Apocalipsis

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Había un hombre muerto en Main Street de May (Oklahoma).
A Nick no le sorprendió. Desde que abandonó Shoyo había visto infinidad de cadáveres, e intuía que no representaban ni la milésima parte de toda la gente muerta que había ido dejando atrás. En algunos lugares, el olor a muerte era tan denso que uno podía desmayarse. Así que poca diferencia podía haber por un muerto más o menos.
Pero al ver que aquel muerto se sentaba, a Nick le embargó el terror y perdió el dominio de su bici. Empezó a hacer eses, se bamboleó y finalmente cayó, arrojando violentamente a Nick contra el pavimento de la carretera 3 de Oklahoma. Se hizo cortes en las manos y la frente.
–Vaya tortazo que se ha dado, compadre –dijo el cadáver avanzando hacia Nick a un paso que era un suave balanceo –. Acaba de darse un buen trompazo, ¿eh? ¡Caray!
Nick no le oyó. Tenía la mirada clavada en un punto del pavimento sobre el que caían gotas de sangre que resbalaban por sus manos, procedentes del corte que tenía en la frente. De pronto sintió una mano sobre el hombro. Se acordó del cadáver y trató de huir a cuatro patas y con mirada aterrada en el ojo que no llevaba parche.
–No se lo tome así –dijo el cadáver.
En ese momento, Nick se dio cuenta de que no era un cadáver, sino un joven que lo miraba con perplejidad. En la mano llevaba una botella de whisky casi llena. Nick lo comprendió todo. No era un cadáver sino un borracho que había perdido el conocimiento.
Nick hizo un gesto de asentimiento al tiempo que formaba un círculo con el pulgar y el índice. En aquel preciso instante, en el ojo que Ray Booth le había atizado, le cayó una cálida gota de sangre que le produjo escozor. Levantó el parche y se limpió con la manga. Parecía haber recuperado algo más de visión, pero en cuanto cerraba el ojo sano seguía viendo el mundo como una gran mancha borrosa. Volvió a colocarse el parche, anduvo despacio hasta la acera y se sentó en el bordillo junto a un Plymouth con matrícula de Kansas. En la imagen reflejada en el parachoques, pudo verse la herida de la frente. Tenía feo aspecto pero no parecía profunda. Buscaría una farmacia y se la desinfectaría y se pondría un apósito. Aunque se dijo que tenía en el cuerpo penicilina suficiente para combatir todas las infecciones. No obstante, el rasguño de bala en la pierna le hacía temer una gangrena. Con muecas de dolor, fue quitándose los restos de piedrecillas de las palmas de las manos.
El hombre con la botella de whisky lo había observado todo con expresión vacua. Si Nick hubiera levantado la mirada, se habría dado cuenta al punto de que se trataba de un retrasado. Al volverse Nick hacia el parachoques para examinar su herida, desapareció toda animación de la cara del hombre, la cual quedó sin expresión, vacua e inane. Vestía un mono limpio y zapatones de trabajo. Su estatura rondaría el metro setenta y cinco y su pelo era tan rubio que casi parecía blanco. Tenía los ojos de un azul brillante e indefinido. Esto, unido al pelo pajizo, revelaba su ascendencia escandinava. No parecía tener más de veintitrés años, aunque Nick descubriera más adelante que rondaba los cuarenta y cinco, ya que podía recordar el final de la guerra coreana y que, un mes después, su padre había regresado a casa con su uniforme. Y no cabía pensar que se lo hubiera inventado: la imaginación no era precisamente el fuerte de Tom Cullen.
Permanecía allí en pie, sin expresión, semejante a un robot al que acabaran de desenchufar. Luego, poco a poco su cara se fue animando. Sus ojos, enrojecidos por el whisky, empezaron a chispear. Sonrió. Había recordado el comentario provocado por aquella situación. «Vaya tortazo que se ha pegado, compadre. Acaba de darse un buen trompazo, ¿eh? Caray.»
Parpadeó al ver aquella sangre en la frente de Nick.
Este llevaba un bloc de papel y un bolígrafo en el bolsillo de la camisa. Y allí seguían pese a la caída. Escribió: «Es que me diste un susto. Pensé que estabas muerto hasta que te sentaste. Estoy bien. ¿Hay alguna farmacia en el pueblo?» Mostró el bloc al hombre del mono, el cual lo cogió, miró lo escrito y se lo devolvió.
