó el siseo del
agua
caliente a alta presión y una exclamación de placer. Su propia exclamación… Oyó
el rugido del secador; luego, el susurro de la tela contra su piel; el rápido
desplazamiento de la puerta corrediza y el sonido decreciente de los postquemadores
deteniéndose.


Thom se obligó a decir algo, a hacer un comentario y, de algún modo, poner fin a
esta
locura. Pero su voz no produjo sonido alguno. Arrojó el vaso contra la pared y éste
se hizo añicos en silencio.

 

A continuación volvió a escuchar pasos, sus propios pasos. Éstos recorrieron el
tubo conector entre la nave y el edificio de la terminal; oyó los cansados
reconocimientos de los oficiales portuarios y luego el alboroto del atestado recibidor.
Permaneció sentado, rígido de miedo, escuchando lo que con todo derecho tendría
que haber oído hacía una hora.


Oyó la pregunta del conductor; después, su propia voz: comunicó su destino con
voz de borracho, luego lo repitió. Oyó el gemido de los tubos y más adelante la
apertura de la portezuela; después más pasos y el ruido del conducto ascensor…
Entonces hubo un silencio. Se retrotrajo a una hora antes y recordó que se había
detenido un momento en el umbral, contemplando la habitación a la que llamaba hogar
y sintiéndose asqueado. Hasta pudo percibir el sonido de su propia respiración, el
distante ronroneo de la ciudad.


Después, las suaves notas de la Sympathique de Beethoven.
El tintineo de vidrio contra vidrio.
Permaneció en la reposera, incapaz de moverse, escuchando el sonido de su
respiración diferida, oyéndose beber cuando no estaba bebiendo…
Más tarde oyó su demorada exclamación y el estallido del vaso contra la pared.
Se levantó de golpe y avanzó tropezando hasta la videopantalla. Dudó, con la
mano apoyada en las teclas. Tenía intenciones de contactarse con el médico de la
compañía pero, casi contra su voluntad, se encontró marcando el código que tan a
menudo había
utilizado en el pasado.


Ella tardaba mucho en contestar. Miró su reloj. Todavía era temprano, ni siquiera
eran las siete. Estaba a punto de abandonar cuando la pantalla cobró vida con un
destello. Luego se encontró mirando a Caroline Da Silva, cinco años mayor, pero igual
de atractiva a como la recordaba.


Ella se lo quedó mirando incrédula, cerrándose el salto de cama hasta el cuello.
Después sus labios se movieron con obvia furia, pero Thom no oyó nada, o mejor
dicho oyó el sonido de él mismo tragando escocés una hora atrás.
Temió que ella cortara la conexión. Se inclinó hacia adelante y articuló lo que
esperaba fueran las palabras «Te necesito, Carrie. Estoy enfermo. No oigo, por eso…»
Se interrumpió, inseguro de cómo continuar.


La expresión hostil de ella se alteró; todavía parecía a la defensiva, pero había un
aire de preocupación también. Movió los labios y luego recordó y usó el dispositivo para
sordos. Tecleó: «¿Tienes la audición demorada, Max?»
Él asintió.


Ella tecleó: «Ven a mi consultorio dentro de una hora».
Se miraron por un largo momento, como para ver quién demostraría ser más fuerte
y
cortaría primero.
Thom gritó: —¿Qué demonios me pasa, Carrie? ¿Es grave?
Ella respondió, olvidando teclear. Movió los labios contestando a la pregunta con
palabras silenciosas.
Con pánico, Thom gritó:
—¿Qué diablos quieres decir?
Pero Caroline había cortado la comunicación.
Thom regresó a la reposera. Reflexionó en que había una cierta justicia en la forma
en
que le había cortado. Hacía cinco años, su comunicación final había sido por
videopantalla. Entonces había sido Thom el que había interrumpido la conexión,
separándola efectivamente de su vida, implicando sin decirlo expresamente que ella no
podía competir con lo que él había encontrado en la fusión.


La pregunta de Caroline sobre el retardo temporal sugería que ella sabía algo
sobre su condición. Se preguntó, presumiendo que su enfermedad fuera un efecto
colateral de la fusión, si ella se habría percatado de lo irónico de su pedido de auxilio.
Una hora después, Thom abordaba un volador. Borracho e incapaz de oír sus
propias palabras, había tenido la precaución de escribir en una tarjeta la dirección del
hospital. Se la entregó al conductor y mientras el volador despegaba Thom se hundió
en el asiento. Cerró los ojos.


Auditivamente estaba en el pasado, experimentando los sonidos de su vida que
tenían una hora de antigüedad. Se oyó abandonar la reposera, cruzar la estancia y
tipear el código en el techo. Después de un rato, oyó el crujir de la pantalla y a Caroline
diciendo «Doctora Da Silva…», seguido por un jadeo de sorpresa.
«Te necesito, Carrie. Estoy enfermo. No oigo, por eso…»‘. Thom sintió vergüenza al
oír lo patético que había sonado.


