Los herederos de Shannara – Los vástagos de Shannara

 

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Primer libro de la serie "Los Herederos de Shannara". Los vástagos de shannara.

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Sentado a la sombra proyectada por los Dientes del Dragón, el anciano contemplaba cómo la oscuridad, en su incesante avance, hacía retroceder la luz hacia el oeste. El día había sido fresco, demasiado para estar en pleno verano, y la noche se anunciaba fría. Nubes dispersas manchaban el cielo, y proyectaban sus siluetas sobre la tierra mientras vagaban cual bestias sin rumbo entre la Luna y las estrellas. El silencio ocupó el vacío dejado por la marcha de la luz, y daba la sensación de que una voz esperaba el momento oportuno para romperlo. El anciano pensó que era un silencio con susurros de magia.

Ante él ardía una pequeña e incipiente hoguera, tan sólo el inicio de la que necesitaba. Al fin y al cabo, se ausentaría durante varias horas. Observó las débiles llamas con una mezcla de esperanza e inquietud antes de inclinarse para agregar algunos troncos grandes y secos, que ardieron al instante. La atizó con un palo largo, y el calor le obligó a retroceder. Se quedó inmóvil en el límite del resplandor, atrapado entre el fuego y la creciente oscuridad, como si fuera una criatura ajena a ellos o perteneciente a ambos.
Sus ojos destellaron cuando miró a lo lejos. Los picos de los Dientes del Dragón se destacaban contra el cielo como huesos que la tierra no pudiera contener. El silencio envolvía a las montañas igual que la niebla en una helada mañana, como si fuera un velo que ocultara los sueños de todas las épocas.


La hoguera chisporroteó con fuerza y el anciano se sacudió una partícula de ceniza incandescente que había caído sobre él. El hombre no era más que un manojo de ramas mal atadas, que podrían convertirse en polvo ante una fuerte ráfaga de viento. Unas ropas grises y una capa de leñador colgaban de él como si fuera un espantapájaros. Tenía la piel correosa y oscura, pegada a los huesos. Su cabeza estaba orlada por una cabellera y una barba blancas que parecían jirones de gasa a la luz de la hoguera. Estaba tan arrugado y encorvado que parecía que tuviera cien años.
De hecho, casi había cumplido mil.


Qué extraño, pensó de repente al recordar su edad. Paranor, los Consejos de las Razas e incluso los druidas habían desaparecido. Era muy extraño que él hubiera conseguido sobrevivir.


Hizo un gesto de incredulidad. Después del largo tiempo transcurrido, apenas podía recordar ese período de su vida como tal. Se había convencido a sí mismo de que había terminado, y había llegado a considerarse libre. Pero ahora se daba cuenta de que nunca lo había sido. Es imposible liberarse de lo que nos mantiene con vida.
Sin el Sueño del Druida, ¿cómo podría estar allí?


El avance inexorable de las sombras de la noche le hizo estremecerse. La oscuridad lo rodeó tan pronto como el último rayo de sol se deslizó bajo el horizonte. Había llegado la hora. Así se lo habían ordenado los sueños, y él creía en los sueños porque los comprendía. También eso formaba parte de su antigua vida, de la que nunca podría huir: sueños, visiones de mundos que se encontraban más allá de los mundos, de presagios y realidades, de cosas que podían y que, a veces, tenían que suceder.


Se retiró de la hoguera y empezó a ascender por el estrecho sendero que conducía hacia las rocas. Las sombras se cerraban a su alrededor y su contacto era frío. Caminó durante largo tiempo, serpenteando entre estrechos desfiladeros, saltando sobre grandes pedruscos, sorteando declives escarpados y grietas abiertas en las rocas. Cuando consiguió sobrepasar este escarpado lugar, se encontró ante un valle pedregoso y poco profundo, dominado por un lago cuya cristalina superficie emitía inquietantes y verdosos reflejos.


En las aguas del lago Cuerno del Infierno, lugar donde él había sido convocado, reposaban los espíritus errantes de los druidas.
–Será mejor que continúe –se dijo a sí mismo en voz baja.


