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Venus, en su punto más cercano a la tierra, se halla a unos veintiséis millones de millas; en realidad, un pequeño brinco en los ámbitos del infinito espacio. A nuestra mirada la oculta la capa de nubes que la envuelven y sólo un habitante de la tierra, Carson de Venus, consiguió ver su superficie.
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Este es el cuarto relato de las aventuras de Carson de Venus, en la estrella del Pastor, según la narró él mismo telepáticamente a Edgar Rice Burroughs, de Lanikai, en la isla de Oahu. Constituye un relato completo y ni siquiera es necesario leer este prefacio, salvo si se siente curiosidad de saber cómo recorrió Carson el espacio interplanetario o se desea averiguar algo de los extraños países que visitó, los desiertos océanos por los que navegara, las bestias salvajes que hallo a su paso, los amigos y enemigos que encontró y la joven cuyo amor alcanzara, al fin, después de obstáculos aparentemente insuperables.
Cuando Carson de Venus partió de la isla de Guadalupe y de la costa de Méjico, en su gigantesca nave cohete, proyectaba dirigirse a Marte. Durante más de un año fueron rebatidos sus cálculos mil veces por algunos de los más destacados hombres de ciencia y astrónomos de América, y, al fin, se determinó el momento exacto de su partida, así como la posición y la inclinación de la ruta de una milla a lo largo de la cual la nave cohete tenía que iniciar su trayecto. Se calculó, finalmente, la resistencia de la atmósfera terráquea, así como la atracción de la Tierra y la de otros planetas, incluyendo el Sol. La velocidad de la nave cohete, al atravesar nuestra atmósfera y sobrepasarla, determinóse de un modo tan exacto como fue científicamente posible; pero olvidóse un detalle. Aunque parezca inverosímil, nadie pensó en la atracción de la Luna.
Apenas partió, Carson dióse cuenta de que ya estaba fuera de la ruta, y durante algún tiempo todo parecía indicar que iba a estrellarse contra nuestro satélite. Solamente la aterradora velocidad de la nave cohete y la atracción de la gran estrella le salvó de que ocurriera así, y cruzó sobre la Luna con el mínimo espacio de separación, escasamente cinco mil pies, sobre las montañas más elevadas.
Más tarde, durante un largo mes, comprobó que se hallaba bajo la influencia de la atracción del Sol, y, por lo tanto, fatalmente condenado. Había perdido ya toda esperanza cuando Venus hizo su aparición a la derecha. Presintió que iba a cruzar su órbita y que, por tanto, cabía muy bien que sufriera su influencia en vez de la del Sol. No obstante, su suerte seguía siendo incierta, ya que, ¿acaso no había determinado la ciencia que Venus carecía de oxígeno y por ello era incapaz de alentar formas vitales como la Tierra? La influencia de Venus se manifestó pronto y la nave cohete hundióse a velocidad aterradora en las oscilantes masas de nubes que la envolvían. Siguiendo el mismo procedimiento que había adoptado al aterrizar en Marte, fue soltando series de paracaídas, lo que parcialmente aminoró la velocidad. Luego, ajustándose su recipiente de oxígeno y la mascarilla, se dispuso a aterrizar.
Lo hizo entre las ramas de árboles gigantescos que elevaban sus copas a cinco mil pies sobre la superficie del planeta y enfrentóse casi inmediatamente con la primera de una larga serie de aventuras que absorbieron su vida, casi sin cesar, desde su llegada a Amtor, que es el nombre que dan sus habitantes a Venus. Fue atacado y perseguido por terribles carnívoros arbóreos hasta que consiguió llegar a la ciudad forestal de Kooaad y se convirtió en huésped a la vez que prisionero del rey Mintep.
Fue allí donde vio y amó a Duare, la hija del rey, cuya persona era sagrada y cuyo rostro no podía contemplar, sin perecer, persona que no fuera de sangre real.
