Cinco Horas Con Mario – Miguel Delibes

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PortadaUna mujer acaba de perder a su marido y vela el cadáver durante la
noche. Sobre la mesilla hay un libro, la Biblia? que la esposa hojea.
Va leyendo los párrafos subrayados por el hombre que se ha ido para
siempre. Una oleada de recuerdos le viene a la mente y empieza un
lento, desordenado monólogo en el que la vida pugna para hacerse real
otra vez. La pobre vida llena de errores y torpezas, de pequeños goces
e incomprensiones. ¿Ha conocido Carmen alguna vez a Mario? Escuchemos el irritante discurrir de la pequeña y estreca mentalidad de la
esposa. Otro hombre irá poco a poco descubriéndose, para todos menos
para ella, con toda su desesperanza y su fe en la vida. Cinco horas
con Mario es una novela de gran penetración psicológica que, a través
de un alma femenina puesta al descubierto, llega hasta el fondo de la
sociedad española de nuestro tiempo. Sólo un escritor de la categoría
de Miguel Delibes podía enfrentarse con este difícil tema y resolverlo
tan brillantemente.

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Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que lleva diciendo desde la mañana: «Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea». Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación:
—Debes dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana.
Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza dócilmente, empujando el zapato del pie derecho con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies. Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa:
—Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes.
Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz —el contenido y el volumen de su voz— como sus movimientos, recatan una eficacia inefable:
—No duermas si no quieres, pero relájate. Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos —mira el reloj—. Vicente no puede tardar.
Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice:
—Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, qué de cosas han pasado! Y todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea.
Aun con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo, Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: «Lo dicho»; «Mucha resignación»; «Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan»; «¿A qué hora es mañana la conducción?» Y ella: «Gracias, Fulano», o «Gracias, Mengana» y ante las visitas eminentes: «¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle por aquí!» La gente nunca era la misma pero la densidad no decrecía. Era como el caudal de un río. Al principio, todo resultó burdamente convencional. Caras largas y silencios insidiosos. Fue Armando quien quebró la tirantez con su chiste: el de las monjitas. Él había creído que ella no le oía, pero Carmen le oyó, e independientemente de ella, Moyano, desde su palidez lechosa, con el rostro enmarcado por una negra y sedosa barba rabínica, le censuró con una acre mirada muda. Pero ya nada volvió a ser tan tenso como antes. Las barbas de Moyano y su palidez de muerto hacían bien en el velatorio. En cambio el mechón albino de Valen, detonaba. «Cuando me lo dijeron no podía creerlo. Si le vi ayer». Carmen se inclinaba y la besaba en las dos mejillas. En realidad, no se besaban, cruzaban estudiadamente las cabezas, primero del lado izquierdo, luego del derecho, y besaban al aire, tal vez a algún cabello desmandado, de forma que una y otra sintieran los chasquidos de los besos pero no su efusión.

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