Orbita Inestable

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 John Brunner nació en Oxfordshire, Inglaterra en 1934 y murió, el 25 de agosto de 1996, es el autor británico de ciencia ficción de mayor resonancia mundial, junto con Brian Aldiss y J.G. Ballard. Su novela Todos sobre Zanzíbar gano el premio Hugo y está considerada como una de las obras más importante del genero en las ultimas decadas. Orbita Inestable, junto a ella y El rebaño ciego, forman lo que su autor llama “la trilogía del desastre”. En orden de mención, diremos que los desastres tratados son la superpoblación, las guerras raciales y la contaminación, tratadas en un medio convincente, casi de futuro cercano.


 

 

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De modo que, ¿cómo iba el mundo aquella mañana? Aún peor que ayer. En todas las oficinas del Pozo Etchmark el aire estaba a unos confortables 18 °C, pero había sudor en la frente de Matthew Flamen, el último de los hurgones. Al mediodía, tenía que estar montada, procesada, grabada, aprobada, corregida y cargada en los transmisores una emisión de quince minutos, y en aquel momento lo único que estaba preparado eran los dos minutos y cuarenta segundos de la publicidad. Punto tras punto de la lista que había establecido después de dejarla madurar durante toda la noche había sido rechazado como inutilizable, y faltaban aún nueve meses para la expiración de su contrato.

Era el clímax de una larga pesadilla recurrente. El planeta se había cerrado como una ostra cansada y él, una hambrienta estrella de mar, no tenía fuerzas suficientes para forzarla a que se abriera. ¿Forzarla? ¿A que se abriera?

Con un esfuerzo convulsivo lo consiguió; sus párpados se entreabrieron, y allí estaba el cielo azul brillando por encima del cristal blindado unidireccional del techo de su dormitorio. Estaba solo en la habitación; estaba solo en la casa. Aquello le alegró profundamente. Su corazón martilleaba en sus costillas como un lunático exigiendo salir del asilo, y él jadeaba tan violentamente que nunca hubiera conseguido formular una frase coherente, ni siquiera un simple buenos días. Aunque nadie podía ser razonablemente considerado responsable por el contenido de un sueño, se sintió horrible e indeciblemente avergonzado.

Poco a poco, fue reuniendo los dispersos fragmentos de su personalidad, hasta que tuvo el suficiente control sobre sus miembros como para ponerse en pie. Superficialmente anotada hacía mucho tiempo, catalogada como una cita reproducible debido a que incidía muy directamente en su línea de trabajo, una frase de Xavier Conroy derivó fuera de su subconsciente: «La cultura occidental está sufriendo un proceso de transición desde un sentimiento de culpabilidad, con una consciencia, a un sentimiento de vergüenza, con un mórbido temor a ser descubierto». Últimamente aquellas palabras habían estado supurando en su cerebro, como la señal de un tizón aplicado a una temperatura demasiado baja como para cauterizar y esterilizar el lugar de la quemadura.

Miró a su alrededor con ojos cansados, al lujo, el confort, la seguridad de su hogar, y encontró el lugar repulsivo. Se dirigió tambaleante al cuarto de baño, y tragó un trank del distribuidor. Hizo efecto mientras estaba vaciando su vejiga, y el mundo pareció marginalmente menos amenazador. Fue capaz de tranquilizarse a sí mismo diciéndose que estaba logrando seguir adelante, que aún estaba en el negocio, que iba a seguir obligando a alzarse a las tapas de incontables secretos que pretendidamente debían seguir ocultos…

De todos modos, antes de pensar en tomar una ducha y comer algo y las demás minucias de la existencia civilizada, exorcizó los fantasmas de la pesadilla yendo a la comred y tecleando una línea directa a los ordenadores de su oficina. Observado por la cinta sin fin de Celia de medio cuerpo agitándose una y otra vez en su nicho de honor, se sentó desnudo en un viscoso sillón giratorio y cortó cabeza tras cabeza la hidra de su aprensión. Era todavía temprano —las cero siete y diez ESTE, hora local—, pero el pequeño y contraído planeta de hoy en día existía en una zona de atemporalidad. Los temas que había dejado madurar mientras dormía funcionaban estupendamente: algunos estaban ya lo suficientemente cocidos como para ser utilizados hoy mismo, otros exudaban jugos con un aroma prometedor.