Fue capturado por los thoristas, pero consiguió escapar de la Estancia de las Siete Puertas, en el puerto de Kapdor. Peleó contra los tharbans y los melenudos salvajes. Buscó a Duare en Kormor, la ciudad de los muertos, donde cadáveres reanimados vivían su existencia triste y horripilante. Consiguió fama en Havatoo, la ciudad perfecta, y allí construyó el primer aeroplano que había cruzado los amtorianos cielos. Consiguió escapar en avión, acompañado de Duare, luego de un proceso judicial que había condenado a muerte a la joven.
Llegaron juntos al país conocido con el nombre de Korva, donde Mephis, el dictador loco, gobernaba. Allí se hallaba prisionero el padre de Duare que había sido condenado a muerte. Después que fue destronado Mephis, Duare, que creía muerto a Carson, volvió a su patria, llevándose a su padre, y allí vióse, a su vez, condenada a muerte, por haberse casado con un mortal de inferior condición.
Carson de Venus se embarcó en una pequeña nave y fue capturado por piratas; pero, finalmente, llego a Kooaad, la ciudad de los bosques, que es la capital del reino de Mintep. Gracias a un rasgo de astucia, consiguió libertar a Duare y huir con ella en el único avión que existía en Venus.
Las posteriores aventuras que tuvieron nos las contará Carson de Venus con sus propias palabras, a través de Edgar Rice Burroughs, que se halla en Lanikai, en la isla de Oahu.
CAPÍTULO I
Observando algún buen mapa de Venus, se ve que el territorio denominado Anlap se halla al Noroeste de la isla de Vepaja, de donde Duare y yo acabábamos de escapar. En Anlap se halla Korva, el amistoso país hacia el que dirigí yo mi aeroplano.
Desde luego, cabe afirmar que no existe ningún buen mapa de Venus, al menos que yo lo haya visto, ya que los hombres de ciencia del hemisferio meridional del planeta, al que la casualidad condujo a mi nave cohete, tienen una concepción errónea del mundo en que habitan. Creen que Amtor, como ellos la llaman, tiene la forma de una especie de plato que flota en un mar de materias ígneas. Les parece evidente tal concepción, porque, ¿cómo iban a explicarse, si no, las erupciones de lava que salen de los volcanes? Creen, asimismo, que Karbol (Tierra Fría) se halla en la periferia de este gran plato, constituyendo, en consecuencia, la región antártica que rodea el Polo Sur de Venus. Es fácil comprender cuan dislocada es la concepción que tienen de su mundo y que se refleja en mapas que cabe juzgar de fantásticos. Los paralelos de longitud que convergen realmente hacia el Polo, según ellos convergen hacia el Ecuador o al centro del gran plato, y se hallan alejados de su periferia.
Todo esto resulta muy confuso para quien desee orientarse en la superficie de Amtor, sujetándose a los mapas amtorianos. Tal concepción resulta infantil; pero no debe olvidarse que estas gentes no han contemplado nunca el cielo, a causa de las nubes que envuelven al planeta; no han visto nunca el Sol, ni los planetas, ni los infinitos soles que brillan de noche en el firmamento. ¿Cómo iban a saber nada de astronomía y comprobar que vivían en un globo en vez del gran disco? El que los juzgue estúpidos debe recordar que durante infinitas edades de la historia de nuestra Tierra, a nadie se le ocurrió el pensamiento de que fuera una esfera, y hace relativamente poco hubo hombres que sufrieron persecuciones por sostener lo que entonces semejaba insidiosa teoría. Hasta en nuestros tiempos existe una secta religiosa, en Illinois, que sostiene que la Tierra es plana. Y todo esto teniendo en cuenta que hemos podido contemplar el cielo todas las noches claras, desde que nuestros más lejanos antecesores se colgaron de la cola en las ramas de los primitivos bosques. ¿Qué teorías astronómicas podíamos sostener nosotros si nunca hubiéramos visto la Luna, el Sol ni ninguno de los innumerables planetas y estrellas, y no pudiéramos ni adivinar su existencia?
