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Leo Graf era tan sólo un competente ingeniero de soldadura: se ocupaba de sus asuntos, hacia bien el trabajo y se ajustaba a las especificaciones. Pero todo cambió cuando fue asonado al Hábitat Cay y conoció a los cuadrúmanos, seres sin piernas y con cuatro brazos adaptados por la ingeniería genética para el trabajo en ausencia de la gravedad. ¿Quién podría permanecer indiferente antela explotación y la esclavitud de un millar de jóvenes tratados como objetos por Galac-Tech. la gran corporación espacial?
Fue relativamente fácil adoptar, un tanto ilegalmente, a un millar de cuadrúmanos. Lo difícil fue enseñarles a ser libres.
Un retorno de lujo a los temas de la ciencia ficción campbelliana basada en la aventura y la especulación científica inteligente, con personajes de una entrañable «normalidad». Un hito en la moderna literatura de ciencia ficción.
«Bujold es una de las mejores escritoras de la ciencia ficción de aventuras que ha aparecido en los últimos años.»
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Tal vez entiendan ustedes las tribulaciones por las que pasa un editor de ciencia ficción en España si les cuento que entre 1981 y 1988 se publicaron en Estados Unidos un total de 1.913 títulos nuevos de ciencia ficción. 1.913 títulos en ocho años, que no incluyen reediciones, ni antologías de relatos, ni libros de fantasía, ni lo que aparece escrito en lenguas distintas del inglés.
Olvidemos de momento la ciencia ficción no anglosajona, que no suele abundar en nuestras colecciones en castellano. Y dejemos de lado las antologías y también la fantasía que Ediciones B publica en otra colección separada (Nova fantasía, que espero conozcan). Incluso con esta reducción, normalmente el responsable de una colección de ciencia ficción en España debe seleccionar poco más de una docena de títulos cada año de entre los casi 250 nuevos títulos que van apareciendo en el principal mercado de la ciencia ficción mundial. No es fácil, o tal vez lo sea demasiado…
No es de extrañar que casi siempre se elija uno de los caminos más fáciles: el de seleccionar los títulos de los autores más famosos y ya conocidos del público español, casi con independencia de la calidad de sus obras. Otra opción también posible es la de acogerse de forma casi automática a los títulos galardonados en alguno de los múltiples premios que se conceden en el género.
Pero, en mi opinión, muchos de los mejores títulos que genera la ciencia ficción de los años ochenta van firmados por completos desconocidos que no siempre obtienen galardones. Se trata de hombres y mujeres jóvenes que demuestran la madurez de un género en el que ya no se escribe como hace treinta años y en el que han cambiado muchas cosas desde la época que hizo famosos a los grandes maestros hoy ya cercanos a la jubilación, cuando no fallecidos.
Comporta un cierto riesgo para el seleccionador, pero creo firmemente que también debe hacerse caso a los nuevos autores que están llamados a ser los Asimov, Heinlein, Clarke y Dick del futuro. Por ello en esta colección habrán encontrado ustedes muchos autores cuyos nombres eran completamente desconocidos en España hasta su publicación en NOVA y que no siempre venían avalados por haber obtenido algún premio.
Me siento orgulloso de haber presentado por primera vez autores como Charles Sheffield (LA CAZA DE NIMROD, ENTRE LOS LATIDOS DE LA NOCHE y LA TELARAÑA ENTRE LOS MUNDOS hasta ahora…), Robert L. Forward (HUEVO DEL DRAGÓN y ESTRELLAMOTO) y Vernor Vinge (LA GUERRA DE LA PAZ y NAUFRAGIO EN EL TIEMPO REAL). También puedo sentirme satisfecho de haber presentado repetidas veces a autores que tenían tan sólo una única novela publicada en España y que son fundamentales para conocer la ciencia ficción de los años ochenta. Me refiero a profesionales brillantes como Orson Scott Card (EL JUEGO DE ENDER, LA VOZ DE LOS MUERTOS Y MAESTRO CANTOR), Gregory Benford (EN EL OCÉANO DE LA NOCHE, A TRAVÉS DEL MAR DE SOLES, GRAN RÍO DEL ESPACIO) o C. J. Cherryh (de la que hemos publicado ya los cuatro volúmenes de la Saga de Chanur, y hay otros títulos en preparación).
Y habrá todavía más autores nuevos en NOVA (Attanasio, Kress y McDevitt son los de más inmediata aparición) porque mi único criterio suele ser que la novela haya resultado entretenida, que sus ideas y especulaciones sean sugerentes y que esté bien escrita, con una trama bien construida y con personajes creíbles desde el punto de vista psicológico. Y, desgraciadamente, no siempre los veteranos autores con nombre famoso logran todo eso.
Viene todo ello a cuento para presentar este libro de una nueva autora también desconocida hasta ahora en el reducido mundo de la ciencia ficción traducida al castellano.
Muchos pueden pensar que EN CAÍDA LIBRE de Lois McMaster Bujold ha sido seleccionada tras la obtención del premio Nébula y por ser finalista del Hugo, pero no ha sido así.
En realidad decidí traducir el libro antes de que éste existiera como tal. Y no hay nada de magia ni de irresponsabilidad en ello. Simplemente, la novela de Lois McMaster Bujold es una de las que han aparecido previamente señalizadas en la revista Analog. Ahí la leí, me gustó y decidí incorporarla a la colección. Después (casi un año después) obtuvo el Nébula y la nominación al Hugo, lo que tal vez era previsible pero no necesariamente tenía que ocurrir.