Gradualmente, la confianza volvió a él. Siempre era una medicina mejor que los tranks el darse cuenta de que estaba mirando a ese mundo, no tri sino tetradimensional, más profundamente que casi todos los demás. Se obligó a sí mismo a hacer caso omiso del demonio burlón de la duda que seguía recitando aquella observación de Conroy y señalaba que, si era cierta, más pronto o más tarde todo el mundo occidental estaría conspirando para ocultarle sus acciones vergonzosas. Diez, ocho, incluso seis años antes, todas las principales cadenas tenían a sus respectivos hurgones; uno por uno habían ido desapareciendo, algunos por efectuar acusaciones que no podían ser probadas, otros simplemente a causa de haber perdido su audiencia, haber dejado de ser capaces de irritar, provocar, excitar.

¿Era eso debido a que el mundo ya no admiraba más a un hombre honesto que a uno que había conseguido seguir adelante con su deshonestidad? ¿Y cuan honesto es el hombre que se gana la vida desenmascarando a aquellos que no han tenido un éxito completo en cubrir sus supercherías? Como si las preguntas le hubieran sido hechas por algún otro, Flamen miró intranquilo a su alrededor. Pero todo lo que vio moverse fue la imagen de Celia, siguiendo con su interminable ciclo. Se volvió a la pantalla de la comred, y seleccionó el primero y más importante de los casi doce temas que había señalado para aquella noche.

Sí, por supuesto, era cierto que Marcantonio Gottschalk se había sentido humillado por la ausencia de Vyacheslav Gottschalk y un cierto número de cotorras de alto nivel en la celebración de su ochenta cumpleaños. Ya casi ni era noticia el hecho de que se estaba desarrollando una nueva lucha por el poder dentro del trust, pero hasta ahora los detalles de quién estaba tomando qué partido habían sido eficazmente silenciados.

¿Se atrevería a arriesgar una estimación acerca de que las convencionales excusas de enfermedad —los Gottschalk eran curiosamente conservadores en muchos sentidos— no habían sido más que mentiras? Los ordenadores le advertían que no lo hiciera; el trust era demasiado grande como para meterse con él sin datos realmente sólidos. Y sin embargo, su corazón ansiaba algo grande. No se trataba tanto de que su contrato no expirara hasta dentro de nueve meses, como su sueño le había advertido, sino más bien de que le quedaban tan sólo nueve meses, y a menos que presentara algo realmente espectacular antes del final de la estación veraniega de audiencia baja, podría ir a hacer compañía a Nineveh y Tyre. Colocó un «alta prioridad» a la historia, y dio instrucciones a sus ordenadores, sin demasiadas esperanzas de todos modos, de que siguieran husmeando, y descubrieran si le resultaría posible comprar una llave-código del banco de datos de los Gottschalk en Iron Mountain.

Aguardando la evaluación, pasó a otros temas. La simple idea de atacar a los Gottschalk parecía haberle devuelto a una completa normalidad, y fue marcando con seguridad datos nuevos y viejos.

Lares & Penates Inc. era casi con toda seguridad lo que proclamaba el rumor: una fachada intelectualizada de la Conjuh Man, explotando la huida de los blancs del racionalismo con el mismo entusiasmo que la ignorancia de los nigs de él. Señálalo para obtención del máximo de detalles y úsalo cuando los índices alcancen ochenta a favor; de momento estaban tan sólo a setenta y dos. Los refugiados que convergían en Kuala Lumpur debían de estar siendo seleccionados según un plan preestablecido tendente a reducir su número al menos en dos tercios y no como informaban los partes oficiales para separarlos en leales y subversivos. Los índices daban ochenta y ocho a favor, de modo que era utilizable hoy. Pero ¿valía la pena correr el riesgo de provocar un incidente internacional? ¿A quién del mundo de habla inglesa le importaba un pimiento el destino de un número indeterminado de gente de piel morena que hablaba un idioma incomprensible?