A pesar de los errores que habían cometido los cartógrafos al realizar sus mapas, los míos no fueron totalmente inútiles, aunque requirieron considerable esfuerzo mental y matemático para hacerlos utilizables como elemento de información, sin olvidar la ayuda que significaba la teoría de la relatividad de la distancia, desarrollada por Klufar, el gran hombre de ciencia amtoriano, hace unos tres mil años, y en las que se demostraba que la medición real y aparente de la distancia puede reconciliarse multiplicando cada una por la raíz de menos uno. Como yo poseía una brújula, conduje mi avión un poco hacia el Noroeste, con la razonable esperanza de que acaso pudiera llegar a Anlap y Korva. Pero, ¿cómo iba a prever yo que estaba a punto de producirse un catastrófico fenómeno meteorológico, precipitándonos en una serie de situaciones tan horribles como aquellas de las que habíamos escapado en Vepaja?
Duare había permanecido muy callada desde que partimos. Yo comprendía la razón y me sentía solidario de ella. Sus compatriotas, a quienes amaba, y su padre, a quien adoraba, no sólo como a padre, sino como a jong, la habían condenado a muerte, por haberse unido al hombre a quien amaba. Todos deploraron la severidad de las leyes de su dinastía; pero constituían un imperativo tan inexorable que ni el propio jong podía evadirlo.
Yo sabía en qué estaba pensando y apoyé mi mano sobre la suya, con un gesto de cariño.
—Se sentirán aliviados cuando descubran por la mañana que escapaste; aliviados y felices.
—Lo sé —dijo ella.
—Entonces, no estés triste, amada mía.
—Adoro a mi pueblo, amo a mi patria; mas nunca volveré allí. Por eso estoy triste, pero no lo estaré mucho tiempo, porque te tengo a ti y te amo más que a mi propia familia y a mi patria. Y que mis antepasados me perdonen.
Yo le apreté la mano amorosamente. De nuevo volvimos a guardar silencio algún tiempo. Por el Este, el horizonte comenzaba a iluminarse débilmente. Un nuevo día amanecía en Venus. Pensé en mis amigos de la Tierra y me pregunté qué estarían haciendo y si pensarían en mí. Treinta millones de millas es una gran distancia: pero el pensamiento viaja instantáneamente. Me agrada pensar que, en la otra vida, la visión y el pensamiento marcharán mano a mano.
—¿En qué piensas? —preguntó Duare.
Yo se lo dije.
—A veces te sentirás solitario, tan lejos de tu mundo y de tus amigos —repuso ella.
—Al contrario; te tengo a ti, cuento con muchos y buenos amigos en Korva, y mi posición social allí es excelente.
—En el cielo de que me hablas es donde tendrás posición, si Mephis se apodera de ti.
—Se me había olvidado. No sabes lo ocurrido en Korva.
—No me contaste nada. La verdad es que hacía mucho tiempo que no estábamos juntos.
—Y con estarlo ahora ya tienes bastante, ¿verdad? —interrumpí yo.
—Sí, pero cuéntamelo.
—Pues verás; Mephis murió y Taman es ahora el nuevo jong de Korva.
Le conté entonces al detalle toda la historia, y cómo Taman, que no tenía hijos, me adoptó por gratitud, habiéndole salvado la vida a su única hija, la princesa Nna.
—Entonces eres tanjong de Korva —observó ella—, y si muere Taman, tú serás jong. Prosperaste, hombre de la Tierra.
—Pues aun prosperaré más.
—¿Si? ¿Cómo?
La atraje hacia mí y la besé.
—Así —le dije—. He besado a la sagrada hija de un jong de Amtor.
—Pero eso lo has hecho ya mil veces. ¿Son todos los hombres de la Tierra tan ingenuos?
—Si pudieran, sí.