–Soy Tom Cullen. Pero no sé leer. Sólo llegué hasta el tercer curso; pero entonces tenía ya dieciséis años y papá hizo que lo dejara. Decía que era demasiado mayor –comentó sonriendo.
Retrasado, se dijo Nick. Yo no puedo hablar y él no puede leer. Por un instante quedó desconcertado.
–Vaya tortazo que se ha pegado, compadre –exclamó Tom Cullen –. ¡Caray! ¡Menudo trompazo!
Nick asintió con la cabeza. Volvió a guardarse el bloc y el bolígrafo. Se llevó de nuevo una mano a la boca y meneó la cabeza. Se tapó ambos oídos con las manos y meneó la cabeza. Se aplicó la mano izquierda a la garganta y meneó la cabeza.
Cullen hizo una mueca desconcertado.
–¿Tiene dolor de muelas? Yo tuve una vez. ¡Vaya si dolía, caramba! Dolía una barbaridad. ¡Caray!
Nick negó con la cabeza y repitió su pantomima. Esta vez Cullen pensó que tenía dolor de oídos. Nick alzó los brazos con gesto desesperado y se acercó a la bici. La pintura tenía rasguños pero, por lo demás, parecía en buen estado. La montó y pedaleó por la calle un corto trecho. Sí, estaba bien. Cullen corrió junto a él sonriendo. Su mirada no se apartaba de Nick. Durante casi toda la semana no había visto alma viviente.
–¿No tiene ganas de hablar? –preguntó.
Pero Nick no se volvió ni dio muestras de haber oído. Tom le tiró de la manga y repitió la pregunta.
El hombre de la bici se llevó la mano a la boca y meneó la cabeza. Tom frunció el entrecejo. Ahora el hombre se había detenido y recorría con la mirada las fachadas de las tiendas. Debió de encontrar lo que buscaba porque se dirigió hacia la acera y luego a la farmacia de Norton. Si lo que quería era entrar, iba a vérselas moradas porque estaba cerrada. Norton se había marchado del pueblo. Daba la impresión de que casi todo el mundo había cerrado y abandonado el pueblo, salvo Mom y su amiga Blakely. Y las dos estaban muertas.
En aquel momento el hombre–que–no–hablaba intentaba abrir la puerta. Tom podía haberle dicho que no le serviría de nada, aunque en la puerta se viese el cartel de ABIERTO. El cartel de ABIERTO mentía. Mala suerte, porque a Tom le apetecía un batido. Era cien veces mejor que el whisky que al principio le hizo sentirse bien, pero luego le produjo sueño y, finalmente, un dolor de cabeza insoportable. Se durmió para quitarse la jaqueca, pero entonces tuvo horribles pesadillas sobre un hombre con un traje negro como el que llevaba el reverendo Deiffenbaker. En su sueño, el hombre del traje negro le perseguía. A Tom le parecía un hombre muy malo. La única razón de que hubiera empezado a beber era porque al parecer no debía hacerlo, así se lo había dicho su padre, y también Mom; pero ¿qué importaba, ahora que todo el mundo se había ido? Lo haría si le venía en gana.
¿Pero qué estaba haciendo el hombre–que–no–hablaba? Había cogido el cubo de basura que había en la acera e iba a… ¿a romper el cristal del escaparate de Norton? ¡CRASH! Vaya si lo había hecho. Y ahora estaba metiendo la mano para abrir la puerta.
–¡Eh, compadre, no puede hacer eso! –gritó Tom con una mezcla de ultraje y excitación. – ¡Eso es ilegal! ¿No sabe que…?
Pero el hombre ya estaba dentro y no se volvió.
–¿Es usted sordo? –gritó Tom indignado –. ¡Cáspita! ¿Es usted…?