Mientras estaba aún vacilando sobre si utilizar el tema o mantenerlo en reserva, se produjo una interrupción. Sesenta y aumentando a favor de ser capaz de comprar un código y abrir el banco de datos de los Gottschalk en Iron Mountain. Precio estimado entre uno y dos millones. Eso lo colocaba fuera de la órbita de Flamen, de todos modos —no había dinero suficiente en los fondos de información—, pero instantáneamente alertó sus sospechas profesionales. En todas las anteriores ocasiones que había hecho esa pregunta, los ordenadores habían exhibido inmediatamente un NO COMPRABLE. El instinto le dijo la pregunta correcta que debía formular a continuación: ¿estaban planeando los Gottschalk prescindir de esas instalaciones en particular?

Mientras tanto, prosigamos: algo nuevo cociéndose entre los Patriotas X. Los informes de rutina le llevaron directamente de vuelta a los Gottschalk y al veredicto superficial de que estaban fomentando una vez más el descontento entre los extremistas nigs para asegurar buenas ventas de sus últimos productos entre los asustados blancs. Pero había una posibilidad secundaria, a sólo cinco puntos más abajo en la escala, que hizo que se acariciara con el dedo su barba color castaño cuidadosamente recortada y frunciera el ceño.

¿Una brecha en el asunto de la entrada de Morton Lenigo? Un juicio racional decretaba que aquello era absurdo. No era concebible que ningún ordenador de inmigración librara un visado a Lenigo después de lo que había hecho en ciudades británicas tales como Manchester, Birmingham y Cardiff. Sin embargo, cuando un informe que había estado oscilando entre los cuarenta durante tres años saltaba de repente hacia arriba hasta los sesenta y pico, aquello era evidentemente una señal de peligro. ¡E iba a ser una historia de impresión, si después de todo resultaba ser una historia! Pidió una evaluación intensiva, y volvió a los Gottschalk.

Sí, dijeron sus ordenadores, era muy probable que los Gottschalk estuvieran planeando prescindir de Iron Mountain. Habían estado comprando equipo de proceso de datos en cantidades demasiado grandes como para explicarlas para uso de localización o telemetría.

Conclusión lógica: si estaban pensando en retirarse de Iron Mountain, la venta de uno de sus códigos de acceso sería una aventura marginal que les proporcionaría buenos dividendos mientras ellos se limitaban a sentarse y a reír como hienas cuando el crédulo comprador descubriera que había sido engañado.

A veces odio a los Gottschalk, pensó Flamen, no tanto por lo que son, sino por lo que ellos piensan que son los demás. A nadie le gusta ser tratado como un idiota miope.

Tras reflexionar un poco, dio instrucciones a sus ordenadores para que buscaran tres cosas: el lugar donde los Gottschalk estaban enviando todo su equipo, lo cual podría ser muy esclarecedor; informes de cualquier reciente progreso técnico que pudiera conducir a la comercialización de un producto enteramente nuevo; y todo indicio, por tenue que fuera, relativo a las actuales luchas intestinas dentro del trust. Puesto que no había absolutamente ninguna esperanza de conseguir nada explotable para la emisión de hoy, situó el tema para estudiarlo con mayor profundidad la noche siguiente, y volvió al material inmediatamente explotable.

La caza de los rumores, como el correr detrás de las mariposas con una redecilla, era uno de sus principales talentos profesionales, y el hecho de que era bueno lo probaba el que su emisión había sobrevivido… mutilada, tenía que admitirlo, pero la pérdida de una pierna era mejor que ser amortajado para cremación. De todos modos, esa patente verdad no lo tranquilizó demasiado cuando observó la selección final de siete temas, con tres en reserva para prevenir el riesgo de que algo fuera rechazado por la red CG. Antes de efectuar ningún tipo de acusación contra nadie, su contrato le obligaba a dejar que los propios ordenadores del Cuartel General de la Holocosmic revisaran sus datos de base, y algunas veces su índice caía por debajo del límite fijado por la firma que les aseguraba contra el riesgo de perder demandas por libelo. Recientemente le había sido rechazado por término medio un tema a la semana, demasiados desde el punto de vista de Flamen; sin embargo, había buenas razones para reprimir sus deseos de quejarse.

Hoy era una magra cosecha. De todos modos, pensó, al menos ahora sabía que tenía material suficiente para la emisión. Podía tomarse el tiempo necesario para comer algo. Pero la comida le supo a ceniza cuando se obligó a tragarla.