Duare ya no se sentía melancólica, y bromeamos y reímos mientras volábamos sobre el vasto mar amtoriano, hacia Korva. A veces, Duare se ponía ante los mandos del avión, ya que por entonces habíase convertido en un excelente piloto; otras, era yo el que guiaba. A menudo volábamos bajo, para observar la extraña y salvaje vida marina que ocasionalmente se asomaba a la superficie del mar: monstruos enormes que salían de lo más profundo del océano, alcanzando algunos las dimensiones de un trasatlántico; observamos millones de criaturas inferiores, huyendo aterradas de sus carnívoros enemigos; presenciamos batallas titánicas entre monstruosos leviatanes; la eterna lucha por la supervivencia que debe existir en todos los planetas del universo donde alienta la vida, y que constituye, acaso, la razón del porqué ha de haber guerras eternamente entre las naciones.
Era mediodía, y el acontecimiento que iba a cambiar nuestras existencias estaba a punto de producirse. El primer síntoma fue un relámpago repentino en el lejano horizonte. Lo observamos los dos a la vez.
—¿Qué es eso? —preguntó Duare.
—Parece como si el Sol tratara de rasgar la masa de nubes que envuelve a Amtor —repuse—. ¡Dios quiera que no ocurra!
—Ya aconteció en otros tiempos —replicó Duare—. Desde luego, nosotros no sabemos nada de ese sol del que tú hablas. Mis compatriotas creyeron que era el fuego que bullía de la masa ígnea sobre la que se supone que flota Amtor. Cuando se produjo una ruptura en las masas de nubes que nos protegen, las llamas se infiltraron, destruyendo todo elemento de vida en la hendedura de las nubes.
Yo estaba ante los mandos del avión y lo desvié rápidamente, orientándolo hacia el Norte.
—¡Huyamos de aquí! —dije—. El sol ha irrumpido por entre una de las envolturas de nubes y puede ocurrir lo mismo con la segunda capa.
CAPÍTULO II
Observábamos cómo crecía la luz a nuestra izquierda. Iluminaba todo el firmamento y el océano, pero era más intensa en un punto determinado. Aunque se parecía sólo al principio a la luz solar, a la que estamos tan acostumbrados en la Tierra, de pronto estalló como una llama cegadora. Habían coincidido las fracturas en ambas masas de nubes.
Casi instantáneamente el océano comenzó a hervir. Podíamos observarlo, aunque estábamos muy altos. Vastas masas de vapor se iban levantando. El calor crecía y rápidamente hacíase intolerable.
—Esto es el final —dijo Duare con sencillez.
—Aun no —repliqué, mientras volábamos velozmente hacia el Norte.
Había escogido tal dirección, porque la hendedura se hallaba un poco al Suroeste y el viento venía del Oeste. De haber vuelto yo hacia el Este, el viento abrasador nos habría seguido. Era en el Norte donde cabía esperar nuestra salvación.
—Aun vivimos —dijo Duare—. La vida no puede producirnos nada mejor de lo que hemos gozado. No temo la muerte. ¿Y tú, Carson?
—Eso es algo que no sabré nunca hasta que sea demasiado tarde —repuse sonriendo—, ya que mientras viva no admitiré la posibilidad de morir. De todos modos, no creo que esto ocurra pronto, especialmente desde que Danus me inyectó en las venas el suero de la longevidad y me dijo que podría vivir mil años. Ya puedes comprender que me siento curioso de saber si dijo la verdad.
—Eres muy ingenuo —sonrió ella—, pero sabes tranquilizar.
En el Suroeste bullían por todas partes enormes masas de vapor de agua. Ascendían hacia las nubes, haciendo palidecer la luz del sol. Me imaginé la devastación que se había producido en el mar, las miríadas de seres vivientes que quedarían destruidos. Los efectos de la catástrofe comenzaban a ponerse ya de manifiesto debajo de nosotros. Los más veloces reptiles y peces huían hacia el Norte. Bien fuera por el instinto o la inteligencia, sentí renovarse mi optimismo.
