Heroes y Villanos

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Uno
Marianne tenía ojos penetrantes, fríos, y mal genio, pero su padre la amaba. El padre era Profesor de Historia; en el comedor familiar, sobre el aparador en que guardaban la heredada vajilla de acero inoxidable, tenía un reloj al que daba cuerda todas las mañanas. Marianne pensaba que el reloj era la mascota de su padre, como lo fuera el conejito para ella, pero el conejito murió pronto y se lo entregaron al Profesor de Biología para que lo destripara, mientras que el reloj continuó con su inescrutable tic-tac. Marianne concluyó, pues, que el reloj era inmortal pero esto no la impresionó. Mientras comía, sentada a la mesa, observaba con indiferencia el movimiento de las manecillas, pero nunca sentía que el tiempo pasase, pues estaba congelado alrededor de ella en ese apartado lugar, donde una quietud pastoral se adueñaba de todo y el infatigable reloj tallaba las horas en esculturas de hielo.
Marianne vivía en una torre blanca de acero y cemento. Se asomaba a la ventana y en el otoño veía una resplandeciente colina de maíz, y huertos donde los árboles crujían con manzanas rojas; en la primavera, los campos se desplegaban como banderas, primero castañas luego verdes. Más allá de las tierras de labranza no había más que pantanos, unas indiferentes ruinas de piedra, y a lo lejos las manchas borrosas de los bosques, que en ciertas noches tormentosas de fines de agosto parecían avanzar y amenazar a la comunidad, aunque, la mayor parte de las veces, los sitiados acordaban ignorarlos.
La torre de Marianne se alzaba entre otros bloques de cemento y acero que habían sobrevivido a la explosión, y funcionaban ahora como barracas, museo y escuela. Bordeando las calles anchas había casas rectangulares de madera, establos y huertos. La comunidad cultivaba maíz, lino, verduras y frutas. Criaba ganado por la carne, la leche y la lana, además de aves por los huevos. Se bastaba a sí misma en el más primitivo de los niveles y exportaba los excedentes agrícolas para obtener drogas y otros productos medicinales, libros, municiones, repuestos para maquinaria, armas y herramientas. Los sonidos de la infancia de Marianne fueron los gritos de los animales, los crujidos de las carretas, el canto de los gallos y los clarines de los Soldados en el cuartel. En febrero y en marzo, las quejumbrosas gaviotas venían desde el mar y pasaban volando sobre los campos recién arados, pero Marianne nunca había visto el mar.
No le estaba permitido ir más allá de la cerca de alambre que rodeaba la aldea. A veces las ovejas se alejaban brincando por sobre los montículos espinosos de las ruinas abandonadas, y algunas veces los pastores las seguían, aunque a disgusto y bien armados. Los Soldados no se apartaban de las carreteras cuando salían con los camiones cargados de productos, pero, aun así, a veces los Bárbaros atacaban las caravanas y mataban a los Soldados.
-Si no eres una niña buena, los Bárbaros te comerán -decía la niñera de Marianne, una Trabajadora con seis dedos en cada mano, lo que desconcertaba a Marianne, que sólo tenía cinco.
-¿Por qué? -preguntaba Marianne.
-Porque así son los Bárbaros -decía la niñera-. Envuelven a las niñas en barro, como hacen con los jabalíes, y se las engullen con sal. Les gustan mucho las niñas tiernas.
-Entonces yo les resultaría demasiado dura -respondía Marianne con aire truculento. Pero veía que la mujer creía de veras en lo que estaba diciendo y se preguntaba, vagamente, si sería verdad. Pensaba que una visita de los Bárbaros quizá cambiara algunas cosas. Los niños jugaban a Soldados y Bárbaros, apuntando con el dedo a modo de revólver, matándose unos a otros, pero siempre vencían los Soldados. Era la regla del juego.
-Los Soldados son héroes pero los Bárbaros son villanos -dijo agresivamente el hijo del Profesor de Matemáticas-. Yo soy un héroe. Te mataré.