Dejó sin terminar la frase. De su rostro desaparecieron la excitación y la animación. Volvía a ser el robot desconectado. En May era habitual ver así a Tom el Tonto. Solía andar por la calle mirando los escaparates con aquella eterna expresión de contento en su rostro escandinavo ligeramente ancho y, de repente, se detenía con la mirada perdida. Alguien solía gritar « ¡Ya se ha largado Tom!» Y todos reían. Si Tom iba acompañado de su padre, éste fruncía el entrecejo, lo agarraba por el codo y le hacía emprender de nuevo la marcha. A veces le daba palmadas en el hombro o en la espalda hasta que volvía en sí. Pero al padre de Tom cada vez se le había visto menos durante… la primera mitad de 1988, porque salía con una camarera pelirroja de Boomer’s Bar & Grill. Se llamaba DeeDee Pasckalotte y vaya si el nombre era motivo de chiste. Hacía más o menos un año que ella y Don Cullen se habían largado juntos. Sólo se les había visto una vez en un motel barato, en Slapout (Oklahoma). A partir de entonces se esfumaron.
Para la mayoría de la gente, aquellas repentinas y momentáneas pérdidas de raciocinio de Tom eran una prueba más de retraso mental; pero en realidad eran pruebas de un entendimiento casi normal. El proceso del pensamiento humano está basado, o al menos eso dicen los psicólogos, en la deducción y la inducción. Y afirman que una persona retrasada mental es incapaz de tener esos impulsos deductivos e inductivos. Hay hilos sueltos en alguna parte, circuitos interrumpidos y conmutadores averiados. Tom Cullen no era un retrasado total y podía establecer relaciones sencillas. De cuando en cuando, durante sus momentos de suspensión de los sentidos, se hallaba en condiciones de establecer relaciones inductivas o deductivas más o menos complejas. Experimentaba entonces la misma sensación que una persona normal cuando dice: «Lo tengo en la punta de la lengua.» Al ocurrir eso, Tom solía abandonar su mundo real, que sólo era una corriente de potencia sensorial, y se sumergía en su mente. Era semejante a un hombre que estuviera en una habitación a oscuras y desconocida, que tuviera en la mano la clavija del enchufe de una lámpara, y avanzara a gatas por el suelo, tropezando con cosas, palpando con la mano libre tratando de encontrar la base del enchufe. Si llegaba a encontrarla, lo que no ocurría siempre, resplandecía la luz y veía con claridad la habitación. O sea, la idea. Tom era una criatura sensorial. En una lista de sus cosas favoritas habría incluido saborear un batido en la tienda de Norton, mirando a una bonita chica de minifalda, que estuviese esperando para cruzar la calle; el aroma de las lilas y el tacto de la seda. Pero, sobre todas esas cosas, le gustaba lo intangible, le encantaba ese instante en que se establecía la conexión una vez había logrado enchufar, y la luz inundaba la habitación a oscuras. No siempre ocurría así, a menudo la conexión se le escapaba. Pero esta vez no. Había dicho: « ¿Acaso es usted sordo?» El hombre se había comportado como si no oyera lo que Tom decía, salvo en los momentos en que le miraba de frente. Y el hombre no le había dicho una sola palabra, ni siquiera hola. A veces la gente no contestaba a Tom cuando hacía preguntas porque algo en su cara les revelaba que andaba mal de la terraza. Pero, cuando esto ocurría, la persona que no contestaba parecía enfadada, triste o avergonzada. Pero ese hombre no se había comportado así; había hecho a Tom la señal de un círculo con el pulgar y el índice y Tom sabía que aquello significaba «bien». Sin embargo seguía sin hablar.
Las manos sobre los oídos y un movimiento de negación con la cabeza.
Las manos sobre la boca y lo mismo.
Las manos sobre el cuello y otra vez lo mismo.
La habitación se iluminó. Había establecido la corriente.
–¡Atiza! –exclamó Tom al tiempo que su cara volvía a animarse. Le brillaron los ojos enrojecidos. Entró corriendo en el Norton’s Drugstore olvidando que era ilegal. El hombre–que–no–hablaba estaba empapando un algodón con algo que olía como Bactine, y luego se lo pasó por la frente.
–¡Eh, compadre! –gritó Tom precipitándose en la estancia.
El hombre–que–no–hablaba ni siquiera se volvió. Tom quedó por un momento perplejo y luego recordó. Dio una palmada en el hombro a Nick y éste se volvió.
–Usted es sordomudo, ¿verdad? ¡No puede oír! ¡No puede hablar! ¿Verdad?
Nick asintió con la cabeza. Y entonces fue él quien quedó perplejo ante la reacción de Tom, el cual dio una pataleta en el aire aplaudiendo frenético.