También en la superficie del océano se manifestaban tales esperanzas. Mortales enemigos huían juntos. Los más fuertes apartaban a los más débiles; los más escurridizos resbalaban sobre los lomos de los más lentos. Constituía un enigma quién les habría avisado, pero el éxodo seguía nuestra misma ruta, aunque nuestra velocidad era mayor que la de las más veloces criaturas que huían de la muerte.
El aire se hizo menos caliente y comencé a confiar en que habíamos escapado a no ser que se ensanchara la hendedura y el sol castigara una zona más amplia de la superficie de Amtor. De pronto, el viento cambió. Ahora zumbaba furiosamente procedente del Sur, trayendo olas de calor que eran casi sofocantes. Nubes de vapor condensado volteaban una y mil veces a nuestro alrededor empapándonos de humedad y reduciendo la visibilidad a cero.
Procuré ascender más, intentando sobrepasar aquella zona; pero en todas partes ocurría lo mismo y el viento se había convertido en huracán. Nos arrojaba hacia el Norte, alejándonos del hirviente mar y del calcinador aliento del Sol. Si la hendedura de las nubes no se ensanchaba podíamos tener esperanzas de sobrevivir.
Volví la cabeza hacia Duare. Conservaba la firmeza en la línea de sus labios; mantenía la mirada sombría fija en lo lejano, aunque sólo podía divisar las crecientes nubes de vapor. Ni un sollozo se había escapado de ella. Respondía a su estirpe; por algo era la descendiente de un millar de jongs. Debió presentir que la estaba mirando, ya que volvió la cabeza y sonrió.
—Ya nos ocurren más cosas —se limitó a decir.
—Si aspirabas a una vida tranquila, Duare, escogiste el hombre menos adecuado. Yo estoy siempre envuelto en aventuras. No es que haya motivo para enorgullecerse. Uno de los grandes antropólogos de mi mundo, que realizó expediciones a rincones remotos de la Tierra, sin enfrentarse nunca con aventuras, afirma que el tenerlas es un síntoma de falta de eficacia y sobra de estupidez.
—Me parece que no tiene razón —dijo Duare—. La inteligencia y la eficiencia más perfecta del mundo no podría prever ni evitar una fractura en las nubes.
—Desde luego que un poco más de inteligencia me habría evitado probablemente intentar llegar a Marte, aunque entonces no te habría conocido; en conjunto, estoy satisfecho de no haber sido más inteligente de lo que soy.
—Y yo también estoy contenta.
No acrecía el calor, pero arreciaba el viento que golpeaba con huracanada fuerza. En medio de tal tormenta, los aparatos de mando resultaban inútiles y lo único que cabía esperar era que alcanzáramos una altitud suficiente para no estrellarnos contra alguna montaña; además existía siempre el peligro de los gigantescos bosques de Amtor, que elevaban sus copas a miles de pies de altura recogiendo la humedad de las nubes. Yo sólo podía ver un extremo del altímetro, pero comprendía que habíamos cubierto una gran distancia, impelidos por aquel empuje del viento que nos dirigía furiosamente hacia el Norte. Debíamos haber abandonado el mar y probablemente volábamos sobre tierra firme. Acaso se irguieran ante nosotros altas montañas que nos anunciaban la muerte o las terribles masas de los gigantescos bosques. Mi situación no era muy agradable, y estaba deseando poder recobrar la visibilidad. Viendo las cosas, siempre supe enfrentarme con todo.
—¿Qué decías? —preguntó Duare.
—No creo haber dicho nada. Probablemente pensaba en voz alta y estaría murmurando que sería capaz de dar cualquier cosa con tal de poder ver.
Y entonces, como si fuera réplica a mi deseo, se abrió una brecha en la agitada masa de vapor que gravitaba sobre nosotros. Casi di un brinco sobre los mandos del avión a causa de lo que vi… Frente a nosotros se erguía una escarpada masa rocosa, con mortal amenaza. Hice un esfuerzo inaudito para frenar y efectuar un viraje, pero el inexorable viento nos arrastraba hacia nuestro fatal destino. De los labios de Duare no se escapó grito alguno ni dejó traslucir el temor que debía haber sentido. Sí, que debía; porque al fin era mujer y joven.