-No, claro que no -replicó Marianne con una mueca de miedo-. No juego contigo.
El tío de Marianne era el Coronel. Hablaba con una voz ronca y alta, y a ella le caía antipático. El hermano de Marianne era cadete y el preferido de la madre. Marianne le hizo una zancadilla al hijo del Profesor de Matemáticas y lo dejó tendido y aullando en el polvo, lo que no estaba en las reglas. Los otros niños pronto dejaron de jugar con ella, pero no le importó. Era una chiquilla flaca y angulosa. Marcaba con su nombre todo lo que tenía, incluso el cepillo de dientes, y nunca perdía nada.
Junto a la cerca de alambre que rodeaba el campo cultivado, estaban las torres de vigilancia equipadas con ametralladoras apoyadas en trípodes. Había también un muro macizo, coronado con alambre de espino, que rodeaba la aldea. La única abertura en ese muro era una gran puerta de madera donde estaba el puesto de guardia. Cuando los Bárbaros atacaban, la comunidad resistía el asedio detrás del muro, pues para entrar en el poblado los Bárbaros tenían que derrumbar la puerta. Marianne era una niña de seis años cuando vio a los Bárbaros por primera vez.
Fue en la época del Día del Festival de Mayo. En ese día hubo una fiesta campestre, se tocó música y los Soldados desfilaron en una impresionante exhibición de tácticas y ejercicios de rutina. El padre de Marianne, un hombre de naturaleza amable e inclinado a la melancolía, se quedó en el estudio con sus libros. Tal era su privilegio. La madre, en cambio, las mujeres de los otros Profesores que habitaban en la torre y las Trabajadoras estaban muy atareadas. Cocinaban manjares suculentos y planchaban las mejores ropas. Marianne corría de un lado a otro molestando e impacientando a todos, pellizcando la masa cruda y mostrando su rencor de diversas maneras hasta que la niñera dijo severamente: -Yo me las entenderé con ella.
La cargó bajo un brazo y se la llevó a una habitación, en los altos, que nadie utilizaba. Una ventana se abría a un pequeño balcón de hierro pintado de blanco. La niñera encerró a Marianne en la estancia, echó llave a la puerta y gruñó por la cerradura: -Ahí te quedarás hasta que vuelva a buscarte.
Milagrosamente transportada desde la actividad de las cocinas, Marianne se sintió bastante humillada. Se sentó en el centro de la habitación, sobre las desnudas tablas del piso, y miró alrededor. Una enredadera reptaba a través de la ventana abierta, como una serpiente; en el bosque había ahora (antes no era así) diversos tipos de serpientes, algunas venenosas. La niña no estaba asustada porque la dejasen sola, pero sí muy enojada. Salió al balcón, que crujió debajo de ella. Espió la aldea por entre los balaustres de hierro. Parecía diminuta desde esa altura, muy cuidada, de brillantes colores, como si fuese un lugar donde todos eran felices. Los huertos florecidos centelleaban, los campos lucían jóvenes y verdes, pero las espirales de acero que se arqueaban hacia el suelo como arcos iris descoloridos perforaban aún las zarzas, aquí y allá, y los leprosos viaductos coronados de prímulas amarillas avanzaban zigzagueantes hacia el corazón todavía desnudo de la tierra calcinada entre las ruinas. En la línea del horizonte se extendían los bosques inescrutables.
Marianne se encontró un trozo de bizcocho en un bolsillo y se lo comió. Vestía una camisa a cuadros y un jersey marrón. El pelo rubio le caía en dos trenzas. Rompía cosas para ver cómo eran por dentro. Su hermano tenía dieciséis años, diez más que ella. La niñera le decía: -Tienes que querer a tu hermano -y Marianne preguntaba-: ¿Por qué? -Ahora la habían dejado sola y olvidada, en lo alto de la torre, en tan hermoso día. Cuando terminó el bizcocho, todavía tenía hambre y se mordisqueó la punta de una trenza a falta de algo mejor.