–¡Lo he pensado! ¡Hurra por mí! ¡Lo he pensado yo solo! ¡Hurra por Tom Cullen!
Nick no pudo evitar una sonrisa. No recordaba ninguna ocasión en que su incapacidad hubiera despertado en alguien semejante júbilo.
Había una pequeña plaza de pueblo delante del tribunal de justicia, y en esa placita se alzaba la estatua de un marine uniformado con equipo y armamento de la Segunda Guerra Mundial. La placa que había debajo hacía constar que ese monumento estaba dedicado a los muchachos del condado de Harper que hicieron el SACRIFICIO SUPREMO POR SU PAÍS. Nick Andros y Tom Cullen se encontraban sentados a la sombra de aquel monumento comiendo salchichas y pollo enlatados con patatas fritas. Nick llevaba un esparadrapo en la frente, sobre el ojo izquierdo. Estaba leyendo en los labios de Tom, lo que resultaba algo difícil porque éste no paraba de meterse comida en la boca mientras hablaba, al tiempo que, en su fuero interno, se decía que empezaba a estar harto de tomar tanto comistrajo de lata. Lo que de verdad le apetecía era un jugoso bistec con una buena guarnición.
Desde que se sentaron, Tom no había dejado de hablar. Se mostraba en exceso repetitivo, matizando su discurso con muchas exclamaciones como « ¡Atiza!» y « ¿No es así?». A Nick no le importaba. Hasta encontrar a Tom no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos el contacto con otras personas, ni de hasta qué punto le había atormentado la idea de que fuera la única persona viva en toda la tierra. Incluso hubo un momento en que pensó que la enfermedad había matado a toda la gente en el mundo salvo a los sordomudos. Ahora, se dijo sonriendo, podía especular sobre la posibilidad de que hubiera matado a todos en el mundo excepto a los sordomudos y retrasados mentales. Aquella idea, que le pareció regocijante a las dos de una tarde de verano, volvería por la noche para atormentarle, no encontrándola ya divertida.
Se preguntaba a dónde pensaría Tom que se había ido toda la gente. Ya le había oído hablar de su padre, que se había largado hacía un par de años con una camarera, y del trabajo de Tom como factótum en la granja Norbutt, y de la conclusión a la que llegó Norbutt de que Tom se encontraba ya «lo bastante bien» para poder confiarle un hacha, y de cómo Tom había «luchado contra todos hasta dejarlos medio muertos. A uno de ellos lo envié al hospital con roturas. Es lo que hizo Tom Cullen». Y también se enteró de que Tom había encontrado a su madre en casa de Blakely; y de que ambas estaban muertas en la sala de estar, por lo que Tom había ahuecado el ala rápidamente. Jesús no acudía a llevarse al cielo a las personas muertas si había alguien observando, explicó Tom. Nick pensó que el Jesús de Tom era una especie de Santa Claus a la inversa, que se llevaba a los muertos por la chimenea en vez de bajar regalos por ella. Pero no había dicho palabra sobre el vacío absoluto de May, ni sobre la carretera que atravesaba el pueblo, en la que nada se movía.
Tocó con suavidad el pecho de Tom a fin de detener el torrente de palabras.
–¿Qué?
Nick trazó con el brazo un amplio círculo, abarcando los edificios del centro del pueblo. Adoptó una expresión cómica de asombro, frunciendo el ceño, ladeando la cabeza y rascándose la coronilla. Luego, con los dedos, simuló el caminar sobre la hierba y terminó dirigiendo a Tom una mirada interrogadora.
Lo que vio fue alarmante. Tom podía estar muerto, allí sentado, ya que en su rostro no había vestigio alguno de animación. Sus ojos, que hasta hacía un instante brillaban por todo cuanto quería decir, eran como vidrio opaco. Tenía la boca entreabierta y Nick podía ver trozos masticados de patatas fritas adheridos a su lengua. Las manos le pendían inertes.
Alarmado, Nick, alargó la mano para tocarlo, pero el cuerpo de Tom dio una sacudida. Aletearon sus párpados y la vida fluyó de nuevo a sus ojos como el agua que llena un balde. No hubiera quedado más claro lo ocurrido si un globo aerostático con la leyenda EUREKA hubiese aparecido sobre su cabeza.
–¡Quieres saber adonde ha ido toda la gente! –exclamó Tom.

 

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