En realidad hace varios años que mantengo la opinión de que Analog es, con mucho, la que más me interesa de las revistas de ciencia ficción norteamericana. Su editor, Stanley Schmidt, mantiene una barba y unos gustos decididamente parecidos a los míos y tal vez coincidamos también en la curiosa perturbación de atrevernos a publicar autores nuevos.
En las páginas de Analog he disfrutado de la primera lectura de novelas como LA LLEGADA DE LOS GATOS CUÁNTICOS de Fred Pohl; ENTRE LOS LATIDOS DE LA NOCHE, de Charles Sheffield; LA GUERRA DE LA PAZ, de Vernor Vinge y, ahora, EN CAÍDA LIBRE, de Lois McMaster Bujold. Aunque debo reconocer que, en algunos casos como en esta novela de Bujold, el esperar cuatro meses para tener todo el relato completo fue casi un pequeño tormento…
Se trata siempre de novelas bien construidas, interesantes y que responden a los criterios de la ciencia ficción moderna: con ideas sugerentes como ocurría en los años cincuenta pero también con un tratamiento literario adecuado como corresponde a la madurez del género cuando nos acercamos a finales del siglo. Novelas que entretienen sin dejar de hacer reflexionar al lector interesado.
En el caso de Lois McMaster Bujold puedo garantizar que el lector español será el primero fuera del mundo anglosajón en conocer esta interesante y entretenida novela, lo que puede ser una completa novedad en la edición de ciencia ficción en castellano. Tras leer la serialización publicada en Analog (de diciembre de 1987 a febrero de 1988), escribí a la autora para pedirle datos con que hacer la breve nota bio-bibliográfica del final del libro. En su cana, Lois me confesó que era el primero de sus libros que iba a ser traducido a otra lengua (en aquel momento no había obtenido todavía el Nébula que se le concedió en abril de 1989).
Como no me gusta dejar «huérfana» la primera novela que publico de un nuevo autor, me apresuré a leer otros libros de Bujold. Su obra, hasta la aparición de EN CAÍDA LIBRE, se concentra en la saga de Vorkosigan: una amena narración de aventuras espaciales con gran ritmo narrativo y con un grado de ironía y humor que no es frecuente encontrar hoy en día en la ciencia ficción. Quedé cautivado al momento y, tras leer sus seis novelas aparecidas hasta la fecha, me atrevo a decir que Bujold es una de las más amenas y brillantes narradoras que han aparecido en la ciencia ficción en los últimos años.
A mí me divierte y me interesa enormemente. Su novela EL APRENDIZ DE GUERRERO verá pronto la luz en castellano en nuestra colección, ya que no pude resistir el encanto de su personaje central ni la sólida ironía de su planteamiento, en cierta forma un trasunto del tema clásico del aprendiz de brujo. Mi esposa puede atestiguar que no suelo reír cuando leo una novela de ciencia ficción, pero con EL APRENDIZ DE GUERRERO parece que no dejé de hacerlo y además la incordié repetidas veces empeñado en leerle algunos párrafos sueltos a cuyo atractivo no me había podido resistir. Pero ésta es otra historia de la que hablaremos otro día.
En la novela que hoy presentamos, EN CAÍDA LIBRE, se da un fenómeno curioso. Como en toda la obra de Bujold que he podido conocer hasta ahora, la brillantez de la narración hace parecer engañosamente sencilla una novela que resulta simplemente perfecta y redonda. La liberación de los cuadrúmanos del Hábitat Cay con la ayuda del ingeniero Leo Graf es un tema que parece muy sencillo y elemental para que pueda recibir el premio Nébula, el otorgado por los escritores profesionales de ciencia ficción, que suelen valorar precisamente la excelencia del trabajo literario o las grandes ideas que expone una novela.
Y realmente Bujold tenía una dura competencia para obtener el Nébula. Entre las finalistas de ese año 1988 destaca a mi parecer LAS TORRES DEL OLVIDO del australiano George Turner (THE SEA AND SUMER en la edición original y DROWNING TOWERS en la edición norteamericana) que considero un libro con la trascendencia y el interés de EL MUNDO FELIZ de Huxley o 1984 de Orwell. También estaba presente entre los finalistas Gregory Benford con GRAN RÍO DEL ESPACIO, la más amena y entretenida de sus últimas novelas, en las que investiga la relación entre los seres orgánicos y ¡as inteligencias mecánicas. También fue finalista EL PROFETA ROJO, la segunda novela de la serie de Alvin Maker del galardonado Orson Scott Card, tal vez la mejor de las novelas publicadas hasta ahora en esta serie. Otras finalistas fueron la quinta novela de la serie del Nuevo Sol de Gene Wolfe (THE URTH OF THE NEW SUN); una nueva incursión en el mundo cyberpunk del futuro inmediato narrado por William Gibson en NEUROMANTE (MONA LISA OVERDRIVE), y una fantasía de Lewis Stiner (DESERTED CITIES OF THE HEART).
¿ Cómo pudo ser que, de todo este conjunto de libros interesantes e incluso trascendentes, los votantes del Nébula eligieran la obra de una recién llegada, precisamente la que parece más sencilla de entre las finalistas?
Mi explicación es simple: se lo pasaron muy bien leyéndola y, como profesionales de la escritura, supieron traspasar la engañosa apariencia de facilidad y sencillez de EN CAÍDA LIBRE y valorar el prodigioso trabajo de una de las mejores narradoras aparecidas en la ciencia ficción en los últimos años. Y no han sido los únicos en saberlo apreciar: EN CAÍDA LIBRE es también finalista del premio Hugo de 1989.