 

4

P.: ¿Quién era esa serpiente que vi contigo la noche pasada?

R.: No era una serpiente, era mi actual amante, que resulta que es una pitonisa

 

El mecanismo de la flotacama estaba empezando a mostrar síntomas de cansancio. Había sido comprada de segunda mano, y aunque tenía un metro treinta de ancho no había sido diseñada para ser usada por dos personas. Así que de lo primero que se dio cuenta Lyla Clay al despertarse fue de que, como de costumbre, había permanecido durmiendo rígida para evitar la esquina superior izquierda donde el soporte era más débil y, tendida sobre su brazo derecho, había impedido la correcta circulación del miembro. Desde el codo hasta la punta de los dedos todo el brazo le resonaba como una campana con la agonía de las sensaciones que vuelven.

Abrió los ojos irritada, para descubrir a un hombre al que no conocía sonriéndole. Sus labios se agitaban en un completo silencio, pero no captó inmediatamente las implicaciones de todo aquello.

Estaba completamente desnuda; sin embargo, no tenía ninguna razón para avergonzarse de su cuerpo, que era esbelto, joven y uniformemente bronceado; y el reflejo heredado de su infancia algo chapada a la antigua que la impulsaba a tender el brazo en busca de una inexistente sábana —los circuitos calefactores de la cama, al menos, estaban funcionando correctamente— fue impedido por el calambre de su brazo. De todos modos, se dijo, no era la primera vez en sus veinte años que se despertaba para encontrarse siendo admirada por un hombre cuyo rostro y nombre le eran completamente desconocidos.

Entonces el desconocido se disolvió en una lluvia de copos rosas y púrpuras, y recordó la Tri-V que Dan y su amigo Berry habían arrastrado por el pasillo desde el ascensor, ayer, en medio de mucho sudor y muchas maldiciones. Antes no habían tenido una Tri-V en el apartamento…, tan sólo una antigua TV no holográfica que no ofrecía nada más interesante que las transmisiones de los tres satélites 2-D supervivientes gracias a las insistencias de la CPC. Puesto que estas emisiones eran radiadas principalmente a la India, África y Latinoamérica, y ni ella ni Dan hablaban hindi o swahili, y tan sólo unas cuantas palabras de español, apenas se molestaban en conectarla a menos que estuvieran orbitando. Por lo tanto, no importaba que los programas se dedicaran principalmente a asuntos tales como el cavar letrinas, atrapar peces, y el reconocimiento de los síntomas de las enfermedades epidémicas… De hecho, tal como Dan había señalado en una ocasión, si ellos hubieran tenido una porción de tierra en la que poder cavar letrinas, la información hubiera podido resultarles útil la siguiente vez que se les atascaran los sanitarios.

Miró a su alrededor en busca de Dan, y lo encontró al otro lado de la cama. Afeitadora en mano, estaba buscando un lugar en la pared donde la sanguijuela magnética al extremo del cordón pudiera extraer algo de energía, casi como un narcómano buscando algún trozo de piel donde clavar la jeringuilla. Localizó una sección donde el cable inductor aún no estaba corroído; la afeitadora empezó a zumbar, y se dispuso a reparar los defectos de su barba. Tenía que soportar la maldición de grandes redondeles carentes de pelo en ambas mejillas.

Un par de latidos de corazón más tarde, la Tri-V recuperó milagrosamente su sincronización. Radiante y gesticulante, el nombre en la pantalla reanudó su silenciosa diatriba.

Lyla se sentó en la cama y cruzó su urticante brazo sobre su pecho, frotándolo con las puntas de los dedos de su otra mano.

—¿Por qué no haces una señal en la pared para no tener que estar buscando la próxima vez? —dijo sin mirar a Dan, paseando distraídamente sus ojos por el contenido de la habitación. En la bandeja de cobre de Henares, delante del altar del Lar, había un lodoso montón de pseudoorgánicos; evidentemente alguien había recordado justo a tiempo echar allí los libros cuya fecha de expiración se estaba aproximando, y puesto que ella no recordaba haberlo hecho, debía de haberse tratado de Dan. Un hilillo seco de vino tinto corría pared abajo desde la esquina de la mesa, que había sido doblada contra la pared sin limpiarla antes. El estante que contenía su genuino candelabro de siete brazos del siglo XX estaba recubierto de ceniza pulverulenta, debido a que ella había insistido en quemar siete tipos distintos de agarbati a la vez… Frunció la nariz ante el recuerdo.