Lo que más me acongojó en el terrible segundo que acosaba mi pensamiento fue la idea de que aquella hermosa criatura pudiera estrellarse contra la inerme masa de piedra. Imploré a Dios para que me arrebatara la vida antes de presenciarlo. Allá, al pie de la escarpada muralla, yaceríamos juntos en el seno de la eternidad, y persona alguna del universo conocería el lugar de nuestro eterno reposo.
Estábamos a punto de estrellarnos, cuando el aparato se izó verticalmente, apenas a diez yardas del pétreo muro. Así como el huracán había estado jugando con nosotros, lo hizo también en aquella ocasión.
Desde luego, debió producirse un terrible choque de viento que nos echó hacia atrás en el lugar en que azotaba la escarpada muralla. Aquello nos salvó. Al darme yo cuenta de que no podía maniobrar para eludir el choque, paré el motor.
Nos elevamos hasta volar sobre una vasta meseta. El condensado vapor se había fragmentado y flotaba formando nubéculas rizadas, y de nuevo tornamos a ver al mundo a nuestros pies, y de nuevo volvimos a respirar.
Pero aun estábamos lejos de sentirnos a salvo. El huracán no se había apaciguado. Dirigí la mirada hacia la siniestra hendedura de las nubes, pero ya no se divisaba el resplandor. Se había cerrado la erosión y el calcinador peligro había pasado.
Abrí un poco la válvula en un fútil esfuerzo para abatir los elementos y mantener el anotar en apropiada posición; pero nuestra salvación dependía más bien de nuestros cinturones de seguridad que del motor, ya que estábamos tan zarandeados que a menudo nos veíamos boca abajo y teníamos que agarrarnos desesperadamente a los cinturones de seguridad.
Sufríamos una dura prueba. Una ventolada vertical nos precipitaba hacia el suelo con la velocidad del rayo, y cuando la colisión parecía inevitable, la mano gigantesca de la tormenta jugaba con nosotros para elevarnos de nuevo.
Difícil me sería decir cuánto tiempo fuimos juguete del dios de las tormentas; pero hasta el alba no decreció un poco el viento, y entonces pudimos volver a colegir ligeramente cuál era el rumbo de nuestro destino, aunque teníamos que seguir todavía la ruta que se le antojara al viento, ya que no podíamos volar en contra suya.
Hacía muchas horas que no habíamos hablado palabra alguna. Lo intentamos ocasionalmente, pero el ulular del viento ahogó nuestras voces. Pude darme cuenta de que Duare estaba casi agotada por los golpes de viento y el desgaste nervioso, pero yo no podía remediarlo. Sólo el descanso podría revivirla, y no habría descanso hasta que consiguiéramos aterrizar.
Al apuntar el nuevo día, se presentó ante nuestros ojos un mundo nuevo. Estábamos bordeando un gran océano y pude ver vastas llanuras con bosques y ríos y, más lejos, montañas con las cumbres nevadas. Supuse que debíamos habernos visto arrastrados miles de millas hacia el Norte, ya que durante mucho tiempo la válvula había permanecido completamente abierta y aquel terrible viento nos empujó por detrás.
¿Dónde estaríamos? Confiaba en que debíamos haber cruzado el Ecuador, hallándonos ahora en una zona más templada del Norte; pero no tenía la menor idea de dónde podía encontrarse Korva ni acaso lo sabría jamás.
CAPÍTULO III
El huracán extinguióse con sus últimas ráfagas espasmódicas. La atmósfera se calmó de pronto. Era como la paz del Cielo.
—Debes de sentirte cansado —dijo Duare—. Déjame conducir ahora. Has estado luchando contra la tormenta durante dieciséis o diecisiete horas y hace dos días que no duermes.
—Cierto, pero a ti te ha ocurrido lo mismo. ¿Te das cuenta de que no hemos comido ni bebido nada desde que partimos de Vepaja?