Ese atractivo de la narración de Bujold se hace también patente en el conjunto de la serie de Vorkosigan de la misma autora: uno se deja llevar por la magia de la historia y entra de lleno, casi sin darse cuenta, en el mundo que Bujold describe. Las cosas ocurren con una naturalidad aplastante («como la vida misma» se diría fuera de la ciencia ficción), y la humanidad y la ((normalidad» de los personajes es uno de los elementos imprescindibles para que el lector tenga esta impresión de cotidianeidad.
En 1988 falleció Robert A. Heinlein, con toda seguridad el mejor narrador que ha tenido la ciencia ficción hasta ahora.
Tal vez los votantes del Nébula 1988 quisieron saludar en esta novela de Lois McMaster Bujold la constatación de que la ciencia ficción no quedaba huérfana de grandes narradores y premiaron precisamente esta novela de Bujold que recuerda lo mejor de Heinlein, lo que éste escribía con gran frescura y naturalidad en la época dorada de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Con Bujold es fácil percibir un cierto retorno a esa ciencia ficción de la era de Campbell, servida de nuevo con una habilidad narrativa que no tiene nada que envidiar a la del maestro Heinlein.
Pero hay una diferencia fundamental. Los años no han pasado en balde y la ciencia ficción ha aprendido a prestar atención no sólo a las ideas (y hay algunas muy brillantes en EN CAÍDA LIBRE), sino también a la psicología de los personajes, Bujold nos muestra, en toda su obra, lo que hacen las personas normales cuando son empujadas por las circunstancias. Leo Graf, protagonista de esta novela, no es un héroe redentor más, es simplemente un competente ingeniero especialista en soldadura que trabaja para una gran corporación y a quien preocupa su futuro, sus condiciones de trabajo, su pensión, etc. Como a todos nosotros. Pero no puede dejar de reaccionar ante la situación de real esclavitud a que se somete a los cuadrúmanos, seres sin piernas y con cuatro brazos creados por la ingeniería genética para una mayor adaptación a la vida en un entorno sin gravedad.
En la novela destaca esta «normalidad» de los personajes y esta difícil «naturalidad» del devenir de los hechos y las situaciones. Lo mismo ocurre en toda la serie de Vorkosigan y es, a mi entender, la característica más destacada de esta autora que ya ha sido ampliamente alabada por la crítica. Veamos a continuación unas muestras:
Bujold es una de las mejores escritoras de la ciencia ficción de aventuras que ha aparecido en los últimos años.
Locus
El primer libro de Bujold, SHARDS OF HONOR, fue etiquetado como «posiblemente la mejor primera novela de ciencia ficción del año» por el Chicago Sun-Times.
El aprendiz de guerrero es mejor.
Fantasy Review
EN CAÍDA LIBRE es también un homenaje a la figura paterna. La propia autora dedica el libro a su propio padre, Robert C. McMaster, doctor en física e ingeniería eléctrica que fue profesor de ingeniería de soldadura en la universidad del Estado de Ohio. Bujold me contaba que su padre leía ciencia ficción y que de él heredó ella misma la afición. Es más, la autora reconoce que «mi personaje Leo Graf debe su profesión y algún rasgo de su carácter (pero no todos) a mi padre».
Los cuadrúmanos, jóvenes e inexpertos, parecen necesitar una figura paterna que, en parte, vendrá representada por Leo Graf, que les ayuda en su liberación. Pero como buen padre no sustituye la iniciativa de sus pupilos sino que repetidamente, ante las grandes alternativas, hace que sean los mismos cuadrúmanos quienes decidan. Por eso la aventura de la novela adquiere otras connotaciones en las que se hace patente que, de nuevo, la libertad no puede ser otorgada por alguien, sino que debe ser conquistada por aquellos que van a disfrutarla.
Posiblemente es difícil encontrar un mejor homenaje a la figura paterna que ese reconocimiento de la manera en que se forman las verdaderas voluntades libres y adultas. Pero la misma Bujold ofrece ese homenaje inserto en el capítulo 12 de su novela, cuando nos dice: «El universo había cambiado por completo el día en que murió su padre», lo cual resulta verdaderamente significativo de la intención final de la novela.
Finalmente quisiera hacer alguna precisión terminológica. La lengua inglesa es mucho más maleable que el castellano. Sus palabras son más breves y se permite fácilmente la concatenación de viejos términos para formar nuevas palabras que resultan a la vez correctas y llenas de sentido en inglés. Eso no ocurre normalmente en castellano y en la traducción hemos tenido que recurrir (como siempre) a soluciones de compromiso de las que acepto la responsabilidad final.
La traductora ha encontrado una buena solución para «quaddies» al utilizar «cuadrúmanos» (aun cuando pasemos de dos sílabas a cuatro…) pero ha sido imposible mantener la denominación de aquellos que están sometidos a la gravedad y «suelen tener piernas». El original inglés les llama «downsiders» (los que están del lado de abajo) que nosotros hemos convertido en «terrestres» o «los de los planetas» la mayoría de las veces. Implícitamente la denominación en inglés afirma la característica fundamental de la vida en caída libre, en la que no hay ni arriba ni abajo por la ausencia de gravedad.
También inventa Bujold la existencia de unas naves «empujadoras» o «impulsoras» (pusher) que hacen la función de los viejos y tradicionales remolcadores, aunque esta vez «empujen» en lugar de «estirar». Para no caer en la imprecisión terminológica ni en la confusión con los «impulsores» o «propulsores» hemos preferido mantener «naves remolcadoras» para destacar su función aun cuando traicionemos su modo de funcionamiento.