En pocas palabras, el lugar era un revoltijo.

Dan hizo una pausa en su tarea de aplicar, uno a uno, pelo sintético al adhesivo con el que se había embadurnado las mejillas.

—Oh, finalmente te has despertado, ¿eh? Iba a empezar a sacudirte. ¿No sabes la hora que es?

Hizo un gesto hacia su nueva adquisición, la Tri-V, como si se tratara de un reloj.

Lyla se lo quedó mirando sin comprender.

—¿No reconoces a Matthew Flamen? Infiernos, ¿cuántos hurgones crees que quedan en la tridi? Es su programa del mediodía, y ya está a más de la mitad. ¡Escucha!

Alzó una pierna desnuda y golpeó con ella el control de sonido del bajo cajón de donde surgía la pantalla holográfica, de un centímetro de espesor, que se proyectaba como una vela del casco de un yate. Calculando mal su equilibrio, cayó sentado en la esquina de la cama. El repentino peso fue demasiado para el fatigado mecanismo, y Lyla se encontró depositada en la base de la cama con acompañamiento de un gemido de gas escapándose.

La voz congraciadora de Flamen dijo:

—En este mundo que es terrible tan a menudo, ¿no sienten ustedes envidia de la sensación de seguridad que tienen aquellas personas que han instalado trampas Guardian en sus puertas y ventanas? No podrán comprar nada mejor, y serán ustedes unos estúpidos si se conforman con algo menos bueno.

Desapareció. Un alto y ceñudo nigblanc avanzó en su lugar y, antes de que Lyla tuviera tiempo de reaccionar —aún no estaba lo bastante despierta como para convencerse a sí misma de que la imagen tridimensional a todo color iba a permanecer encerrada en la pantalla—, bandas metálicas provistas de púas saltaron hacia el hombre a la altura de su cuello, pecho y rodillas. La sangre empezó a rezumar de los puntos donde las crueles puntas de metal se habían hundido en la carne. Pareció brevemente desconcertado, luego se derrumbó inconsciente.

—¡Guardian! —cantó una innatural voz de castrado—. ¡Guar… di… an!

—Creo que quizá debiéramos invertir en algo así—dijo Dan.

—¿Qué demonios piensas que va a quedar aquí que valga la pena robar, si sigues así? —preguntó Lyla, malhumorada—. ¿no te has dado cuenta de que acabas de romper la cama?

Saltando en pie, golpeó el interruptor de la Tri-V. No ocurrió nada.

—Olvidé decírtelo —murmuró Dan—. El interruptor no funciona. Por eso nos la dio Berry.

—¡Oh, maldita…! —Lyla buscó con la mirada el cable de alimentación; lo encontró, tiró de la sanguijuela desconectándola de la pared, y la regresada imagen de Matthew Flamen desapareció en una confusión de azules y verdes—. ¿Deseas dormir sobre una dura tabla esta noche? ¡Porque yo no!

—Llamaré a alguien y haré que la arreglen—suspiró Dan—. Ahora creo que deberías activarte un poco, ¿no crees? ¿Has olvidado que tenemos un contrato para el Ginsberg esta tarde?

Malhumorada, Lyla tomó las ropas que se había quitado la noche antes: un nix gris y oliva y un par de schoos.

—¿Alguna llamada o correo? —preguntó mientras empezaba a ponérselos.

—Ve a ver si estás tan interesada. —Dan tocó delicadamente los mechones de su rostro; satisfecho de sentirse presentable, desprendió la afeitadora de la pared y la devolvió a su estuche—. Pero se supone que primero deberías cumplir con tus obligaciones hacia el Lar, ¿no?

—Sólo lo tenemos para siete días, y a prueba —dijo Lyla con indiferencia, metiendo el nix en posición en torno a sus caderas—. Si está tan ansioso por permanecer en un miserable agujero como este, dejemos que él haga el trabajo. Además, ¿qué te ha impulsado a apilar un montón de libros a punto de expirar en su bandeja? ¿Esperas que le guste el ser utilizado como cubo de la basura?