Luego oyó la réplica hablada de Caroline, como diciéndosela a sí misma antes de
que recapacitara y utilizara el teclado para preguntarle si tenía la audición demorada.
«El síndrome de Black», había dicho. Ahora, en el volador, el estómago de Thom dio un
vuelco. No tenía idea de lo que era el síndrome de Black, pero el nombre lo asustaba.
Entonces oyó a su propio yo de hacía una hora decir «¿Qué demonios me pasa,
Carrie? ¿Es grave?». Las palabras salieron arrastradas, pero Caroline las había
comprendido.


Contestó con sus propias palabras: «Me temo que es grave, Max. Ven para aquí en
una hora, ¿está bien?»
Y había cortado la comunicación.
El consultorio de Caroline Da Silva formaba parte de un gran complejo hospitalario
que daba a la bahía. Thom descendió del volador en la playa de aterrizaje y, vacilante,
se dirigió al ala oeste. En sus oídos sonaba el ruido de la ciudad, como lo escuchara
desde su departamento.


Circuló cuidadosamente por los interminables corredores. Si hubiera sentido menos
aprensión por lo que podía estar sucediéndole y por encontrarse nuevamente con
Caroline después de tanto tiempo, podría haber disfrutado de la extraña sensación de
ver una cosa y oír otra. Era como mirar una película con la banda de sonido
equivocada. Encontró una puerta marcada «Dra. Da Silva», golpeó y entró. La primera
persona que vio fue a Caroline. Por un segundo se preguntó cómo la fusión había sido
capaz de alejarlo de ella, pero sólo por un segundo. Caroline era muy atractiva, con el
tranquilo rostro oval de una ballerina, con la misma postura llena de gracia; también era
cuidadosa, e inteligente, pero el mismo hecho de su presencia física le hablaba a Thom
de la manifiesta falta de permanencia de todo lo físico. La fusión prometía, y entregaba,
períodos de gloriosa desencarnación.


Sólo entonces Thom advirtió la presencia de los demás ocupantes del cuarto.
Reconoció a los dos hombres que estaban tras el escritorio. Uno era su médico en la
Línea y el otro su comandante. Su presencia aquí sugería que no todo estaba bien. La
forma en que lo observaban, con miradas directas y vacías de emoción, lo confirmaba.
Una combinación de borrachera, conmoción y miedo lo arrastró a la inconsciencia.
Despertó en la cama de una habitación blanca. A su derecha, la puerta de vidrio
daba a un balcón y todo lo que se veía más allá era un cielo celeste brillante. En la
pared opuesta había una pantalla rectangular, opaca para él, pero transparente para
los observadores de la habitación contigua.


Tenía la cabeza y el pecho cubiertos de electrodos. Oía el susurro de los turbos del
volador que lo había traído al hospital. Se sentó y gritó lo que esperaba fuese
«¡Caroline! ¡Carrie!». Se recostó, frustrado. Vio pasar una hora en el reloj de la pared,
oyendo descender el volador y sus propios pasos mientras el Thom de hacía una hora
se aproximaba al hospital. Se preguntó si estaba siendo observado por la falsa
ventana. Se sentía enjaulado.


Miró el cielo a través de la puerta ventana. En la distancia, vio que una nave
trepaba en empinado gradiente. Se oyó abriendo la puerta del consultorio y la voz de
Caroline. «Ah… Max.»
Luego —inesperadamente, aunque debió de haber estado prevenido— silencio.
Era el período durante el cual había estado inconsciente. Volvió a echar un vistazo al
cielo, pero la nave había cambiado de fase y ya no era visible.
Thom trató de no pensar en su futuro.


Caroline llegó treinta minutos después. Traía un anotador y una pluma. Se sentó
junto a la cama en la silla de plástico, con el anotador en el regazo. Trató de ocultar su
preocupación con sonrisas, pero Thom advirtió las lágrimas recientemente enjugadas,
la evidencia del maquillaje estropeado. Lo había visto muchas veces antes.
—¿Cuánto tiempo estaré aquí? —preguntó.


Caroline se mordió el labio inferior, evitando mirarlo. Comenzó a hablar y luego se
detuvo. Escribió en el anotador y sostuvo en alto el producto terminado:
«Una o dos semanas, Max. Queremos hacerte unos estudios».
Thom sonrió. —¿Qué es exactamente este Síndrome de Black? —preguntó, con lo
que esperaba fuera el tono adecuado de sarcasmo malicioso.
Le agradó la expresión conmocionada de Caroline.
«¿Cómo sabes eso?», garrapateó.
—¿Saber qué?
«Sobre el Síndrome de Black.»
—Lo mencionaste en la videopantalla —le dijo Thom—. No te oí hasta estar camino
aquí… Bueno, ¿qué es, Carrie?

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