El sol de la pradera

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A excepción del chico, nada se movía sobre la pradera. Los halcones no cazaban
esa mañana. Ni siquiera los buitres dibujaban círculos en el espacio vacío. Los
pájaros, evidentemente, estaban esperando que Micah Taverner produjera su
matanza.


El calor caía como una pesada cortina sobre el mundo. Todo movimiento parecía
suspendido. En la mente de Micah penetró el pensamiento de que en esos prados
podía suceder cualquier cosa. Había madurado repentina y precozmente, y no por
su propia voluntad.

 

 

 

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Micah, de trece años de edad, se movió silenciosamente. Tal vez no como lo haría
un indio, pero aun así pisó el pasto dentado con más sigilo que cualquier otro
integrante de la compañía. Balanceó el arma de su padre con cuidado, con el pulgar
listo para quitar el percutor de la posición de medio amartillado. Un antílope
pequeño sería bienvenido. Un ciervo joven de cola blanca sería aún mejor. Una
gran liebre americana ya sería suficiente.


A la derecha de Micah,el río Platte se movía perezosamente hacia el este por el sur,
la dirección por la que había llegado la compañía. En este punto, el camino seguía
una senda más recta que la del río. El curso que llevaba el chico lo elevó
suavemente hasta colocarlo a unos cien metros sobre el nivel del agua. Cinco
metros a cada lado del Platte todo era verde y exhuberante. El pasto y los árboles
crecían lujuriosamente. Debajo de ellos, el mundo se descomponía en sombras
castañas y tostadas y amarillas.


El mundo parecía contener muy pocas cosas además del río y la pradera. Y el
camino. Si el chico hubiera querido pararse en los surcos abiertos por las
incontables ruedas que pasaron por allí, se habría hundido en ellos hasta la cintura.
Micah oyó un ruido en el aire muerto. Se quedó inmóvil, esperando. Oyó algo de
nuevo. Vidrios quebrándose. Murmullo de palabras. Los sonidos llegaban del otro
lado de la elevación más cercana. Dos voces. Quienes fueran los que hablaban,
estaban a pocos metros del sendero.


El chico amartilló lentamente el percutor del rifle. Le pareció que el "click" resonaba
a través de la tierra abrasada como si fuera el disparo del arma. Nuevamente
escuchó palabras demasiado distantes e indistintas como para ser entendidas. Pero
en el tono no había ningún signo de alarma.


¿Hombres blancos? pensó. Pawnee había sido la primera palabra que le había
venido en mente. O Siuox. O Piesnegros. Había escuchado historias de matanzas y
torturas en boca de los narradores en torno al fuego. Los había escuchado con los
ojos muy abiertos y la respiración helada en la garganta, aunque su padre se había
reído sugiriendo con malicia que los hombres de las tribus de pieles rojas no eran
más monstruos que los de la compañía. Y después de todo, hombres de otras
compañías les habían dado a los indios regalos más mortales que las balas.


Micah aferró con más fuerza el rifle de su padre y se acercó silenciosamente a la
cima. De nuevo los ruidos —esta vez un ruido como de objetos de hierro y madera
que estuvieran siendo guardados juntos en una maleta. Afloramientos de piedras
porosas le proporcionaron una cierta cobertura mientras se acercaba a la cima de la
loma.


¡Blancos! Al menos los extraños no eran pieles rojas, aunque resultaban algo raros
a los ojos de Micah. Había dos, y estaban hurgando entre la basura y los
desperdicios, al costado del camino. El sendero estaba flanqueado por toda clase de
objetos arrojados por hombres y mujeres exhaustos, sobrecargados, que iban
apenas por la mitad del arduo camino. Las carretas, los bueyes, los caballos y las
mulas, la gente… hay un límite en lo que se puede cargar sobre cada uno de ellos.


Micah había visto aparecer las herramientas abandonadas y los utensilios
domésticos al costado de la carreta poco después de Fort Kearney, muchos
kilómetros antes de llegar al vado de South Platte. Antes de que comenzara la
enfermedad, su padre había intentado llevar la cuenta de lo que veía en un
kilómetro o dos.
"Debe haber diez mil dólares en cosas aquí", había dicho, "todo disponible para la
recolección, con sólo tener el tiempo o el deseo".


Pero muy pocos de los esforzados viajeros que se dirigían a California u Oregon
tuvieron, por supuesto, el tiempo o el deseo. De modo que los preciados muebles
de Nueva Inglaterra, los barriles de harina abandonados y lo sacos de habichuelas
blancas, las cocinas Franklin y las impresoras, todo yacía bajo el sol de la pradera,
echándose a perder. Y ahora Micah veía a los dos extraños hombres blancos
hurgando como cerdos entre los alguna vez preciosos objetos desparramados junto
al camino. Los dos eran altos; medían algo más de un metro ochenta.

 

A pesar de
que uno era moreno y el otro tenía el pelo tan claro como el pasto seco, su aspecto
era muy similar. Ambos llevaban ropa parecida: camisas a cuadros con tiradores,
pantalones marrones y botas de suela gruesa. La camisa del rubio era colorada; la
del moreno, verde. Pero Micah notó que había algo incorrecto en aquella ropa. Por
un lado, era lustrosa y brillaba al sol. Por otro, advirtió repentinamente, cuando se
agachaban para recoger las cosas podía verse que las ropas estaban hechas de una
sola pieza. Era como si usaran un conjunto coloreado para que pareciera ropa
auténtica.