Descendió hacia el lago con lentitud y cautela; caminaba con paso inseguro, mientras resonaban en sus oídos los latidos de su corazón. Se había mantenido alejado de aquel lugar durante mucho tiempo. Las aguas que se extendían ante él no se movieron; los espíritus dormían. Era preferible que así fuera, pensó. Era preferible que nada los perturbase.
Cuando llegó a la orilla del lago, se detuvo. Todo estaba en silencio. Tomó aliento y, cuando expulsó el aire de los pulmones, se produjo un sonido semejante al de las hojas secas al ser lanzadas contra las piedras por el viento. Hurgó en su cinturón hasta encontrar una bolsa y desató el cordel que la mantenía cerrada. Sacó con sumo cuidado un puñado de polvo negro con destellos plateados y, tras un breve instante de duda, lo arrojó al aire sobre la superficie del lago.


El polvo explotó elevándose hacia el cielo y emitiendo un extraño resplandor que iluminó los alrededores con la misma claridad que la luz del día. No desprendía calor, sólo luz. Rielaba y danzaba en la noche como si tuviera vida. El anciano observaba, envuelto en su capa de leñador, y sus ojos brillaban por el reflejo del resplandor. Se balanceó hacia atrás y hacia delante y, durante un breve instante, volvió a sentirse joven.
De repente, en medio de la luz apareció una sombra, que había surgido de ella como un fantasma; una sombra oscura que parecía proceder de las tinieblas que había detrás. Pero el anciano sabía que no era tal, sino que era la respuesta a su llamada. Los contornos de la sombra se definieron. Era el espectro de un hombre encapuchado, una figura alta y lúgubre que estaba grabada en la memoria de cualquier persona que la hubiese visto con anterioridad.
–Bien, Allanon –murmuró el anciano.


La figura encapuchada inclinó hacia atrás la cabeza para permitir que la luz desvelara sus duras facciones: el rostro anguloso y barbudo, la fina y larga nariz, la boca tensa, la frente que daba la impresión de estar forjada en hierro, los ojos que parecían penetrar en el alma. Éstos se clavaron en los del anciano.
Te necesito…


En su mente, la voz sonó como un susurro, como un siseo de insatisfacción y apremio. El espíritu sólo podía comunicarse a través del pensamiento. El anciano retrocedió inmediatamente, deseando que el ser al que había convocado no hubiese acudido a su llamada. Pero enseguida se recobró y se enfrentó con firmeza a sus temores.
–¡Ya no soy uno de vosotros! –le dijo, olvidando que no era necesario hablar en voz alta– ¡No puedes darme órdenes!


No te doy órdenes. Te lo ruego. Escúchame. Tú eres todo lo que queda, el único hasta que surja mi sucesor. Has de comprender…
–¿Comprender? ¡Ja! –El anciano estalló en una risa nerviosa–. ¿Quién puede comprender mejor que yo?
Una parte de ti siempre será lo que antaño nunca habrías dudado que eras. La magia persiste en ti. Siempre ha estado dentro de ti. Ayúdame. Los descendientes de Shannara no responden a los sueños que les envío. Alguien ha de ir a verlos. Alguien debe hacer que comprendan. Tú…


–¡Yo no! Hace mucho tiempo que vivo apartado de las Razas, no deseo involucrarme en sus problemas –respondió el anciano, irguiéndose y frunciendo el entrecejo–. Hace ya muchos años que me aparté de tales desatinos.


Le dio la sensación de que el espíritu se elevaba y ensanchaba de repente, y sintió que él mismo se elevaba sobre la tierra. Ascendió hacia el cielo y se adentró en las sombras de la noche. No opuso resistencia, aunque podía sentir que la ira del otro fluía en él como un río negro. La voz del espíritu era igual que un rechinar de huesos.
Observa…