Y de nuevo el castellano no resulta brillante cuando expresiones como «wormhole nexus» debe convertirse en el «nexo del agujero de gusano» (exageradamente largo) como parte del método de propulsión interestelar utilizado por la tecnología espacial de que nos habla Bujold con sus naves de Salto.
Pero, en cualquier caso, estoy convencido de que la traducción logra mantener el encanto de la narración de Bujold y que disfrutarán ustedes con su lectura como han logrado hacerlo hasta ahora sus muchísimos lectores en inglés.
MIQUEL BARCELÓ
Para papá.
El autor querría agradecer a tres caballeros por la ayuda que le brindaron para mejorar la relación entre ciencia y ficción en esta historia. Uno de ellos es el doctor Henry Bielstein, por la información sobre fisiología y medicina espacial. Otro es el señor James A. McMaster, ingeniero de soldadura. Y finalmente, Wallace A. Voreck, asesor en tecnología de explosivos. Gran parte de lo que es técnicamente correcto se lo debo a ellos. Todos los errores corren por mi cuenta.
No existen bastantes palabras para expresar mi deuda hacia el difunto doctor Robert C. McMaster, físico, ingeniero, profesor e inventor, por su ayuda más allá de lo técnico, más allá de cualquier medida. Los errores siguen siendo los míos, pero estoy trabajando para corregirlos.
LOIS MCMASTER BUJOLD
Mayo 1987
1
El borde resplandeciente del planeta Rodeo giró vertiginosamente frente al puesto de observación de la estación de transferencia orbital. Una mujer, a quien Leo Graf reconoció como una de las pasajeras que desembarcaron de la nave de Salto junto con él, miró hacia afuera con ansiedad durante unos minutos, pestañeó y tragó, y finalmente se dejó caer en uno de los sillones mullidos, cerrando los ojos. Cuando los volvió a abrir se encontró con la mirada de Leo y se encogió de hombros. Estaba realmente incómoda. Leo sonrió en forma comprensiva. Inmune ya a las náuseas provocadas por el viaje espacial, se acomodó en el puesto de observación de cristal.
Una delgada capa de nubes giraba en la atmósfera allá abajo y apenas cubría lo que aparentemente eran extensiones inmensas de arenas desérticas coloradas. Rodeo era un mundo marginal, donde se encontraban únicamente las instalaciones destinadas a operaciones de minería y perforación de Galac-Tech. Pero, ¿qué es lo que estaba haciendo allí? Una vez más, Leo desconocía la respuesta. No era precisamente un experto en operaciones subterráneas.
El planeta se perdió de vista, debido al movimiento rotatorio de la estación. Leo se trasladó para seguir observando desde otro punto más cerca del eje de la rueda de la estación. Allí percibió los puntos de tensión y se preguntó cuándo habrían tomado las últimas placas de rayos X para advertir algún desperfecto oculto. Las fuerzas centrífugas de gravedad en el lugar donde se encontraba el sector de pasajeros parecían tener un valor equivalente a aproximadamente la mitad del estándar en Tierra, tal vez un poco menos. ¿Habrían reducido la tensión deliberadamente, anticipándose a cualquier problema en la estructura?
Pero él estaba aquí para instruir, al menos eso era lo que le habían dicho en las oficinas centrales de Galac-Tech en la Tierra, para enseñar los procedimientos de control de calidad propios de la soldadura y la construcción en caída libre. ¿A quién? ¿Por qué aquí, en los confines del mundo? El «Proyecto Cay» era un nombre que no decía nada en particular sobre esa misión.
—¿Leo Graf?
Él se dio la vuelta.
—¿Sí?
La persona que lo había llamado era un hombre alto, de cabello oscuro, de unos treinta o cuarenta años. Llevaba ropas de calle de corte clásico a la moda, pero una credencial en la solapa lo identificaba como un hombre de la compañía. Del tipo ejecutivo sedentario, pensó Leo. La mano que estrechó tenía un bronceado uniforme, pero no era firme.
—Bruce van Atta.
La mano gruesa de Leo era pálida, con lunares marrones. Leo rondaba los cuarenta, era rubio y corpulento. Estaba acostumbrado a llevar el uniforme rojo de la compañía, en parte porque así se confundía entre los obreros que supervisaba, pero principalmente porque así no tenía que perder mucho tiempo pensando qué ponerse todas las mañanas. La credencial que tenía sobre el bolsillo superior izquierdo decía «Graf». Eso eliminaba todo misterio.
—Bienvenido a Rodeo, la axila del universo —dijo Van Atta con una sonrisa.
—Gracias —respondió él de forma automática.
—Soy el director del Proyecto Cay. Seré su superior —explicó Van Atta—. Le requerí a usted personalmente. Me va a ser de gran ayuda para hacer que esta división entre finalmente en funcionamiento. Usted es como yo. No tiene paciencia con los perezosos. Les costó mucho trabajo convencerme de que viniera aquí, para intentar que esta división fuera rentable. Pero si tengo éxito, seré el Chico de Oro.
—¿Solicitó que fuera yo? —Le hacía gracia pensar que su reputación lo antecediera, pero ¿por qué nunca lo llamaban de un jardín? Bueno—. En las oficinas centrales me dijeron que me enviaban aquí para ofrecer una versión ampliada de mi curso sobre ensayos no destructivos.