El rubio le estaba mostrando al otro un tapete de Nueva Inglaterra, tejido a mano,
parecido al tesoro que la madre de Micah aún conservaba en la carreta, después de
haberse rehusado firmemente a tirarlo cuando cruzara el Platte. Micah se preguntó
si debía abordarlos, o si sería más inteligente volver sobre sus pasos e ir a buscar
víveres en otra dirección. Entonces el moreno se volvió con suavidad, alzó la vista y
clavó los ojos directamente en Micah. Le dijo algo a su compañero. Los dos se
quedaron mirando al chico.


Finalmente, uno de ellos, el rubio, dijo:
-Ven aquí, jovencito.
Dejó el tapete en el suelo y se quedó de pie allí, en silencio, con las manos vacías.
El otro extendió lentamente las manos, con las palmas hacia arriba. Micah advirtió
que estaban mirando el arma de su padre.
Se acercó cautelosamente a la pareja y miró más allá de ellos. El caño del rifle se
alzó.


-No lo hagas -dijo el moreno.
Cualquier otra cosa que hubiera intentado decir fue interrumpida por la explosión.
Dos metros de pradera decapitada saltaron y cayeron flojamente en mortal agonía
cerca de los pies de los hombres, al tiempo que éstos gritaban y se hacían a un
lado. Miraron la serpiente, a Micah y otra vez la serpiente.
-Gracias, muchacho —dijo el rubio.


-Una bien grande -dijo Micah. Se sintió contento con el tiro y procuró no sonreír.
Comenzó a recargar el rifle-. Probablemente la más grande que he visto en mi vida.
Los hombres intercambiaron miradas.


—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó el moreno. Micah les dijo.
—Bien, señor Micah Taverner -dijo el rubio-, por favor, llámame John. Mi amigo es
Droos. —Droos inclinó la cabeza-. Ambos estamos muy agradecidos de que hayas
eliminado la serpiente.
—No fue nada -dijo Micah, acariciando el cañón de la escopeta-. Estoy contento de
haber ayudado.


Hubo un silencio. Los hombres parecían tratar de comunicarse entre sí mediante
una serie de miradas penetrantes. Micah prestaba atención solamente al arma.
—Supongo que te estarás preguntando qué estamos haciendo aquí.
—No es asunto mío —dijo Micah.
—Admirable -dijo Droos, volviéndose—. Su lengua no está tan extraordinariamente
desatada como la tuya, John. Ahora volvamos al trabajo y veamos si podemos
encontrar más botellas de East Middlebury como la que dejaste caer tan
descuidadamente.


Pero John parecía fascinado por el chico.
—¿Puedo preguntarte qué haces tú aquí? -dijo—. Creo que el último tren pasó por
aquí hace casi una semana, y las próximas carretas no llegaran hasta dentro de
varios días.
—Mi madre me mandó de caza —dijo Micah—. Cree que el caldo de carne aliviará
los dolores de Annie.


—¿Quién es Annie?
—Mi hemana pequeña. Está enferma de viruela y no puede ser movida. Droos se
apartó de las tablas de madera que estaba escudriñando y lo miró.
-¿Viruela? La erradicamos totalmente hace más de un siglo.
-En nuestro tiempo -dijo John.
-¿Su tiempo? -preguntó Micah, confundido.


-No importa -dijo John—. Es una larga historia. ¿Adonde está tu carreta?
-Por allá. -Micah señaló en dirección al río-. A casi cinco kilómetros de aquí.
Deberíamos habernos quedado en Fort Laramie, pero Annie no parecía tan enferma
en aquel momento. El resto de la compañía dijo que esperaría un día más en
Independence Rock. Me temo que ya deben haber seguido camino.
-Pero tu familia se quedó sola.


-Annie llora cuando se mueve la carreta. Está demasiado débil. Mi madre pensó que
el descanso podría ayudar.
-Tu madre -dijo John-. ¿Qué hay de tu padre?
Micah miró el suelo. – Se enfermó de cólera y murió poco antes del cruce del Platte.
-Dios Todopoderoso – dijo Droos.
-¿Entonces tu madre y tú han traído la carreta hasta aquí por sus propios medios? –
inquirió John.


El chico negó con la cabeza.
– Nos ayudaron algunos hombres de la compañía. Pero ellos tienen sus propias
carretas, y familias. Y muchos estaban debilitados por el cólera.
—Increíble -dijo Droos. Inconscientemente, acariciaba una tetera de plata.
—Y ahora hemos visto al elefante -dijo Micah.


Droos alzó una ceja. —¿Elefantes? ¿Has encontrado uno aquí?
Micah lo miró extrañado.
—Quiere decir que nos hemos internado mucho más en nuestro camino de lo que
esperábamos. Volveríamos a Ross County, en Ohio, pero ahora queda tan lejos
volver como seguir. Tal vez podamos unirnos a la compañía cuando Annie mejore.
Antes de seguir, el capitán nos dijo que tendremos que movernos rápido o el
invierno de Sierra Nevada nos atraparía a todos.


Los dos hombres lo miraban, atravesándolo.
—La gente realmente vivía y moría de esta manera -dijo Droos, confundido.
—Micah —dijo John en voz baja— ¿Puedes guardar un secreto?
—Si es un secreto honorable.
—¿Qué pasa si te digo que nosotros vinimos del futuro? El chico sacudió la cabeza.
—No entiendo.

 

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