—Era un caso de urgente necesidad —murmuró Dan—. Las cañerías de evacuación vuelven a estar sobrecargadas.

—¡Oh, no!

En equilibrio sobre una pierna para deslizar los dedos de sus pies en la primera schoo, Lyla lo miró desmayadamente.

—Todo está bien… el water aún funciona. Pero no deseo correr el riesgo de bloquearlo también echando un puñado de libros, ¿no crees?

—Y hablan del endurecimiento de las arterias —suspiró Lyla, recordando una famosa metáfora de La ciudad senil de Xavier Conroy—. Cuando no son las cloacas son las calles, y cuando no son las calles es la comred… Iré a ver nuestra ranura, de todos modos. Una nunca sabe; puede haber algo interesante.

Se dirigió hacia la puerta, y empezó a hacer fuerza contra la manecilla de la cigüeña para alzar el bloque de cien kilos que la cerraba contra los intrusos nocturnos.

—Ponte tu yash —dijo Dan, metiéndose en sus pantalones verdes y atándolos fuertemente con un cinturón en torno a su cintura.

—¡Demonios, sólo voy a ir a la comred!

—He dicho que te lo pongas. Estás asegurada por un cuarto de millón contra los ladrones, y en la póliza dice que tienes que llevarlo.

—Para ti es muy fácil hablar —murmuró belicosamente Lyla—. Tú no tienes que llevar esa horrible cosa.

Pero fue a tomar obedientemente el yash allá donde estaba colgado de su percha, junto a la puerta.

Deslizándolo sobre su cabeza, comprobó que estuviera bien instalado.

—Oye…, esto…, supongo que no voy a tener que llevarlo en el hospital, ¿verdad? Sería horriblemente embarazoso mientras estoy agitándome.

—No, no mientras estés actuando. Eso me hace pensar… —Dan se mordió el labio, mirándola dubitativamente—. Los pacientes siguen un régimen de aislamiento en el Ginsberg, y puede que no les haga ningún bien verte así. ¿No tienes nada menos revelador?

—No creo. Todas mis ropas de febrero han expirado ya, y las de marzo se están poniendo más bien andrajosas. Y por supuesto, en abril he elegido transparentes.

—Dejémoslo entonces. —Dan se alzó de hombros—. Si ellos insisten, puedes pedirles que te proporcionen algo a su cargo, ¿no? Como un vestido, quizá. ¿Cuánto hace desde que tuviste tu último vestido…? ¿No fue en noviembre?

—Sí, el que compré para ir a casa y ver a mi familia en el Día de Acción de Gracias. Pero entonces hacía frío, y ahora te sofocas… Oh, supongo que podría ponerme uno si es para una buena causa. A condición de que lo paguen ellos… Los vestidos son horriblemente caros esta estación. —Acabó de ajustarse el yash y abrió la puerta. Tras asegurarse con una cautelosa mirada en cada dirección de que el pasillo estaba desierto, añadió—: No voy a cerrar con llave…, sólo será un momento.

 

5

Haciendo de Reedeth un auténtico hombre, a excepción de su cochina presencia

 

—¡El nombre es Harry Madison, no Mad Harrison!

—¿Perdón? —dijo su robescritorio, con exactamente la precisa inflexión interrogativa.

Era uno de los modelos ultraavanzados de la IBM, con comunicación vocal completamente personalizada y gobernada por los artículos de fe de su existencia mecánica. Uno de ellos afirmaba que un miembro del hospital que estuviera a solas en una habitación y pronunciara palabras audibles deseaba una respuesta. Esto no se aplicaba a los pacientes, por supuesto. Para permitir a los robescritorios y otros automatismos distinguir a estos de los demás miembros del personal, los enfermos estaban obligados a llevar batas bordadas con hilos metálicos en zig zag en pecho y espalda.

—No importa —dijo cansadamente el doctor James Reedeth, y encajó tan fuertemente su mandíbula que oyó la vibrante tensión de sus músculos. Tras aquellas imprudentes palabras, siguió pensando para sí mismo: «¡Maldita sea, fue internado bajo la opinión de unos expertos cuyo juicio es al menos tan competente como el mío! Ni siquiera es uno de mis pacientes. Así pues, ¿qué es lo que me hace tomar un interés tan grande en este caso…? ¿Un resentimiento subconsciente ante la presencia de un nig en un hospital destinado a blancs? No lo creo. Pero es completamente inútil seguir pensando que está cuerdo».

