El cuarteto de Alejandría IV, Clea – Lawrence Durrell

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CleaEl cuarteto de Alejandría (The Alexandria Quartet) es una tetralogía de novelas del escritor Lawrence Durrell, que se publicaron desde 1957 hasta 1960. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial. En 1960, publicó «Clea», la cuarta y ultima novela de la tetralogía. Sólo en la parte final, «Clea», la historia avanza en el tiempo y alcanza un desenlace.

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PRIMERA PARTE

I

Aquel año las naranjas fueron más abundantes que de costumbre. Centelleaban como linternas en los arbustos de bruñidas hojas verdes, chisporroteaban entre la arboleda bañada de sol. Parecían ansiosas por celebrar nuestra partida de la pequeña isla; el tan esperado mensaje de Nessim había llegado ya, como una cita al Submundo. El mensaje que en forma inexorable me haría regresar a la única ciudad que para mí había flotado siempre entre lo ilusorio y lo real, entre la substancia y las imágenes poéticas que su solo nombre me evocaba. Un recuerdo –me decía–, un recuerdo falseado por los deseos e intuiciones apenas realizados hasta entonces en el papel. ¡Alejandría, capital del recuerdo! Todas aquellas notas manuscritas, robadas a criaturas vivas y muertas, al punto de que yo mismo me había convertido en algo así como el post–scriptum de una carta eternamente inconclusa, jamás enviada.

¿Cuánto tiempo había estado ausente? Me era difícil precisarlo, aunque el tiempo calendario proporciona un indicio demasiado vago de los iones que separan a un ser de otro ser, un día de otro día; y durante todo ese tiempo yo había vivido en realidad allí, en la Alejandría del corazón de mi pensamiento. Página tras página, latido tras latido, me había entregado al grotesco mecanismo del que todos hemos participado alguna vez, tanto los victoriosos como los vencidos. Una antigua ciudad que cambiaba de color a la luz de pensamientos colmados de significación, que reclamaba a viva voz su identidad; en alguna parte, en los promontorios negros y espinosos del África, la verdad perfumada del lugar permanecía viva, la hierba amarga e intragable del pasado, la médula del recuerdo. Había comenzado una vez a ordenar, codificar y anotar el pasado antes de que se perdiese para siempre – tal era, en todo caso, la tarea que me había propuesto. Pero había fracasado (¿sería tal vez irrealizable?), pues ni bien lograba embalsamar con palabras alguna faceta de aquel pasado, irrumpía de pronto un nuevo modo de conocimiento que desmoronaba toda la estructura, y el esquema se desmembraba para ensamblarse una vez más en figuras inesperadas, imprevisibles.

«Recrear la realidad», escribí en alguna parte; palabras temerarias y presuntuosas por cierto, pues es la realidad la que nos crea y recrea en su lenta rueda. Y sin embargo, si la experiencia de aquel interludio en la isla me había enriquecido, era tal vez precisamente a causa del rotundo fracaso de mi tentativa por registrar la verdad interior de la ciudad. Me encontraba ahora cara a cara con la naturaleza del tiempo, esa dolencia de la psique humana. Tenía que aceptar mi derrota frente al papel, y sin embargo, de manera bastante curiosa, el acto de escribir había dado frutos de otra especie: el mero fracaso de las palabras, que se sumergían una a una en las profundas cavernas de la imaginación y desaparecían en la esclusa. Una manera un tanto costosa de empezar a vivir, sí; pero nosotros los artistas nos sentimos arrastrados hacia vidas individuales que se nutren de tales extrañas técnicas de autopersecución.

 

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