Las Cuatro Tierras aparecieron extendidas ante él, formando un conjunto de praderas, montañas, colinas, lagos, bosques y ríos, cuyos colores abrillantaba la luz del sol. Aunque sabía que sólo era una visión, se le cortó el aliento. Sin embargo, la luz empezó a debilitarse casi al instante y a desvanecerse los colores. Todo quedó envuelto por la oscuridad, impregnada de brumas grises y cenizas sulfurosas procedentes de cráteres apagados. El paisaje perdió todo su atractivo y se tornó árido y muerto. Sintió que empezaba a descender, y las vistas y los olores que captaron sus sentidos le repugnaron. Los hombres vagaban en grupos en medio de la devastación como si fueran animales. Se atacaban unos a otros entre aullidos y gritos, produciéndose terribles heridas. Sombras tenebrosas, que carecían de sustancia pero tenían ojos de fuego, revoloteaban entre ellos. Se desplazaban entre ellos, se unían a ellos, se fundían con ellos y, por último, se desprendían de ellos. Interpretaban una danza macabra, pero con un fin determinado. Vio que las sombras devoraban a los hombres, que se alimentaban de ellos.


Observa…
Entonces la visión cambió, y se vio a sí mismo como un mendigo esquelético y andrajoso ante un caldero de extraño fuego blanco que hervía, burbujeaba y susurraba su nombre. Los vapores que desprendía bajaban hacia él, serpenteando, lo envolvían y lo acariciaban como si fuera su hijo. Las sombras revolotearon a su alrededor y entraron en su cuerpo como si fuese un molde vacío donde pudieran jugar a su antojo. Sintió su contacto y quiso gritar.


Observa…
La visión cambió una vez más. Ante sus ojos apareció un inmenso bosque, en cuyo centro se alzaba una gran montaña. En su cima había un castillo, viejo y ruinoso. Las torres y las almenas se destacaban en la negrura. ¡Paranor!, pensó. ¡Paranor de nuevo! Un sentimiento alegre y esperanzado brotó en su interior, y sintió unas ganas locas de gritar su júbilo. Pero los vapores ya empezaban a enroscarse en el castillo y las sombras se acercaban. La antigua fortaleza empezó a agrietarse y a desmoronarse; las piedras y el mortero saltaban como si estuvieran sometidos a una gran presión. La tierra tembló y los hombres aullaron como bestias. Del interior de la montaña brotó un estallido de fuego, arrasándola, y con ella la fortaleza que sustentaba en su cima. Un alarido de dolor se elevó en el aire por la pérdida de la única esperanza que aún quedaba, y el anciano pudo reconocer su voz.


Entonces desaparecieron las imágenes y se encontró de nuevo ante el Cuerno del Infierno, junto a los Dientes del Dragón, sin otra compañía que el espíritu de Allanon. A pesar de su resolución, estaba temblando.
El espíritu señaló hacia él.


Si no se tienen en cuenta los sueños, sucederá lo que te he mostrado. Si te niegas a intervenir, ocurrirá. Has de prestar tu ayuda. Ve en su busca. Ve en busca del muchacho, de la chica y del Tío Oscuro. Diles que los sueños son reales. Diles que acudan a mí la primera noche de luna nueva, cuando concluya el actual ciclo. Entonces les hablaré…


El anciano frunció el entrecejo, murmuró unas palabras ininteligibles y se mordió el labio inferior. Sus dedos volvieron a atar los cordones de la bolsa, y la sujetó de nuevo al cinturón.
–¡Así lo haré porque no hay nadie más! –respondió el anciano, escupiendo las palabras–. Pero no esperes…


Basta con que te encuentres con ellos. No se te pide otra cosa, ni se te pedirá. Ve…
El espíritu de Allanon destelló y desapareció. La luz se extinguió y el valle volvió a aparecer vacío. El anciano contempló durante un breve instante las quietas aguas del lago, antes de emprender el camino de regreso.


Cuando llegó al punto de partida, aún ardía la hoguera que había dejado encendida, pero se había debilitado notablemente y estaba a punto de apagarse. La contempló distraídamente. Luego se agachó, retiró las cenizas y se sumió en sus pensamientos.
Conocía al muchacho, a la muchacha y al Tío Oscuro. Eran los descendientes de Shannara, los únicos que podían salvarlos a todos, los únicos que podían hacer que la magia regresara. Hizo un gesto de resignación. ¿Cómo conseguiría convencerlos? Si se habían negado a escuchar las señales que hasta entonces les había enviado Allanon, ¿qué posibilidades podía tener él?