—Allá abajo veo un río y caza —dijo Duare—. La verdad es que no me había dado cuenta de lo sedienta y hambrienta que me siento. ¡Y luego este sueño tan terrible! No sé qué es lo que me acosa más.
—Beberemos, comeremos y luego nos echaremos a dormir —le dije.
Comencé a planear con el avión en busca de alguna habitación humana, ya que son a los hombres a los que cabe temer más. Donde no hay hombres, uno se siente relativamente a salvo, incluso en un mundo poblado de bestias feroces.
Me pareció descubrir, a lo lejos, una gran isla situada en medio de un lago o un brazo de mar. Divisábanse pequeñas manchas forestales, y en la llanura que se extendía bajo nosotros distinguíanse masas de arbolado. Vi ganado que estaba paciendo; hice descender el avión para escoger mi presa, corriendo tras ella y disparando desde el aparato. No era muy deportivo, pero lo que me interesaba en aquellos momentos era comer, y no hacer deporte.
Mi plan era excelente, pero fracasó. Los animales nos descubrieron mucho antes de que estuvieran a nuestro alcance y huyeron como murciélagos al salir del infierno.
—Se nos va el almuerzo —dije.
—Y la comida y la cena —añadió Duare con triste sonrisa.
—Aun nos queda el agua. Al menos podremos beber.
En consecuencia, continué planeando sobre un pequeño terreno situado cerca de un riachuelo.
El césped, bastante castigado por el pastoraje, se extendía hasta el borde del riachuelo, y así que hubimos bebido, Duare se tendió para descansar un momento. Yo me dediqué a la busca de caza, esperando que algún animal podría salir del bosque contiguo, al que habían huido en masa, y le perseguiría utilizando el anotar.
Apenas habían transcurrido unos minutos en mi fútil búsqueda, cuando contemplé a Duare y vi que se había dormido. No tuve valor para despertarla, pues comprendí que necesitaba el sueño aún más que el propio alimento; en consecuencia, me senté a su lado para velar su reposo.
Era un lugar encantador, silencioso y tranquilo. Sólo el susurro del manantial rompía el silencio. Parecía lugar bastante seguro, ya que desde allí mi vista dominaba considerable distancia por todas partes. El canto del agua tranquilizó mis cansinos nervios. Me acomodé apoyándome sobre un codo para continuar mi vigilancia con comodidad.
Haría unos cinco minutos que me hallaba así, cuando aconteció algo maravilloso. Del río salió un gran pez y se sentó a mi lado. Me miró fijamente un momento. No sé qué pasó por mi mente, ya que todos sabemos lo que es un pez. Me recordó alguna de las estrellas de cine que había visto, y no pude reprimir la risa.
—¿De qué te ríes? —me preguntó el pez—. ¿De mí?
—¡Oh, no! —repuse, sin que realmente me asombrara demasiado que un pez pudiera hablar. Hasta me pareció naturalísimo.
—Tú eres Carson de Venus —dijo. Era una afirmación, no una pregunta.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Taman me lo dijo. Me envió para que te llevara a Korva. Tendrá allí efecto una gran procesión, cuando tú y la princesa seáis transportados en un espléndido gantor a lo largo de los bulevares de Sanara, en dirección al palacio del jong.
—Será un espectáculo muy bonito —repuse—; pero, mientras tanto, ¿quieres decirme quién me está hurgando en la espalda y por qué?.
Entonces el pez desapareció de pronto. Miré a mi alrededor y descubrí a media docena de hombres armados que nos rodeaban. Uno de ellos me había estado molestando en la espalda con una horca de tres púas. Duare estaba ya sentada y en su rostro reflejábase la consternación. Yo me levanté de un brinco. Una docena de horcas me acorralaron. Dos guerreros se habían puesto al lado de Duare, amenazando con sus armas el corazón de mi compañera. Podía haber sacado yo mi pistola, pero no me atreví a utilizarla. Antes de que les hubiera podido matar a todos, por lo menos uno de nosotros habría perecido. No quería correr tal riesgo, poniendo en peligro la vida de Duare. Me fijé entonces en los guerreros y pronto comprobé que eran unos seres peculiarísimos y poco humanos. Tenían agallas que no ocultaban del todo sus largas barbas, y tanto los dedos de las manos como los de los pies disponían de membranas interdigitales. Recordé el pez que había salido del agua poniéndose a hablar conmigo. No cabía duda que debí dormirme y aun seguía soñando. Tal idea me hizo sonreír.