Una vez más (llevaba ya tantas que no se hubiera atrevido a contarlas ni aunque hubiera podido hacerlo), se descubrió preguntándose qué lo había impulsado a meterse en aquel laberinto frecuentado por un Minotauro. ¿Era con el fin de convertirse en un doctor, a quien los hombres pudieran consultar acerca de la redención… ?

—¡Ariadna! ¡Ariadna! ¿Dónde estás, ahora que necesito tu ovillo de hilo?

Deliberadamente había pronunciado esas palabras también en voz alta, y un instante más tarde no estaba seguro de si esta decisión no habría sido una pantalla para engañarse a sí mismo. El robescritorio emitió una serie de quejas electrónicas mientras examinaba y desechaba referencias parciales, y finalmente produjo la respuesta que él había esperado.

—Asumiendo que la referencia a «Ariadna» connote una interrogación respecto a la doctora Spoelstra, su localización en este momento es piso nueve del ala cuatro, y se halla sujeta a una prohibición clase dos de ser molestada. Por favor, declare la urgencia de su petición.

Reedeth se echó a reír sin alegría. Cuando, después de medio minuto o así, el robescritorio no hubo oído nada más, añadió con un asomo convincente de duda artificial:

—No se localiza ninguna referencia de que posea una cierta cantidad de hilo, ni en forma de ovillo ni de ninguna otra manera. ¿Estoy autorizado a añadir esto a mi stock de datos relativos a ella?

—Por supuesto —le aseguró cordialmente Reedeth—. Puedes registrar que sólo ella conoce la salida del laberinto. También puedes almacenar el hecho de que su piel es más suave que la sintetseda, tiene unos pechos excepcionalmente hermosos, la boca más sensual que uno pueda soñar en una mujer mortal, unos muslos que probablemente corresponden a una ecuación que haría estallar todos tus circuitos, y…

Iba a añadir que tenía también un corazón de hielo-V, pero en aquel punto un desagradable ruido rechinante emergió de las entrañas del robescritorio y una luz roja parpadeante se encendió, indicando que estaba temporalmente fuera de servicio. Furioso, Reedeth saltó en pie. ¿A quién demonios se le habría ocurrido la idea de firmar el contrato de instalación para el sistema computarizado del Hospital Ginsberg a una firma cuyo personal estaba compuesto únicamente por neopuritanos como la IBM? Cuando al menos un ochenta por ciento de los pacientes que estaba intentando tratar estaban sufriendo trastornos sexuales, era una constante fuente de irritación el enfrentarse a esos circuitos sensores expresando constantemente su reflexiva gazmoñería mecánica.

Y sin embargo, en un cierto sentido, era un alivio verse privado de la compañía del robescritorio. Reconciliar la red de canales de información que permeaban su entorno de trabajo con los necesarios principios de la adulación era una paradoja que nunca había llegado a resolver por completo.

Se dirigió hacia la pared-ventana de la oficina y contempló la enorme masa del Hospital Ginsberg Memorial del Estado para los Desarreglos Mentales que se extendía al otro lado. Parecido a una fortaleza, con altas torres de maxiseguridad distribuidas en torno a su perímetro y unidas entre sí por altos muros, como si una ilustración de un castillo de cuento de hadas extraído de un libro para niños hubiera sido indiferentemente interpretada en moderno cemento, era un análogo estructural a esa posibilidad de «retirarse y encontrarse a sí mismo» que Mogshack defendía como un perfecto antídoto a casi cualquier problema de ajuste personal. Sólo había ventanas en los bajos pabellones administrativos; las torres en sí eran ciegas. La vista de ellas —o al menos eso es lo que se decía— ofrecían al temeroso enfermo recién llegado la promesa de una inviolable inmunidad contra los intolerables desafíos del mundo exterior.

Pero su visión desde allí siempre hacía pensar a Reedeth en los castillos medievales que el advenimiento de la pólvora había hecho obsoletos. ¿Y en la era de los artilugios de bolsillo…?