Se reprodujeron en su mente las aterradoras visiones que acababa de tener, y pensó que tenía que encontrar la forma de que lo escuchasen. Porque, como solía recordarse a sí mismo, sabía algo de visiones, y aquéllas encerraban una verdad que hasta una persona como él, que había abjurado de los druidas y de su magia, podía reconocer.
Si los descendientes de Shannara se negaban a escucharle, aquellas visiones se harían realidad.
 
2
Par Ohmsford se detuvo en el umbral de la puerta trasera de la cervecería Barba Azul, y volvió la vista hacia el túnel oscuro que la estrecha calle abría entre los edificios hasta el resplandor de las luces de Varfleet. La cervecería Barba Azul era un caserón viejo y destartalado, con muros de madera y tejado hecho también con piezas de madera que le daban la apariencia de un típico granero. Tenía dormitorios en la segunda planta, sobre la cervecería propiamente dicha y los almacenes ubicados en la parte trasera. El edificio se levantaba sobre una colina situada en el extremo occidental de la ciudad, delante de un grupo de construcciones, que formaban una especie de U.


Par respiró profundamente el aire nocturno, saboreando sus agradables e inconfundibles aromas. Olores de ciudad, olores de vida, de estofados de carnes y verduras aderezadas con especias, de licores aromáticos y cerveza fuerte; olores procedentes de las habitaciones y de los cuerpos, de los arneses de cuero, del hierro de las forjas aún al rojo vivo sobre carbones que nunca se apagan, de sudor de los animales y hombres en recintos cerrados; olores de piedra, madera y polvo formando una mezcla de la que, a veces, alguno se liberaba para imponerse a los demás. Al final de la callejuela, más allá de las vallas de madera de la parte trasera de tiendas y oficinas rotuladas con sus nombres, la colina descendía hacia el centro de la ciudad. La ciudad, que a la luz del día ofrecía un feo y descolorido conjunto de edificios, un laberinto de muros de piedra y de calles, de fachadas de madera y tejados embreados, presentaba un aspecto muy distinto por la noche. Las casas se desvanecían en la oscuridad y aparecían las luces, millares de luces que se extendían hasta donde alcanzaba la vista como una multitud de luciérnagas. Punteaban el paisaje enmascarado, parpadeando entre las oscuras e impenetrables sombras, trazando líneas de oro sobre la superficie líquida del río Mermidón que seguía su curso hacia el sur. Varfleet era bella entonces; como por arte de magia, la criada se transformaba en la reina de un cuento de hadas.


A Par le entusiasmaba la idea de una ciudad mágica. En cualquier caso, le gustaba la ciudad, su extensión y la mezcla de gentes y cosas, el incesante bullir de vida. Era muy diferente de Valle Umbroso, la aldea boscosa donde había establecido su hogar. Carecía de la pureza de los árboles y arroyos, de la soledad, de la sensación de sosiego infinito que impregnaba la vida de Valle Umbroso. La ciudad no sabía nada de esa vida y, además, le tenía sin cuidado. Pero a Par no le importaba. A pesar de todo, le agradaba la ciudad. Por otra parte, nadie lo obligaba a elegir entre las dos. No había razón alguna que le impidiera apreciar a ambas.


Por supuesto, Coltar no estaba de acuerdo. La veía desde otra perspectiva. Para él, Varfleet no era más que un lugar al margen de la ley, una cueva de bribones, donde podía ocurrir cualquier cosa. No existía otro sitio peor en Callahorn ni siquiera en todas las Tierras Meridionales. Coltar odiaba la ciudad.


De las oscuras sombras de la noche que se extendían a sus espaldas le llegaron voces y el tintineo de vasos, los sonidos de la cervecería liberados por unos instantes al abrirse la puerta y encarcelados de nuevo en cuanto volvió a cerrarse. Se volvió. Su hermano avanzaba por el pasillo, con el rostro velado por las sombras.
–Ya es casi la hora –dijo Coltar cuando llegó a su altura.


Par hizo un gesto de asentimiento. Al lado de Coltar, que era alto y fuerte, de facciones marcadas y pelo castaño, parecía pequeño y flacucho. Quien no los conociera, nunca se le ocurriría pensar que pudieran ser hermanos. Coltar era la viva estampa del típico hombre del valle, curtido y rudo, con unas grandes manos y unos pies enormes. Por estos últimos, sobre todo, debía soportar frecuentes bromas. Par solía compararlos con los de un pato.