—¿Es todo lo que le dijeron? —preguntó Van Atta con sorpresa. Ante la afirmación de Leo, echó la cabeza atrás y comenzó a reír—. Seguridad, supongo —añadió una vez que dejó de reírse entre dientes—. Se encontrará con una verdadera sorpresa. Bueno, bueno. No la echaré a perder. —La sonrisa socarrona de Van Atta era tan irritante y familiar como un golpe en las costillas.
Demasiado familiar. Diablos, pensó Leo, este tipo me conoce de alguna parte. Y piensa que yo lo conozco a él… Leo intentó sofocar un ligero pánico detrás de una sonrisa. En los dieciocho años de carrera en Galac-Tech había conocido miles de personas. Tal vez Van Atta pronto le dijera algo que le ayudaría a recordar.
—En mis instrucciones figuraba un tal Doctor Cay como director del Proyecto Cay —inquirió Leo—. ¿Voy a conocerle?
—Datos anticuados —dijo Van Atta—. El doctor Cay falleció el año pasado, varios años después de la fecha en que debía haberse retirado obligatoriamente, en mi opinión. Pero era vicepresidente y uno de los principales accionistas. Además, estaba sólidamente arraigado. Pero eso ya es historia pasada. Yo lo reemplacé. —Van Atta meneó la cabeza—. Me intriga saber cuál será su expresión cuando vea de qué se trata. Venga. Tengo una lanzadera privada que nos está aguardando.
La lanzadera, con capacidad para seis personas, estaba a disposición de ellos dos y del piloto. El asiento se amoldó al cuerpo de Leo durante los breves períodos de aceleración, verdaderamente cortos. Era obvio que no estaban desacelerando para hacer una reentrada planetaria. Rodeo giraba debajo de ellos y se alejaba.
—¿A dónde vamos? —preguntó a Van Atta, sentado junto a él.
—Ah —respondió éste—. ¿Ve ese punto a unos treinta grados en el horizonte? Fíjese. Es la base del Proyecto Cay.
El punto en el horizonte creció rápidamente y se convirtió en una estructura caótica, con muchos ángulos y proyecciones, llena de luces de colores que iluminaban sus contornos oscuros. El ojo experimentado de Leo descubrió las claves de su función, los tanques, las puertas, los filtros que centelleaban a la luz del sol, el tamaño de los paneles solares frente al volumen estimado de la estructura.
—¿Un Hábitat orbital?
—Así es —dijo Van Atta.
—Es grande.
—Y tanto. ¿Qué cantidad de personal usted cree que puede albergar?
—Bueno… unas mil quinientas personas.
Van Atta levantó las cejas, desilusionado, tal vez, por no poder corregir demasiado la cifra.
—Casi exacto. Cuatrocientas noventa y cuatro personas de Galac-Tech que tienen turnos rotativos y mil habitantes permanentes.
Los labios de Leo repitieron la palabra permanentes…
—Hablando de rotación, ¿cómo se maneja el problema de desacondicionamiento de su gente? No veo… —Sus ojos examinaron la enorme estructura—. Ni siquiera veo una rueda de ejercicios.
—Hay un gimnasio sin gravedad. El personal rotativo pasa treinta días abajo después de cada turno de tres meses.
—Costoso, ¿no?
—Pero colocamos el Hábitat donde está por menos de un cuarto del coste de la misma cantidad de piezas en otro sitio con gravedad.
—Pero seguramente con el tiempo perderán lo que ahorraron en los costos de construcción en el transporte del personal y en los gastos médicos —argumentó Leo—. Los viajes adicionales, los largos permisos. Todo el que se rompa una pierna o un brazo exigirá que Galac-Tech le pague los gastos hasta el día que se muera, además de la angustia mental, si es que no tiene una desmineralización importante.
—También hemos solucionado ese problema —dijo Van Atta—. Y bueno, en definitiva, usted y yo estamos aquí para demostrar que, si bien la solución es costosa, al menos es efectiva.
La lanzadera se movió en forma delicada y se alineó con una precisión sorprendente frente a una escotilla en uno de los lados del Hábitat. El piloto apagó los sistemas, se incorporó, y revisó las cerraduras de la escotilla al pasar junto a ellos.
—Listos para el desembarque, señor Van Atta.
—Gracias, Grant.
Leo desabrochó los cinturones del asiento. Se estiró y se relajó, con esa sensación tan familiar y agradable que le producía la ingravidez. Él no sufría las desagradables náuseas que socavaban la eficiencia de tantos empleados. Abajo, el cuerpo de Leo era normal; aquí, donde el control, la práctica y el sentido común valían más que la fuerza, era, por fin, un atleta. Se sonrió y siguió a Van Atta, de un pasamanos a otro, a través de la escotilla de la lanzadera.
Apenas se entraba al corredor de la cápsula, había un técnico de tez rosada que operaba el panel de control. Llevaba una camiseta roja, con el logotipo de Galac-Tech a la izquierda. Los rizos rubios y apretados, muy pegados a la cabeza, recordaban a un cordero. Tal vez era el efecto que producía su evidente juventud.
—¡Hola, Tony! —exclamó Van Atta con familiaridad.
—Buenas tardes, señor Van Atta —contestó el joven con deferencia. Sonrió a Leo y con la cabeza pareció suplicarle a Van Atta que lo presentara—. ¿Es el nuevo profesor del que nos hablaba?
—Exacto. Leo Graf, le presento a Tony. Estará entre sus primeros alumnos. Es uno de los residentes permanentes del Hábitat —agregó, con un énfasis peculiar—. Tony es soldador y armador, en el segundo nivel. Pero está trabajando en el primero. ¿Verdad, Tony? Estréchale la mano al señor Graf.