Observó cómo salía del cuartel un destacamento de Soldados, precedido de una pequeña banda militar que tocaba una selección de marchas. Todos vestían uniformes de cuero negro y cascos de plástico con viseras de cristal. Llevaban los rifles en bandolera. La comunidad entera se había reunido para verlos pasar; Marianne descubrió a su madre y a la niñera entre la multitud, y a su hermano entre los Soldados. Todos estaban limpios y decentes, camisas y vestidos blancos como el papel, trajes negros como la tinta. Marianne se aburría. Un pájaro se acercó volando y se posó sobre la barandilla del balcón. Ladeó la cabeza y le echó una cínica mirada. Era una gaviota.
-Hola, pájaro -dijo ella-. ¿Vienes de muy lejos? ¿Has visto a algún Bárbaro?
Le gustaba la cadencia salvaje de la palabra trisílaba: Bárbaro. Luego, mirando los campos de más allá del cerco de madera, vio una señal de movimiento. No era el viento entre el maíz nuevo; o, si era el viento entre el maíz nuevo, traía hasta ella el ronco relincho de un caballo. Aún era demasiado temprano para amapolas, pero alcanzó a vislumbrar un destello escarlata. Dejó de mirar a los Soldados; en cambio observó cómo el movimiento fluía hasta la cerca, la arrastraba y atravesaba el trigo verde. La maleza estalló, y los jinetes salieron uno tras otro dando terribles alaridos. Venían cubiertos con pieles y trapos de colores. Abriéndose paso, habían estrangulado ya al centinela de una de las atalayas, y los hombres del puesto de guardia estaban jugando a las cartas y no los vieron a tiempo. Dos Soldados cayeron, pagando así la falta de disciplina. Después todo fue un caos.
La chusma venía a devastar, a robar, a saquear, a violar y, si era necesario, a matar. Como espantajos de pesadilla, tenían la piel de muchos colores y grandes melenas flotantes. Centelleaban con unas extrañas planchas de metal que habían desenterrado en las ruinas. Los caballos llevaban unas extravagantes gualdrapas de trapos, cuchillos, campanillas y cadenas que colgaban de crines y colas; hombres y caballos, centauros horrendos embadurnados de pintura, parecían enormes. Disparaban armas largas. Enfrentada a terrores nocturnos en las horas más frescas de la mañana, la gente pacífica se dispersó lloriqueando.
Aturdida, Marianne vio una buena cantidad de sangre, como en un matadero de bestias, pero cuando apartó los ojos del campo de batalla en que se habían convertido los prados de la aldea, advirtió que un segundo grupo de Bárbaros (erizados de cuchillos pero mucho menos pintarrajeados), saltaba fácilmente la alambrada, y ahora, mientras los otros combatían, se ocupaban con calma en robar sacos de harina, cuencos de mantequilla y piezas de tela, sin que nadie intentara oponerse. Entraban en las casas y volvían a salir, haciendo de tanto en tanto una finta amenazadora con los cuchillos; Marianne vio que algunas Trabajadoras parecían ayudarlos, y pensó que esto era muy interesante.
Soldados y Bárbaros luchaban cuerpo a cuerpo. Los caballos sin jinete se rebullían adelantándose, retrocediendo, relinchando. El estrépito de los disparos y las voces se elevaba hasta Marianne, que escuchaba absorta. Un Bárbaro con casco de plumas, adornado con una cornamenta de ciervo, apareció como una aurora absurda sobre el liso techo del museo; sujetaba un cuchillo entre los dientes y se disponía a saltar sobre la confusión de la calle cuando una bala le destrozó los ojos. El cuchillo le cayó de los labios. El hombre se zambulló describiendo un gran arco en el aire de la mañana, y se rompió la cabeza. Ése fue el primer hombre que Marianne vio morir; el segundo fue su hermano.