 

Por el contrario, Par era delgado y rubio, de rasgos inequívocamente élficos, desde las puntiagudas orejas y cejas hasta el fino contorno de la cara. Hubo una época en que la sangre élfica casi se había extinguido en la familia como consecuencia de las numerosas generaciones de Ohmsford que habían vivido en Valle Umbroso. Pero algunos años atrás –así se lo había contado su padre–, su tatarabuelo había vuelto a viajar a las Tierras Occidentales y a las de los elfos, donde se casó con una elfina que le dio dos hijos, un varón y una hembra. El hijo se casó, a su vez, con otra elfina y, por razones que nunca le habían aclarado, la joven pareja, que serían los bisabuelos de Par, tomó la decisión de regresar a Valle Umbroso, aportando nueva sangre élfica al linaje de los Ohmsford. A pesar de ello, muchos miembros de la familia no ofrecían el más leve indicio de tal herencia. Coltar y sus padres, Jaralan y Mirianna, eran un buen ejemplo. En cambio, la ascendencia de Par resultaba obvia.


Por desgracia, no era aconsejable mostrarla. En Varfleet, la disimulaba depilándose las cejas, dejando que le creciera el pelo para así poder ocultar las orejas y oscureciendo su tez. No tenía otra alternativa. En aquellos días, no hubiera sido prudente llamar la atención al respecto.
–Esta noche se ha vestido bien, ¿verdad? –inquirió Coltar, mientras dirigía su mirada hacia la ciudad–. De terciopelo negro y lentejuelas. No le falta un detalle. Esta ciudad es una chica lista. Hasta el cielo es amigo suyo.


Par esbozó una leve sonrisa. Su hermano, el poeta. El cielo estaba despejado, iluminado por la luna creciente y las estrellas.
–Podría llegar a gustarte si le dieras una oportunidad.
–¿A mí? –gruñó Coltar–. No es probable. Estoy aquí porque tú estás aquí. Si de mí dependiera, no me quedaría ni un minuto más.
–Puedes marcharte si es eso lo que deseas.


–No empieces otra vez, Par –repuso Coltar, visiblemente disgustado–. Ya hemos hablado de ello. Fuiste tú quien sugirió la conveniencia de conocer las ciudades del norte. A mí no me agradó entonces la idea, ni tampoco me agrada ahora. Pero eso no cambia el hecho de que decidiéramos hacerlo juntos. ¡Buen hermano sería yo si te dejase aquí y regresara a Valle Umbroso! En cualquier caso, no creo que fueras capaz de arreglártelas sin mí.
–De acuerdo, de acuerdo. Yo sólo quería… –se apresuró a responder Par, intentando disculparse.
–¡Divertirte a mi costa! –concluyó Coltar acaloradamente–. No es la primera vez que lo haces en los últimos tiempos. Y parece que te gusta.
–No es cierto.
Coltar ignoró su respuesta y escrutó la oscuridad.
–Jamás me burlaría de alguien con pies de pato –insistió Par.


–Mira quién habla, un tipo con las orejas puntiagudas –respondió Coltar, esbozando una sonrisa muy a su pesar–. ¡Deberías mostrar tu agradecimiento por haberme quedado a cuidar de ti!
Par le propinó un pequeño empujón y los dos hermanos rieron abiertamente. Después se quedaron en silencio, mirándose en la oscuridad, escuchando los sonidos procedentes de la cervecería y de las calles que conducían a ella. Par dio un prolongado suspiro. Era una cálida y tranquila noche veraniega que hacía que los días fríos y desapacibles vividos pocas semanas atrás quedaran lejanos en el recuerdo. Era la clase de noche en que los problemas se disipan y emergen los sueños.
–Se rumorea que hay investigadores en la ciudad –dijo Coltar de improviso.
–Siempre corren rumores –respondió Par.


–Pero suelen confirmarse. Se dice que planean apresar a todas las personas que practican la magia y cerrar las cervecerías – repuso Coltar, mirándolo con insistencia–. Investigadores, Par, no soldados.
Par sabía lo que eran. Investigadores, la policía secreta de la Federación, la mano armada de los Legisladores del Consejo de Coalición. Lo sabía.


