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LESTER DEL REY, gracias a su talento precoz, proporciona uno de los primeros ejemplos de miembro del «fandom» que consigue acceder a la autoría. En su caso, a la temprenan edad de 22 años y a resultas de una apuesta.
Gran maestro del cuento breve, se caracteriza por la originalidad de sus temas y pensamientos.
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EL FIEL AMIGO
Lester del Rey
No tuve jamás intenciones serias de ser escritor; hasta que descubrí que lo era por un juego del azar. En efecto, durante los trece años que siguieron a la venta de mi primer relato de ficción no me consideré escritor profesional. Emborronar con palabras el papel era sólo un —a veces— lucrativo pasatiempo al que recurría cuando no tenía otra cosa que hacer. Incluso hoy, después de treinta y siete años vendiendo cuentos, con cerca de cuarenta libros y varios millones de palabras impresas, la tarea de escribir no me apremia como debiera.
Sin embargo, soy y he sido siempre un lector voraz, hábito que empecé a cultivar ya en mi primer año de escuela, cuando una maravillosa maestra me enseñó a leer, aun antes de ser capaz de pronunciar correctamente muchas de las palabras. En la pequeña población rural del sudeste de Minnesota donde crecí, no había puestos de revistas bien surtidos ni buenas bibliotecas. Pero me acompañó la suerte. Mi padre poseía una excelente biblioteca en casa. Lo cierto es que conseguí abrirme camino por la espesa fronda de las obras completas de Darwin, Decline and Fall de Gibbons y los fascinantes relatos de Julio Verne y H. G. Wells. Aprendí a disfrutar de Shakespeare sin conocer a ciencia cierta la diferencia entre una obra de teatro y una novela, y dediqué un tiempo similar a releer la Biblia varias veces y las obras de Robert Ingersoll.
Atendiendo a los criterios convencionales, mi infancia debería considerarse como muy desdichada. Solíamos mudarnos de una finca pobre a otra, o por decirlo de distinta manera: hacíamos lo que muchos jornaleros norteños. Con frecuencia apenas teníamos nada que llevarnos a la boca. Desde que cumplí nueve años tuve que bregar con el duro trabajo de un hombre en los bosques y en los campos. Pero la verdad es que recuerdo este episodio de mi vida como un período muy feliz. Y la lectura tuvo mucho que ver con ello, además del profundo sentimiento de seguridad emocional que me dio mi padre. En muchas ocasiones, el jornal de un dólar que ganaba cuando trabajaba en su compañía se veía incrementado con el amable préstamo de alguna conocida obra de ficción por parte del granjero que nos había contratado. Leí muchísimos libros a horas en que debería haber estado dormido, sin más luz que la de la luna. Además, la gente del contorno guardaba sus revistas usadas y me las daba.
En 1927, cuando apenas contaba doce años, mi padre se trasladó a una pequeña ciudad para que yo pudiera cursar estudios de enseñanza media. El hecho de tener al alcance libros y revistas, que obtenía en préstamo de una biblioteca local bastante buena, ensanchó de pronto mis horizontes. Fue allí donde descubrí las obras de Edgar Rice Burroughs, así como algunos libros que podrían pasar por obras precursoras de la ciencia ficción. Desde el día en que un amigo me prestó un número de «Wonder Stories Quarterly» del año 1929, me convertí en un adicto total a ese género de literatura. Dejé atrás la archiconocida Tierra para explorar los cráteres de la Luna y caminar por el seco lecho marino del moribundo Marte, y nunca llegué a regresar del todo de esos periplos.
No estoy tratando de pergeñar una biografía. En estos párrafos de carácter introductorio y anecdótico intento pasar por alto muchos nombres y acontecimientos irrelevantes para mi propósito, que es el de mostrar cómo se gesta y madura un escritor de ciencia ficción. Quiero dejar bien claro que mi vida no ha sido únicamente reclusión introvertida y compulsiva lectura. Quizás haya sido ésta la pauta de muchos fervientes lectores, y luego escritores de ciencia ficción; pero no en mi caso. Yo tenía mi círculo de amigos, y los deportes ocupaban en mi vida un lugar tan importante como la lectura y el trabajo. Siempre fui pequeñajo y delgado, pero conseguí jugar de lanzador de pelota en el béisbol y de defensa en el fútbol americano con ocasión de los torneos amistosos que se organizaban. En invierno, patinar y esquiar eran una fuente constante de placer, ¡y hasta me las arreglé para darme el lote en las típicas locuras de juventud!