Van Atta sonreía con afectación. Leo tenía la impresión de que si no estuvieran en caída libre, seguramente saltana sobre los talones.
Tony se inclinó en forma obediente sobre el panel de control. Llevaba unos shorts rojos…
Leo pestañeó y tuvo que contener la respiración para esconder su sorpresa. El muchacho no tenía piernas. De los pantalones cortos salía un segundo par de brazos.
Brazos funcionales. Ahora estaba utilizando su… su mano izquierda inferior —supuso que tendría que llamarla así— para sujetarse mientras se extendía para saludar a Leo. Su sonrisa era completamente natural.
No llegó a estrecharle la mano. Tuvo que hacer un movimiento brusco y volver a extender el brazo para poder estrechar la mano que Tony le ofrecía.
—¿Qué tal? —logró balbucear Leo. Le resultaba casi imposible apartar la vista. Se obligó a fijar su mirada en los ojos azules y brillantes del muchacho.
—Buenas tardes, señor. Esperaba ansiosamente el momento de conocerlo. —La mano de Tony era tímida, pero sincera. La suya era seca y fuerte.
—Eh… —tartamudeó Leo—, eh…, Tony… ¿qué?
—Oh, Tony es sólo mi sobrenombre, señor. Mi designación completa es TY-776-424-XG.
—Yo… bueno, supongo que te llamaré Tony —murmuró Leo, cada vez más sorprendido. Van Atta, casi sin poder evitarlo, parecía disfrutar enormemente con la incomodidad de Leo.
—Todo el mundo me llama así —corroboró el joven.
—Ve a buscar el equipaje del señor Graf, por favor, Tony —dijo Van Atta—. Venga, Leo. Le mostraré su habitación y luego le enseñaré las instalaciones.
Siguió a su guía flotante por un corredor señalizado. No dejaba de mirar hacia atrás, sobre su hombro, con renovado asombro, mientras Tony se lanzaba con movimientos precisos por la cámara y desaparecía por la escotilla de ésta.
—Es… —Leo tartamudeó—, es el defecto congénito más extraordinario que he visto en toda mi vida. Fue realmente una maravilla que a alguien se le ocurriera encontrarle un trabajo en caída libre. Allá abajo sería un lisiado.
—Defecto congénito. —La sonrisa de Van Atta se confundía en una mueca—. Sí, es una manera de llamarlo. Ojalá hubiera podido ver la expresión de su cara cuando apareció delante suyo. Le felicito por su autocontrol. Yo casi vomito cuando vi uno por primera ve2. Y eso que estaba preparado. Pero uno se acostumbra a los pequeños chimpancés bastante rápido.
—¿Hay más de uno?
Van Atta abrió y cerró sus manos, como si estuviera contando.
—Y hasta mil. La primera generación de los nuevos superobreros de Galac-Tech. El nombre del juego, Leo, es bioingeniería. Y tengo la intención de ganar.
Tony, que sujetaba la maleta de Leo con su mano inferior derecha, pasó entre éste y Van Atta por el corredor cilíndrico y se detuvo frente a ellos. Dio tres golpecitos sordos en los pasamanos.
—Señor Van Atta, ¿puedo presentarle a alguien al señor Graf camino al Ala de los Visitantes? No nos desviaremos mucho… Hidroponía.
Van Atta frunció los labios, pero luego sonrió amablemente.
—¿Por qué no? De todas formas, Hidroponía está en el itinerario de esta tarde.
—Gracias, señor —exclamó Tony con entusiasmo, y se apresuró a abrir la cerradura de seguridad frente a ellos, al extremo del corredor. Y la cerró, una vez que estuvieron del otro lado.
Leo se concentró en lo que había a su alrededor, como una alternativa menos grosera para poder estudiar furtivamente al muchacho. El Hábitat, por cierto, tenía una construcción poco costosa. En general, las unidades eran prefabricadas y combinadas de diversas maneras. No había un diseño estéticamente elegante. Un cierto aspecto accidental indicaba un patrón de crecimiento orgánico desde el comienzo del Hábitat. Las unidades estaban emplazadas aquí y allá para cubrir nuevas necesidades. Pero esta misma característica agregaba ventajas de seguridad que Leo aprobaba, como por ejemplo, el hecho de que los sistemas de cierre aéreos fueran intercambiables.
Pasaron por las alas de los dormitorios, las áreas de preparación de los alimentos y los comedores, un taller para reparaciones menores… Leo se detuvo para contemplar el tamaño y luego tuvo que acelerar la marcha para alcanzar a su guía. A diferencia de la mayoría de los espacios habitados en caída libre en los que Leo había trabajado, aquí no se hacía ningún esfuerzo para mantener una verticalidad arbitraria que tranquilizara la psicología visual de los residentes. La mayoría de las cámaras tenían un diseño cilíndrico. Los espacios de trabajo y de almacenamiento estaban contra las paredes y quedaba el centro libre de obstrucción para el paso de… Bueno, resultaba difícil llamarlos peatones.
Durante el recorrido, se cruzaron con varios de los… de las personas de cuatro manos, el nuevo modelo de obreros, los parientes de Tony o como quisiera uno llamarlos. Se preguntó si tendrían una designación oficial. Los miraba con disimulo, pero dejaba de hacerlo cuando uno de ellos lo miraba a él, algo que pasaba bastante a menudo. Lo miraban abiertamente y cuchicheaban entre sí.