Hacía dos semanas que Coltar y él habían llegado a Varfleet. Habían partido de Valle Umbroso en dirección norte, abandonando la seguridad del entorno conocido y la protección del hogar familiar para dirigirse a las tierras fronterizas de Callahorn. Habían emprendido el viaje porque Par pensaba que era su deber, que había llegado el momento de contar sus historias en otros lugares, ya que su conocimiento no debía limitarse a los habitantes de Valle Umbroso. Se dirigieron a Varfleet porque era una ciudad abierta, que no estaba sometida al gobierno de la Federación, un paraíso para quienes vivían al margen de la ley y los refugiados, pero también para las ideas; un lugar donde las gentes todavía escuchaban sin prejuicios, un sitio donde aún se toleraba, y hasta se solicitaba, la magia. Él poseía la magia y, en compañía de Coltar, se dirigió a Varfleet para compartir sus maravillas. Muchos practicaban la magia, pero la suya era diferente. La suya era real.


Encontraron la cervecería Barba Azul el mismo día de su llegada, una de las más espaciosas y conocidas de la ciudad. En la primera entrevista que mantuvieron con el propietario, Par consiguió convencerlo de que debía contratarlos. Confiaba en su éxito. Al fin y al cabo, podía persuadir a cualquiera con el cantar.
Magia auténtica. Sus labios modelaron las palabras sin llegar a pronunciarlas.