—¿Por qué sonríes? —me preguntó uno de los guerreros—. ¿Te ríes de mí?
Entonces sí que me puse a reír, ya que casi era exactamente la misma pregunta que me había formulado el pez.
—Me río de mí mismo —repuse—. Estoy pasando un sueño divertidísimo.
Duare me miraba con ojos muy abiertos.
—¿Qué te pasa, Carson? —me preguntó—. ¿Qué te ha ocurrido?
—Nada, excepto que fui un estúpido al quedarme dormido de esta manera. Me agradaría despertar.
—¡Pero si estás despierto, Carson! Mírame; asegúrame que te sientes bien.
—¿Pretendes decir que tú también ves lo que estoy viendo? —pregunté señalando a los guerreros.
—Los dos dormíamos, Carson; pero ahora estamos despiertos y prisioneros.
—Sí; estáis prisioneros —dijo el guerrero que había hablado antes—. Vente ahora con nosotros.
Duare se levantó y se me acercó. No intentaron impedírselo.
—¿Por qué nos quieres hacer prisioneros? —preguntóle al guerrero—. No hemos hecho nada. Nos perdimos en medio de una gran tempestad y hemos aterrizado aquí en busca de alimentos y agua. Déjanos proseguir nuestro camino. Nada tienes que temer de nosotros.
—Tenemos que llevarte a Mypos —replicó el guerrero—. Tyros decidirá lo que haya que hacer con vosotros. Yo soy sólo un guerrero. Y no me incumbe a mí decidir.
—¿Quiénes son Mypos y Tyros? —preguntó Duare.
—Mypos es la ciudad del jong y Tyros es el jong.
—¿Crees que Tyros nos dejará en libertad?
—No —dijo el guerrero—. Tyros el Sanguinario no libera a los cautivos. Seréis esclavos.
Los hombres iban armados de tridentes, espadas y puñales, pero no tenían armas de fuego. Creí entrever una posibilidad para el escape de Duare.
—Puedo tenerlos a raya con mi pistola —susurré— mientras tú echas a correr hacia el anotar.
—¿Y luego, qué? —preguntó ella.
—Tal vez puedas encontrar a Korva. Vuelva hacia el sur durante veinticuatro horas. Te encontrarás encima de un gran océano al cabo de este tiempo; entonces tuerce el rumbo hacia el oeste.
—¿Y quieres que te deje aquí?
—Probablemente podré matarlos a todos; entonces te será fácil aterrizar y recogerme.
Duare denegó con la cabeza.
—Me quedaré contigo.
—¿Qué estáis cuchicheando? —preguntó el guerrero.
—Estábamos diciendo si podríamos llevarnos con nosotros el aparato —observó Duare.
—¿Y qué íbamos a hacer con este objeto en Mypos?
—Acaso a Tyros le gustaría verlo, Ulirus —intervino otro guerrero.
Ulirus negó con la cabeza.
—No podríamos atravesar con él el bosque —objetó.
Y volviéndose hacia mí, me preguntó de pronto:
—¿Cómo conseguiste traerlo hasta aquí?
—Acompáñame, entra en el aparato, y te lo diré —le dije.
Pensé que si conseguía meterlo en el avión y que subiera Duare también, tardaría mucho tiempo Ulirus en volver a ver a Mypos y, desde luego, nosotros no veríamos nunca tal ciudad. Pero Ulirus se mostró receloso.
—Podrías explicármelo sin entrar —repuso.
—Vinimos volando desde un país que se halla a miles de millas de aquí —le expliqué.