Se dio cuenta de por qué Van Atta los llamaba chimpancés. Tenían caderas angostas y carecían de músculos motores desarrollados en los glúteos, como la gente con piernas. El par de brazos inferior tendía a ser más muscular que el superior, tanto en los hombres como en las mujeres y, por lo tanto, daban la falsa apariencia de ser más cortos que los superiores.
La mayoría llevaba la camiseta y los pantalones cortos, cómodos y prácticos, que usaba Tony. Evidentemente, los diferenciaba el color. Leo había visto pasar un grupo de amarillo que se desplazaba alrededor de un humano normal con uniforme de Galac-Tech, que tenía una pieza de bombeo medio abierta y les explicaba su función y su reparación. Leo pensó en una bandada de canarios, de ardillas voladoras, de monos, de arañas, de lagartos ágiles y despiertos, del tipo de los que se suben a las paredes.
Le daban ganas de gritar, casi de llorar. Y no era por los brazos o por las manos veloces. Justo cuando había llegado a Hidroponía, llegó a analizar el porqué de su intenso malestar. Se dio cuenta de que eran sus rostros lo que tanto le impresionaba. Tenían cara de niños…
Se abrió una puerta con un cartel que decía «Hidroponía D» y Leo pudo ver una antecámara y una gran cámara aireada que tendría unos quince metros de largo. Unas ventanas con filtros del lado del sol y una serie de espejos del lado oscuro llenaban de luz la habitación, donde también había muchas plantas verdes que crecían en unos tubos de cultivo. El aire olía a productos químicos y a vegetación.
Un par de las jóvenes de cuatro brazos, las dos de azul, trabajaba en la antecámara. Había un tubo de cultivo de unos tres metros de largo y las muchachas flotaban a su alrededor, trasplantando pequeños brotes de una caja de germinación a una serie de agujeros dispuestos en espiral a lo largo del tubo. Una planta por agujero. Las fijaban en su lugar con un sellador flexible alrededor de cada tallo tierno. Las raíces crecían hacia dentro y se convertían en una mata embrollada que absorbía la humedad hidropónica nutritiva que subía por el tubo. Las hojas y los tallos saldrían a la luz y, a la larga, darían el fruto que dispondría su destino genético. En este lugar, esos frutos probablemente serían manzanas con antenas, pensó Leo en medio de su histeria, o patatas que te guiñaban un ojo al pasar.
La muchacha de cabello oscuro se detuvo para acomodar un bulto debajo del brazo… La mente de Leo quedó completamente paralizada. El bulto era un bebé.
Un bebé vivo. Por supuesto que estaba vivo. ¿Qué otra cosa se podría esperar? En su interior, Leo se estremeció. Se asomó detrás del torso de su… ¿madre?… para espiar furtivamente a «Leo, el extraño» y se aferró con las cuatro manos a uno de los pechos de la muchacha, como si temiera la competencia. Dio un grito agresivo.
—¡Ay! —La muchacha de cabello oscuro se rió y con una de las manos inferiores soltó los dedos regordetes del bebé, sin dejar de poner el sellador alrededor del tallo con sus manos superiores. Terminó con un chorro de fijador de un tubo que estaba a su lado, fuera del alcance de la criatura.
La muchacha era delgada y parecía un duende. Para los ojos desacostumbrados de Leo, maravillosamente extraña. El cabello corto y fino, le enmarcaba el rostro y caía cubriéndole la nuca. Era tan espeso que a Leo le recordaba la piel de un gato: uno podía tocarlo y sentir su suavidad.
La otra muchacha era rubia y no tenía ningún bebé. Fue la primera que levantó la vista y sonrió.
—Compañía, Claire.
El rostro de la muchacha de cabello oscuro se iluminó de felicidad. Leo se estremeció ante el calor de su mirada.
—¡Tony! —gritó con alegría. Leo descubrió entonces que solamente había recibido una dosis accidental de ese rayo de felicidad, cuando ella pasó junto a él, hacia su verdadero objetivo.
El bebé soltó tres manos y las sacudió fervientemente en el aire.
—¡Ah, ah, ah! —La muchacha se dio la vuelta para saludar a los visitantes—. ¡Ah, ah, ah! —repitió el bebé.
—Bueno, está bien —se sonrió—. Quieres ir a los brazos de papá, ¿no? —La muchacha desenganchó la correa que sujetaba al bebé a su cinturón y lo extendió en sus brazos.
—¿Quieres volar a brazos de papá, Andy? ¿Quieres ir a brazos de papá?
El bebé mostraba entusiasmo ante la propuesta: sacudía las cuatro manos y gritaba con excitación. La madre lo lanzó hacia Tony con mucha más velocidad de la que le hubiera dado Leo. Tony, feliz, lo agarró… Con habilidad, pensó Leo.
—¿A brazos de mamá? —preguntó Tony a su vez. —Ah, ah —respondió el bebé y Tony lo lanzó por el aire, extendiendo sus brazos, y lo hizo girar como si fuera una rueda. El bebé encogió los brazos. Empezó a girar cada vez más rápido y se reía por el éxito de su esfuerzo. Conservación del momento angular, pensó Leo. Naturalmente…
Claire arrojó al bebé a los brazos de su padre una vez más. Resultaba un disparate pensar que ese muchacho rubio podía ser el padre de alguien —y se detuvo frente a Tony, que automáticamente le ofreció su mano—. El hecho de que siguieran cogidos de la mano era claramente algo más que una actitud de enamorados.