Suspiró, recordando las dudas expresadas con voz suave por Xavier Conroy, bajo cuyas órdenes había trabajado mientras preparaba su tesis de doctorado. Los planos del Ginsberg acababan de ser publicados por aquel entonces, junto con un persuasivo resumen de Mogshack acerca de los principios que los regían.

—¿Y qué previsiones ha tomado el doctor Mogshack para los pacientes cuya recuperación resultará probablemente retardada por su incapacidad de discernir alguna forma de salir nunca de allí?

Había necesitado dos años de trabajar allí para apreciar toda la fuerza de la crítica, y por supuesto sólo su inesperado reconocimiento de la terrible condición de Harry Madison le había permitido ver claro. Hasta entonces, siempre había soltado una risita idéntica a la de todos los demás ante la breve e incisiva respuesta de Mogshack:

—Agradezco al doctor Conroy esa nueva demostración de su habilidad para saltar los obstáculos antes incluso de llegar a ellos. Quizá no le importara favorecernos con su compañía en el Ginsberg, donde se le darán amplias oportunidades de encontrar la solución a su problema… el cual, incidentalmente, sospecho que no debe ser el único.

Reedeth agitó la cabeza.

—¡Retirarse y encontrarse a sí mismo! —dijo en voz alta, feliz de la posibilidad de hablar sin oídos mecánicos a su alcance—. Si hubiera sabido hasta qué límites podía ser empujado ese precepto, juro que hubiera ido a trabajar a cualquier otro lugar antes que aquí, donde esa abominable mujer puede llevarme arriba y abajo como un niño detrás de una pelota debido a que «el amor es un estado de dependencia» y, ¿cómo puede un terapeuta a merced de sus emociones ayudar a sus pacientes a recuperar su propio equilibrio emocional?

Frunció el ceño al robescritorio, epítome de los ideales impersonales de Mogshack, y de pronto se dio cuenta de que, aunque la luz roja brillaba aún en él, había dejado de parpadear, y ahora brillaba con una intensidad regular. Maldiciendo silenciosamente, se dio cuenta de que aquello significaba que dentro de poco iba a encontrarse cara a cara con la persona cuya difícil situación hurgaba en su mente con mayor persistencia que la suya propia.

 

6

El aquí está y el porqué debe estar aquí

 

«No es tanto que la naturaleza de los trastornos mentales haya cambiado, como cualquier lego supondría a partir del hecho observable de que hoy en día una proporción cada vez mayor de nuestra población puede esperar el verse temporalmente internada en un asilo mental, una proporción mayor que —digamos— la que tuvo que ser internada nunca en un hospital de tuberculosos o en un hospital general en los días en que las enfermedades orgánicas eran la primera preocupación de las autoridades públicas sanitarias.

»No, más bien se trata de que la naturaleza de la normalidad no es ya aquella a la que estaban acostumbrados nuestros antepasados. ¿Es eso sorprendente? ¡Seguramente nadie esperará que los problemas sociales permanezcan inmutables, estáticos de generación en generación! Unos cuantos son resueltos; muchos —de hecho, la mayoría— se desarrollan con la sociedad como un conjunto. Creo que no necesito citar aquí ejemplos, puesto que varios de ellos se hallan disponibles cada día en las noticias.

»En lo que pocas veces se hace hincapié, sin embargo, es en el aspecto positivo de este fenómeno. De nuevo, tras incontables veces, la humanidad como especie ha presentado a sus miembros individuales un desafío que —como un límite matemático— nunca podrá ser alcanzado pero al que siempre puede uno acercarse más. En eras anteriores esos desafíos eran filosóficos, o religiosos: "abjura del deseo; desafía al mundo, al demonio y a la carne; sé perfecto como tu Padre es perfecto en los cielos…" y así.

»Pero esta vez la orden es psicológica: ¡Sé un individuo!»

Elias Mogshack, passim*

«Lo que la gente quiere, principalmente, es que alguna autoridad plausible les diga que lo que están haciendo está bien. No conozco ningún medio más rápido de hacerse impopular que estar en desacuerdo.»

Xavier Conroy

* O, como dirían algunos, ad nauseam.

 

 

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