No quedaba mucha magia verdadera en las Cuatro Tierras ni en las lejanas zonas desiertas donde no llegaba el dominio de la Federación. El cantar era todo lo que quedaba de la magia de los Ohmsford. Se había transmitido a lo largo de diez generaciones hasta llegar a él. El don se había mostrado esquivo con algunos miembros de su familia, haciendo su elección, al parecer, a capricho. Coltar no lo poseía, ni tampoco sus padres. De hecho, ningún miembro del linaje de los Ohmsford lo había tenido desde que sus bisabuelos regresaran de las Tierra Occidentales. Pero él había poseído la magia desde el momento de su nacimiento, la misma magia que había surgido casi trescientos años antes con su antepasado Jair. Así lo atestiguaban los relatos y las leyendas. Con la canción creaba imágenes en las mentes de quienes la escuchaban, imágenes que parecían reales. Y era capaz de crear sustancia del aire.
Eso era lo que le había llevado a Varfleet. Durante trescientos años, la familia Ohmsford había transmitido las historias de la casa élfica de Shannara. Se decía que esta práctica había sido iniciada por Jair, pero la realidad es que sus orígenes se remontaban mucho más atrás, cuando los relatos no se referían a la magia, porque aún no había sido descubierta, sino al mundo antiguo que había sido destruido por las Grandes Guerras, y los narradores eran los escasos supervivientes de aquel holocausto aterrador. Sin embargo, se ha de decir que Jair fue el primero en incorporar la canción a los relatos para dar realismo a las imágenes creadas con sus palabras, para lograr que sus historias adquiriesen vida en sus oyentes. Eran narraciones de los viejos días, leyendas de la casa élfica de Shannara, de los druidas y su castillo de Paranor, de elfos y enanos, y de la magia que regía sus vidas. Las historias hablaban de Shea Ohmsford y su hermano Flick, y de la búsqueda de la Espada de Shannara; de Wil Ohmsford y Amberle, la bella elfina de trágico destino y de su lucha para que las hordas de demonios regresaran tras los muros de la Prohibición; de Jair Ohmsford y su hermana Brin, de su expedición a la fortaleza de Marca Gris y de su enfrentamiento con los Espectros Corrosivos y el Ildatch; de los druidas Allanon y Bremen; del rey de los elfos Eventine Elessedil; de guerreros como Balinor Buckhannah y Stee Jans; y de otros muchos héroes. Quienes habían poseído el don del cantar, utilizaron su magia. Y quienes habían carecido de él, sólo se valieron de las palabras. Los Ohmsford habían ido de aquí para allá, y muchos habían llevado consigo los relatos a lejanas tierras. Pero hacía ya tres generaciones que ningún miembro de la familia había narrado las historias fuera de Valle Umbroso. Ninguno había querido correr el riesgo de ser hecho prisionero.
El riesgo era real. La práctica de la magia, en cualquiera de sus formas, estaba prohibida en las Cuatro Tierras o, al menos, allí donde gobernaba la Federación, lo cual, en la práctica, significaba lo mismo. Desde que se estableció la prohibición, ningún Ohmsford había osado salir de Valle Umbroso. Par era el primero. Estaba cansado de relatar una y otra vez las mismas historias a los mismos y escasos oyentes. También había otras personas que necesitaban oírlas, conocer la verdad sobre los druidas y la magia, sobre las luchas que precedieron a la época en que vivían. El miedo a que pudieran hacerle prisionero era dominado por el sentimiento que lo impulsaba a atender esa necesidad, y tomó la decisión pese a las objeciones de sus padres y de Coltar. Al final, Coltar se comprometió a acompañarlo, como hacía siempre que, en su opinión, Par necesitaba protección. Varfleet sería la primera etapa, una ciudad donde todavía se practicaba la magia en sus formas menores, un secreto a voces que desafiaba a la Federación. Pero la magia que podía hallarse en Varfleet carecía de importancia y no provocaba inquietudes. Callahorn era sólo un protectorado de la Federación, y Varfleet una ciudad tan lejana que podía considerarse parte de los territorios libres. No había sido ocupada por el ejército. La Federación había desdeñado preocuparse por ella.
Pero ¿qué ocurría con los investigadores? Par movió la cabeza. Los investigadores eran otro asunto. Sólo hacían acto de presencia cuando había un intento serio de la Federación para acabar con la práctica de la magia. Nadie deseaba tener contacto con ellos.
–Este lugar se está volviendo demasiado peligroso para nosotros –dijo Coltar como si leyera sus pensamientos.
–Sólo somos un par más entre el centenar de practicantes de este arte –repuso Par, haciendo un gesto negativo–. Sólo dos jóvenes más en una ciudad habitada por muchos.
–Sólo dos, sí, pero los únicos que utilizan la verdadera magia –insistió Coltar, mirando a su hermano.
Par volvió la vista atrás. En la cervecería les pagaban bien, tenían más dinero que nunca. Lo necesitaban para pagar los impuestos que exigía la Federación. Lo necesitaban para su familia y para Valle Umbroso. No estaba dispuesto a renunciar a eso por un simple rumor.
Apretó los dientes. Tampoco estaba dispuesto a regresar a Valle Umbroso sin haber difundido las historias, sin que nunca llegaran a los oídos que necesitaban escucharlas. Eso significaría rendirse a la represión que sufrían las Cuatro Tierras, permitir que la tuerca diera una vuelta más.
–Tenemos que irnos –insistió Coltar, interrumpiendo su meditación.
Par sintió un súbito acceso de ira antes de advertir que su hermano no se refería a la ciudad, sino al umbral de la cervecería. La gente los estaría esperando. Dejó que se disipara la ira y sintió que la tristeza ocupaba su lugar.
–Me gustaría vivir en otra época –murmuró, y se detuvo al ver que Coltar tensaba sus músculos–. Me gustaría que hubiese elfos y druidas. Y héroes. Me gustaría que volviera a haber héroes… aunque sólo fuese uno.
Coltar se separó de la puerta, apoyó una de sus enormes manos en el hombro de su hermano y lo obligó a darse la vuelta para que lo mirase de frente.
–Si continúas cantando aquí, acabarán viniendo.
Par se dejó conducir al interior como si fuese un niño. Pero ya no pensaba en héroes, elfos y druidas; ni siquiera pensaba en los investigadores.
Estaba pensando en los sueños.
 

2 comentarios en “Los herederos de Shannara – Los vástagos de Shannara”

  1. descargas de libros
    Los últimos libros que usteds me han enviado para descargar gratis,no he podido hacerlo ya que me envia a una página distinta. Será quizas algún error mío? Espero su repuesta,gracias! La verdad me gustaria poder seguir haciendolo ya que todos los libros que he recibido son muy interesantes.

  2. la madre
    Los ultimos libros no se pueden descargar,ya me habia acostumbrado a tener nuevos todas las semanas,porque?

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