—Claire, te presento al señor Graf —dijo Tony. Más que presentarlo, lo estaba exhibiendo, como un premio—. Él será mi profesor de técnicas avanzadas de soldadura. Señor Graf, le presento a Claire y éste es nuestro hijo Andy.
Andy estaba trepando a la cabeza de su padre. Con una mano le agarraba el cabello rubio y con la otra le tocaba la oreja, mientras miraba de reojo a Leo. Tony, con suavidad, rescató la oreja y puso la mano del bebé sobre su camiseta roja.
—Claire fue elegida para ser nuestra primera madre natural —continuó Tony, orgulloso.
—Yo y otras cuatro chicas —le corrigió Claire con modestia.
—También trabajaba en Soldadura y Ensamble pero ya no puede hacer trabajos externos —explicó Tony—. Ha estado en Trabajos Domésticos, en Tecnología de la Nutrición y en Hidroponía desde que nació Andy.
—La doctora Yei dijo que yo era un experimento muy importante para determinar qué tipos de productividad eran los menos comprometidos durante el tiempo que cuidaba a Andy —explicó Claire—. De alguna manera, echo de menos no poder estar fuera. Era emocionante, pero esto también me gusta. Hay más variedad.
¿Galac-Tech reinventa el Trabajo Femenino?, pensó Leo, sorprendido. ¿Estaremos a punto de poner un grupo de Investigación y Desarrollo para trabajar también con aplicaciones del fuego? Pero… claro, era un experimento… Afortunadamente, su rostro no reflejó sus pensamientos.
—Encantado de conocerla, Claire —dijo con seriedad.
Claire dio un codazo a Tony y le hizo un gesto con la cabeza señalando a su compañera rubia, que ya se había acercado para unirse al grupo.
—Oh… y ella es Silver —continuó Tony—. Trabaja en Hidroponía la mayor parte del tiempo.
Silver asintió. Tenía el cabello bastante corto y con ondas de color platino. Leo pensó que tal vez por eso la apodaban así. Tenía el tipo de huesos faciales fuertes, que son angulosos y hasta desgarbados a los trece años, pero que se vuelven tremendamente elegantes a los treinta y cinco. Ahora estaban a mitad de camino en esa transición. Sus ojos azules eran más fríos y menos tímidos que los de Claire, ahora distraída por una nueva demanda de Andy. Claire recogió al bebé y volvió a ajustar su faja de seguridad.
—Buenas tardes, señor Van Atta —dijo Silver.
Hizo una pirueta en el aire. Los ojos parecían pedir a gritos que se fijaran en ella. Leo percibió que tenía las veinte uñas de las manos pintadas de color rosado.
La contestación de Van Atta fue reservada y presumida.
—Buenas tardes, Silver. ¿Cómo va?
—Tenemos otro tubo para plantar después de éste. Terminaremos antes del cambio de turnos —le comunicó Silver.
—Bien, bien —dijo Van Atta jovialmente—. Ah, por favor, no olvides ponerte a la derecha cuando hables con un terrestre, cielo.
Silver cambió de lugar a la indicación de Van Atta. Como la habitación estaba dispuesta radialmente, a la derecha era una simple apreciación céntrica del hombre, pensó Leo.
¿Dónde lo había visto antes?
—Bueno, continuad, chicas.
Van Atta salió de la habitación seguido de Leo. Tony venía detrás de ellos, sin dejar de mirar hacia atrás sobre su hombro.
Andy se había vuelto a concentrar en su madre. Con las manos pequeñitas intentaba abrirle la camiseta que empezaba a mancharse como acto reflejo. Aparentemente, la compañía había decidido no alterar esa parte de la biología antigua. Los dispensadores de leche estaban idealmente preadaptados a la vida en caída libre, después de todo. Había oído que incluso los pañales habían tenido una historia heroica en los primeros viajes espaciales.
Dejó de pensar en esas cosas y siguió caminando detrás de Van Atta, silencioso y pensativo. Había decidido no seguir sacando conclusiones. Intentaba tranquilizarse, no paralizarse. Mientras tanto, una boca cerrada no podía impedir la recepción de información.
Se detuvieron ante la oficina de Van Atta en el Hábitat. Apenas entraron, aquel encendió las luces y la circulación de aire. La oficina olía a cerrado, y Leo supuso que no se utilizaba muy a menudo. El ejecutivo probablemente pasaba la mayor parte del tiempo abajo, en un lugar más cómodo. Un amplio mirador ofrecía una vista espectacular de Rodeo.
—Ascendí un poco en el mundo desde que nos vimos por última vez —dijo Van Atta, mirándole a los ojos. La atmósfera superior en el borde de Rodeo estaba produciendo magníficos efectos luminosos con bellos prismas de luz desde su ángulo de observación—. En muchos sentidos. No me importa devolver el favor. Creo que el hombre que asciende tiene la obligación de recordar cómo llegó allí. Nobleza obliga y todo eso. Van Atta enarcó las cejas, como si invitara a Leo a plegarse a esa satisfacción personal.
Tenía que recordarlo. Y bien. Su memoria seguía en blanco y la situación era cada vez más incómoda. Sonrió y aprovechó la pausa mientras Van Atta activaba la consola de su escritorio para darse la vuelta y observar la habitación, examinando su contenido, como hace la gente educada cuando espera a alguien, Había una pequeña placa en la pared con una leyenda que le llamó la atención y le provocó risa: «Al sexto día, Dios vio que no podía hacer todo, entonces creó a los INGENIEROS».
muy buen libro. muchas gracias.
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