En ese momento rodaba por el polvo, junto a un desgreñado muchacho Bárbaro armado con un cuchillo. Se revolvían y forcejeaban, confundiéndoseles las caras con las pieles, y el cuchillo centelleaba al sol una y otra vez. Estaban un tanto alejados de los demás, como si hubiesen acordado representar para ella, bajo el balcón, una escena violenta. El montón de negras trenzas y rizos del Bárbaro les cubrían y descubrían las caras, pero Marianne vio cómo se miraban con fijeza, extrañamente sorprendidos, como pensando que después de este abrazo mortal ninguna otra cosa podía ocurrir en el mundo.
La madre de Marianne había regresado a la torre. Tal vez los vio y tal vez gritó, y tal vez el hermano oyó la voz, o algún otro sonido lo distrajo, porque apartó la vista y el enemigo aprovechó ese instante para clavarle un cuchillo en la garganta. La sangre manó a borbotones. El Bárbaro dejó caer el arma y abrazó a su víctima, la abrazó con una extraña y terrible ternura hasta que estuvo quieta y muerta. Marianne esperaba que alguien disparase contra el muchacho Bárbaro, pero no había nadie en los alrededores con un revólver. El muchacho empujó el cadáver contra la pared y se acuclilló, apartándose el pelo de la cara. La niña vio que tenía varias vueltas de cuentas alrededor del cuello y los dedos cubiertos de anillos. Como ella lo miraba desde arriba, el muchacho le parecía muy pequeño y distinguió los anillos sólo porque reflejaban la luz. El ruido de la lucha era una música terrible. El muchacho alzó los ojos y vio el rostro serio de la niña, que lo observaba.
Una expresión de terror ciego le cruzó la cara, pintada con rayas blancas, negras y rojas. Alzó las manos con unos movimientos algo imprecisos, aterrorizados. Años después, cuando ella pensaba en él (lo que casi se convirtió en una obsesión), imaginaba que con esos gestos el muchacho pretendía defenderse de un mal de ojo. Se mordisqueó la punta de una trenza. El muchacho se incorporó torpemente. En ese momento comenzaron a repiquetear las balas en la pared, detrás de él; una de ellas dio en el cadáver, que se estremeció en un simulacro de vida, pero un caballo sin jinete galopó a través de la metralla y el muchacho montó de un salto y desapareció. Los jinetes se habían ido todos; la incursión había concluido.
Había ahora un profundo silencio, sólo roto por los mugidos de las vacas asustadas, y los gritos de algunos caballos y hombres que agonizaban en las calles. En total, murieron cinco Soldados. Un par de Bárbaros, cuyas heridas eran demasiado graves para que pudieran escapar, quedaron allí tendidos, y los Soldados se apresuraron a rematarlos, cavaron un pozo y los echaron dentro. Una mujer había huido con los Bárbaros, como ocurría a veces. Se habían llevado víveres, telas, y también algunas reses y gallinas, lo suficiente para compensar la pérdida de algunos hombres. Era lo habitual en todas estas visitas.
El padre la encontró cuando ya era de noche. Estaba dormida en una esquina del cuarto, la más alejada del balcón, chupándose el pulgar. Soñaba con oscuros rostros pintarrajeados y se despertó llorando. El padre la besó.
-Todo ha terminado; has de irte a la cama.
Marianne tenía hambre y recordó que aquella mañana había visto preparar insólitas cantidades de comida; ignoraba que se habían convertido en viandas para el funeral.
-Quiero tarta y otras cosas -dijo.
-No debes pedirle tarta a tu madre ahora -le dijo él, y cuando Marianne ya estaba en el dormitorio, le llevó leche y unas rebanadas de pan con mantequilla. Sin saber por qué, la niña lloró hasta quedarse dormida; el padre le sostuvo la mano durante un rato. No tenía pelo en la cabeza, ni tampoco pestañas.
-Tu hermano se ha ido a las ruinas, donde van los muertos -le dijo la niñera-. Es bien sabido que las ruinas están llenas de fantasmas.
Adondequiera que hubiese ido, la madre lo siguió pronto. La muerte del hijo le había roto el corazón; sobrevivió dos años más; pero un día comió unos frutos venenosos y enfermó casi de buen grado, sin resistirse a la muerte. Desde entonces Marianne y el padre

 

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